Capítulo Catorce
Kate entró en su casa como una furia y dio un buen portazo. Dan y Evelyn la oyeron subir las escaleras en tromba y salieron tras ella. La encontraron en el cuarto de Lizzy destrozando sistemáticamente la habitación.
—¿Qué demonios pasa aquí, Kate? —la voz de Dan era de incredulidad.
Kate iba sacando ropa interior de un cajón y registrando cada pieza que sacaba.
—Lizzy está ahora mismo en la comisaría de Grantley acusada de posesión de cannabis —tenía la voz cargada de furia.
—¿Qué? —Evelyn se llevó la mano al corazón—. ¿Estás segura?
—¡Oh, vaya si estoy segura! Sé muy bien qué cara tiene mi propia hija.
Sacó el cajón de su sitio y examinó la parte de abajo. Allí, sujeta con cinta adhesiva, había una bolsita de plástico con anfetaminas. Kate la arrancó y se la metió de un golpe en el bolsillo de la chaqueta.
—Escucha, Kate, tranquilízate un momento y cuéntanos lo que ha pasado. Puede haber algún error.
—No hay ningún error, Dan. Yo también lo pensé hasta que la vi. El sargento que la reconoció me llamó a la sala de incidencias. La encontraron en una casa de ocupas en Tillingdon Place. Sí, en Tillingdon Place, el mayor estercolero de Grantley, y estaba completamente pasada.
—No. —Evelyn se sintió enferma.
—Sí, mamá. Así que ahora, ¿queréis salir los dos de aquí? Tengo que encontrar lo que tiene, lo que pasa. Le dije al médico de guardia que le hiciera un análisis de sangre, sólo para mí. ¡Es que le partiría el cuello!
—Escucha, Kate, puede ser que alguien la llevase allí y le diera las drogas...
—Oh, ¿no creerás que no lo pensé? ¿O sí que lo crees? —atacó a Dan—. Entré en su celda y me dijo que me largara a tomar por el culo. Ésas fueron sus palabras exactas. Gritaba e insultaba a todo el mundo. No me he sentido tan humillada en toda mi vida. Al parecer, nuestra señorita mojigata tiene dos caras y lleva una semana sin ir a trabajar. Me pasé por casa de Joanie y me lo contó todo. En Nochevieja, Lizzy no estuvo en casa de Joanie, ¡estuvo en aquella puta rave! ¡No es más que una pequeña zorra, una lianta mentirosa!
Se echó a llorar. Evelyn se acercó a ella y le pasó el brazo por los hombros.
—Voy a preparar un café, ¿quieres? Sécate los ojos, Katie, llorar no soluciona nada.
—He hecho todo lo que he podido hacer por esa niña. La tratamos bien, intentamos educarla decentemente. ¿Por qué nos ha hecho esto? ¿Por qué se lo hace a ella? Es como si no la conociera de nada.
Evelyn le dio un beso en lo alto de la cabeza.
—Seguro que hay muchísima gente que debe de haber dicho lo mismo después de una visita tuya, cariño. Educas a tus hijos, haces todo lo que puedes, pero al final ellos siguen su propio camino.
—La hubiera matado de buena gana por esto, mamá. Por lo que he deducido de lo que me dijo Joanie, lleva tomando drogas desde el último año de colegio. No me extraña que no quisiera seguir estudiando y ser alguien de provecho. —Kate apretó los puños—. Si la tuviera delante, la haría pedazos. ¡Qué niña tan estúpida, qué estúpida!
Dan salió de la habitación con la cabeza dándole vueltas.
¿Lizzy drogada? ¿Su Lizzy? Se sentó en lo alto de las escaleras para dejar asentarse la noticia. Poco después los sollozos de Kate habían remitido y Evelyn pasó junto a él para ir a hacer un café a su hija. Dentro del dormitorio, Kate se puso de nuevo a registrarlo todo. Acababa de encontrar las píldoras anticonceptivas de Lizzy cuando volvió a entrar Dan.
—Mira, Dan, está tomando la píldora. Otro punto para la señorita Lizzy. Cuando vuelva a casa, la voy a asesinar.
—Es por culpa tuya, Kate. Nunca estabas en casa con ella. Tendrías que haberte dedicado a criar a tu hija...
El trillado discursito de Dan era justo lo que necesitaba para que no se le pasase el cabreo. Se volvió hacia él. En su voz sonaba una calma mortal.
—¿Tú te atreves a decirme lo que tendría que haber hecho, Danny Burrows? ¿Te atreves a hablarme de mi hija? —se dio unos golpes con el dedo en el pecho—. Sí, mi hija. La tuya jamás, Dan. Tú sí que nunca estabas aquí con ella. Mi madre y yo la criamos y es ella la que ha llegado a caer tan bajo. En lo que respecta a esa niña, no tengo nada sobre mi conciencia. Nada.
Pero Kate sabía que por muchas veces que se dijera eso, siempre se sentiría culpable. Siempre.
Empezó a sacar toda la ropa de su hija del armario buscando dentro de los bolsillos.
—Mírate, te piensas que estás en casa de un sospechoso en vez de en el dormitorio de tu hija. Ni siquiera has intentado oír lo que ella dice —el tono de Dan era de indignación. Dio media vuelta y salió de la habitación.
Kate salió tras él y le gritó desde el rellano:
—Y tú, otro que tal. Ya puedes coger tus cosas y marcharte. Ya estoy harta de gorrones. Ella es igual que tú, Dan, ése es el problema. Parece un ángel y es una fulana...
Lo oyó salir a la calle dando un portazo y volvió al dormitorio. El empapelado de ositos que llevaba años en la pared parecía burlarse de ella. En un estante encima de la cama estaban las muñecas de cuando Lizzy era pequeña. Cogió a Lagrimitas, la estrechó contra ella apretando la cabecita fría de plástico contra su cara.
Oh, Lizzy, Lizzy, Lizzy, ¿cuándo empezó a estropearse todo? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta de lo que sucedía en sus mismas narices? ¿Qué había ocurrido con su niñita?
Se lamió las lágrimas saladas de los labios, sacó un pañuelo de la caja junto a la cama y se sonó la nariz con mucho ruido.
Se puso la muñeca en el regazo y le quitó las piernas. Kate sabía muy bien todos los sitios donde había que buscar las drogas. Después de todo era su trabajo.
Patrick fue a abrir la puerta él mismo y sonrió encantado al ver a Kate en el umbral.
—Hola, amor. Pasa.
Entró en el vestíbulo.
Patrick la acompañó hasta el salón con el ceño fruncido. No le pareció una mujer muy feliz. Cuando la tuvo sentada en el sofá y con una copa de coñac, le habló:
—¿Qué sucede, Kate? Tienes una cara terrible. ¿Es algo sobre el caso?
Kate dio un traguito al brandy.
—No. No tiene nada que ver.
Y entonces se lo soltó todo. Patrick siguió sentado a su lado, nada seguro de que lo que oía fuera verdad. Cuando ella terminó, él suspiró profundamente.
—Lo que a mí me parece es que tu hija necesita una buena patada en el culo, y perdona la expresión.
—Siento mucho venir aquí con mis problemas, pero la verdad es que no sé a qué otro sitio ir.
Patrick la cogió de la mano.
—Escucha, Kate, siempre que me necesites, ahí estaré. ¿De acuerdo? —lo decía en serio. Verla en aquel estado la hacía más humana de alguna forma. Y resultaba reconfortante saber que ella tenía sentimientos parecidos a los suyos. Que tenía los mismos problemas, esperanzas y preocupaciones que él. Y eso la hacía más persona y menos policía.
Kate se pasó las manos por los cabellos y se sorbió la nariz.
—Lo peor fue cómo se comportó cuando entré a verla en la celda. Como si fuera su enemiga o algo así, sabes.
—En esos momentos, Kate, amor, eres el enemigo. Probablemente se sienta avergonzada.
—Ya sé a qué te refieres, pero la cosa es que estaba completamente drogada, Patrick. La pillaron con unos ocupas cochambrosos y un montón de drogatas conocidos. El chico que la llevó allí se llama Joey no sé qué. Y tiene un informe de antecedentes tan largo como mi brazo con sólo dieciocho años. Intenté engañarme diciéndome que alguien la había llevado allí engañada, ya sabes la historia. Pero después de hablar con su mejor amiga, me he dado cuenta de que mi hija no es nada más que una especie de putilla.
Patrick le dio una fuerte palmada en la rodilla.
—¡Eh, eh! Ahora escúchame tú a mí, Katie: estás hablando de tu hija. ¡A mí no me importaría que mi Mandy anduviera enseñando el chocho por Old Kent Road si eso significase que había vuelto! Estás siendo demasiado dura con ella. Tiene dieciséis años, por Cristo bendito, ¿es que tú a los dieciséis años no hiciste nada mal?
»Los chicos de hoy tienen delante demasiadas cosas para elegir. Y las drogas son una parte del paquete de su vida cotidiana. Por eso van a esas fiestas rave. En nuestra juventud, en los sesenta y los primeros setenta, teníamos también eso, sólo que nosotros éramos la generación que iba a cambiar el mundo. ¿Te acuerdas de Sargent Pepper’s y toda la otra música psicodélica? Lo que tienes que hacer ahora es ver si puedes construir algún puente entre tú y ella. Intentar volver a conseguir que se estabilice.
Kate se le quedó mirando a la cara. Lo que le decía tenía sentido en algunos aspectos, pero nunca jamás podría perdonar a Lizzy la comedia de sus últimos dieciocho meses. Pensaba que su hija era pura y buena, y eso la reconfortaba. Ver a diario lo más bajo de lo más bajo te hacía alegrarte de que tu hija fuera normal. Que estuviera a salvo. Segura. Descubrir ahora que tomaba drogas era como descubrir que tu hermana gemela era una asesina. Algo increíble. Ver a aquella cría tumbada en una celda con la cabeza atiborrada de drogas era como si te clavasen un cuchillo en las tripas y luego lo retorciesen.
Kelly observó las expresiones cambiantes de su cara y se imaginó lo que estaba pensando.
—Tengo la sensación de haberle fallado a Lizzy, Pat. Haberle fallado de un modo espantoso. Puse el trabajo por encima de todo. Podía haber tenido una jornada de nueve a cinco, pero eso es algo que nunca quise. Quería ser policía. Imagino que precisamente a ti, eso te resultará difícil de creer.
Patrick se encogió de hombros.
—Mira, Katie, tu trabajo es asunto tuyo, tengo que admitir que hasta que te conocí a ti nunca tuve tiempo para pensar en la policía. Pero eso ya es historia. Hoy en día soy legal al ciento por ciento.
—Sin embargo, de todos modos, lo que hago yo contigo, Pat, en realidad no es muy distinto de lo que Lizzy hizo con las drogas. Las dos queríamos algo que en realidad no deberíamos tener.
Patrick miró a Kate a los ojos con expresión suavizada.
—Las drogas destruyen a las personas, Kate. Yo no. Me sienta mal que des a entender eso. No he hecho daño intencionadamente a una mujer en toda mi vida. Si tienes la sensación de que estás adquiriendo conmigo un compromiso de la forma que sea, entonces creo que será mejor que nos digamos adiós ahora mismo, antes de que resulte todavía más difícil.
Kate sostuvo su mirada. Le estaba ofreciendo un salida y aquello despertó su respeto. Pero había otra parte de ella, la parte de la hembra, a la que molestaba el modo en que él parecía simplemente querer poner fin a lo suyo.
—Sin embargo, te echaré de menos, Kate, me has reconfortado de cuerpo y de alma desde que perdí a Mandy. He acabado por depender mucho de ti. Creo que podría ir tan lejos como para decir que me estoy enamorando. Pero lo que tú has dicho, suena a verdad. Todo lo que puedo decir en mi defensa es que ahora en mi vida no hay nada que no tenga más remedio que ocultarte.
—¿Y qué me dices del futuro?
—¿Quién sabe qué nos tiene reservado el futuro? —dijo con una sonrisa.
Kate apartó la vista de él y se concentró en el reloj de bronce bruñido de la repisa cuyo tictac era lo único que sonaba en la sala. Se mordió el labio. ¡Tantas cosas habían pasado en los últimos meses!... Su vida nunca volvería a ser igual. La relación con Lizzy se había terminado. A partir de ahora entre ellas la cosa sería diferente. Después de aquello Lizzy iba a necesitar mano dura. Ya no quedaba confianza. La única persona a la que Kate siempre había considerado constante y buena aparecía ahora bajo una luz tenebrosa. Sintió miedo. ¿Cómo era posible ignorar aquello de su propia hija? Por otra parte, aquel hombre al que veía con tanto recelo, aquel hombre de mala reputación, que de estar en su sano juicio nunca se hubiera enredado con él, había resultado ser en el fondo un hombre bueno. Un hombre bueno y amable cuya mala reputación sólo creían quienes no lo conocían de verdad.
—Yo no quiero terminar contigo, Kate.
Era un tono de voz suave y bajo.
—Yo tampoco quiero dejar de verte, Pat.
Ya no estuvo segura de poder pararse aunque quisiera.
—¿Cuándo volverá a casa?
—Mañana; podría habérmela llevado esta noche, sabes, puesto que soy inspectora. Pero no me fie de mí misma, Pat, pensé que igual le hacía daño si estaba conmigo mientras me sentía de este modo.
—¿Y por qué has venido a verme a mí? —dijo con un suave susurro.
—Porque confío en ti, supongo.
Él sonrió y la hizo ponerse de pie.
—Ven.
—¿Adónde vamos?
—Voy a darte un buen baño, Katie, y voy a enjabonarte yo personalmente, hasta el último recoveco. Luego te pondré en mi cama y te iré quitando de la cabeza todos tus desvelos y preocupaciones. Y así, cuando la señorita vuelva a casa mañana, estarás en un estado mental adecuado para verla y poder arreglar las cosas de una vez por todas.
Tiró de Kate hasta el pie de la escalera y ella soltó su mano de la de él.
—Oh, Pat, ¿pero qué voy a hacer? Con este caso en marcha, y ahora todo esto de Lizzy... —la voz se le quedó en el aire y Patrick volvió a cogerla de la mano.
—Tú acuérdate de que ahora me tienes a mí, Kate, y que me tendrás todo el tiempo que quieras. Me tienes a mí aquí siempre que necesites a alguien.
Lo dijo de un modo simple y sincero, y Kate subió las escaleras tras él con alegría. Por primera vez desde hacía años tenía a alguien en quien podía apoyarse. Era una sensación embriagadora.
—Después del baño podemos charlar un buen rato. Eso es lo que de verdad necesitas, ¿sabes? Alguien que no esté demasiado cerca de las causas del problema.
Kate siguió subiendo las escaleras tras él. Había dejado a Dan haciendo las maletas y su madre ya se había retirado a su cuarto. Kate sintió que no podía continuar en aquella casa ni un minuto más. Además de las anfetaminas, había encontrado cannabis en la habitación de su hija. Lo que decía Patrick tenía sentido. Necesitaba un hombro de verdad en el que llorar.
Sólo mucho más tarde, después del baño y ya con Patrick roncando suavecito a su lado, comprendió las implicaciones de aquella visita suya a Patrick Kelly.
Se dio cuenta de la gran ironía de todo el asunto. Pero se incorporó apoyada en el hombro, contempló la cara del hombre y comprendió la verdad que encerraba.
Estaba enamorándose desesperadamente de él. Y era una sensación agradable. Muy, muy agradable.
Pensó en Lizzy cuando era pequeñita. Los calcetines blancos y las sandalias inmaculadas en sus piececitos. El vestidito con dibujos de Holly Hobby planchado y almidonado a la perfección. El pelo largo y oscuro cepillado hasta bruñirlo. Era su primer día de colegio. Kate estaba tan orgullosa de ella. ¿Qué había sucedido para que su hija tuviera que tomar drogas? ¿Cuándo Lizzy se había apartado de ella mientras crecía?
Notó que las lágrimas de angustia de la maternidad le emborronaban la vista y parpadeó para limpiarlas. Ya estaba harta de llorar. Patrick tenía razón, ahora tenía que tender puentes con Lizzy. Intentar que de todo aquello tan malo naciera alguna cosa buena.
Patrick se dio la vuelta y descansó el brazo sobre su vientre. Era una buena sensación, una sensación agradable. Se sintió segura.
Besó la cabeza morena que estaba junto a ella y se tumbó. No para dormir, para eso faltaba todavía mucho, sino para pensar y planear. El susto y el enfado iniciales iban desapareciendo progresivamente; ahora necesitaba un plan de acción e iba a concentrar sus energías en eso.
En algún sitio, en algún momento, había perdido un paso vital con Lizzy. Y dependía de ella rectificarlo lo mejor que pudiera. Y claro que lo rectificaría.
Se apretó contra Patrick, cerró los ojos y dejó que los recuerdos flotasen por delante de sus párpados cerrados.
Lo único que olvidó preguntarse fue cómo se sentiría Lizzy respecto a todo aquello.
Fue una equivocación que muy pronto lamentaría.
Kate notó los ojos del sargento de la recepción clavados en la nuca mientras firmaba los papeles de libertad de su hija.
Fue camino de las celdas con el corazón encogido. El hecho de que Lizzy hubiera sido detenida era el comentario de la comisaría, de eso estaba segura. Pasó junto a Amanda Dawkins, que le sonrió compasiva. Kate miró a otra parte. Contuvo el aliento mientras abrían la celda. Lizzy estaba sentada con las piernas cruzadas sobre un colchón en el suelo. Tenía toda la cara untada de maquillaje y el pelo hecho una maraña. Miró a su madre a la cara, desafiante, al abrirse la puerta.
—¿Así que has venido?
Kate tragó saliva.
—Levántate, Lizzy.
La joven se levantó del colchón y se quedó de pie con una mano en la cadera en una postura agresiva. El agente de guardia movió la cabeza incrédulo. Si fuera su hija le hubiera soltado un bofetón que no se le olvidaría ni queriendo.
—Venga, coge tus cosas que nos vamos a casa —dijo Kate con voz grave. Se volvió al guardia, un hombre de casi cincuenta años que se llamaba Higgins. Kate pudo ver compasión en sus ojos.
—¿Ha comido algo?
—Nada de nada, preciosa, pero le hemos hecho beber el zumo de naranja. Eso los hace bajar, ¿sabe?, por la vitamina C.
—Sí, ya lo sé. Venga, salgamos de aquí.
—Quiero que venga papá a buscarme —eso lo dijo con los dientes apretados.
—No puede venir, así que tendrás que arreglártelas conmigo, y ahora vamos, Liz, no estoy de humor para jueguecitos.
Lizzy torció la nariz despectivamente y luego se sentó otra vez.
—Pues entonces tendré que esperar a que venga papá, ¿no crees?
—Tú te vienes a casa conmigo ahora mismo, Lizzy.
Sonrió con fastidio.
—Voy a hacer lo que yo quiera hacer, mami. Se ha acabado eso de que la abuela y tú estéis siempre diciéndome lo que queréis, lo que esperáis que yo...
Kate notó que estaba poniéndose roja. Intentó desesperadamente controlar el tono de voz.
—Podemos hablar de eso luego en casa, Lizzy. Éste no es ni el sitio ni el momento.
—¿De verdad? Qué gracioso, porque me parece que tú te pasas aquí bastante tiempo. Pensaba que este era tu sitio, mami, más que ningún otro.
—Te lo digo por última vez, Liz, levántate y vámonos a casa. Ya hablaremos de esto largo y tendido, a ver qué sentido le sacamos.
Lizzy se rio a carcajadas con la boca bien abierta de la risa.
—¿Eso se te da bien, eh? Vamos a analizarlo todo. Vamos a encontrar el sentido oculto de todas las cosas. ¡Oh, al carajo, mami! ¡Suenas como un serial malo!
Kate se dirigió al agente de guardia y le dijo apretando los dientes:
—¿Quiere dejarnos solas, por favor?
El hombre se sentía tan incómodo que había estado fingiendo estudiar las pintadas de las paredes de la celda. Salió a toda prisa y cerró la puerta detrás de él. Le gustaba un montón Kate Burrows. Era una mujer estupenda, una buena detective; verla así de avergonzada era algo terrible.
Madre e hija se miraron fijo la una a la otra y Kate se dio cuenta de que ahora aquello era una batalla de nervios entre ambas. Y por algún motivo, Lizzy disfrutaba. No estaba arrepentida ni lo lamentaba ni ninguna de todas esas cosas que tendría que haber sentido. De hecho, daba la impresión de que disfrutaba de verdad. ¿Dónde, oh, dónde estaba la hija de dos días antes? ¿Dónde estaba la muchacha con la sonrisa siempre dispuesta y la cara risueña? Era como si estuviera viendo a una extraña, una extraña con la cara y el cuerpo de su hija. Un cuerpo que había sido usado a modo, a juzgar por el diario que le había encontrado.
—¿De qué va todo esto, Lizzy? Vamos, dime la verdad.
Se puso de pie y fue hasta el fondo de la celda. Tenía el pelo por los ojos y se lo apartó con impaciencia.
—Quiero que venga papá.
—Bien, pues tu padre no está aquí, estoy yo. Y si es necesario, Lizzy, estoy dispuesta a sacarte de aquí por la fuerza.
Se rio otra vez.
—¡Me gustaría verte intentarlo!
Lo dijo con un tono de desprecio tal que a Kate le pareció que algo se le rompía por dentro. Cruzó la celda, agarró a su hija por el pelo y tiró de ella en dirección a la puerta. Aquello le exigió hasta la última gota de fuerza que tenía.
Sin embargo, Lizzy no estaba dispuesta a aceptarlo. Lanzó el puño en un gancho que impactó sobre el hombro de su madre. Kate sintió el golpe, hizo girar a Lizzy para tenerla de frente y le cruzó la cara de un bofetón que la mandó volando hasta el rincón de la celda. Las dos respiraban con fuerza.
—¡Levántate ahora mismo, Lizzy, antes de que pierda los estribos de verdad! ¡Levántate, te digo! —la última frase resonó por toda la pequeña habitación.
Kate se dirigió hacia su hija y Lizzy se puso de pie a trompicones.
—Te vienes a casa conmigo ahora mismo y como abras esa boquita tuya te doy una paliza que te mato. Eso como poco.
Algo que sonó en la voz de su madre dijo a Lizzy que lo decía de verdad. Kate agarró a su hija por el hombro de la camiseta y la arrastró hasta la puerta de la celda. Golpeó fuertemente con la mano libre y Higgins acudió a abrir. Kate, entonces, hizo desfilar a su hija por el pasillo de las celdas, cruzar el despacho del sargento de recepción, salir del edificio y llegar al aparcamiento. Metió a Lizzy en el coche de un empujón. Se sentó al volante y arrancó el motor.
—Será mejor que tengas una buena razón para hacer todo esto, Lizzy, porque quiero saber qué es exactamente lo que pasa contigo.
Con eso, salió de la comisaría y se fue a casa. Ninguna de las dos dijo una palabra más.
Evelyn quería a toda costa limpiar el cuarto de Lizzy para cuando llegase, pero Kate le había prohibido tocar nada. Estaba sentada en la cama contemplando el caos absoluto que la rodeaba. Había fotos de Lizzy de niña por todas partes. Meneó la cabeza. Si alguien le hubiera dicho que su nieta tomaba drogas, se le hubiera reído en la cara.
—Mi Lizzy ni hablar —le hubiera dicho. Pero ahora tenía la verdad ante ella y era pura hiel. Aquella preciosidad de chica estaba arruinando su vida y destrozando a su familia... y por las drogas.
Por lo que Kate le había contado, Lizzy llevaba un par de años con anfetaminas. Meneó la cabeza. Se puso de pie y echó una ojeada por aquel cuarto tan familiar. ¿Cuántas veces habría venido a arropar a Lizzy cuando era pequeñita, la había besado la piel suave de su rostro, la había cepillado los largos cabellos hasta que relucían?
Se acercó a la ventana y miró afuera, a la luz cenicienta de la tarde. Fue entonces cuando vio el diario. Era un diario de chica, con flores y pajaritos pintados en un fondo de seda verde pálido. Evelyn lo abrió distraídamente y se puso a leer.
Todavía estaba leyendo cuando llegaron Kate y Lizzy. Kate tuvo que sacar a su hija del coche a la fuerza y arrastrarla prácticamente por el sendero del jardín hasta la casa. Abrió la puerta y metió a la chica de un empujón.
Lizzy atravesó la sala de estar y se fue a la cocina, donde se puso a prepararse un café como si nada hubiera pasado. Kate se quitó el abrigo y lo dejó en la barandilla. Fue a la cocina con su hija.
—Muy bien, quiero saber todo lo que ha estado pasando. Quiero saber dónde conseguiste las drogas, de quién y con quién las has tomado.
Lizzy se sirvió leche en la taza.
—Eso, madre, no es asunto tuyo.
Kate se pasó las manos por los cabellos.
—No voy a estar discutiendo todo el día, Lizzy, te lo digo en serio. Quiero respuestas y las quiero ahora mismo.
Lizzy se puso frente a su madre y se cruzó los brazos sobre el pecho.
—Eso es muy tuyo: «Quiero respuestas y las quiero ahora mismo». ¿Con quién coño te crees que estás hablando? Soy tu hija, no una maldita sospechosa.
—En eso, señorita, es justo en lo que te equivocas. Por lo que a mí concierne en este momento en particular, tú eres las dos cosas. Eres sospechosa de traficar con drogas, Lizzy. Estabas en la casa de un traficante conocido, de modo que ¿cuál es exactamente tu posición? He encontrado drogas en tu cuarto. Y también encontré tu diario. Así que ya sé que no estoy tratando con Blancanieves.
Lizzy se volvió hacia el hervidor y echó agua hirviendo en su tazón.
—Esto es lo último que necesito ahora, mami, he pasado una noche terrible. Puede que más tarde me sienta capaz de hablar del tema.
Kate contempló asombrada a Lizzy, que revolvía el café. Cogía la cucharilla tan fuerte con sus largos dedos que los nudillos se le habían puesto blancos. Kate observó la figura de mujer vestida de tejanos y camiseta. Ni siquiera llevaba sujetador. La camiseta estaba sucia y arrugada. Tenía unas greñas en el pelo que parecían rabos de rata y permanecía allí como si tal cosa de pie preparándose una taza de café. No era la primera vez en las últimas horas que Kate se preguntaba qué demonios podía haber pasado con su hija.
Evelyn había oído el diálogo desde la sala de estar. Y entonces entró en la cocina y lanzó el diario delante de Lizzy, que estaba sentada ante la barra.
—He visto un montón de cosas en mi vida, Elizabeth Burrows, pero nunca creí llegar a ver esto. He sentido náuseas al leer toda esta basura —la voz de Evelyn sonaba dura y fría.
Lizzy cogió el diario y miró a su abuela.
—No tendrías que haberlo leído, abu —dijo con una vocecita tímida. Su abuela era importante para ella.
—¡No me llames «abu»! No vuelvas a llamarme así nunca. Que puedas hacer esas cosas con los chicos y además escribirlas... ¡es asqueroso!
—Así es la vida real, ¿recuerdas? Tú también debes haber sido joven —Lizzy notó que elevaba la voz y trató desesperadamente de controlarla—. Ahora mi vida es mía, tengo casi diecisiete años. Y si quiero acostarme con chicos que me gustan, es asunto mío. Sólo mío. No tuyo, ni de mamá ni de nadie más. ¡Mío!
Evelyn lanzó una mirada de desprecio.
—¿Eso es lo único que te interesa, verdad? Sabes, es gracioso, pero a lo largo de los años siempre recuerdo haberte oído decir: yo, mí, mío. Quiero, pienso, yo, yo, yo. Nunca un pensamiento de verdad para nadie más. Aquí todas nos plegábamos a lo que tú querías, doblábamos el espinazo para cumplir tus deseos. Sin pensar nunca en nosotras mismas. ¡Tú no eres más que una zorrupia, una manipuladora y una intrigante!
—¡Mami!
—¡Oh, nada de «mami», Kate! Ese diario lo dice todo. Hacía que te sintieras asfixiada con mi cariño, ¿no es eso? Mis mimos te incomodan. Pues muy bien, no te preocupes, Lizzy, porque no tengo ganas de tocarte nunca más mientras viva.
Y con eso Evelyn salió de la habitación con los hombros cargados.
Lizzy metió la cabeza entre las manos.
—¿Por qué tenía que pasar esto? ¿Por qué la dejaste que lo leyera? —Arrojó el diario sobre la barra, y Kate notó el llanto en su voz.
—Me parece que lo que tendrías que hacer es preguntarte a ti misma por qué lo escribiste, y por qué hacías todas esas cosas. Lo importante es eso, no lo que pensemos nosotras.
Las lágrimas fluían sobre la cara de la muchacha y todos los instintos maternales que Kate guardaba en su cuerpo la impulsaron a consolar a su hija. Pero las descripciones del diario seguían allí delante de su mente y aquello la detuvo. Imaginarse a su hija con dos chicos en la trasera de una furgoneta no es algo que conduzca exactamente a la solicitud maternal. Causaba una ancha grieta, un vacío que Kate estaba segura de que ya siempre permanecería entre ellas.
—¿Por qué no podéis limitaros a dejarme vivir mi vida como yo quiero?
—Porque estás metida en un rumbo de autodestrucción, por eso, Lizzy.
—No decía de verdad las cosas que decía de ti y de abu en el diario. Sólo es porque estaba un poco colocada y eso me iba saliendo así... Yo quiero a abu, siempre la he querido.
Kate se sentó frente a ella y suspiró.
—No es sólo lo que has escrito lo que nos duele, es el modo en que has estado viviendo en una pura mentira todo este tiempo.
—¡Tenía que vivir en una mentira! Si hubierais sabido lo que hacía hubierais movido el cielo y la tierra para impedírmelo. Y es mi vida, mami, mi vida.
Kate encendió un cigarrillo. Lizzy se inclinó sobre la mesa y cogió uno del paquete de su madre.
—Sí, también fumo. Como ya sabes todo lo demás, también puedes saber esto.
Kate apagó la cerilla y Lizzy le quitó la caja de la mano. El toque de la piel cálida de su hija sobre la suya fue como una descarga eléctrica.
Miró a Lizzy encender el pitillo. Tenía los dedos sucios y la pintura de uñas saltada. Tenía los labios secos y agrietados. Parecía una chica que hubiera estado viajando toda la noche. Parecía también muy joven y muy insegura de sí misma, pero Kate sabía que eso no era más que una ilusión. ¿Cuántas veces había detenido a chicas jovencitas a lo largo de los años? «Furcias», es como las describía en su mente. Pequeñas furcias con demasiado maquillaje y demasiadas cosas de las que responder. Ahora, ahí tenía delante de ella la verdad de su vida. Su hija había estado acostándose con chicos y con hombres desde los catorce años. Kate ni siquiera podía justificarlo diciendo que era con un chico con el que su hija llevaba muchísimo tiempo y con el que el sexo era la progresión natural. Por lo que había leído en el diario, al parecer cualquier chico con una cara agradable y ropa a la última servía para pasárselo bien. Kate cerró con fuerza los ojos.
—¿Dónde está papá?
—Se ha marchado, Lizzy. No sé a dónde.
—Lógico. Si de todos modos nunca te importó nada.
—¡Escúchame! Lo dejé que se quedara aquí por ti. Si hubiera sido por mí, lo habría puesto en la calle hace mucho. Aparece por aquí cuando y como le viene bien. Pero pensé que tú necesitabas un padre, aunque fuera una birria de padre. Un padre que te quería era mejor que no tener padre.
Lizzy se rio suavecito.
—Yo nunca he tenido padre. Pero tampoco he tenido una madre de verdad, ¿o sí?
Kate dio una larga calada al cigarrillo y suspiró.
¿Qué demonios había pasado con su vida?
Evelyn estaba tumbada en su cama mirando al techo. La impresión por lo que había leído estaba empezando a suavizarse. El enfado iba siendo sustituido por la pena. Pena por su hija. No por su nieta, sino por Kate. Contra todas las probabilidades, había batallado para dar a aquella muchacha todo lo que pudiera querer. Evelyn había visto a Kate años atrás renunciando a su propia vida para servir a Lizzy, ¿y para qué? ¿Para qué?
Tuvo que admitir que ella también tenía su parte de culpa. Había malcriado completamente a la niña. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Quién hubiera pensado que aquella chica inteligente y brillante iba a salir así? ¿Que aquella niñita que se sentaba en las rodillas de la abuela y reía y sonreía iba a crecer para entregarse a todos y cualquiera que se lo pidiese? ¿No había intentado ella infundir una moral en la niña? No era la primera vez que echaba de menos terriblemente a su marido. Él habría sabido qué hacer. Se enjugó los ojos con el dorso de la mano.
Lizzy nunca había tenido el amor de un padre, de un verdadero padre. Kate solía quedarse en el pasillo, sentada pacientemente en los escalones, esperando a oír las botas de su padre subir por el caminito de entrada. Luego, cuando abría la puerta, saltaba para darle un gran abrazo. Kate había conocido la seguridad del amor, de niña y de adulta. Lo que la cambió fue la aparición de Dan. Cuando la abandonó con una niña tan pequeña, el corazón se le había endurecido de alguna manera. Oh, quería a Lizzy con toda su alma, eso Evelyn lo sabía, pero también había canalizado sus energías en el trabajo. Al pensarlo, Evelyn se preguntaba ahora si eso había sido una cosa tan buena. Tal vez si Kate se hubiera vuelto a casar, para dar a Lizzy una figura paterna...
Se zarandeó mentalmente. Pensó: «De tal palo tal astilla». ¿Cuántas veces le había dicho eso a la gente? Lizzy era igual que su padre. Utilizaba a las personas para sus fines particulares. Dan había sido igual. Seguía siendo igual. Había hecho las maletas y había desaparecido, como siempre hacía, a la mínima señal de cualquier contrariedad. Dijo que no sabía hacer frente a las contrariedades. Ésas fueron sus palabras exactas. Bueno, por lo general era él quien causaba cualquier complicación que hubiera por su entorno, aunque nunca lo admitiría.
Oyó abrirse la puerta del cuarto y se puso las manos sobre los ojos para cubrirse del resplandor de la luz del descansillo.
—Te he traído un café, mamá.
Kate dejó la taza en el tocador de al lado de la cama.
—¿Cómo te encuentras?
Evelyn había cerrado los ojos. Notó que los muelles del colchón se movían al sentarse Kate. Se cogieron de la mano.
—No sé cómo me siento, para decirte la verdad. Ahora que se me está pasando el susto, no dejo de buscarle excusas a la niña.
Oyó suspirar a Kate.
—Ya sé a qué te refieres.
—Oh, Katie, que hayamos tenido que ver... —se le quebró la voz.
—Ya lo sé. Créeme, sé cómo te sientes. Para mí lo peor de todo es que jamás sospeché nada. Yo, toda una mujer policía, una detective que nunca se enteró de lo que tenía delante de sus ojos.
—Eso es porque confiabas en ella —en la voz de Evelyn había tanta desesperación que Kate volvió a sentir la rabia. Rabia hacia su hija, no sólo por lo que había hecho, sino por toda la infelicidad que le había causado a su abuela. Evelyn era de una época distinta, con una educación diferente. Se había casado virgen, había permanecido fiel durante todo su matrimonio. E incluso a pesar de haberse quedado viuda muy joven, nunca quiso otro hombre. Kate envidiaba la vida limpia y hermosa de su madre. Y ahora Lizzy había cogido todo aquello que su abuela veneraba y lo había arrastrado por el fango.
Para Kate, aquello era difícil perdonárselo.
Las dos mujeres siguieron sentadas juntas en silencio, desesperanzadas. Y entonces sonó el teléfono.
Kate lo contestó y luego volvió a ver a su madre.
—Frederick Flowers quiere verme. No hay premio por adivinar por qué —tenía la voz temblorosa.
El jefe superior había sido de lo más amable, admitió Kate. Le había preguntado qué pasaba y ella le contestó tan sinceramente como pudo. Habían archivado los cargos por tenencia dado que su hija sólo llevaba encima una cantidad pequeña. No lo suficiente para ser traficante, sólo para lo que la policía denominaba «uso personal».
Kate volvió a casa conduciendo como aletargada. Sabía que aquello iba a ser una nube negra sobre su cabeza durante el resto de su vida profesional. Pero ésa no era la cuestión. El verdadero quid de la cuestión era descubrir por qué su hija sentía la necesidad de tomar drogas. Por qué había mentido y engañado. Qué demonios pasaba por la cabeza de aquella niña.
Metió el coche en la subida de su casa y se quedó allí sentada mirando la fachada. Era la última hora de la tarde y había sido un día muy largo. Demasiado largo y demasiado cargado. Se frotó la nuca con la mano enguantada. Mañana cuando entrase en el trabajo, tendría que enfrentarse a todos sus colegas. Apostaría un buen dinero a que era la comidilla de la comisaría.
Soltó un ligero gemido y salió del coche. Todo estaba tranquilo en el interior de la casa. Fue a la cocina y encendió la luz. Puso el hervidor para hacer un café. Preparó tres tazas y subió al cuarto de su madre, abrió un poquito la puerta y escuchó. No se oían más que unos ronquidos suaves. Cerró la puerta con suavidad y luego se acercó al cuarto de su hija.
Abrió la puerta y entró. Lizzy estaba en la cama y sólo se le veía la cabeza. Kate se acercó de puntillas y la observó. Tenía todos sus largos cabellos desparramados sobre la almohada. A la luz de la farola de la calle, Kate pudo ver las largas pestañas oscuras destacar sobre los pómulos de su hija. La verdad es que Lizzy era preciosa. Tenía tantas cosas a su favor..., ¿por qué había sentido aquel impulso de destruirse? Porque, por lo que Kate entendía, eso era lo que pretendían las personas que tomaban drogas.
Notó que se le escapaba una lágrima por el rabillo del ojo. Se volvió y observó aquella habitación pequeña y familiar: las muñecas, el maquillaje desparramado por el tocador, los libros colocados al albur en su estantería. Por lo menos, había intentado limpiar algo.
Luego Kate vio el papelito. Dio los pocos pasos que la separaban del tocador y lo cogió. Las palabras se fijaron en su mente, pero simplemente no lograba comprenderlas. Leyó una vez y otra aquel trozo de papel.
«Perdón, mami... perdón, mami... dile a abu que la quiero... dile a abu...»
Apartó los ojos del papel, miró la cama y la blancura mortal de la piel de Lizzy le hizo ponerse en acción como por un resorte. Apartó las mantas y la miró. Incluso con aquella luz tenue pudo ver la sangre. Pero algo en su cabeza registró el hecho de que aquello todavía latía.
Cogió una toalla de manos de una silla próxima y vendó con fuerza las muñecas de Lizzy. Los dedos se le pusieron rígidos de repente, no podía controlarlos. El martilleo del corazón en sus oídos era como un redoble de tambores.
Fue corriendo a su dormitorio para llamar a una ambulancia. Notó que había sangre en el teléfono, sangre. Sangre de Lizzy. De Lizzy. Respondió a las preguntas de la telefonista con calma y con lógica, pero no supo cómo. La policía que llevaba dentro volvía a tomar el mando.
Por favor, dense prisa. Dios mío, dense prisa, por favor. No estaba segura de si hablaba en voz alta. Colgó el teléfono y volvió corriendo junto a Lizzy.
Oh, Dios mío, por favor, haz que esté bien. Haré todo lo que quieras si permites que siga bien. Iré a misa cada uno de los días de mi vida...
Como muchos otros antes que ella, intentaba negociar con Dios la vida de su hija.
Entonces, en algún punto de aquel silencio, oyó la sirena de la ambulancia.
Sólo cuando ya salía a trompicones del cuarto de la niña, vio a su madre. Evelyn estaba a la puerta de su dormitorio con la cara lívida.
Kate no pudo ni mirarla. Se fue con Lizzy en la ambulancia.
Los sucesos de las últimas veinticuatro horas no se correspondían ni remotamente con ninguna de las cosas que había esperado de la vida. Si alguien le hubiera dicho que eso iba a suceder, se le hubiera reído en la cara.
Ahora, en medio del caso más importante en el que había tenido que trabajar hasta entonces, le surgían problemas de una escala tan grande que Kate se dio cuenta de que su vida ya nunca volvería a ser igual.
Kate estaba sentada en la sala de espera del hospital. El joven médico le sonreía. Se fijó en que tenía marcas de tijeras en el pelo como si acabasen de pegarle unos tijeretazos en seco. Llevaba barba de un día asomando en la barbilla sin fuerza.
—Bien, señora Burrows, le hemos dado unos puntos. Eran unos cortes muy profundos, pero realmente su vida no corrió peligro. Se cortó los brazos a lo largo con lo que no afectó a las arterias principales. Estaba inconsciente porque había tomado pastillas para dormir. Pero ahora está despierta, aunque grogui.
—¿Puedo verla?
—Naturalmente. Se quedará aquí esta noche y mañana la verá el psiquiatra.
—¿El psiquiatra? —dijo Kate con un hilo de voz.
—Es el procedimiento habitual tras un intento de suicidio. No se preocupe, todo estará perfectamente.
Kate se tragó el comentario de rutina. El hombre sólo trataba de hacer que se sintiera mejor.
Se levantó y aplastó el cigarrillo. La verdad es que se había apagado hacía varios minutos sin que se hubiera dado cuenta.
—¿Puedo ir a verla, entonces?
—Desde luego. Intente no estar demasiado tiempo. Ahora lo mejor para ella es dormir. El sueño todo lo cura.
Kate tuvo el impulso de decirle que te zurzan. Pero se calló. En vez de eso, le dirigió una sonrisa forzada.
—Gracias.
Pasó por su lado y se dirigió al pabellón de su hija. Lizzy tenía las cortinas echadas para ocultar su cama y Kate pasó entre ellas con cautela.
Vio que Lizzy abría los ojos y trataba de sonreír con todas sus fuerzas.
—Lo siento mucho, mamá. Lo siento de veras.
—¡Oh, Lizzy! —Toda la angustia y el dolor que llevaba dentro se alzaron como una ola gigante que la envolvió.
Madre e hija lloraron juntas.
—Todo saldrá bien, Lizzy, te lo prometo. Te juro que podremos arreglar esto. Que lo arreglaremos todo.
—Oh, mami, ojalá abu no hubiera visto mi diario.
Kate notó unos pequeños hipidos en su voz.
—Lo arreglaremos entre nosotras. Tú concéntrate en ponerte bien.
Apareció una enfermera en aquel espacio minúsculo. Kate notó el olor a jabón Pears y aquel olor perfumado de glicerina trajo a su memoria recuerdos de cuando era más joven. De cuando Lizzy era una recién nacida.
—Creo que lo mejor es que ahora usted se vaya a casa. Lo que de verdad necesita es dormir —susurró.
Kate asintió en silencio. Dio un beso a Lizzy en los labios, le apartó el pelo de la cara e intentó sonreír valientemente.
—Estaré aquí mañana por la mañana, ¿vale? —dijo.
Lizzy asintió y cerró los ojos. Kate salió de la sala. Al abrir los batientes de las puertas del corredor, Patrick venía hacia ella.
—Oh, Kate, lo siento tanto. —Abrió los brazos y ella se refugió en ellos. Sintió su fuerza, la seguridad que le ofrecían. Él la atrajo hacia sí, acariciándole el pelo y besándole la frente. Ante aquel despliegue de cariño se vino abajo. Empezó a sollozar sobre el abrigo de cachemira que olía con aquel olor suyo tan personal a Old Spice y humo de cigarro.
La acompañó para salir del hospital y llevarla hasta su coche, y a Kate no se le ocurrió preguntarle cómo había sabido dónde estaba. Cómo sabía lo que había pasado.
Simplemente, estaba contenta de verlo.