Capítulo Diez

Nochevieja

—¿Estás seguro de que podrás arreglártelas bien tú solo, George? —la voz de Elaine mostraba preocupación, pero en lo más profundo confiaba en que él decidiera no unirse a la partida. Los últimos días la había estado poniendo de los nervios. George sano y bien podía deprimirte, pero George enfermo era una pesadilla.

—Vete a la fiesta, querida, y saluda a todos de mi parte. La verdad es que estoy demasiado mal para salir esta noche.

Elaine soltó un suspiro de alivio.

—Bueno, si estás tan seguro...

George sonrió débilmente.

—Vete y pásatelo bien. Yo tengo un buen libro, un termo de sopa y mis pastillas.

Elaine le dio un beso en la mejilla.

—Entonces hasta luego. Puede que venga tarde —dijo con una risita.

George asintió. Al verla con su vestido nuevo, un modelo verde esmeralda relumbrante y ajustado y con unas hombreras enormes, George pensó que parecía un cruce entre un árbol de Navidad y un jugador de fútbol americano.

—Estás estupenda, Elaine. Vas a tener a todos los hombres queriendo bailar contigo.

—¡Oh, George! ¡Viejo tonto! —Elaine soltó otra risita como si fuera una colegiala que acude a su primera cita. Se le cayó el bolsito de mano y George frunció el ceño al verla esforzarse para recogerlo. Nada de un jugador de fútbol americano: una luchadora de sumo. Dios, mira que estaba horrenda con aquellos trajes apretados.

Fuera sonó la bocina de un taxi y Elaine salió corriendo del cuarto dejando un aroma a Estée Lauder y polvos para la cara.

—¡Adiós, George!

George escuchó satisfecho cómo sonaban sus pasos bajando las escaleras y el golpe de la puerta de la calle al cerrarse.

Se había ido.

Estaba solo.

¡Aleluya!

Siguió tumbado anhelante hasta que oyó que el taxi torcía al final de la calle, y entonces se levantó de la cama.

—Mire, señor Kelly, hoy es Nochevieja. El día de Nochevieja siempre nos vienen un montón de primos. Es una buena chica...

Kelly miró con dureza a la mujer que tenía delante. Violet Mapping llevaba cinco años al frente de aquel salón de masajes. Era una de las madamas más duras que había conocido en su vida, y había conocido a unas cuantas, pero tenía un vicio: era tortillera y le gustaban las chicas jóvenes. Pero aquella jovencita no iba a trabajar en su salón de masajes hasta que estuviera preparada.

—Escúchame, Vi, consíguele un certificado a la chica y podrá trabajar aquí hasta que las gallinas críen pelo. Pero hasta que lo tenga, ni hablar.

—Oh, señor Kelly, pero usted sabe y yo también que ese papel es una puta mierda.

—No me importa lo que tú creas, Violet. Una vez que haya hecho el curso de masaje y tenga su certificado, podrá trabajar aquí, hasta entonces no.

Violet vio que la cara del hombre se endurecía y decidió que era mejor dejar correr aquella ocasión. Todo el mundo sabía lo de Mandy, era moneda corriente por las calles. Así que mejor no fastidiarlo ahora. Suspiró.

—Lo que usted diga, señor Kelly.

—Buena chica, Vi, tú sabes que las cosas van así. De modo que si te viene alguien raro, quiero que te quedes con nombres y direcciones, con todo el paquete. Y luego me los pasas a mí.

Violet resopló de la risa.

—¡Pero si son todos unos tarados del carajo, por eso vienen aquí!

Kelly meneó la cabeza con fastidio.

—Ya sabes a qué me refiero. Si hay alguien que quiera alguna cosa como un poco exagerada, o se pone violento con las chicas, quiero saberlo. ¿OK? Tú tienes las mejores manitas del gremio, Vi, sé que sabes distraer una cartera mejor que nadie que yo haya visto. Sólo que después de pillarla y mirarla, la vuelves a poner en su sitio, Violet. ¿Comprenez?

La mujer entrecerró sus duros ojos azules.

—Hace años que dejé de birlar, señor Kelly, tendría usted que saberlo.

Ambos se estuvieron mirando durante unos segundos.

—Tú limítate a estar segura de que la cartera vuelve a su bolsillo, Vi, o te caerá una buena. Ya puedes volver a la recepción. Y por cierto, antes de que se me olvide, ¿cuántos años tiene esa palomita negra de allí?

Violet torció la boca hacia abajo y encogió aquellos flacos hombros.

—No lo sé.

Patrick Kelly se levantó.

—¿No lo sabes? Bueno, pues juzgando por su aspecto, le echaría unos quince, Vi, así que líbrate de ella. Cojones, te pago para que lleves este tugurio. ¡Casi sería mejor que lo llevara yo mismo!

—Vale, vale, tampoco hace falta ponerse de los nervios. Lo arreglaré, ¿vale?

—Bien.

—Siento mucho lo de su Mandy, Pat, lo siento de corazón. Todos lo sentimos —ahora su voz sonaba suave. Llevaba años trabajando para y peleando con Patrick Kelly. Era un buen jefe. Justo pero duro. Su hija era toda su vida. Eso lo sabían todos.

Kelly bajó los ojos.

—Gracias, Vi.

—Bueno, lo mejor es ir de cara, más vale que vaya y le dé las malas noticias a mi amiguita —su voz había vuelto a ser fuerte y agresiva.

—Hazlo, muchacha, y en cuanto tenga el certificado puede trabajar aquí hasta deslomarse.

—Le diré a Vinny Marcenello que me arregle uno.

—Sácalo de donde quieras, cariño, pero mientras no lo tenga, no trabaja. Y lo digo en serio, Vi.

—¡Vaya si lo sé! —otra vez el tono agudo. Se marchó del despacho.

Kelly continuó revisando los libros, pero tenía la cabeza en otra parte. Finalmente, se levantó de la mesa y salió a la recepción del salón de masajes. Alrededor de las paredes estaba lleno de butacas tapizadas de terciopelo. Y en ellas estaban despatarradas mujeres y chicas de todos los colores, credos, tipos y tamaño. Cuando Patrick pasó entre ellas todas se sentaron bien derechas.

Las saludó con la cabeza sin fijarse en ellas. Luego, torció a la izquierda y entró por una puerta a la parte de atrás del salón. Allí era donde estaban los cuartos. Caminó en silencio por la gruesa alfombra hasta llegar a la última de las habitaciones, y escuchó.

Una voz infantil flotó en el aire detrás de la delgada cortina.

—¿Desea algún extra, señor?

—¿Cuánto me clavarás por eso?

—Bueno, un alivio manual son quince papeles, un francés veinte, y el completo sube a cuarenta y cinco.

Patrick oyó que el hombre se reía.

—¡Pues apunta un servicio completo, muchacha!

Patrick movió la cabeza y regresó a la recepción. Por algún motivo, aquella voz infantil le había puesto nervioso. Sabía quién era la chica. No tenía más que diecisiete años y parecía de doce. Era rubia, como su Mandy, excepto que al contrario que Mandy, nunca había tenido una sola oportunidad en su vida. Salió del pequeño pasillo, cruzó la recepción y se fue al coche.

No empieces a volverte blando, muchacho, se dijo. El puterío es el oficio más antiguo del mundo. Si no trabajan para ti, trabajarán para cualquier otro.

Subió a la parte de atrás de su Rolls y dio unos golpecitos en la ventanilla. La voz de Willy sonó por el interfono.

—¿A dónde, Pat?

—Ahora, a Forest Gate. Quiero ver cómo le van las cosas a Juliet.

El coche arrancó con un ronroneo y Kelly se relajó en su asiento. Pero aquella voz infantil seguía resonándole en la cabeza.

—¡Para el coche!

—¿Que haga qué?

El coche se paró en medio de la calzada con un gran chirrido. Patrick Kelly se bajó de un salto y salió corriendo hacia el salón de masajes.

—Oye, Vi. Te quiero en el despacho como un rayo.

Violet fue tras él.

—¿Sí, qué pasa? —la voz volvía a sonar beligerante.

—Esa chiquita rubia, ¿cómo se llama?

—¿Marlene?

—Sí, Marlene. Bueno, pues está haciéndole un completo al cabrito.

—Bueno, ¿y qué?

—Pues que quiero que eso se acabe. De ahora en adelante aquí no vuelve a haber sexo completo, ¿vale? La bofia no puede tocarnos si las chicas no se abren de piernas.

Violet se quedó mirando a Patrick como si se hubiera vuelto loco.

—¿Pero tú te has vuelto majareta? Si hacemos algo así, no habrá ni una sola chica que trabaje aquí. ¡Anda la hostia!, a ver, ¿si tuvieras que escoger entre un buen buche de lefa o una pilonada, qué escogerías?

Kelly puso mala cara.

—No seas tan asquerosa, Vi.

La mujer abrió los brazos.

—Sólo estoy señalando los hechos, colega. Con las normas de ellos, no tendríamos aquí ni una puta, y bien que lo sabes. Se nos acabaría la clientela más deprisa que la cerveza gratis en una juerga.

Kelly se sintió mareado.

—¿Por qué no te vas a casa y descansas un poco, Pat? Todas estas preocupaciones que has tenido, todo eso te ha revuelto la cabeza.

Se sintió como un tonto.

—Puede que tengas razón, Vi.

—Escucha —dijo Violet con voz suave—. No somos asistentes sociales, macho, esto es un negocio. Esas chicas de ahí van a poner el chocho hagamos lo que hagamos. Es lo único que saben hacer, así que déjales que lo hagan.

—No sé, Vi, hay por ahí un montón de esos maníacos de los cojones. Mira lo que le pasó a mi Mandy.

—Bueno, déjame que te diga una cosa. Esos degenerados siempre escogen a buenas chicas inocentes. No quieren saber nada de fulanas. Les gusta la pelea. Igual que todos esos señoritos pijos que vienen por aquí, todos quieren que les den con la vara. Te lo digo yo, Pat, mira, nos vamos allí atrás, al jardín, y cortamos una vara de la puta forsitia y luego les ponemos el culo de todos los colores a esos maricones. Así que si no nos pagan a nosotros irán a pagarle al paqui de más abajo.

Kelly asintió en silencio. De repente, se sentía cansadísimo.

—Puede que tengas razón, Vi.

Cuando volvió a pasar por la recepción, las chicas se pusieron derechas automáticamente al verlo. Ya en la acera, una mujer de edad con un perrito salchicha le dirigió una mirada de asco. Suspiró de nuevo.

Aquello colmaba el vaso por lo que a Patrick Kelly concernía. Aquel vejestorio pensaba que era un pervertido. El Rolls volvía a estar aparcado delante y se subió a él.

—¿Forest Gate, jefe?

—No. Creo que a casa, Willy.

—OK.

Kelly miraba a la gente que andaba por las frías calles grises. Era Nochevieja y había arreglado las cosas para pasarla con Kate. Se arrellanó bien en el asiento. Al carajo con las putas. Ya tenía bastantes cosas en la cabeza.

—¡Ay, mami! ¿Por qué papá y tú tenéis que estar siempre encima de mí? Van a ir todas las chicas de mi clase. Yo seré la única que no va. ¡Me moriré!

Louise Butler dio una patadita.

Doreen, su madre, sonrió. Desde luego esta Louise era bien cabezota. Le echó una mirada al marido.

—¿Tú qué piensas, Ron, la dejamos ir?

Louise soltó un suspiro de alivio. Si su madre le preguntaba a su padre, entonces iba. Mamá había dicho que sí, más o menos. Antes de que su padre pudiera responder, ya se había arrojado a los brazos de la madre.

—Oh, gracias, mami. Oh, gracias.

—Entonces date prisa y cámbiate. Yo te llevaré hasta allí —dijo Ron en tono jovial.

Louise lo miró con una expresión de seriedad fingida.

—¡Ya estoy lista, si no te importa!

Todos se echaron a reír. Con su chándal de diseño malva fuerte y oro, sus deportivas Reebok y una cazadora de cuero masculina, representaba la idea totalmente opuesta a la que sus padres tenían de vestirse. Pero era una fan absoluta del acid, desde su peinado para atrás a los años sesenta, a los pendientes soberanos en las orejas.

—Bueno, he leído cosas sobre esas fiestas rabo.

Rave, papá, rave.

—Raves o rabos... qué más da. Vete con cuidado. No tomes ninguna droga ni nada parecido, ¿vale?

Louise hizo girar sus ojos violeta.

—Como si las fuera a tomar. No soy idiota, ¿sabes?

—Es que nos preocupamos por ti, cariño, nada más.

—Ya lo sé, mami. Venga, papá, o llegaremos tarde. No me lleves directamente a la fiesta, déjame en casa de Sam. Queremos ir desde allí todos juntos, ¿Vale?

—Ah, bueno.

Después de darle un beso a su madre, Louise salió de casa detrás de su padre. Cinco minutos más tarde, estaban delante de casa de Sam.

—¿Dónde habías dicho que era la fiesta esa?

—Justo al lado de la carretera que va a Woodham Woods. Como a diez kilómetros. Deja de preocuparte, papi, estaremos perfectamente.

—Bueno, acuérdate de que quiero que estés de vuelta a la una como muy tarde.

—OK. Hasta luego, papi.

Dio un beso a su padre y se bajó del coche. Se quedó mirándolo marchar antes de subir el camino hasta la puerta de Sam. Llamó al timbre.

—Hola, señora Jensen, ¿está Sam?

—No, guapa. Se marchó hará diez minutos. Con Georgina, Tracey y Patricia. Creo que eran ellas, de cualquier forma, ¡tiene tantas amigas! En fin, que vinieron a buscarla en un coche azul...

—Ah. Vale, entonces. Perdone que la haya molestado.

Louise bajó el caminito arrastrando el corazón por la tierra. Esa zorra cabrona de Sam se había marchado sabiendo que Louise iba a venir. ¡Esa perra traidora! En fin, que tendría que volver a casa y hacer que su padre la llevase hasta la fiesta. Pero si lo hacía, se daría cuenta de que se celebraba en un viejo cobertizo y que era totalmente ilegal, y entonces la haría volver a casa.

¿Qué podía hacer?

Sonrió. Haría dedo. Hasta puede que la llevasen unos tíos. Eso la enseñaría a Sam y a su panda, ¡ya lo creo! Se sacó la larga melena negra de dentro de la cazadora de cuero y echó a andar hacia las afueras de Grantley. Ya verían ésas.

Lizzy estaba vestida y preparada para salir. Se echó una última mirada en el espejo del armario antes de ponerse la zamarra de cordero que su padre le había comprado por Navidad. Se lamió los labios para darles brillo y se fue al cuarto de su madre.

—¡Oh, mami! ¡Estás superchula!

Kate se alisó su traje nuevo de pura lana rojo que le ceñía la figura y sonrió a su hija.

—Gracias, cariño. —Se miró en el espejo sabiendo que estaba muy bien. Se había lavado el pelo con un champú de coco y ahora relucía bajo la luz. Llevaba puestos un par de aros de oro y la cara maquillada con arte.

—Bueno, ¿y a qué hora volverás mañana de casa de Joanie?

—Hacia la hora de comer, supongo. No te preocupes por mí, tú diviértete.

—Ya lo creo. —Kate miró a su hija a los ojos—. Estás guapísima, sabes, Liz. Enséñame lo que vas a llevar.

—Oh, simplemente me pondré el traje negro. Después de todo, la fiesta es en casa de Joanie. —Puso morritos adelantando los labios pintados de rojo y Kate se echó a reír. La familia de Joanie era lo que Lizzy llamaría «unos antiguos».

—Espero que te diviertas.

—Oh, ya lo creo, mami. Tú concéntrate en ti misma.

Lizzy miró a su madre con ojo crítico.

—Ponte el lápiz de labios rojo —le dijo—, con ese vestido te quedará mejor que el color coral. Eres lo bastante morena como para poder llevarlo.

Kate se echó a reír.

—¡Vale, colega! —y empezó a quitarse el lápiz de labios.

—¿Y papá qué va a hacer esta noche?

Kate se encogió de hombros.

—No tengo ni idea, cariño. La abuela se va a casa de Doris. Me imagino que tu padre también saldrá a algún sitio.

—Pero bueno, ¿ni siquiera se lo has preguntado?

Kate se quedó parada en la operación de ponerse el rojo en los labios.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —cruzó la mirada con la de su hija en el espejo—. Estamos divorciados, Lizzy, mi vida es sólo mía, y la de tu padre suya.

Lizzy tenía una expresión triste.

—Me gustaría que los dos volvierais a arreglaros.

Kate se volvió y cogió entre sus manos la cara de su hija.

—Yo estuve mucho tiempo deseando eso, Lizzy, pero tu padre tiene una forma distinta de ver la vida —tropezaba a la hora de encontrar las palabras justas. Quería que lo que dijera de Dan sonase lo mejor posible y después de algunas de las hazañas que le había hecho en el pasado, era una cosa difícil.

—Tu padre es muy suyo, sólo vive su vida. Igual que yo.

Lizzy se quedó mirando a su madre y Kate vio que intentaba comprender lo que le estaba diciendo.

—Será mejor que me vaya o voy a llegar tarde.

—Aguanta un segundo y te dejaré en casa de Joanie.

—No hay problema, ya he llamado a un taxi. Tú vete a tu fiesta, mami, ¡y olvídate de mí por una vez! Ya soy una chica mayor.

—Bueno, pues entonces feliz año nuevo.

Kate dio un beso a su hija.

—Feliz año nuevo, mami.

Salió corriendo de la habitación al oír la bocina del taxi y Kate la miró con una punzada de nostalgia. Cogió el bolso de encima de la cama y salió andando lentamente del cuarto.

—Estás para una foto, Katie.

Evelyn venía hecha un brazo de mar. Un vestido de crepé verde vivo y un sombrero verde oscuro. En los pies llevaba botas hasta el tobillo con orla de piel y a su lado tenía un bolso grande marrón.

—¿Querrás dejarme en casa de Doris?

—Desde luego que sí. ¿Irá mucha gente?

—Como veinte, creo. Éste será el primer Año Nuevo que no pasamos juntas nosotras tres solas.

—Ya lo sé, pero Lizzy tiene razón, está creciendo por mucho que a nosotras no nos guste.

—¿Dónde me has dicho que era tu fiesta?

—Ah, sólo es con uno de los chicos de la comisaría. En su casa. —Kate no soportaba mentir, pero todavía no estaba preparada para contarle a nadie sus sentimientos respecto a Patrick.

—¿Dónde está Dan?

—Está en la sala de estar, vete a verlo y tráeme el abrigo.

Kate entró en la sala. Dan estaba sentado en el sofá viendo la televisión. La miró al entrar, y ella observó, con cierta satisfacción, cómo se le agrandaban los ojos.

—Estás fantástica, Kate —dijo después de lanzar un silbidito—, realmente fantástica —parecía sincero.

—Gracias, Dan. ¿Viste a Lizzy antes de que se marchase?

—Sí. —Se pasó las manos por su pelo abundante en un gesto familiar—. ¿Por qué no dejas que te saque yo por ahí, Kate? —dijo con una vocecita débil—. Tú eres demasiada mujer para un puñado de policías viejos.

—¿No te has organizado nada? —le preguntó levantando las cejas.

—Bueno, no. Pensaba llevarte a ti a algún sitio, como tú nunca sales el día de Nochevieja... —en su voz había reaparecido la nota petulante.

—Bueno, pues ahora sí. —Oyó los pasos de su madre bajando las escaleras y sonrió.

—Feliz año nuevo.

—Feliz año nuevo, Kate.

La miró salir de la sala y sintió el impulso de hacerla quedarse. Por primera vez en la vida, Kate controlaba la situación y Dan no sabía muy bien cómo actuar. En el pasado, siempre había sido ella la que acudía a él. Así que esta vez o había un hombre seguro o su nombre no era Danny Burrows. Kate se había vestido para una cita, no para una fiesta. Así que él se ocuparía de descubrir quién era.

Al cerrarse la puerta de la calle, se levantó del sofá y miró alejarse el coche. Después, cuando la vio doblar la esquina, se fue al vestíbulo y cogió el teléfono. Marcó un número y al cabo de unas llamadas contestó una voz femenina.

Dan tenía un lema en la vida: ten siempre un plan de repuesto.

En el coche, Evelyn mantenía un torrente de palabras.

—La verdad es que estás preciosa, sabes. Hace mucho tiempo que no te había visto con tan buen aspecto. Si no supiera que no, pensaría que hay algún hombre en el horizonte.

—Oh, no seas tonta, mamá. Si hubiera un hombre en el horizonte, serías la primera en saberlo.

—Bueno, a lo mejor ni siquiera ese hombre lo sabe todavía.

—¿Pero de qué demonios estás hablando?

Evelyn sonrió vagamente.

—Oh, nada, nada... párate aquí, Kate.

Paró el coche junto al bordillo y apagó el motor.

—Feliz año nuevo, mamá.

—Feliz año nuevo, cariño. Y oye... si por alguna razón quieres pasar la noche con un amigo, o por si quieres volver y luego no puedes conducir..., en fin, ya sabes..., no te preocupes por Lizzy, porque yo volveré pronto, por si pasase algo.

Se bajó del coche y subió hacia la puerta de Doris con la espalda tiesa como una escoba.

Kate arrancó el coche y sonrió. Su madre era muy lista.

Se puso en marcha hacia las afueras de Grantley. Estaba deseando ver a Patrick Kelly.

George se había abrigado bien. Aunque no estaba tan enfermo como había hecho creer a Elaine, no dejaba de sentirse un poco indispuesto. A George le gustaba cuidar de sí mismo. Estaba obsesionado con la salud. Tenía puesta la calefacción del coche y el zumbido que hacía el aire caliente estaba empezando a incomodarlo. Puso en marcha la radio.

El sonido del concierto para trompa de Mozart llenó todo el coche y se sintió relajado. Aquello estaba mejor. Salió de Grantley por la carretera que lleva al pueblo de Woodham. Con frecuencia, empezaba por ese trayecto; había un pequeño estacionamiento que solía estar lleno de coches con parejas que se cortejaban en su interior. Las ventanillas cubiertas de vaho excitaban a George.

Pisó el acelerador con fuerza y puso las luces bajas. Se sentía libre, libre y feliz. Más tarde regresaría a Grantley e iría a vigilar los pisos. Se puso a canturrear siguiendo la música. Sus ojos grises, habitualmente sin expresión, chispeaban. Las cejas pobladas y negras, salpicadas de abundante gris, se movían arriba y abajo al ritmo de la música. La gorra de visera tapaba la parte calva de su cabeza.

Y entonces la vio. Delante de él había otros dos coches, algo poco habitual en aquella carretera. Normalmente, estaba muerta. Pero era Nochevieja y esta noche en todas las carreteras había ajetreo. George no tenía ni idea de que una fiesta rave estuviera empezando en Woodham Woods.

La chica hacía señales con el pulgar. Vio que el coche que llevaba delante reducía la marcha y él la redujo también. La chica echó a andar hacia el coche y el coche salió disparado y la dejó plantada al lado del asfalto con las manos en las caderas. George pasó de largo y se metió en la primera zona de estacionamiento. Cogió la bolsa del asiento de atrás y se colocó la máscara. Sintió que la adrenalina empezaba a circular por sus venas y sonrió. Ajustó los orificios para poder ver adecuadamente, dio la vuelta en la carretera y se dirigió de nuevo hacia la chica.

El corazón casi se le para. Había un coche detenido junto a ella. George pasó de largo y sintió que una ira tremenda sustituía su exaltación.

¡Menuda guarra! Siguió un poco por la carretera y volvió a dar la vuelta.

Louise miró el interior oscuro del Escort XR3. Había tres chicos detrás y dos delante. Estaban evidentemente borrachos.

—Vamos, guapa. Entra en la máquina. Estaremos allí en un minuto.

Louise no estaba muy segura.

Uno de los chicos de atrás bajó la ventanilla y escupió en el arcén.

—Oye, tía, date prisa, ¿vale? ¡Que se me están helando los cojones, joder!

El joven rubio que conducía se inclinó por encima del asiento delantero.

—Venga oye, entra.

Louise estaba asustada.

—No... no, está bien. Seguiré andando.

—Deja a esa zorra estúpida que vaya andando. Venga, que quiero beber algo.

—¡Imbécil, estúpida!

El coche arrancó con un chirrido y Louise se quedó mirando las luces traseras desaparecer en la distancia.

Estaban borrachos, o drogados, o puede que las dos cosas. No es que le gustase caminar por aquella carretera a oscuras, pero no estaba dispuesta a entrar en un coche con cinco tipejos. Ni hablar.

Se apretó la cazadora de cuero para abrigarse. No, iría andando y encontraría a Sam y a las otras. Empezó a ir más deprisa, y ahora se arrepentía de no haber vuelto a casa, porque de repente la idea de perderse la rave no le pareció algo tan malo. Pero si se perdía ésta, iba a ser el cachondeo de toda su clase. Deseó haber cumplido ya los dieciséis. Deseó estar ya en la escuela de peluquería. ¡Ojalá estuviese en casa en la cama!

Otro coche llegó por detrás de ella y lo oyó moderar la marcha. ¡Oh, por favor, que no sea otro coche lleno de borrachos! ¡Que sea un chico de ensueño como de diecisiete años con el pelo cortado «a capas» y una ropa realmente bonita para ir y enseñárselo a Sam y a las otras! Se volvió al oír que el coche se detenía. Se abrió la puerta del pasajero y dio unos pasos titubeantes hacia ella. La senda de tierra sobre la que estaba tenía por el flanco izquierdo un talud empinado. El talud caía como unos tres metros hasta un gran campo arado. Se inclinó para mirar dentro del coche.

En cuanto su cerebro registró lo que había visto, se apartó de un salto de la puerta del coche y soltó un grito que acuchilló el aire de la noche.

Dentro del coche había un hombre con una máscara de cuero negro.

¡En ninguna de sus más espantosas pesadillas había imaginado nunca algo así! Retrocedió dando tumbos. Se acordó demasiado tarde del talud que tenía detrás y su paso sólo encontró aire. Aterrizó con un ruido sordo en la cuesta de tierra y sus Reebok flamantes arañaron el polvo un par de veces antes de que lograra finalmente enderezarse.

¡Y allí, delante de ella, estaba el hombre enmascarado! Hizo un regate para eludirlo y corrió hacia la carretera al ver que él intentaba cogerla. Vio que llevaba en las manos algo que relucía y comprendió que era un cuchillo. Notó que se le aflojaban las tripas al darse plena cuenta de lo que sucedía. Las luces de un Volkswagen Golf que dio un volantazo para evitarla con la música atronando por las ventanillas abiertas, la dejó deslumbrada. Y se quedó impotente en medio de la carretera viéndolo marchar. Y con él, sus esperanzas.

El hombre estaba de pie en el borde de hierba observándola. Del otro lado de la carretera había otro campo cultivado. Se mordió el labio sopesando en su mente confusa hacia dónde correr. Estaba oscuro, todo tan oscuro y solitario.

Se fue alejando del hombre hacia atrás, lentamente, buscando con desesperación una idea para escapar. Vio que echaba a andar hacia ella. Oyó venir otro coche a lo lejos, y salió corriendo hacia él agitando los brazos en alto y gritando.

Terry Miller se había tomado una pastilla de éxtasis a las seis de la tarde, y andaba zumbado, realmente zumbado. A su lado, su hermano Charlie tenía la cabeza con un tripi total. Llevaban más de una hora dando vueltas en el coche tratando de encontrar aquella rave de la que todo el mundo hablaba. Dentro del coche el sonido de los Technotronic aullaba de tal manera que apenas podían oírse pensar. Cuando Terry vio a la chica delante de sus luces empezó a soltar carcajadas.

—¡Mira, Charlie, debe de estar supercolocada!

Sonrió y trató de aclarar su cabeza.

—Mira al menda que está con ella. Demasiado, tío. Mira qué gorro lleva.

Pasaron junto a las dos figuras y Terry hizo sonar la bocina que tocaba los primeros compases de Barras y estrellas.

—¡Tarado! ¿Has visto a ese tío? Tarado total.

Louise Butler vio a sus salvadores potenciales seguir de largo haciendo sonar el claxon en la oscuridad de la noche. Se puso a llorar. Miró a su alrededor como si creyera que alguien iba a salir corriendo de los campos que tenía detrás para salvarla, pero lo que vio fue a aquel hombre mucho más cerca.

Dio media vuelta y echó a correr. Antes de que hubiera dado cinco pasos chocó contra la cadena del cierre que resultaba invisible en la oscuridad. Notó que cedía un poco pero luego el rebote la lanzó literalmente en brazos del hombre de la máscara.

La apretó rodeándola con los brazos y la chica notó que su cuerpo perdía toda su capacidad de lucha. El miedo se impuso y quedó inerte. Los sollozos le agitaban los hombros.

—¡Oh, Dios mío, por favor, ayúdame!

George medio la transportó, medio la arrastró de nuevo hacia el coche. Sonreía detrás de la máscara. Con su sonrisa secreta que apenas dejaba ver los dientes.

Kate se había tomado una copa de vino con la cena y ahora saboreaba un armañac. Patrick le sonrió desde el otro lado de la mesa. Era la segunda vez que Kate cenaba en su casa, y estaba descubriendo que le gustaba tenerla por allí. Apartaba sus pensamientos de Mandy y eso era algo curioso teniendo en cuenta que era ella quien llevaba el caso de su hija.

No se hacía ilusiones con la bofia. Llevaba toda su vida lidiando con ellos en un momento u otro. Pero Kate era la primera oficial de policía de paisano con quien había tratado a nivel personal. Hombre, había untado unas cuantas manos de la vieja guardia a lo largo de los años, por ejemplo las del jefe superior de ahora, pero es que los dos eran masones. Kate era el primer miembro de las fuerzas a quien había conocido en sociedad porque quería conocerla. Porque disfrutaba con su compañía.

Esa noche en la cena, su aspecto era algo más que bueno. El rojo le sentaba bien. El pelo oscuro brillaba a la luz de las velas. De alguna forma, parecía más suave. Más atractiva. Después de todas aquellas muñequitas con la cabeza vacía, descubrió que le gustaba tener junto a él a una mujer que exigiera un poco de respeto.

Para ser justos con las jovencitas que habían estado yendo y viniendo a lo largo de los años, era él quien había elegido adrede las de tipo más generoso y menos espabilado, chicas cuyo único mérito para ser famosas era que tenían un buen polvo. Nunca quiso tener que molestarse siquiera en dar conversación. ¿Qué demonios podía decir un hombre que estaba del lado malo de los cuarenta a una chica de dieciocho? Nada, nada de nada.

Pero Kate era harina de otro costal. Conversaban sobre todo lo humano y lo divino. Y ella no era una de esas palomitas prepotentes, que enarbolan su inteligencia como un par de guantes de boxeo y tratan de llevarse un punto a su casillero. Oh, no. Kate escuchaba sus opiniones y luego daba las suyas con tranquilidad y buen tino. Le gustaba. Ya sabía que no estaba avanzando gran cosa en lo de encontrar al tarado, pero para ser justos, tampoco él. Aquel individuo era sin duda un jugador. Kate le había explicado todo. Nunca dejaba ninguna pista. Pero ella no se iba a rendir. Algún día cometería un error y entonces lo atraparía.

Lo que Kate no sabía es que cuando se produjese esa novedad, Patrick también andaría a la caza del pájaro. Y cuando hubiera terminado con él, no le quedarían ni las plumas. En todo caso, nada reconocible.

—¿Así que realmente no tenéis nada con que tirar adelante? —preguntó.

Kate negó con la cabeza y Patrick vio cómo se le mecía el pelo con el movimiento.

—Vamos eliminando gradualmente nombres de la investigación, pero eso lleva tiempo. Todavía andamos interrogando a todos los hombres que tienen Orion de color oscuro. Tendríamos que haber terminado con eso en los próximos diez días. Yo misma me pondré a interrogar también a partir de mañana con Spencer y Willis.

—Entiendo —la voz sonó amable.

—Terminaremos por cazarlo, Patrick. Normalmente, cuando se comete un asesinato, o una violación, sabemos quién es la persona. —Kate sonrió compungida—. ¡Creo que todo esto ya lo había dicho antes!

—Pues sí. Venga, cambiemos de tema. —Casi se partió de risa, y Kate se lo quedó mirando, socarrona.

—Es que casi digo «¿cómo va el trabajo?». Estos días tengo la cabeza en las quimbambas. Vamos, querida, acerquémonos al salón, ¿te parece? —parodiaba el tono de un aristócrata y Kate se rio. Era todo un personaje.

Se sentaron juntos en el sofá grande del salón. Patrick había llevado allí el frasco de brandy y dos copas.

—Es una casa preciosa... del siglo XVIII, ¿verdad?

Patrick asintió.

—Sí, la saqué por cuatro cuartos hace cosa de doce años. Pagué setenta de los grandes, y eso entonces era poca pasta, te lo aseguro. Era una pura ruina —agitó la mano en el aire—. Me costó lo que no se sabe restaurarla para que estuviera tan bonita como el original, pero mereció la pena. A Renée le encantaba, y a Mandy también. Pero ahora..., bueno, sin ellas está vacía. ¿Qué es una casa sin una mujer?

Instintivamente, Kate le agarró de la mano.

Él la miró al oscuro fondo de sus ojos. Era realmente deliciosa, con una madurez de una calidad que ya no estaba acostumbrado a ver en las mujeres.

Y de pronto, la deseó por encima de todo. Sentir sus brazos abrazándolo. Sentir que ella lo amaba. Quería, necesitaba, el amor de una mujer. De una mujer, no de una jovencita. El amor de una mujer de verdad.

Kate leyó la expresión de sus ojos y abrió los labios carnosos para hablar. Pero entonces, él la besó, un beso largo y lento que la hizo sentir un cosquilleo de la cabeza a los pies. Y Kate le devolvió el beso, recuperó unos sentimientos que no tenían nada que ver con el pasado ni con la carrera ni con nada que no fueran puras sensaciones.

Él la deseaba. Lo notaba en el ansia y la necesidad que mostraba. Patrick la fue empujando hacia atrás sobre el mullido sofá y ella le dejó. Se tumbó de espaldas de buen grado.

Aquello era lo que había estado esperando desde el primer momento en que lo vio, aunque no hubiera querido admitirlo hasta ahora. Dan ya no estaba ni siquiera en competición. A quien deseaba era a Patrick Kelly.

Sintió su mano grande y ruda recorrerle el cuerpo por encima del vestido nuevo. Sintió un cosquilleo cuando encontró la piel de los muslos. Y entonces, todo lo que no fuera ese momento quedó olvidado. Él se apartó un poco de ella y la miró a la cara con una expresión seria y dulce al mismo tiempo.

—¿Te quedas a pasar la noche, Kate? —la voz sonó ronca. Ella le agradeció que tuviera la consideración de parar. De querer estar seguro de que ella sabía lo que hacía.

Asintió en silencio.

Él la cogió como si fuera una muñeca y la puso sobre unos pies muy poco firmes.

Lo siguió por la gran escalera en curva y decidió que aunque aquello no fuera más que una noche, esa noche sería feliz. Una sola noche con Patrick Kelly era mejor que ninguna.

En el dormitorio, miró a todo su alrededor admirada de las asombrosas dimensiones y la opulencia de la habitación.

Patrick iba desvistiéndose despacio y Kate tuvo miedo por un instante. Ya no era ninguna jovencita. Tenía cuarenta años.

Patrick fue hasta ella y le quitó el vestido de lana roja por la cabeza, dejando desnudos unos senos pequeños que nunca habían tenido verdadera necesidad de sujetador, y la parte de abajo de su cuerpo, ceñido por unos pantis negros. Ella terminó de liberar la cabeza y lo miró a la cara con timidez.

Encontró una sonrisa.

—Eres preciosa, Kate. Realmente preciosa.

Y entonces se creyó que sí lo era.

Tiró de ella hacia la cama. Desnudos finalmente los dos, se miraron el uno al otro bajo la luz amortiguada de las lámparas colocadas a ambos lados de la cama. En todos sus años con Dan, nunca había sentido aquel abandono. Nunca había sentido la excitación exquisita que sentía en aquel momento. Nunca había experimentado un hambre como la que en esos momentos la consumía.

En el fondo de su mente, comprendía que la situación nuca hubiera debido llegar tan lejos. Aquel hombre era de los malos. Patrick Kelly era un maleante, un ladrón, un extorsionista violento. «El Recuperador» lo apodaban. Pero en aquel momento eso a Kate no podía importarle menos, ni aunque fuera un asesino en serie.

Lo deseaba.

Lo tenía.

Lo besó.

Ya se preocuparía más tarde. Mucho más tarde.

Patrick Kelly le devolvió el beso, luego le acarició el pecho y le mordió los pezones con suavidad, tomándolos entre sus labios hasta que fueron como minúsculas pirámides en su boca. La humedad de la lengua que resbalaba sobre ellos hizo a Kate arquear la espalda de placer.

Kelly era un amante con experiencia y Kate se alegraba. Hacía tanto tiempo que era como una presa que esperaba reventar. Notó que la mano avanzaba con suavidad hacia debajo de su cuerpo, que le acariciaba los muslos, sintió luego calor y untuosidad cuando él introdujo un dedo dentro de ella. Lanzó un gruñido. Notaba el pene erecto de Patrick clavársele en el costado de la pierna, la excitación de él la iba dejando más y más sin respiración. La mano jugó con su botoncito, hizo correr el pulgar sobre él con ligereza, hasta que ella intentó apartarle la mano. Le temblaba todo el cuerpo. Abrió las piernas aún más y notó que sus jugos se vertían sobre sus dedos. Y luego, él ya empezó a moverse por su cuerpo abajo, la cabeza morena apartándose lentamente de la suya y besándole la piel en su descenso, con aquellos besos y mordisqueos que tanto estaban empezando a gustarle.

Cuando su boca abarcó todo su sexo, contuvo largo rato la respiración. Iba a correrse, sintió las oleadas que empezaban a ir y venir, el inicio de cada ola, los lameteos y chupeteos de Patrick, que al mismo tiempo metía y sacaba con suavidad un dedo dentro de ella. Kate nunca había experimentado un éxtasis como aquel en toda su vida.

Cuando, finalmente, se acabaron los temblores, miró hacia abajo para ver su cara brillante y sonriente.

—Oh, Patrick...

Lo vio saltar de la cama y ponerse el batín. Tenía el miembro todavía hinchado y morado.

—¿A dónde vas? —la voz de Kate sonó ronca y desconcertada.

—Sólo se puede hacer una cosa después de una experiencia así.

—¿Qué cosa?

—Pues bajar a la bodega a buscar una botella de una buena cosecha de champán bien frío. Después de un par de copas creo que ya estarás preparada para el segundo asalto.

Patrick bajó las escaleras como en una nube. Era una mujer tan sabrosa. Nunca antes había experimentado algo así. Era como si de algún modo él la hubiera hecho abrirse. Había necesitado de toda su voluntad para no hundirse dentro de ella en aquel mismo momento.

Pero, instintivamente, supo que ella necesitaba que le hiciera el amor con suavidad, que el amor duro, la penetración, vendría después. Esta noche necesitaba hacer el amor con dulzura, largamente, y él era el hombre que se lo iba a hacer.

No podía creerse aquella suerte. ¿Quién iba a pensar que fuera tan sexy? Cogió el champán y dos copas y volvió a subir las escaleras. Sonrió al darse cuenta de que iba prácticamente corriendo. Hacía mucho tiempo que no se había sentido así. Demasiado tiempo.

Louise Butler sollozaba con fuerza. La verdad es que a George empezaba a atacarle los nervios.

—¡Cállate! —la voz entró en ella y le llenó de temblores todo el cuerpo.

—Por favor, yo... quiero ir... a casa. Por favor —lanzó la última palabra en un puro gemido.

George apretó los dientes. La máscara volvía a darle calor. Los guantes blancos de algodón destacaban como faros sobre el volante. La miró. Se había untado todos los dientes con el lápiz de labios al llorar, balanceándose adelante y atrás en el asiento. De la nariz le colgaban unos largos churretes de mocos.

George se estremeció.

¡No hay como una mujer para hacer una montaña de un grano de arena! Cualquiera pensaría que iba a asesinarla. Se había olvidado por completo del cuchillo militar suizo que se calentaba en la mano que la blandía y reflejaba la luz de la luna mientras conducía el coche y atraía como un imán los ojos de Louise.

Aquel era el destripador de Grantley. Era el hombre del que todos hablaban. E iba a matarla. Estaba tan segura de ello como de que nunca llegaría a la fiesta rave de Woodham Woods.

Lloró con más fuerza, sintió que la recorría una oleada de náusea.

George condujo hasta una cantera grande que había cerca de Woodham. Estacionó el coche a un lado de la carretera desierta y sacó a Louise a rastras del asiento. La tierra estaba dura y la chica se tambaleó sobre sus pies y acabó cayendo pesadamente en el suelo helado. George la hizo levantarse tirándola del pelo.

—Ya me estás fastidiando, jovencita.

La hizo pasar arrastrándola por un agujero de la valla. A lo lejos se podía oír la música de la rave, y de vez en cuando un grito penetrante atravesaba la noche. Louise lloraba desesperada, ya no le quedaban fuerzas en el cuerpo. No podía más que esperar a ver lo que sucedía.

George la fue llevando hasta un hoyo profundo más negro que la noche que les rodeaba. Con un empujón final, la arrojó dentro. Louise gritó al sentirse caer dando tumbos hacia la negrura. Sintió luego que le empujaban las piernas hasta ponérselas junto a la cabeza y oyó el chasquido de un tobillo que golpeó contra un pedazo de granito. El chándal y la cazadora se arrastraban por el suelo mientras resbalaba y daba tumbos cayendo en la negrura. Se quedó yaciendo en el fondo, retorcida y dolorida. Oyó que el hombre de la máscara bajaba deslizándose con cuidado y comprendió que tenía que intentar salir corriendo, pero el tobillo ya se le estaba hinchando dentro de la Reebok. Tenía la cara y las manos despellejadas por la caída, y la gravilla incrustada en la piel le resquemaba.

Se quedó allí tumbada en la oscuridad absoluta. Tenía un dolor en el pecho que no se debía a la caída, que era de miedo. Miedo puro, desnudo.

George gateó hasta ella. La máscara estaba caliente y eso le encantaba. Le encantaba la sensación que producía y cómo olía. Le encantaba también el olor a miedo que emanaba de aquella chica. ¡Hacer autostop! ¡Por Dios, si sólo se buscan problemas, si lo andan pidiendo! Bueno, pues ahora lo va a tener, por Cristo. Ahora lo va a tener de verdad y como Dios manda.

George notaba la ira hervirle en la cabeza. Una ira al rojo vivo que le hacía temblar las manos. Se sacó una linterna del bolsillo y recorrió con el haz de luz la forma postrada. Frunció el ceño. Estaba inconsciente. Suspiró con fuerza, luego echó atrás el pie con la pesada bota y le lanzó una patada al pecho, que la hizo resbalar sobre la gravilla. Pero siguió sin moverse.

Suspiró de nuevo. La máscara le estaba dando picores.

La chica seguía sin moverse.

George se arrodilló en la grava, empuñó el cuchillo en la mano con más fuerza y se lo clavó en la barriga. Cuando la hoja la penetró, la chica pareció tratar de doblarse, pero sólo era un acto reflejo. George se sintió intrigado. Levantó el grueso cuero de la manga de la cazadora y le buscó el pulso. No había. Estaba muerta. George estaba rabioso. ¿Cómo se atrevía a morirse delante de él? ¿Cómo se atrevía a morirse así? Le clavó el cuchillo en la pantorrilla, atravesó la fina tela del chándal y la piel suave y blanda, y pegó contra el hueso.

George se quedó en cuclillas mordiéndose el labio detrás de la máscara. Se la quitó y sintió el aire frío morderle la piel caliente, el pelo ralo levantándose y agitándose suavemente con la brisa. Escupió en la tierra y arrancó el cuchillo de la pierna de la muchacha y luego comenzó a desvestirla.

Tiró con cuidado de la parte de abajo del chándal y le cortó los pantis. Abrió la cazadora, la dobló a los lados y luego corrió la cremallera de la sudadera del chándal. Se quedó sorprendido al descubrir que tenía unos pechos muy grandes. Cortó la licra blanca del sostén para que los pechos saltaran libres.

Había colocado la linterna sobre un montículo de tierra y el rayo de luz brillaba sobre la piel fría y sin vida de Louise Butler.

George se animó. Miró el reloj. Le quedaban horas todavía hasta tener que volver a casa. Empezó a canturrear.

A lo lejos, la fiesta estaba realmente en marcha. La música retumbaba y los participantes bailaban. Era Nochevieja. Todos esperaban que llegaran las doce en punto y diese comienzo 1990.

Todos excepto Louise Butler.

—Feliz año nuevo, Kate —dijo Patrick con voz suave.

—Feliz año nuevo, Patrick. Espero que sea un buen año para ti, lo espero de veras.

—Bueno —le dijo con una sonrisa triste—, si tengo que serte sincero, muchacha, la verdad es que yo no espero gran cosa.

Kate sintió una gran tristeza por aquel hombre que yacía junto a ella. Mientras hacían el amor, había sabido que al menos por un rato Patrick se había olvidado de los acontecimientos de la semana anterior. Por su cabeza había cruzado la idea de que él la estaba utilizando, pero ¿no lo utilizaba ella a él? Era el segundo hombre con el que se había acostado en su vida. En cuarenta años, había tenido dos hombres. Eso, en estos tiempos, era como para echarse a reír. Sólo que no se reía.

Kate se había quedado sorprendida ante la intensidad de su respuesta. Nunca había conocido más hombre que Dan, pero después de esta noche era más que consciente de todo lo que se había estado perdiendo durante tantos años. Dan hacía el amor como hacía todo lo demás: pensando sólo en sí mismo. Patrick Kelly, que a Dan le parecería un patán sin educación, se había preocupado de dar tiempo a su disfrute. ¡Oh, y vaya si había disfrutado! Más de lo que nunca había creído posible. Aquellos orgasmos que hacían temblar la tierra sobre los que tanto había leído, no eran un engaño, sólo estaban esperando a que ella los experimentara. Se acurrucó contra el cuerpo duro de Patrick, disfrutando con la sensación.

—Apostaría a que esto caería como un tiro si se supiera en la comisaría de Grantley. ¡La inspectora detective tirándose a un hampón de la localidad! —el tono era jocoso y Kate se rio con él sin darse cuenta.

—¿Tirándose? Muchas gracias, señor Kelly.

Patrick la apretó contra él.

—No es más que una manera de hablar. Eres una mujer como Dios manda, Kate.

Acercó su cara a la suya y lo besó. ¡Al mundo de fuera, que le den! En aquel momento, sólo le interesaba él. Ya se preocuparía de los pros y los contras de la situación por la mañana. Volvió a notar las manos que le recorrían su cuerpo y cerró los ojos y con ellos la conciencia.

—¡Oh, feliz año nuevo!

A Elaine la habían estado besando hasta que los labios se le irritaron y la pintura no era más que un recuerdo borroso. No se había divertido tanto en toda su vida de casada. Normalmente, cuando les invitaban a una fiesta, George nunca quería ir. Por consiguiente, Elaine siempre declinaba la invitación. Sin embargo, desde que disponía de aquella nueva libertad, había decidido que le sacaría a la vida todo lo que pudiese. Con o, si era posible, sin George. Y esta noche había sido la botadura. La habían sacado a bailar toda la noche y había disfrutado hasta el último segundo.

Echó un vistazo por la sala de su mejor amiga, Margaret Forrester, atestada de gente, y sonrió al verla sentada en las rodillas de su marido. Elaine deseó haber podido tener un matrimonio así. En el que todo era fácil y sencillo, que las risas y las bromas eran la norma. Y se le puso cara de decepción al pensar en su vida con George. Aun así, iban a ir a Florida y ella además a España, de modo que por lo menos este año tenía alguna cosa con que ilusionarse. ¡Y parecía como si aquella fiesta pudiera durar todavía varias horas!

—¿Te gustaría bailar? —Elaine se volvió para ver al hombre que le había hablado. Era gordo y de unos cincuenta y cinco años, pero se le veía contento de ello. Ya había bailado tres veces con él. Pero alguien había puesto un disco de Roy Orbison y se deslizó en los brazos del hombre entre las notas de Crying. Le encantaba Roy Orbison y le encantaba tanta atención.

—Perdona, lo siento muchísimo, pero no me acuerdo de cómo te llamas.

El hombre sonrió mostrando una dentadura prístina pero mal encajada.

—Soy Hector... Hector Henderson. Y tú eres la encantadora Elaine.

Sintió un cosquilleo que le recorría la espalda, aquello podría ser por el romance, o simplemente cosa de la bebida. Pero fuera lo que fuese, le gustaba.

George desapareció de su pensamiento en cuanto se dirigieron hacia el minúsculo espacio reservado para bailar en la sala de estar de Margaret Forrester.

Joey Meeson miraba bailar a Lizzy, cuyo cuerpo se ondulaba al ritmo marcado de la música acid house. Como una hora antes, se habían tomado una pastilla de éxtasis cada uno. Y ahora ya notaba cómo le «subía». Todo cuanto le rodeaba estaba envuelto en un aura de color rosa y notaba gran excitación en las tripas. Lizzy hacía volar el pelo alrededor de su cabeza según aceleraba más y más su baile. Desde que andaba con ella, se lo estaba pasando fantástico. Nadie podía pensar que fuera hija de una policía. Lizzy quería probarlo todo y lo hacía con estilo.

Joanie también la miraba. Joanie tenía frío y estaba harta. Miró el reloj y suspiró. Se suponía que tenía que dormir esa noche en casa de Lizzy, y Lizzy se suponía que se quedaba en la suya. Eso significaba que las dos tenían que estar fuera toda la noche, les gustase o no. Últimamente, Lizzy le atacaba los nervios. Lo único que le interesaba era salir y acostarse con alguien.

Un chico negro con extensiones en el pelo se acercó a ella y la invitó a bailar. Joanie se animó. Puede que al final esa noche no tuviera que buscar excusas...

Lizzy se acercó a Joey y le puso la mano en el brazo.

—¿Te diviertes, Liz?

—Ah, es fabuloso. Realmente fabuloso. ¡Mira las luces!

Con su conciencia aguzada, para Lizzy las luces eran como una aureola danzante de azules y rojos.

—¿Qué te parece si nos vamos a mi coche un rato?

Lizzy soltó una risita.

—OK.

Estaba tan pasada que Joey tuvo que ayudarla a recorrer el camino hasta donde había aparcado. Mientras cruzaban entre el grueso de la gente, chicos y chicas reían y les hacían bromas. Un muchacho, vestido como un refugiado de Woodstock, giraba sobre sí mismo en círculos. Tenía el pelo adornado con flores y fumaba un canuto gigante. Lizzy y Joey se rieron de él. Cuanto más se iban alejando de la fiesta, más cuerpos tenían que sortear. Algunos estaban metiéndose mano, otros flipando demasiado, perdidos en su propio mundo.

Joey abrió la puerta del Ford Sierra y entraron los dos en la parte de atrás. La besó con fuerza, metiéndole la lengua hasta la garganta.

—Feliz año nuevo, Lizzy.

Lizzy miró hacia arriba intentando enfocar los ojos castaños de Joey.

—Feliz año nuevo.

Él deslizó la mano por debajo del top y ella soltó una risita.

—Un momento, por favor, tengo un regalo de año nuevo para ti.

—¿Qué es? —Joey sonreía en la oscuridad.

Y entonces notó que le estaba desabrochando los pantalones y que su cabeza morena se deslizaba hasta su regazo.

—¡Oh, Lizzy! Feliz año nuevo.

Desde luego la chica era un descontrol, y a él le encantaba.

George decidió enterrar el cuerpo de la chica entre la grava. A ésta que la buscasen. Que la bofia se ganase su puto dinero por una vez. La cubrió toda y recorrió el suelo con la linterna para comprobar que no había dejado ninguna pista incriminatoria. Después fue andando hacia atrás, alisando la gravilla con los lados de las botas. Desde luego que no pensaba hacerles el trabajo. ¡Ah, no!

Trepó por el lateral de la cantera hasta el coche. Se oían por todas partes los fuertes golpes rítmicos de la música acid house. Con el ceño fruncido, guardó la máscara bien colocada en la bolsa marrón antes de irse a casa. Los jóvenes de hoy eran como animales. ¿Qué clase de padres permitían a su hija salir hasta aquellas horas de la noche? Ya no había decencia en el mundo. La familia era una cosa del pasado. Con aquel ánimo de superioridad moral, se fue a casa.

Bueno, pues ya haría que todos estuviesen atentos y se enterasen. 1990 iba a ser su año. Iba a tener bien asustados a todos los padres y maridos de Grantley. ¡Puede que así tuviesen un poco más de cuidado y no dejasen a las muchachas jóvenes merodear por las calles como vulgares prostitutas!

Un verdadero hombre tenía que hacerse cargo del tema. Era su deber. Y George Markham nunca había eludido su deber.

Llegó de vuelta a casa, se duchó, se cambió y a las doce menos cuarto estaba en la cama. Elaine entró de puntillas a las cuatro y media y George estaba dormido como un tronco de verdad. Al ver la cara dormida, sintió un instante de remordimiento. Pero luego pensó en Hector y sonrió. Hector Henderson. Repitió el nombre unas cuantas veces para sus adentros, disfrutando de la sensación que le producía. Un buen nombre, poderoso. Hector Henderson. ¡Y le había dado su número de teléfono!

Ocultó unas risitas en la almohada, apretó los puños de emoción. Le llamaría durante la semana.

Finalmente, Elaine se durmió.