Capítulo Dieciocho
Elaine oyó la llave de George en la puerta y miró el reloj. Eran las doce y veinte. Lo oyó canturrear mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba en la percha. Tenía los nervios en tensión, y cuando lo vio entrar en la sala, tragó saliva. Traía una expresión animada. Aquellos ojos suyos grises y muertos parecían risueños cuando la miró.
—Hola, cariño, ¿quieres que te prepare una copa? Yo voy a tomar una, estoy seco.
—¿Dónde has estado, George? —dijo Elaine con voz plana.
Notó la sorpresa de George a pesar de que su cara seguía aparentando calma.
—¿Por qué? Pues he estado dando un paseo, querida, ¿dónde demonios quieres que vaya?
—De modo que has estado paseando más de tres horas, ¿eh?
Elaine notaba su confusión. Se percató de que él no se había dado cuenta de cuánto tiempo había estado fuera de casa.
—Pues... pues estuve de paseo, nada más. Paseo muchas veces, ya lo sabes.
Elaine seguía sentada observándolo con mirada dura y acerada. Se pasó la lengua por los labios antes de hablar. Los ojos de George estaban clavados en ella espiando cualquier posible matiz.
—En todos los años que llevamos casados, George Markham, podría contar con los dedos de una mano las veces que te fuiste a pasear solo. Y ahora de la noche a la mañana, no estás nunca en casa. Quiero saber a dónde vas. Y te lo advierto, George, si me dices mentiras, esta noche habrá un asesinato en esta casa.
George la miró durante unos segundos y luego la notó: aquella risita aguda que le nacía en el estómago y se iba abriendo camino paso a paso hasta la garganta. Intentó tranquilizarse echándole coraje, tragando saliva con fuerza, pero sin resultado.
Rompió a reír con una risa nerviosa y aguda. Como un niño que se ríe de puro terror cuando el maestro lo expulsa de clase. En su cabeza había una sola palabra: asesinato. Esa noche ya había cometido un asesinato. Y Elaine quería asesinar al asesino. Cada vez que lo pensaba le inundaban auténticos vendavales de risa histérica. ¿Dónde se había ido el tiempo? ¿A dónde coño se había ido el tiempo?
—¡George! —Elaine se había puesto de pie. Aquella risa la estaba asustando—. Por todos los santos, George, tranquilízate.
George se había puesto de rodillas sujetándose el estómago con la mano. Las lágrimas le corrían por la cara.
Volaba de alegría. Una alegría extraña y siniestra. Elaine siguió mirándolo allí de pie hasta que lo vio calmarse. Cuando finalmente fue capaz de algún movimiento, se sacó el pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz vigorosamente antes de instalarse en la butaca más cercana. La risa ya había desaparecido por completo, sólo le quedaba el miedo a ser descubierto. Aquel cerebro afilado como una cuchilla empezaba a engranar mientras miraba a su mujer. ¿Lo sospecharía Elaine?
—Hay algo que no está bien, George, estoy segura. Tanto paseo, tanto estar fuera durante horas, eso no es propio de ti. Normalmente tengo que arrastrarte para salir de casa aunque sea de compras. —Se sentó pesadamente en la otra butaca—. Quiero saber exactamente qué está pasando. —El tono de voz no admitía discusiones, pero en el fondo tampoco quería saber la respuesta. No quería creer lo que la parte más racional de su mente estaba temiendo.
George, sentado en silencio, retorcía el pañuelo entre los dedos. Necesitaba algo que apartase definitivamente a Elaine del rastro. Y entonces, se le vino una idea a la cabeza y se agarró a ella como a un clavo ardiendo. La miró poniendo en sus ojos grises y sin brillo hasta el último gramo de tristeza que pudo reunir.
—Tengo un problema terrible, Elaine. Me he estado retorciendo los sesos de preocupación pensando cómo decírtelo. Me ha pasado algo tremendo.
Elaine sintió que se le secaba la garganta. Por todos los santos, Dios mío, no dejes que George me lo cuente..., no quiero saberlo. Sencillamente, no quiero saberlo.
—Me han aplicado la regulación, Elaine.
Vio cómo los ojos de ella se convertían en unas ranuras minúsculas.
—Perdona, ¿cómo dices? —preguntó.
—Pues que... que me han aplicado la regulación de empleo. Me lo han dicho hace un tiempo. Somos cinco los que tenemos que irnos. Reducción de plantilla, lo llaman. Y no tenía fuerzas para decírtelo, querida, sencillamente. Tenía la sensación de que te he vuelto a fallar. He andado paseando por las calles todo confuso. Te miraba viendo la televisión, amor mío, y era incapaz de decírtelo.
Elaine se había quedado atónita.
—Entiendo.
George casi no logró aguantarse la risa. Era un zorro viejo y astuto. Más listo que una camada de monos. Con su pico de oro lograba salir de lo que fuera. Menudo hombre.
—Lo siento muchísimo, querida. Ya sé que vas a pensar que he vuelto a fallar. Siempre he querido darte lo mejor, ya sabes que sí. Sólo que las cosas nunca nos han salido bien por mucho que me esforzase en intentarlo.
Elaine estaba sentada muy quieta. A fuerza de años de costumbre, tenía la cara cerca de la de George. Había una mínima parte de ella que creía que debería acercarse más a él, abrazarlo y compadecerse de él. Pero no podía. Años de evitar el contacto físico habían hecho que un acto tan simple fuera imposible.
El pobre George había sufrido una afrenta ya definitiva. A los cincuenta y un años aquello era estar en el cubo de la basura. Nunca más volvería a trabajar. Y ella, su esposa, se sentía aliviada de que aquello fuera todo el gran problema. De que él no fuera un asesino. Que no fuera un violador. Sabía que no tendría que haber pensado esas cosas tan terribles de él, pero después de lo que ya había pasado antes...
Apartó aquellas ideas de su cabeza. Ya no volvería a pensarlo más. Aunque no fuera más que porque tenía un deber respecto de George.
—Lo siento mucho, pero ya nos arreglaremos de algún modo. Confío en que el dinero de tu despido será un buen pellizco. La casa ya está pagada. Yo tengo trabajo. Saldremos de ésta.
George le sonrió con tristeza.
—Por eso dije en Navidad que iríamos a Florida a ver a Edith. Ya sabía que tendría la paga del despido y quería darte alguna cosa que te ilusionara, ¿entiendes? Quería darte por lo menos eso. Un viaje a América sin reparar en gastos. El viaje de una vida.
George se iba animando con el tema. Había matado dos pájaros de un tiro. Sabía lo que Elaine había pensado y sabía que estaba en lo cierto. Oh, vaya si estaba en lo cierto. Pero él, George Markham, se había escabullido y logrado salir de una situación muy peligrosa. Porque si alguna vez llegaba la hora de la verdad, le rebanaría el pescuezo sin pensárselo dos veces. Ahora que le había dicho la cosa que más miedo le daba decirle, en vez de recriminaciones y angustias, había logrado su compasión. Le había contado lo del despido. Él estaba al mando.
—No sé si un viaje a América ahora es una idea muy buena, George, porque si te has quedado sin trabajo y todo eso...
—Iremos, Elaine. Iremos. Quiero regalarte eso. Dios sabe que nunca te he hecho feliz y que siempre quise hacerlo, ya lo sabes.
Elaine miró fijamente aquellos ojos grises sin vida. El débil fulgor de un momento ya había desaparecido y era de nuevo el George que conocía.
—¿Quieres tomar un té?
Elaine asintió.
George se levantó de la butaca y se fue a la cocina. El reloj marcaba la una y cinco. Sería mejor que se diera prisa para meterse en la cama o por la mañana estaría muy cansado. Mientras ponía el agua al fuego, se puso otra vez a canturrear.
Dorothy Smith llamó a la puerta de Leonora como de costumbre. Siempre iban juntas al trabajo. Tenía una cara gorda, poco agraciada pero cordial, coronada por una peluca castaño oscuro. Al ver que no respondían a su llamada, frunció el ceño. Volvió a golpear la puerta con los nudillos, esta vez más fuerte. Seguían sin abrir.
Seguro que Leonora no se había marchado ya. Hacía más de dos años que tomaban el tren juntas hasta el trabajo y estaban en el turno de diez a seis. Miró el reloj. Las nueve y treinta y cinco. Era pronto, así que ¿dónde estaba Leonora? Igual se había ido a hacer algún recado. Se sentó en los escalones que bajaban hacia el primer piso y la planta baja con el gran bolso sobre las rodillas. Se fumó un cigarrillo y volvió a mirar el reloj. Casi las diez menos diez. Leonora estaba apurando demasiado, llegarían tarde. Aplastó la colilla con la bota. Luego oyó unos pasos que subían las escaleras. Se levantó con una media sonrisa en la cara para saludar a su amiga, pero resultó ser la vecina de al lado de Leonora.
—Hola, reina. ¿Has visto a Leonora esta mañana?
La otra mujer se encogió de hombros.
—No.
—No sé qué habrá podido pasarle. Llevo esperándola aquí una eternidad.
—¿No crees que se habrá quedado dormida?
La mujer ya estaba abriendo la puerta de su piso.
—No. Casi tiro la puerta llamando.
—¿Y seguro que no tiene el día libre?
—Siempre tenemos los mismos días libres. No sé, no me gusta. Si Leonora hubiera tenido que marcharse por algo, digamos, seguro que me hubiera llamado. Sabe que yo tengo que desviarme de mi camino cuando voy a trabajar para ir con ella.
La vecina dejó caer ruidosamente las bolsas de la compra en el suelo del pasillo y sacó las llaves de la cerradura.
—Yo tengo una llave. Me la dio una vez que se quedó encerrada fuera. Por si acaso volvía a pasarle. Le costó más de cuarenta billetes poner cerraduras nuevas. Un verdadero escándalo, me parece a mí.
Dorothy asintió completamente de acuerdo.
—¿No crees que deberíamos entrar a ver? Por si acaso ha tenido un accidente o está enferma o algo.
—Llamaré otra vez.
A ninguna de las dos mujeres le gustaba la idea de introducirse en casa de Leonora a menos que fuese imprescindible.
Dorothy volvió a aporrear la puerta. El ruido retumbó por todo el bloque de pisos.
Nada.
Abrió el buzón y llamó a través de él. Luego acercó el oído para escuchar por si Leonora estaba en cama, enferma o algo.
Se incorporó.
—La tele está puesta.
La vecina abrió lentamente la puerta. En el interior, el vestíbulo estaba completamente a oscuras. Todas las puertas del piso daban a él y como todas estaban cerradas, no llegaba luz de ninguna ventana. Dorothy encendió la luz. Las dos olisquearon y se miraron la una a la otra. Había un olorcillo ligeramente punzante por debajo del aroma más fuerte del abrillantador de lavanda. Las dos mujeres se dirigieron sintiéndose inquietas al dormitorio de Leonora. Dorothy abrió la puerta.
—La cama está hecha —había desconcierto en su voz.
La vecina de Leonora seguía parada en la puerta del piso. Tenía una terrible sensación.
La puerta del salón estaba cerrada con fuerza, y Dorothy sintió un pellizco de aprensión al poner la mano sobre el pomo. Dio un paso para entrar en la sala. La estufa de gas estaba al máximo y en la televisión se veía un programa infantil de marionetas. Su mente registró ambos hechos. Pero sus ojos, sin embargo, se centraron en su amiga.
Dorothy se quedó de pie sin dejar de mirar los restos de Leonora Davidson. Finalmente, después de lo que le pareció toda una eternidad, se puso a gritar: un grito agudo, animal, que rebotó por toda aquella pequeña habitación llenándola de miedo y de ultraje.
Como detalle de partida, George había dejado clavado el cuchillo del pan en la cuenca del ojo izquierdo de Leonora.
Tenía las piernas desnudas completamente abiertas frente al fuego, y se habían ido chamuscando gradualmente en el curso de la noche. Algo en el fondo de la mente de Dorothy comprendió que aquél era un olor muy curioso.
A carne quemada.
Caitlin y Kate estaban eufóricos. El asesino había vuelto a cambiar el paso. Ahora había entrado en casa de alguien. Y eso significaba una cosa: que la víctima lo conocía.
El puerta a puerta intentaba determinar no sólo el paradero de la gente, sino también si habían visto o no a alguien en el bloque de pisos o cerca de él.
La euforia de Kate se disipó rápidamente cuando vio el cuerpo de la víctima. ¿Qué clase de hombre podía hacerle eso a otro ser humano?
—Hay semen en la boca, los pechos y dentro y alrededor de la vagina. Aventuraría que anoche nuestro hombre se corrió una señora juerga. La ha sodomizado, apostaría dinero a eso. —El forense meneó la cabeza.
Caitlin contemplaba a la mujer como si quisiera guardársela en la memoria. Todavía tenía el cuchillo del pan hincado en el ojo, como un muñeco del túnel de los horrores. Al menos alguien había apagado la estufa de gas y abierto las ventanas. Estaba todo aquello lleno de gente haciendo su trabajo. Los de escenarios del crimen sacaban fotografías. Otros cogían fibras de muebles y alfombra. Recogían cabellos sueltos. Tomaban muestras de sangre del cuerpo, la butaca y la alfombra. Kate vio a uno que metía las dos tazas de café en bolsas de plástico para buscar huellas dactilares y supo al instante que no les llevarían a ninguna parte. Siempre usaba guantes. Siempre. Era de lo más astuto que había.
Caitlin apartó la mirada del cuerpo de Leonora y miró a Kate con fuego en los ojos.
—Esta vez tiene que haber algo. Que no es el Hombre Invisible, por Dios santo. Alguien tiene que haberlo visto.
Kate no sabía muy bien a quién intentaba convencer.
—Las dos mujeres que descubrieron el cuerpo están ambas en el hospital. Por el shock.
—Bueno, pues no me extraña nada, Katie. Mira con qué se tropezaron. Pero esta vez lo pillamos. Estoy convencido. Tengo un pálpito.
Kate confió en que Caitlin estuviera en lo cierto.
—¿Vas a venir conmigo a ver la autopsia?
—Sí —y asintió con la cabeza—. Allí estaré, Katie. Quiero saberlo todo. Algo habrá que nos lleve hasta ese cabrón. Estoy convencido.
El sargento Spencer entró en la pequeña habitación y miró el cuerpo de Leonora. Se estaba poniendo lívido rápidamente. La miró con intensidad, igual que Caitlin había hecho antes.
—Me temo que la hora de la muerte va a ser difícil de concretar. Si la chimenea estuvo a tope toda la noche eso retrasará el rigor mortis —dijo Spencer con su tono engreído.
—En cuanto tengamos todas las declaraciones, nos haremos una buena idea, no se preocupe.
A Kate no le gustaba Spencer, y sabía que él lo sabía, y eso en cierto modo le daba ventaja.
—Usted quédese por aquí y controle el cuerpo, Spencer. Jefe, voy a ver cómo les va a los agentes del puerta a puerta. Quiero hablar yo misma con un par de vecinos antes de entrevistarme con las dos que encontraron el cuerpo. Tal vez alguno de ellos sepa dónde anda el exmarido. Por lo que deduzco, no tenía hijos ni familia directa. ¿Quieres venir conmigo?
—Vete tú, Katie, nos veremos en el hospital para la autopsia.
—OK.
Se alegró de poder irse del piso. La imagen del cuerpo de la mujer seguía en su cabeza.
En el primer piso que visitó le ofrecieron un café que aceptó agradecida. Necesitaba algo después de la escena del piso de abajo. La mujer, sin embargo, por amable que fuera, no sabía nada. Kate estuvo segura de ello a los cinco minutos. Sí le dio una pista sobre el marido desaparecido. Se había escapado con una amiga de Leonora y ahora vivía en Canadá. Kate dio las gracias a la mujer y se marchó.
Se dirigió a la puerta de enfrente y llamó. Le abrió un hombre grandote con camiseta de rejilla. Fred Borrings hizo entrar a Kate en su pisito y le ofreció ceremoniosamente una silla. Era obvio que la estaban esperando.
—Bien, entonces, señorita...
—Inspectora detective Burrows, señor —dijo Kate sonriente.
—Anoche me largué al pub justo antes de las diez. En pisos como éste acabas sabiéndote todos los ruidos. Acaban por ser parte de tu oído, ¿entiende lo que le digo? Yo sé hasta a qué hora la gente tira de la cadena por las noches. Puedo ponerles hora. En cualquier caso —siguió—, anoche me marché de aquí sobre las diez, y cuando bajaba las escaleras oí cerrarse una puerta. Era la de Leonora. Me supuse que tenía visita, porque recuerdo que pensé que era bastante raro. Esta Leonora casi nunca tenía visitas. Una mujer estupenda, sabe, pero muy reservada para todo. No venían hombres, si entiende de qué voy. Porque ¡hay algunas mujeres en estos pisos! Madre mía, es talmente una casa de citas. Pero Leonora era una buena mujer.
—¿Nunca recibía a ningún hombre, entonces?
—No. Siempre estaba trabajando. Y además le daba miedo salir de noche, por eso de los atracos por el barrio. Parece que se hubieran juntado aquí todos los que esnifan pegamento, no sé por qué. Hay noches que tengo que ir pasando por encima de todos esos cabroncetes para subir las escaleras. Se meten en los portales para escapar del frío, me imagino. Pobre Leonora. No mataría ni a una mosca.
—¿No vio realmente a nadie, entonces?
Fred meneó la cabeza.
—Nanay. Pero sí que sé lo que oí. Y ahora me gustaría haber llamado. A veces llamo. Para ver si quiere unos pitos o cualquier cosa de la tienda. Porque sé que ella no sale de noche, entiende. Quienquiera que entrase en su casa es que la conocía. Cuando yo llamaba a la puerta al pasar siempre iba y me preguntaba: «¿Quién es?», «¿eres tú, Fred?». Cosas así, ya me entiende. Nunca abría la puerta sin estar segura primero de quién era. Eso es lo que me hace pensar que lo conocía —siguió—. He estado toda la mañana pensándolo. Cuando oí todo aquel jaleo en marcha bajé, sabe. Aquellas dos puñeteras tías chillando como locas. Fui yo el que los llamó a ustedes y a la ambulancia. Y he estado pensando en el tema desde entonces. Leonora conocía al que la atacó, muchacha, estoy convencido.
Kate dejó hablar al hombre. Lo que decía tenía bastante sentido. Si la mujer vivía sola, y no era de las que hacen mucha vida social, tenía que haber sido consciente de los peligros. Las mujeres que no tienen vida social siempre tienen más cuidado con la gente que llama a sus puertas que las que salen mucho por ahí.
—¿Se fijó usted si había algún coche extraño aparcado delante cuando se fue hacia...?
—Me fui al pub, al Hoy & Helmet. Y no, no vi ningún coche distinto aparcado fuera. Luego me trajo de vuelta un amigo sobre las once y cuarto y me fijé en que Leonora tenía todavía la luz encendida. Se veía por las rendijas de las cortinas. Es lo que le decía, que acabas por saberlo todo de todos. Viviendo unos encima de otros como aquí.
—¿Vio alguna vez a Leonora con un hombre? ¿Tal vez alguien del trabajo que viniera a traerla a casa?
—Siempre iba y venía a trabajar con su amiga Dorothy. Ni siquiera me parece haber visto que ninguna de ellas fuera sola. Hasta tienen los mismos días libres.
Kate sonrió para quitarle hierro a su frase siguiente.
—Parece que sabe usted un montón de cosas de Leonora Davidson, señor Borrings.
La miró con cara seria.
—Es que resulta que me gustaba, señora mía. Me gustaba un montón. No hay ley que lo prohíba, ¿o sí? Trato de ayudarla a usted, para que encuentren a la persona responsable. Eso es todo. Puede usted comprobar mi historia. Cantidad de gente me vio en el Hoy, voy mucho a ese pub.
—Eso no hará ninguna falta, señor Borrings. —Naturalmente que lo comprobarían por pura rutina, pero Kate tuvo buen cuidado de no mencionarlo—. Es sólo que normalmente la gente no está muy segura de muchas de las cosas que ven o que oyen. Por ejemplo, después del robo de un banco, cada testigo habla de que el ladrón llevaba un jersey de color distinto y tenía el pelo de un color diferente.
—Entiendo perfectamente a dónde quiere llegar, señorita —dijo en tono duro—. Pero yo no soy así. No malgasto las palabras. Digo lo que pienso y pienso bien lo que digo. Este condenado mundo sería mucho mejor si hubiera más gente así.
—Seguro. Bueno, ya le he robado mucho tiempo, señor Borrings. Muchísimas gracias, ha sido de gran ayuda.
El hombre se levantó y asintió con la cabeza, pero su cordialidad había desaparecido. Kate comprendió que era de los que normalmente pueden más que los otros. Por lo poco que había atisbado en torno a Leonora Davidson, probablemente él podía más que ella. Era como el niño que se sabe la respuesta correcta, y se pone a dar saltitos en el pupitre con la mano levantada temblando de emoción. Sólo que a ese niño el maestro solía pasarlo por alto.
—No tengo inconveniente en identificar el cadáver de modo oficial, señorita. Su exmarido está en Canadá o en algún sitio así.
—Gracias. Se lo haremos saber si es necesario.
Kate se despidió y cogió el coche camino del hospital para la autopsia.
Lo primero que hizo al llegar fue ir a ver a Dorothy Smith. Le habían puesto una inyección de diazepam para tranquilizarla. Cuando Kate se sentó junto a ella, vio que la mujer tenía la mirada vidriosa. Le sonrió y Dorothy intentó enfocar la vista.
—Hola, soy la inspectora detective Burrows. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas si se siente usted con fuerzas.
Dorothy asintió con la cabeza.
—¿Está segura de que se encuentra bien? Puedo volver más tarde.
—No. No, le contestaré. Al final tendré que hacerlo. Así que mejor ahora que todavía lo tengo todo fresco en la memoria.
—¿Le habló alguna vez Leonora de que tuviera algún amigo? No sólo novios, me refiero a amigos en general. Quizás algún compañero de trabajo que mostraba un interés particular por ella.
Dorothy meneó la cabeza.
—Nunca. No le gustaban demasiado los hombres, ¿sabe? Era muy reservada, de esas mujeres muy suyas. Hace más de quince años que la conozco y si hubiera tenido algún amigo lo sabría. Nos lo contábamos todo —a la mujer se le inundaron los ojos de lágrimas—. Leonora era muy buena, muy buena —dijo—, una persona agradable y considerada. ¿Cómo es que alguien quiso hacerle eso? ¿Por qué?
Kate no tuvo fuerzas para contestarle. En vez de eso, puso su mano sobre la de la mujer mayor, se la apretó con cariño y la dejó llorar a gusto.
Cuando se tranquilizó, Kate volvió a hablar:
—¿Qué me dice de Fred Borrings?
Dorothy soltó la mano de la de Kate.
—Solía preocuparse por ella, eso era todo. Yo creo que a él le hubiera gustado ser algo más que un amigo suyo, ya sabe, pero Leonora... —la voz se le volvió a quebrar—. Leonora no quería nada de eso. Su marido le daba palizas y ella juró que nunca jamás volvería a meterse en eso.
Kate miró a la mujer sin verla.
Entonces, ¿cómo diablos pudo aquel hombre entrar en su casa? Tal vez fuera vestido con el mono de algún trabajo, era un viejo truco. Llamas a la puerta y dices que eres del gas o de la luz y la gente te deja entrar en su casa sin más. Pero ¿no era probable que alguien se hubiera enterado? Tendría que esperar para ver qué contaban las personas a las que estaban tomando declaración. Una vez que hubieran cotejado todas esas declaraciones, tendrían una idea con la que empezar a trabajar.
Alguien tenía que haber visto algo, por mínimo que fuera. Esos pisos son como una colmena en actividad. En ellos se congregan desde los que esnifan pegamento a los adictos a la heroína. Así que incluso sus declaraciones, por vagas que fueran, podían ser la chispa que arrancase el motor de la investigación.
Cuando empezó la autopsia, Kate y Caitlin tuvieron el mismo pensamiento: una vez más aquel hombre había llegado y se había ido sin ser visto.
Por primera vez desde hacía años, Kate cruzó los dedos. Tenía la impresión de necesitar toda la suerte del mundo.
Patrick supo lo de Leonora Davidson por su amigo el jefe superior. Le prometieron toda la información que tuviesen sobre el tema en veinticuatro horas. Estaba sentado en el salón de su casa pensando sobre los nuevos acontecimientos. Por mucho que le gustase Kate (y le gustaba, le gustaba un montón), no veía que llegase a ninguna parte. Ni tampoco los hombres que él había empleado, tenía que admitirlo. Cerró los ojos y se los frotó con fuerza.
Si al menos tuviera algo para avanzar. Lo único que necesitaba era un pequeño indicio. Sabía que Kate estaba haciendo todo lo que podía, pero aquel hombre se les meaba encima. Estaría sentado en cualquier sitio partiéndose de risa al pensar en todos ellos, y Patrick Kelly no era persona que pudiera aguantar algo así. Cada vez que lo pensaba, se ponía encendido de rabia.
Para su hija había escogido un ataúd blanco forrado de grueso satén rojo. Estaba recubierto de plomo, hermético y a prueba de insectos. Pensar en su querida niña bajo tierra en medio del frío y la humedad llena de ciempiés y gusanos reptando por encima de toda su cara, metiéndosele en la boca y corriendo por los largos cabellos rubios, le daba verdaderas náuseas. Pero ese tipo que la había metido allí..., eso era harina de otro costal, desde luego. Patrick Kelly se ocuparía de que se pudriese bien podrido, de que muriese tan espantosamente como había matado.
Kelly volvió a frotarse los ojos. La tensión estaba empezando a notársele. Comprendió que estaba peligrosamente cerca del punto de explosión. Miró la fotografía de Mandy sobre la repisa. La habían sacado pocas semanas antes de su muerte, en el cumpleaños de una de sus amigas. La chica la había hecho ampliar y enmarcar y se la había enviado, un acto de amistad que le había hecho brotar las lágrimas. Quienquiera que hubiese sacado aquella foto había captado a Mandy con la cabeza para atrás, los ojos medio cerrados, unos dientes perfectos como perlas al reír. Era una de esas fotografías que la suerte hace que salgan así con una cámara barata de usar y tirar, y le encantaba.
Willy llamó suavemente a la puerta antes de entrar en el salón.
—Es Kevin Cosgrove, Pat, quiere verte —el hombretón alzó las cejas—. ¿Quieres que le suelte un buen sopapo y que se vuelva por donde ha venido? —en la voz de Willy sonaba la esperanza.
Kelly meneó la cabeza.
—No —dijo—. Hazlo entrar.
Sintió de nuevo el apretón dentro del pecho. Últimamente se preguntaba si no estaría sufriendo algún tipo de problema cardíaco, pero desechó la idea.
Kevin entró en la habitación. Hasta Kelly se quedó asombrado de su aspecto. Había perdido peso y su apariencia habitualmente tan pulida había desaparecido. Llevaba el pelo descuidado y le hacía falta afeitarse.
—¡Cristo bendito, muchacho! ¡Si pareces un cirio de Pascua!
Kevin se quedó de pie en la puerta, indeciso, con la cara pálida de miedo.
—He venido por lo del funeral de Mandy, señor.
Patrick comprendió que el muchacho había necesitado armarse de mucho valor para venir a su casa, y aun a su pesar se quedó impresionado. Conocía a hombres más duros que el granito que no hubieran tenido las agallas de volver a entrar en su casa después de algo como lo que le había hecho a Cosgrove.
—¿Qué pasa con el funeral? —dijo con voz suave.
Kevin recorrió la sala con la vista y fijó la mirada en un jarrón japonés antes de contestar.
—Bueno, que quiero ir. Por favor.
La última palabra sonó calma y arrastrada. Una súplica en sí misma.
Patrick se quedó mirando al chico debatiendo el tema en su mente.
—Puedes ir, muchacho, pero no te acerques ni a mí ni a los míos. Y lo digo en serio, Kevin, yo siempre te echaré las culpas de lo que le pasó a Mandy. Siempre. Si tú no la hubieras dejado allí sola... —Patrick dejó la frase en el aire, sintió de nuevo aquella apretura en el corazón—. Vete, lárgate. Antes de que vuelva a perder la paciencia. Y acuérdate de lo que te he dicho, Kevin. Mantente bien alejado de mí, hijo. No sé lo que sería capaz de hacer si te veo demasiado por allí mientras la entierro.
Kevin dejó caer la cabeza, dio media vuelta sobre sus talones, salió de la sala y cerró la puerta tras él. Patrick se quedó un buen rato mirando la puerta. Finalmente, Willy entró trayendo una cafetera. Dejó la bandeja sobre la mesita eduardiana que estaba junto al sofá y sirvió dos tazas, una para Kelly y otra para él. Regó ambas con abundante coñac. Kelly observó a aquel hombretón intentando con su torpeza convertirse en un mayordomo perfecto y le hizo gracia.
—Pensé que te iría bien un poco de palique, Pat. No creo que te siente bien estar solo todo el tiempo. Necesitas un poco de compañía de vez en cuando. A tu salud. —Alzó la taza de café, le dio un sorbo y se quemó la lengua—. Me cago en todo: ¿la señora Manners quiere que se me suelden los labios o qué?
Patrick se rio con ganas. A veces Willy resultaba un verdadero tónico sin darse cuenta siquiera.
—¿Has sabido algo más, Pat?
Ahora ya había desaparecido cualquier formalidad y estaban a punto de iniciarse las cuestiones serias del día. Kelly tenía un acuerdo con Willy. Le daba rienda suelta cuando era necesario. Llevaban juntos mucho tiempo.
—No. La verdad es que nada. Mañana me darán los informes del nuevo asesinato.
—El degeneradillo ese tiene mucha cara ¿eh? Volver a aparecer así como si tal cosa. Yo le metería una buena por tanto descaro.
Patrick agitó la mano.
—Olvídalo. Algún día de estos se llevará lo suyo. Si Dios no se ocupa, ya lo haré yo.
—He estado pensando, Pat...
Kelly cerró los ojos. Aquella sí que era una buena novedad, Willy pensando.
—¿Sabes esa palomita de la bofia a la que te tiras...? O sea, quiero decir, esa con la que sales.
Kelly asintió, pero ahora a la defensiva.
—¿Qué pasa con ella? —Hoy no estaba de humor para que el señor Carisma le leyera la cartilla.
—Bueno, es que un día os oí de palique. Y ella hablaba de que andaban sacando sangre para hacer pruebas o no sé qué de AGE o lo que sea.
—ADN. De ADN. AGE significa Abogacía General del Estado. Pero es igual, qué pasa con eso.
La cara redonda de Willy mostraba desconcierto.
—¿Entonces qué significa ADN?
Patrick se estaba incomodando.
—¿Pero qué cojones voy a saber yo? ¿Es que soy un científico?
—Vale, vale, Pat, tranquilo, no te rebotes.
—Bueno, ¿pero qué me quieres decir?
—Pues ella te decía que es una cosa que podían hacer, pero que costaba mucho dinero.
—¿Hacer qué?
—Hacer los putos análisis de sangre. No me jodas, Pat, ¿tú no escuchas nada de lo que te dice la gente?
Al mirar el rostro franco de Willy, Kelly comprendió que por una vez había tenido una buena idea.
Una noche, mientras cenaban, Kate le había explicado que el ADN era como una huella dactilar genética. Todo el mundo sabía eso por los periódicos. Pero hasta ahora no había comprendido realmente el significado completo de lo que ella le decía.
—Hazme un favor, ¿quieres? Habla con el jefe superior y dile que quiero los datos de todos los casos que hayan resuelto alguna vez por el ADN. Y acuérdate bien, es ADN y no AGE. Porque si no, estaremos hasta el día del Juicio Final buscando el expediente de todos los pobres cabrones que la bofia haya incriminado alguna vez.
—Ahora mismo lo hago, Pat. —Willy se levantó y fue hacia la puerta.
—Ah, Willy —el hombre dio media vuelta—. Muchas gracias. Me has sido de gran ayuda, te lo agradezco.
Willy sonrió.
—ADN... ADN...
Seguía repitiendo aquello al salir por la puerta, como si le aterrase poder olvidarlo.
Patrick cogió la taza y dio unos sorbos al café saboreando el brandy punzante.
Tal vez pudiera hacer que se realizaran los deseos de Kate. Tal vez aquello pudiera llevarlos a alguna parte.
Caitlin y Kate tenían ante ellos la mayor parte de las declaraciones cotejadas y los dos se sentían bastante abatidos. Ni un atisbo de algo fuera de lo ordinario.
La autopsia había revelado que a pesar de que Leonora Davidson había sido estrangulada por su atacante, la causa de la muerte más probable era una «inhibición vagal». En otras palabras, que se había muerto literalmente de miedo.
—Bien, otro crimen y seguimos sin nada con qué empezar. Demonios, alguien tiene que haber visto algo, es lo más lógico.
Caitlin asintió.
—Aquí hay algunas claves, y sencillamente lo que puede resultar viable es ordenarlas. La gente ve cosas, pero no se percata de lo que está viendo. —Golpeó con los dedos los papeles que tenía delante—. Alguno de éstos puede haber visto a nuestro hombre, sólo que todavía no se ha dado cuenta. O bien es alguien de allí y están acostumbrados a verlo, o bien paseaba por la zona y pasaron junto a él por la calle. Pero alguien lo ha visto, sólo que todavía nadie lo ha relacionado con el conjunto. Creo que ha dejado de usar el coche. Así que o bien va en taxi a donde vaya o lo tiene todo a una distancia que se puede hacer andando.
—Podría haber cogido un autobús.
—Ahí lo tienes, en ese caso hay personas que lo han visto. Si pudiéramos dar con una sola persona que viera alguna cosa distinta en el autobús al ir o volver a casa del trabajo, lo que fuese, estaríamos en marcha.
—Bueno, Spencer ha hablado con todas las empresas de radio-taxi y ahora anda comprobando con todas las personas que llamaron entre las nueve y las doce de la noche del asesinato de Leonora. Pero de momento, sólo se encuentra mala fe, irritación, cabreos, ... y nada más.
—Pero los asesinatos ya están produciendo conflictos. Un crimen es emocionante, dos también, pero cuatro significa que no estamos haciendo nuestro trabajo y cada persona que entrevistamos se piensa que está en cuestión.
—Seguro que todos son unos idiotas de la leche. Escucha, haré que Willis vaya a ver a los conductores de autobús. Puede que uno de ellos haya visto algo, ya sabes, o más exactamente a alguien.
Kate asintió.
—«Inhibición vagal», nunca lo había oído. Suena terrible.
—Sólo de pensarlo se me revuelve el estómago. Tú vete ya, Katie, yo me quedaré un ratito más. Necesitas dormir un poco.
Kate se levantó y se alisó la falda.
—Tienes unas buenas piernas, ¿sabes, Kate? —y antes de que pudiera replicarle, volvió a hablar—: ¿Cómo está la chica?
—¿Lizzy? Está bien. La verdad es que ahora voy a ir a verla.
—Bien, pronto volverá a estar en marcha, si Dios quiere. ¿Querrás darme las carpetas de la W, por favor, antes de irte?
Kate se acercó al archivador y abrió el cajón. En la parte de atrás había una botella de Teacher’s. Kate la sacó y se la llevó a Caitlin, que se ocupó de ella.
—Este país es un sitio espantoso, sabes. ¡Un irlandés bebiendo whisky escocés! —meneó la cabeza—. Por favor, Dios mío, ¡haz que algún día encuentre una tienda donde vendan Bushmill’s!
—Dices lo mismo que mi madre.
—¡Ah, seguro que es una mujer muy sabia!
Kate recogió la chaqueta y el bolso.
—Te veré por la mañana, Kenneth.
—Kenny.
Kate cruzó la oficina muy sonriente, apartando deliberadamente la vista de las fotografías de las víctimas que estaban en la pared.
Se detuvo ante la mesa de Amanda Dawkins.
—¿Hay algo?
Amanda meneó la cabeza.
—Nada.
Kate suspiró.
—Mañana nos vemos.
—‘Nas noches.
Cogió el coche y fue hasta el hospital Worley. Empezaba la noche y el tráfico acababa de aclararse, de manera que pudo llegar sin atascos. Estuvo allí en veinte minutos. Al bajarse del coche y contemplar el viejo edificio, se le puso un nudo en la garganta. Pero Patrick tenía razón al decir que por lo menos Lizzy estaba vivita y coleando. Si Kate hubiera tenido que identificarla como había tenido que identificar Ronald Butler a su hija, no sabía qué habría hecho.
Con el último crimen, la presión era ya grande. Había que atrapar a aquel hombre, y deprisa. Lo más deprisa posible. Se decía que a menos que un asesino fuera apresado durante los tres primeros días, las posibilidades de descubrirlo eran mínimas. Cosa que era verdad, pero este hombre de ahora cometía un asesinato tras otro. Lo había probado y le había gustado, y todas las señales indicaban que era incapaz de controlarse.
Fue andando por el pasillo hacia la sala de Lizzy. Oyó a los Simply Red cantando If you don’t know me by now y sonrió levemente. Por lo menos, no era el ambiente acostumbrado en los hospitales. Aquí Lizzy podía oír música, llevar su ropa y había personal cualificado para hablar con ella y escucharla contar sus problemas.
Se dio ánimos, plantificó una sonrisa en la cara y entró en la sala. Lizzy estaba sentada ante una mesa con otras dos chicas. Kate se acercó a ella y la besó en la cabeza.
—¡Hola, mami!
Lizzy tenía un aspecto estupendo. En la semana que llevaba allí, había hecho unos progresos evidentes. Kate se sentó a la mesa e hizo un gesto de saludo a las otras dos. Una chica morena de huesos anchos se levantó.
—¿Quiere que le traiga un café? —le preguntó.
—Gracias, sí, sin azúcar.
—He oído lo del asesinato, mami, es terrible. Justo estábamos hablando de eso.
Kate no supo qué decir. Lizzy le había pedido que no dijese que era policía. Y ahora ella lo proclamaba sin más.
Una chica rubia con grandes ojos verdes y una gran masa de pelo rizado movió la cabeza.
—La verdad es que un trabajo como el suyo debe tener mucho estrés. No sé cómo puede usted mirar toda esa cantidad de cadáveres, tía...
Kate sonrió. ¡La chica estaba impresionada!
—No es muy agradable, tengo que admitirlo, pero alguien tiene que hacerlo.
—Mamá ha trabajado en montones de crímenes, ¿a que sí, mami?
Kate se sintió de lo más incómoda.
—Bueno, en montones no —dijo—, en unos pocos. Los asesinatos no son tan corrientes como se piensa.
—¿Y tiene alguna idea de quién es el Destripador de Grantley?
Kate miró a los ojos verdes de la chica.
—No. Si he de serte sincera, no tenemos ni idea. Pero estamos trabajando.
La morena llegó con una taza de café y se marchó junto con la otra. Kate tuvo la sensación de que la conocían y que Lizzy quería que la dejasen sola.
—A esto lo llaman tiempo de calidad, mami. Cuando tienes una visita, las otras tienen que marcharse.
—¿Y por qué están aquí? —Kate dio un sorbo al café.
—Bueno, la morena es Andrea. Intentó matarse porque tenía un montón de problemas. Estaba estudiando para sacarse el bachiller, y de repente todo se le vino encima. Es realmente encantadora, ¿sabes?
—¿Y qué me dices de la rubita?
—¡Es una enfermera, mami! Casi no se pueden distinguir, ¿a que no?
—¡Desde luego! —dijo Kate riéndose—. Pero bueno, a ver, ¿tú cómo estás?
Lizzy suspiró y se levantó el flequillo al soltar el aire.
—Me encuentro mucho mejor, hoy he vuelto a ver al psiquiatra. Es realmente encantador, mami. Me dijo que tengo un conflicto de personalidad. Que intentaba ser una cosa cuando quería ser otra. Dijo que mi comportamiento estaba causado por la inseguridad. Que yo quería pertenecer a algo, pero como que me rebelaba contra todo.
—¿Y crees que tiene razón?
Lizzy miró a su madre a los ojos y asintió.
—Perdóname por lo que hice, mami. Cuando supe que abu había leído mi diario, es que me quería morir. Ya sé que me queréis, mami, y yo te quiero y a la abuela también, pero hay veces que me siento como si fuera el segundo plato, sabes. Tu trabajo siempre va por delante de mí. Y papá nunca estuvo realmente allí. Ya sé que utiliza a todo el mundo. Me utiliza a mí, eso hace mucho tiempo que lo sé, pero sigo queriéndolo. Es mi padre. —Sus ojos suplicaban comprensión.
Kate asintió.
—El trabajo era lo primero porque necesitábamos el dinero, si he de serte sincera, Lizzy. Tu padre nunca contribuyó ni con un penique para mantenerte. Me dejó con una hipoteca, una niña y un corazón destrozado. —Kate sonrió para quitar hierro a sus palabras—. Y tuve que organizar alguna vida adecuada para todas nosotras, tenía que trabajar. Y me presentaba para los ascensos porque eso era más dinero. Compré la casa en la que todavía vivimos y todavía me queda por pagar, y tengo que seguir pagando el mantenimiento; tu abuela sólo tiene una pequeña pensión...
Kate apretó la mano de Lizzy encima de la mesa.
—Nunca tuve intención de hacer que te sintieras marginada, Lizzy. Tú has sido mi única razón para trabajar. Quería que tuvieses lo mejor que yo te pudiese dar. Y por eso yo nunca tuve una vida personal.
—Papá me ha contado lo de tu novio.
Kate sintió que una frialdad se le instalaba alrededor del corazón, pero cuando miró a Lizzy, vio que la muchacha sonreía.
—Quita esa cara de susto, mami, me parece fabuloso. Una vez vi a ese Patrick Kelly. Vino al colegio para hacer una donación. Es verdaderamente guapo. ¡Moreno e inquietante! Ése es mi tipo, mami, tenemos los mismos gustos.
Kate dejó caer la cabeza sobre el pecho y se mordió el labio. Después de lo que había leído en el diario de Lizzy, cualquiera parecía ser del gusto de Lizzy. Kate se tragó ese pensamiento. Tenía que dejar de juzgarla o nunca volverían a encontrar el equilibrio.
—Está muy bien. Pero creo que soy un poco mayor para tener novio, ¿no te parece? Digamos que es más bien un... buen amigo.
—Pues lo que papá opina es que es un novio y un amante total. Está tan celoso... De veras, mami, ¡tendrías que haberlo visto! ¡Estaba completamente verde! —Lizzy soltó unas buenas carcajadas, con lo que todos cuantos estaban en la sala miraron hacia ella y sonrieron.
—¿Y tú que le dijiste, Liz?
Lizzy se inclinó por encima de la mesa y con uno de sus ademanes de siempre, que le puso a Kate un nudo en la garganta, se apartó los cabellos de la cara y le sonrió, con toda la pinta de colegiala del mundo. A Kate, aquella mujer-niña le provocó ganas de llorar. Parpadeó para apartar las lágrimas ardientes.
—Pues le dije que aquello no era asunto suyo para nada.
Los ojos de Kate se agrandaron.
—¡Apostaría a que eso no le cayó muy bien, Liz!
Lizzy se rio aún más fuerte.
—¡Le cayó totalmente fatal, mami! Pero le dije directamente —Lizzy volvía a tener cara seria—, le dije que ése era el problema de esta familia, que todo el mundo hacía lo que se esperaba de ellos y nunca hacían lo que querían hacer.
Kate miró a Lizzy asombrada. Su hija le pareció más adulta e inteligente de lo que nunca le había parecido.
—Se marchó de aquí de lo más mosqueado, te lo aseguro.
—¡Oh, Lizzy!
—Nada de ¡oh Lizzy! Si tengo que decir lo que de verdad pienso, como insiste el psiquiatra que tengo que hacer, aunque te guste o no, lo diré.
Abrió los brazos cuanto pudo.
—Me siento fabulosa, mami. Realmente fantástica, por primera vez desde hace siglos. Joanie vino esta mañana y estuvimos hablando un buen rato. Me dijo sin ningún miramiento la mierda absoluta que yo había estado siendo y tuve que darle la razón. Pero le prometí, y ahora te lo prometo a ti, que me portaré mejor. Que voy a ser mucho mejor.
—Lizzy, yo te quiero, seas lo que seas o hagas lo que hagas.
—Ya lo sé, mami —y sonrió—. Y ahora cuéntame, ¿cómo es ese Patrick Kelly?
—No es más que un buen amigo. Cuando asesinaron a su hija, digamos que... no sé..., como que hicimos amistad, supongo.
—Abu dice que es encantador. Pero eso es porque es irlandés. ¿Te acuerdas de cuando Boy George estaba el primero en los Principales y abu decía: «¿Pero qué demonios es eso de la tele?», y yo decía: «Es Boy George, abu, su nombre verdadero es George O’Dowd. Su familia es irlandesa», y la abuela lo escuchaba un rato y luego decía: «¡Pues sí, no es tan malo!».
—Sí, me acuerdo de eso —dijo Kate entre risas.
—Así que, vamos, mami, ¿cómo es de verdad? —Lizzy tenía una expresión ávida.
—Es un hombre de lo más amable. Y ahora ya basta de eso, señora mía. Cuéntame cosas de ti. ¿Qué ha pasado por aquí?
Lizzy empezó a contarle lo que había hecho ese día, y Kate la escuchaba, contenta por haber dejado de lado el tema de Patrick.
Pero se admitió a sí misma que muchas veces se perdía en sus pensamientos. En su mente revivía de vez en cuando cómo hacían el amor. Era un hombre excitante y peligroso, al menos en potencia, una combinación letal, pero a Kate no le importaba. Por primera vez en su vida se sentía amada, y eso le sentaba estupendamente.
—Antes de que se me olvide, Lizzy, ¿qué te parecería ir de viaje a Australia?
La chica puso unos ojos como platos.
—¿De verdad? ¿Te refieres a ir a ver al tío Pete?
Kate asintió.
—¡Oh, mami, eso sería excelente!
—La abuela iría contigo. Yo no puedo porque en el trabajo no me dan tantos días libres, pero pensé que tú lo disfrutarías. Será un buen cambio. Tendrás sol y verás a tus primos.
Lizzy se lanzó de la silla y rodeó el cuerpo de su madre con sus brazos. Kate notó su excitación.
También ella estrechó a su hija. A Kate le hubiera encantado ir también, pero simplemente no podía permitírselo. De hecho, pensaba pedir un crédito en el banco para pagar el viaje de Lizzy y Evelyn, y para sus gastos y lo demás. Pero hubiera vendido su alma de buena gana si eso servía para hacer feliz a su hija.
—¡Oh, mami, eres tan buena conmigo!
Kate la besó en el pelo suave que olía a dulce.
—Averiguaremos cuándo puedes marcharte de aquí y entonces haré las reservas. Eso te servirá para poner la ilusión en algo.
Lizzy fue corriendo hasta un grupito de chicas que estaban junto al tocadiscos y les contó la suerte que había tenido. Al ver la cara de felicidad de su hija Kate, se sintió más ligera por dentro de lo que se había sentido en mucho tiempo.
En ese momento, Dan estaba sentado frente a Frederick Flowers. Eran más de las siete y Flowers intentaba disimuladamente mirar el reloj. Dan lo vio y eso le molestó.
—Bien, ¿qué va a hacer usted al respecto?
La rubia apostura de Dan había molestado a Flowers ya de entrada. Le había caído mal aquel hombre en el mismo momento en que abrió la boca.
—Su exmujer, señor Burrows, tiene graduación de oficial. Y está trabajando en un caso que concierne a la hija del señor Kelly.
Dan interrumpió:
—¡Pero se está acostando con ese hombre!
Flowers sonrió fastidiado.
—Me temo que lo único que tengo para certificarlo es su palabra. —Se puso de pie y le tendió la mano—. Le prometo que me ocuparé de sus alegaciones personalmente.
Dan se levantó también e ignoró la mano tendida. Apuntó al hombre con el dedo índice.
—Se está tirando a un hampón conocido. Y a mí personalmente me parece que eso hay que vigilarlo de cerca.
Giró sobre sus talones y salió muy digno de la habitación. Flowers se sentó y suspiró.
Se imaginó llamando por teléfono a Patrick Kelly para decirle que dejara en paz a Kate Burrows. Flowers y Kelly eran uña y carne. Y llevaban bastantes años siéndolo. Sin embargo, tuvo que admitir que lo de Kate Burrows le sorprendía. Era un buen mando, uno de los mejores. No había pensado jamás en que pudiera llegar a verse envuelta en un lío con Kelly. Pero bueno, ésa era la lógica femenina, supuso.
En cambio comprendía perfectamente que Kate Burrows quisiera librarse de aquel marido suyo tan alto y tan guapo. Aquel tipo era un perdonavidas.
Se levantó y se alisó las arrugas de los pantalones. En casa es donde hubiera querido estar ya. Salió de su despacho y cerró la puerta, tomando nota mentalmente de acordarse de decirle a su secretaria que no le diera más citas a Daniel Burrows por muy urgente que pareciera la petición.
Una bronca con él era más que suficiente.
Kate llegó a casa, comió algo a toda prisa, se bañó, se cambió y volvió a marcharse en un tiempo récord. Le dijo a su madre que no la esperase, a lo que Evelyn replicó con una sonrisa de inteligencia.
Dejó el coche en la entrada de Patrick justo antes de las nueve. Willy le abrió la puerta sin darla tiempo a llamar y la condujo al salón.
—El señor Kelly bajará en breve. ¿Puedo servirle una copa?
—Esperaré a Patrick si no le importa.
Willy le dirigió su sonrisa más cordial. Hizo una inclinación y salió de la sala.
Kate se sentó en el sofá y sonrió. Se echó para atrás y se relajó en la comodidad del asiento. Como todo lo que había en la casa, era bonito y práctico. Estaba tan contenta de que Lizzy se encontrara mejor..., era como si le hubieran quitado un gran peso de encima. El psiquiatra había dicho que una gran cantidad de jóvenes pasaban por lo que estaba pasando Lizzy; que era parte del paquete de hacerse mayor en el mundo actual. Fue él quien sugirió que podría irle bien un cambio de ambiente. Dijo que no tomaba drogas de modo habitual, que no estaba enganchada psicológicamente, sino que las tomaba como un medio de escape. Subrayó también que la vida sexual exageradamente activa no era nada anormal en estos tiempos. Muchas jovencitas habían tenido ocho o nueve parejas sexuales antes de llegar a los veinte. Era un auténtico signo de los tiempos. A él le interesaba más saber si habían utilizado condón.
«Cada día se aprende algo nuevo», pensó Kate.
Patrick entró en el salón. Llevaba una bata azul oscuro.
—¿Te estabas bañando?
—No, estaba preparando una hoguera.
Kate se rio. Él se acercó a ella y la besó. Notó sus labios tocar los suyos suavemente y sintió de nuevo aquella fuerza animal. Aquel hombre era como una droga, peligrosamente adictivo.
—He dicho a Willy que abra una botella de Barolo. ¿Qué me dices de una copa?
Kate asintió y Patrick salió de la habitación. Se sentó en la butaca con las manos en los brazos. Otra cosa que le admiraba de Patrick es que por ningún sitio se veían televisiones, aunque sabía que las puertas del armario grande de roble que cubría la pared de su lado albergaban un televisor de treinta y dos pulgadas y pantalla plana de última generación.
Kate no era de ver mucho la televisión, era más lectora. Ésa era la manera que elegía para relajarse. Y Patrick era igual. De hecho, tenían un montón de cosas en común. Por una parte, Patrick la asustaba: sabía muchas cosas sobre él y no todas eran buenas. Pero cuando estaba con él, junto a él, podía perdonarle lo que fuera. Cualquier cosa. Sabía que se daba a sí misma toda clase de excusas respecto a él.
Patrick volvió a entrar en la sala con una botella y dos copas de cristal. Sirvió la bebida en las dos y se sentó en el suelo junto a la butaca de Kate.
—Qué delicia, Kate. Es muy bueno tener otra vez a una mujer por casa.
—¿Y qué me dices de la señora Manners?
Patrick tomó un trago de vino.
—La señora Manners es una gran cocinera y una persona muy querida, pero no puede decirse que me ponga en marcha, ¿sabes qué quiero decir?
Kate contempló desde arriba las duras facciones de su rostro y sintió un nudo en el estómago.
Deseaba de verdad a aquel hombre.
—¿Cómo van las cosas con la investigación? —preguntó él en tono sombrío.
Kate notó que su buen humor empezaba a esfumarse.
—¿Debo entender que todavía no hay nada con lo que trabajar?
Ella movió la cabeza.
—Estamos haciendo todo lo que podemos, pero como ya te dije antes, Pat, alguien así, bueno, es un hueso duro de roer.
Patrick se arrodilló delante de ella y bebió un poco más de vino.
—¿Qué era aquello de lo que hablaste una vez? Lo del ADN.
—Oh, la huella dactilar genética. Eso es prácticamente todo lo que tenemos. El problema es que nadie nos autorizará a gastar todo el dinero que cuesta hacer análisis de sangre a más de cinco mil hombres. Pero ya se ha hecho antes de ahora, en Leicestershire, en Enderby. En el ochenta y tres, me parece que fue.
—¿Y funcionó?
Kate asintió.
—Sí, la verdad es que sí.
Ambos se quedaron callados y Patrick volvió a sentarse en el suelo. Bebieron su vino en silencio. Un silencio amigable. Eso era otra cosa que le atraía de Patrick. Podía estar sentada con él sin decir una sola palabra. Con Dan, cuando había silencios, siempre estaban cargados. Pero con Patrick era algo natural. Se puso de pie y cogió el vaso de su mano. La levantó de la silla y la besó, larga e intensamente.
—Vente a la cama conmigo, Kate, te deseo una barbaridad.
Ella movió levemente la cabeza asintiendo. Con sus vasos en la mano, se dirigieron al dormitorio y allí Patrick empezó a desnudarla lentamente, acariciándole cada parte del cuerpo que iba quedando expuesta a su mirada. La primera vez que le había hecho aquello, se había sentido como si fuera a morirse de placer. Que él tuviera una amplia experiencia en hacer el amor, no le molestó ni un ápice. A Kate nunca nadie la había amado de esa forma. Él le hacía el amor a su antojo, manteniéndola en un estado de expectación que era al mismo tiempo erótico y alucinante. La hizo llegar al orgasmo con la boca antes de penetrarla, luego lo hizo moviéndose con lentitud, a golpes largos y poderosos, hasta que ella se sintió a punto de correrse otra vez. Nunca había experimentado tanto placer y tanta felicidad en un acto sexual. Dejar esto ahora iba a resultarle muy difícil.