Capítulo Veintitrés
Era lunes por la mañana y George le llevó el desayuno a Elaine a la cama. Tenía mal aspecto y se sentía espantosamente. Se le había hinchado la cabeza con el golpe del grifo y la costra que se le había formado estaba rodeada de pelos llenos de sangre seca, lo que hacía imposible que pudiera tocarse la cabeza ni siquiera ligeramente. Una vez pasados los efectos de la bebida, lo que tenía ahora era un tremendo dolor de cabeza, y las solícitas maneras de George no eran de mucha ayuda.
Porque la ponía de los nervios.
Después de que la atacase (porque fue un ataque, se decía a sí misma), la verdad es que ya no quería tener nada que ver con él. Necesitaba un tiempo sola para pensar en todo aquello.
—Te he hecho unos huevos con beicon, Elaine, con un par de tomatitos al grill —la voz de George volvía a ser afable y sumisa—. Te he hecho los huevos escalfados por lo de tu régimen. —Le puso la bandeja sobre las rodillas y le sonrió con timidez.
Elaine miró la comida de la bandeja: cualquier cosa antes que mirar aquella cara.
—Creo que te sentirás mejor si faltas un par de días al trabajo, ¿no te parece?
Elaine cogió el tenedor y empezó a apartar la comida alrededor del plato; el azul amoratado del dibujo del sauce le daba el punto focal que necesitaba para ignorar a George, que titubeó unos segundos al esperar una respuesta.
—Bueno —dijo al fin—. Entonces te dejo que disfrutes de tu desayuno. He llamado a tu jefe y le he dicho que tienes un virus. Hasta la noche. Te prepararé una buena cena.
Por favor, George, vete ya, pensó ella.
Se fue y ella sintió su ánimo confortarse al oír cerrarse la puerta de la calle.
Cerrarse, no dar un portazo, porque que George diera un portazo sería como si el Papa se hiciese bailarín erótico.
Pero a ella la había atacado.
Apartó la bandeja repleta al otro lado de la cama. George podía ser una persona violenta. Ya había atacado entonces a aquella pobre chica del tren. El doctor había dicho que estaba lleno de infelicidad y de amargura a causa de su infancia y de una madre opresiva. Y que la situación de Elaine y la paternidad inminente le habían sometido a una tensión que le había hecho comportarse en discordancia con su personalidad.
¿Por qué se había sentido entonces culpable de todo?
¿Por qué había seguido con él, permanecido a su lado?
Porque no sabía qué otra cosa hacer, por eso. «En la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad.» ¿Por qué no decían nada de en la prisión o fuera de ella en la ceremonia nupcial?
Le dolía la cabeza. Cerró los ojos y vio a Hector. El bueno de Hector, que le había dicho que la amaba. Hector, que se reía todo el tiempo y quería divertirse. Nada más ni nada menos, sólo divertirse.
Sonrió ligeramente. ¡Y qué bien se lo habían pasado! ¡Sería imposible dejar a Hector! Hector era el sostén de su vida. Su pasaporte para una tierra más feliz.
Se echó hacia atrás sobre las almohadas y recorrió el dormitorio con la vista. Necesitaba redecorarse. Como toda la casa. Hacía años, George era una persona muy hábil en todo lo del bricolaje. Se pasaban horas mirando catálogos de pintura y eligiendo colores, dibujos y papeles. Pero eso había sido antes del problema, como se referían siempre al tema... las pocas veces que se referían a él.
Cuando salió de prisión, George era un hombre distinto. Nunca fue una persona sociable, pero a veces era animado. Sin embargo, cuando volvió junto a ella era un individuo hosco e infeliz, con una docilidad que bordeaba lo humillante. Salvo que algunas veces ella pensaba que no era más que una fachada. Lo único que era capaz de hacer era trabajar en el jardín. Era como si ahora el interior de la casa careciera de significado, y que sólo hubiera que mantener en pie el caparazón, por así decir.
A veces pensaba que justo así era el propio George. Por fuera llevaba un caparazón de día y de noche, pero por dentro estaba vacío. Vacío y asustado.
Cuando empezaron los asesinatos en Grantley, se sintió inclinada a pensar que era cosa de él, aunque sabía que era imposible. George nunca podría ser un asesino competente. Todo lo que hacía se estropeaba, simplemente.
No, George no era más que un pobre tonto. Pero aquel arrebato le había demostrado que también sentía algo. Que todavía la veía como su esposa. La peor parte de todo el problema de aquella vez fue saber que había ido a un cine porno. Por alguna razón, a Elaine aquello le pareció peor que el ataque a la jovencita.
Una sola lágrima gruesa brotó desde la comisura de su ojo derecho y descendió por la mejilla redonda hasta que notó el sabor salado en la lengua.
¿Por qué todo se había estropeado? ¿Dónde estaba la muchacha joven que esperaba con tanta ansiedad la llegada de su bebé? ¿Cuándo se había convertido en una mujer ridícula de mediana edad ocultándose por ahí para verse con otro hombre?
¿Cuándo, por Dios santo, cuándo terminaría todo aquello?
* * *
Kate salió de casa a las siete de la mañana. Había niebla, el aire estaba cargado con el aroma de la primavera temprana. Al abrir el coche, sintió la presencia de un hombre y se giró bruscamente para tenerlo de frente. Creyó que era Dan. Lo había tenido tan presente en sus pensamientos toda la noche, que apenas había dormido. Y fue la falta de sueño por haber estado pensando en él lo que la había sacado de casa tan temprano. Justo en aquel momento todavía no podía enfrentarse a Lizzy. Se giró y lo que vio fue la gran cara de luna de Willy. Se sobresaltó y se llevó las manos al pecho instintivamente.
—Perdone que la haya asustado, sólo quería unas palabras. No la entretendré mucho rato.
Cogió a Kate del brazo y la condujo al otro lado de la carretera al Rolls Royce de Patrick. Abrió la puerta de atrás y Kate entró y se sentó. Todos sus instintos le decían que no se asustara, pero no lograba aplacar del todo sus temores. Willy arrancó el coche y se apartó sin ruido del bordillo. Bajó la ventanilla de comunicación y empezó a hablar.
—Conozco un sitio en el que podemos desayunar algo si usted quiere.
Kate asintió con la cabeza, consciente de que la observaba por el espejo.
—Un café estaría bien, gracias, Willy.
Rodaron en silencio hasta un pequeño café de transportistas de la A-13. Aparcó el Rolls en un sitio donde podía vigilarlo desde la ventana, y la llevó adentro. Estaba vacío, sólo había dos mujeres y un camionero, que le dio un rápido repaso a Kate mientras se sentaba y Willy iba a pedir dos cafés. Se sentía más contenta teniendo gente a la vista, y se fue relajando gradualmente. Encendió un cigarrillo y bebió un poco de café.
—Quería hablarle de anoche, Kate. ¿Puedo llamarla Kate?
Kate asintió.
—¿Qué pasó anoche?
—Bueno, después de que la dejásemos, Pat estaba muy bajo. Creo que sabía que se había equivocado al dejar que usted viera lo que iba a pasar, pero tiene que entenderlo, Kate: Patrick en lo que pensaba era en lo mejor para usted. Intentaba salvarle el trabajo y salvar su relación con él. Anda en tiras y aflojas con los peces gordos, ya se lo habrá imaginado. En cuanto ese mari..., quiero decir, en cuanto ese exmarido suyo les fue con la copla de que andaba armando camorra, quisieron cerrar el caso tal cual y que nunca se volviera a hablar del asunto.
Kate dio un trago al café y encendió un cigarrillo con la colilla del anterior. Willy suspiró.
—Pat no le hubiera hecho daño —dijo—. Eso lo sé seguro. A veces hay que emplear un poco de persuasión amistosa...
—Si eso es persuasión amistosa, ¡no soportaría verles hacérselo a alguien que no les gusta!
—Pero si ésa es la cosa..., sólo le metimos miedo, nada más. Cuando Pat vio que le daba una torta en el aparcamiento, se puso furioso. Furioso de cojones. Pero lo único que intentaba era ayudarla.
Kate aspiró el cigarrillo y el humo se le arremolinó en torno a la cabeza como una nube.
—Tiene usted que entender a Pat. Viene de un barrio pobre, y digo pobre de veras. No teníamos nada. Se mató a trabajar para tener lo que tiene. No se preocupa por la gente como su exmarido. Para él no son nada, nada de nada. Lo que hizo anoche lo hizo por usted. Pat nunca había hecho cagarse de miedo a nadie que no estuviera directamente mezclado en alguno de sus negocios —continuó—. En nuestro gremio, si alguien saca los pies del tiesto, lo asustas con un buen par de sopapos. Es la ley de la calle, y hay que seguirla. O sea, quiero decir, que no es raro que la bofia asuste a un sospechoso hasta que se cague tanto que se coma el marrón de cualquier cosa que no hizo. Mire a esos zoquetes de las bombas del pub y demás. La bofia se lo sacó todo a palos. Pues bueno, nosotros sólo amenazamos.
Que Dios me perdone por mentir, pensó.
Kate seguía callada, y Willy empezaba a exasperarse.
—¡Lo único que quería era que usted no perdiera ese puto trabajo! Estaba muy preocupado por la manera en que la había comp... compuesto...
—Comprometido, Willy. Ésa es la palabra que buscas.
—Sí, bueno, eso y todo lo otro. Pero usted ya sabe qué quiero decir, no es ninguna simple. Usted sabe lo que hay. Su exmarido no estará ni más ni menos jodido por lo que le pasó. Si lo estaba pidiendo... Ya sé que a usted debe haberle resultado un poco fuerte, porque no está acostumbrada, pero créame, Pat no se hubiera molestado si no fuera por usted. Por usted y por su trabajo. Sabe lo mucho que significa para usted.
—¿Puede llevarme a casa ahora, Willy? Tengo que coger el coche para ir a trabajar.
Asintió y volvió a llevar a Kate en silencio. Ahora el tráfico ya era muy denso y Kate notaba las miradas de los otros conductores que se preguntaban quién iría en aquel enorme Rolls Royce. Cuando se bajó a la entrada de la calle, le dio una palmada a Willy en el brazo.
—Eres un buen amigo de Patrick, ¿sabes?
—Le tengo adoración, Kate. Sé todo lo bueno que tiene. Y creo que usted también, porque si no, para empezar no se habría enrollado con él. No se tome demasiado a pecho lo que hizo anoche. La quiere, yo sé que sí, y que sólo quería ayudarla. Sólo que es un poco torpe en el modo de hacerlo, nada más.
Viniendo de Willy, aquello la hizo sonreír. Una sonrisa que no creía llevar dentro en aquel momento. Sin duda que era algo que había que rumiar.
Willy regresó a casa de Patrick con el corazón abatido. Lo había intentado. Si Pat se enteraba de adónde había ido, lo mataría más que muerto. Pero tenía que intentarlo.
Kate y Patrick eran buena cosa juntos.
George estaba sentado en el trabajo oyendo la voz de Peter Renshaw hablar y hablar de «salir una noche». Al final, habían decidido que sería el miércoles por la noche, dentro de sólo dos días. George forzó una sonrisa ante las anécdotas con que Peter le regalaba de otros guateques de despedida pasados. Por lo que George pudo entender, a éste iban a ir unas veinticinco personas, con la mayoría de las cuales no había hablado ni una palabra en su vida.
La señora Denham entró en el despacho.
—¿Puedo verlo un momento en mi despacho, señor Markham?
George la siguió y vio que Renshaw enarcaba groseramente las cejas. George agradeció el respiro frente a aquella simpatía casi frenética de Renshaw. Las anécdotas y los chistes lo aburrían hasta decir basta. Una vez en el despacho, la señora Denham ofreció un asiento a George y cerró la puerta tras ellos.
George se sentó y la miró ocupar su sillón, y el traje beis de seda que llevaba susurraba contra los muslos con el movimiento.
George sonrió receloso.
Josephine Denham le devolvió la sonrisa. Igual de recelosa. Se aclaró la garganta, nerviosa.
—Es sobre lo de su despido... Tengo aquí una nota con la cantidad que recibirá usted. —Pasó una hoja de papel por encima del escritorio y George la cogió y la miró—. Si deseara usted marcharse antes de lo estipulado, haríamos todo lo necesario para acomodarnos a sus deseos. Jones se marcha a finales de esta semana... —dejó la frase en el aire mientras miraba el rostro atónito de George.
—¿Doce mil libras? Pensé que sería bastante más.
La mente de George era un torbellino. Elaine se cogería un cabreo. Le había dicho que serían sobre veinte o veinticinco mil libras, lo que habría suavizado el golpe de cara a ella. Doce mil libras. Eso no servía para nada, para nada.
Josephine Denham vio la confusión en el rostro de George y sintió un momento de compasión. Nunca le había gustado aquel hombre. Como la mayor parte de las mujeres de la empresa, se sentía incómoda cerca de él. No es que le hubiera hecho nunca nada, desde luego. Era sólo aquel modo de mirarte. De mirarte por debajo de aquellos párpados medio caídos. Y ahora notó una sensación de hormigueo en la nuca mientras observaba cómo su expresión pasaba de la confusión a la furia.
—¡Necesito más que esto! Mucho más que esto.
—Mire, señor Markham, todo está calculado sobre su salario. Usted es...
George la interrumpió.
—Todo eso ya lo sé. Trabajo en contabilidad, ¿recuerda? Sólo es que pensé que sería más. ¡Mucho más! Necesito más que esto, por Dios santo. ¿Es que no lo entiende, zorra estúpida?
A Josephine Denham los ojos se le abrieron al máximo y se puso de pie con toda la dignidad de que pudo hacer acopio.
—Ya comprendo que está usted molesto, señor Markham, pero hablarme de ese modo no le será de mucha ayuda. Me parece que será mejor que ahora se marche de aquí y que hablemos del asunto otro día. Cuando se encuentre...
George respiraba con dificultad. Doce mil libras. Las palabras revoloteaban por su cabeza y chocaban y rebotaban contra el cráneo. Doce mil libras de mierda. Era como una salmodia.
Permaneció en su asiento. Josephine Denham había desaparecido de su vista. Lo único que veía eran las tres mil libras del pasaporte y a Tony Jones ocupando su sitio en los análisis.
La mujer salió de la habitación y se dirigió a la sección de contabilidad. Apartó a Peter Renshaw a un lado, y tras unas pocas palabras precipitadas, lo llevó con ella a su oficina.
Estaba vacía. George se había ido.
—¡Creí que me iba a pegar!
Por una vez en su vida, Peter Renshaw miró a una mujer atractiva sin ver sus pechos, ojos, pelo, piernas. Sabía cuál era el problema de George. Aquel sitio era su vida. Su refugio.
—¿No se le ha ocurrido pensar que tal vez ese hombre sepa que está acabado? ¿Que nunca más volverá a trabajar? ¿Que hay docenas de hombres y mujeres más jóvenes esperando para ocupar cualquier puesto de trabajo que él podría ocupar? ¿Que tiene una esposa y un hogar? Por supuesto que no, señora Denham —siguió—, porque usted nunca piensa en nadie que no sea usted misma o esta maldita empresa. Bueno, pues cuando le llegue el turno a usted, que le llegará, monada, que no le quepa duda, espero que quien le dé el hachazo se lo dé con un poco más de tacto.
Con esto, salió del despacho y dejó a Josephine Denham con la boca abierta.
Sobre la mesa estaba el papel que le había entregado a George. Lo cogió y lo miró. Doce mil libras. No era mucho por quince años.
Elaine estaba harta de estar en la cama y había decidido levantarse. Tras prepararse una taza de té y leer el periódico en la cocina, sintió que necesitaba algo que le distrajese el pensamiento. Miró al jardín mientras lavaba la taza y se le ocurrió una idea. Podía poner a germinar las semillas de tomate. Cada año por esa época, George las metía en el armario de secado preparadas para llevarlas al invernadero. Luego tenían unos buenos tomates grandes, rojos y jugosos todo el verano.
Subió al cuarto y se vistió. Después de un par de aspirinas, el dolor de cabeza había mejorado mucho. Se pasó con cuidado un jersey viejo por la cabeza y se puso unos pantalones de chándal. Elaine era una mujer que necesitaba hacer siempre algo. Por eso la casa estaba tan impecablemente limpia. Si tenía cinco minutos libres, los pensamientos se le ponían a dar vueltas sobre su modo de vivir y aquello la deprimía.
Bajó y fue a la caseta del jardín. Olía a moho, como tienen que oler las casetas, y echó una mirada por toda ella. La verdad es que George la tenía de lo más confortable. Era su pequeño reino. Su refugio. Allí se pasaba un montón de tiempo.
De repente, Elaine se sintió una intrusa. Se encogió de hombros. Aquella caseta era tan suya como de George. Él se ocupaba de arreglar el jardín igual que ella la casa. Lo de él y lo de ella.
Entonces, ¿dónde estarían las semillas? Empezó por mirar en los pequeños estantes que había hecho George. Había bulbos de gladiolo en espera de ser plantados en la tierra. Ese año haría que le pusiera unos cuantos junto a la puerta de entrada, para dar vida a la fachada de la casa con un bonito toque de color. Se estaba animando al pensarlo. Planear el jardín le daría una cosa nueva en que pensar. Una vez que George se quedase sin empleo, seguro que pasaba un montón de tiempo en el jardín. Podría reorganizarlo todo. Comprar unos cuantos rosales bonitos. A ella le gustaban las rosas y George era un buen jardinero. Paciente y concienzudo. Nunca había malas hierbas por ninguna parte.
Empezó a limpiar la mesa vieja de escritorio de restos de jardín, y luego la abrió y encontró las revistas de jardinería. Las hojearía un poco para que le dieran ideas. Incluso podían tener un estanque más grande, con una bonita rocalla.
Sacó las revistas y se quedó helada. Las miraba como si no estuviera del todo segura de lo que estaba viendo.
Una chica, una chica china, la estaba mirando casi desnuda y con una cadena al cuello.
Y sonreía.
Elaine cogió la revista y la miró sintiendo que la bilis se le revolvía en el estómago.
Debajo de ésa había otra. En ésta, la portada blasonaba: «Torturadores nazis». Y había dos mujeres con uniformes de las SS que arrastraban a una chica escasamente vestida.
Elaine cerró los ojos con fuerza y los abrió de nuevo. No sirvió de nada, allí seguían.
Fue sacando poco a poco todas las revistas. Tenía el corazón encogido. Debajo de las revistas había unos cuantos álbumes de recortes y los sacó. Se sentó cómodamente en la butaca de George y abrió uno. Estaba lleno de recortes de prensa sobre el Destripador de Yorkshire, ya amarillentos por el tiempo y con aspecto quebradizo.
Había fotografías de sus víctimas. Titulares que le gritaban: «FUI ELEGIDO PARA MATAR». «SUS OJOS ME VOLVIERON LOCO». «EL DESTRIPADOR EN EL ESTRADO DE LOS TESTIGOS».
Cerró el álbum y abrió otro.
Esta vez los recortes eran más recientes, todos trataban del Destripador de Grantley, y de repente, Elaine supo qué había pasado. Estaba claro como el agua.
Era George quien había asesinado a todas aquella mujeres.
Era un enfermo.
¡Y la había atacado!
Elaine empezó a meter de nuevo a toda prisa los álbumes y las revistas en el mismo sitio de donde los había sacado. Tenía que ir a la policía. Con las prisas, andaba a tumbos y apenas se dio cuenta de que una sombra pasaba por la ventana de la caseta. Ni siquiera oyó abrirse la puerta. Cuando se volvió, quedó cara a cara con George. Tan grande era su terror que en vez de gritar gimió, y se agarró a la mesa para apoyarse y no desvanecerse por completo.
George la miraba. Y sonreía. Aquella pequeña sonrisa que apenas mostraba los dientes.
—Ven a tomar un té, querida, estás más blanca que un papel. Me parece que has sufrido un shock.
Kate estaba almorzando en la cantina cuando le dijeron que tenía una llamada. Fue al teléfono que había en la pared junto a la puerta y lo cogió.
—Inspectora Burrows.
—¿Kate? Soy yo, Dan.
Sintió una oleada de aprensión al oír el tono desolado de su voz. Se pegó contra la pared para intentar poner sordina a la conversación.
—Mira, Dan. Sobre eso que pasó, te juro que no tenía ni idea...
La cortó en seco.
—Eso ya lo sé. Admitámoslo, Kate, yo me lo busqué. Bueno, puedes decir a... tu amigo, que ya está hecho. Que ya no tienes encima a los de la Oficina de Investigación. He pasado a ver a Lizzy y le he dicho que vuelvo con Anthea.
—¿Y es verdad?
—Sí. La llamé esta mañana. Vamos a intentarlo otra vez.
Era mentira. Lo que iba a hacer Dan era irse lo más lejos de Grantley que pudiera. No quería nada que le recordase a Patrick Kelly.
—Espero que esta vez te funcione, Dan, lo digo de verdad.
La línea hizo un ruido, Dan había musitado algo inaudible y Kate dijo su nombre por el teléfono un par de veces antes de colgar. Volvió a su mesa y encendió un cigarrillo. La cantina se iba llenando, pero ni se enteraba del runrún de las voces y las risas.
Pensaba en Patrick y en lo que había hecho. Después de que Willy la dejara en casa, había pensado largo y profundo en Patrick, en lo mucho que lo quería, y había tenido que admitir que le había dado miedo.
Lo peor de todo era que, aunque estuviera molesta con él, asustada de él, o cualesquiera que fuesen sus sentimientos, lo deseaba por encima de todo. Desesperadamente. Y eso era lo que más miedo le daba.
—Un penique por lo que piensas.
La voz de Caitlin tenía un tono cordial.
—No acepto dinero de los viejos.
Caitlin se rio con sorpresa.
—¿Todo bien en el otro asunto?
Kate asintió y Caitlin sonrió.
—Seguro que ese Danny es un idiota. ¡Imagínate tú, hacer eso! Aparte, los análisis de sangre marchan bien, así que por lo menos ya es algo.
—La verdad es que están yendo mejor de lo que nadie esperaba, eso seguro.
—¿Has oído lo de Spencer?
Kate negó con la cabeza.
—Bueno, pues le mandaron la carta, como a todos los varones del cuerpo, igual que a todos. ¡Pues está que muerde! Cree que es un ataque deliberado a su persona.
Caitlin se rio a grandes carcajadas atrayendo sobre él y Kate las miradas de los presentes.
—Pero lo que de verdad organizó el lío fue lo que le dijo Amanda.
Kate se sintió intrigada. Le sonrió.
—Venga, vamos, cuenta.
Caitlin se inclinó sobre la mesa y susurró:
—Dijo que había leído el informe secreto de un psicólogo que señalaba que el Destripador de Grantley era un policía de veintimuchos años con un historial de paranoia y conductas violentas y conflictivas.
Kate soltó una risita.
—Bueno, ya sabes, el que se pica...
—¡Justo lo que yo opino! —Caitlin seguía riéndose fuerte—. Esa chica tiene talento cómico, desde luego. Entonces, Kelly vio a tu exmarido, ¿no?
Cambió de tema tan deprisa que la cogió con la guardia baja.
—Sí. Todo en orden.
—Ese Patrick Kelly es un tipo muy astuto, sabes. Debieras dejar que él lo arregle todo. Tienes suerte de tener un amigo tan bueno.
Kate bajó los ojos.
—Vamos, Kate, todavía nos queda una buena media hora. Te invito a beber algo en el pub. Tengo la garganta como papel de lija.
Kate cerró los ojos.
—Usas unas frases bastante pintorescas, sabes.
—Es que mi parienta, pobre mujer, siempre decía eso. Dios tenga piedad de su alma rezongona.
—Se ve que la echas de menos, ¿eh?
—Pues sí, Katie, y más todavía. Tenía una lengua de víbora, pero era mi parienta. Anda, vamos a beber algo, nena. Este sitio me da vomitera. Tanta gente joven me revuelve el estómago.
Kate se levantó y salió con él de la cantina. También a ella le vendría bien una copa.
Elaine estaba sentada frente a George en la mesa de la cocina. Él le había preparado un café que tenía todavía delante, pero ya frío, con una gruesa capa de nata flotando encima. George no había dicho nada, sólo le sonreía de vez en cuando mientras se bebía su café.
—Elaine —el tono era tan bajo que apenas podía oírlo, pero aun así, pegó un salto en la silla—. No tengas miedo, Elaine. ¿Iba a hacerte daño yo? ¿Te lo haría?
Ella se mordió el labio.
—Yo no pretendía matar a nadie, créeme, amor mío. Simplemente, pasó. —Abrió las manos delante de él en un gesto de impotencia—. No sé lo que es. Sólo con verlas... Son todas unas putas, todas, hasta la última.
Iba asintiendo con la cabeza y Elaine sintió que se estaba clavando las uñas en la carne de las manos.
—Hasta esa zorra de O’Leary, con los niños. Están mucho mejor sin ella, puedes creerme. Tú no la viste como la vi yo, Elaine. Toda despatarrada en el suelo. No llevaba medias, sabes, y hacía un tiempo helador. Era una furcia..., una furcia guarra y apestosa.
Elaine se llevó las manos a los oídos para tapar su voz. George se puso de pie. Por miedo a que la agrediese, Elaine corrió hacia la puerta de la cocina. En plena carrera, George la agarró del pelo. Chilló al sentir el dolor que la desgarraba. Empezó a brotar sangre de la cabeza herida y a teñir los rizos naranja subido. George la derribó de un puñetazo calculando y controlando hasta el último movimiento. Se quedó de pie junto a ella y meneó la cabeza.
—Has sido una verdadera prueba para mí, Elaine, ¿lo sabes?
Ella ya tenía los labios hinchados por los golpes y notaba el sabor de la sangre en la boca.
—¿Por qué no te divorciaste de mí, sencillamente? ¿Por qué has tenido que estar ahí sentada todos estos años para recordarme en silencio lo que hice?
Le dio una patada alevosa en la barriga que la dejó boqueando.
—Y ahora tengo que matarte. Eso lo comprendes, ¿verdad? Me es imposible dejarte viva ahora que conoces mi secretito.
Chasqueó la lengua un par de veces, irritado. Elaine miraba a su marido con los ojos húmedos.
Comprendió entonces que George estaba más loco que una cabra y que nunca más volvería a ver a Hector, ni a sus amigas ni a nadie. Era igual que si ya estuviera muerta.
George pasó por encima del obstáculo del cuerpo y se fue al vestíbulo. Elaine lo oía silbar entre dientes, una costumbre que llevaba años irritándole los nervios. Desde su privilegiado observatorio, lo vio abrir el armario de los abrigos del vestíbulo y levantar unas tablas del suelo. Con esfuerzo consiguió ponerse de rodillas. Se agarró a la pared y trastabilló hasta quedar de pie. El suelo estaba cubierto de sangre y mientras se esforzaba para intentar enderezarse, notaba que le corrían gotas por la barbilla y se le metían en los pliegues del cuello.
George sacó el cuchillo del ejército suizo y fue hacia ella con toda intención. Venía otra vez chasqueando la lengua, como si ella fuese un niño desobediente.
Elaine lo oyó suspirar, y cuando intentaba correr hacia la puerta de atrás, sintió el corte agudo del cuchillo atravesando, la lana del jersey y clavándoselo contra la paletilla. Trató de reunir todas sus fuerzas para zafarse dando vueltas en torno a la mesa de la cocina. El filo de sierra de la navaja quedó atrapado en la lana del jersey y George miraba fascinado cómo se apartaba dando tumbos, soltando borbotones de sangre, con el cuchillo clavado en mitad de la espalda.
Meneó la cabeza. Elaine siempre había sido tan difícil...
La miró dar unos cuantos tumbos más antes de caer de rodillas boqueando con un jadeo rápido y doloroso.
Fue hasta ella, sacó con cuidado el cuchillo del jersey y lo alzó sobre su cabeza. Al hacerlo, Elaine volvió la cabeza y lo miró a la cara.
—¡George! ¡Por favor... por favor, George...!
Le dio la tos y se le escapó un chorrito de sangre por la comisura del labio. George clavó limpiamente el cuchillo en medio de la paletilla, hundiendo la hoja hasta el mango.
Elaine cayó hacia delante, y George vio cómo sus brazos y piernas se estremecían con los últimos estertores de la muerte. Y finalmente, suspiró de nuevo.
Elaine estaba inmóvil, tenía la mejilla aplastada sobre las baldosas blancas y sus ojos verdes miraban vacíos el rodapié de madera.
George se arrodilló junto al cuerpo y le arregló los cabellos naranja empujándolos en torno a la cara inmóvil. Elaine siempre había sido una mujer muy difícil, pero ahora estaba en paz.
Se preparó otra taza de café y se sentó a beberlo en silencio, contemplando el cuerpo.
Un ratito después, empezó a silbar de nuevo entre dientes. Ahora tenía que planear las cosas. Tenía que arreglar todo aquello.
Por lo menos de esa manera le había ahorrado enterarse de la miseria que le habían ofrecido. Algo que nunca le hubiera permitido olvidar.
Echó una mirada al reloj. Las tres y cuarto. Ahora ya no le daba tiempo de hacer nada. Se preparó un sándwich y se lo llevó a la sala. Vería una de sus películas y se relajaría. Había sido un día agotador.
Tony Jones miró al hombre que estaba sentado junto a él. Larry Steinberg podía conseguir lo que fuera para quien fuese. Entre el hampa se le apodaba «Harrod’s» precisamente por eso. Si querías un yak del Nepal, Larry te encontraba uno y a un precio razonable. Tony vio cómo el hombrecito se empujaba para arriba las gafas en el puente de la nariz y se las ajustaba justo debajo del bulto grande que tenía.
—Con éste he tenido algún problemilla, Tony, pero me las arreglé para tenértelo lo más deprisa que pude. Hay que avivarse cuando el diablo aprieta, ¿eh? ¿Para qué me dijiste que lo querías?
—No te lo dije.
—Ah, bueno, es evidente que tendrás tus razones. Mis amigos de la oficina de pasaportes se están poniendo muy caros estos días. Pero para ti, que eres un buen amigo, te lo doy por el precio de antes.
Tony se sacó un sobre marrón del bolsillo interior y lo dejó sobre la mesa. Larry lo abrió y contó el dinero meticulosamente. Mil libras exactas. No estaba mal para un día de trabajo. Abrió un cajón y empujó un pequeño pasaporte de color granate sobre la mesa.
—Hasta te he conseguido uno de los nuevos, de los europeos.
Tony lo abrió y miró su fotografía en medio de la página.
—Gracias, Larry. Te debo una, creo.
Se levantó y se metió el pasaporte en el bolsillo de arriba. Larry lo miró salir del despacho y después se dirigió a la ventana. Desde allí vio a Tony cruzar la calle y parar un taxi negro.
Larry estaba intrigado.
Los detalles del pasaporte se referían a un tal George Markham, de Grantley, en Essex. El tipo ya tenía un pasaporte de turista por un año, además de otro de diez años al que le quedaban dieciocho meses. Larry estaba seguro de que allí había algo no demasiado limpio, pero no tenía ni idea de lo que podría ser.
Algo le hacía sonar campanas en la cabeza, pero no conseguía saber de qué ni dónde.
Volvió a su mesa de trabajo y se metió las mil libras del sobre en la cartera. Por lo menos le habían pagado deprisa. En estos tiempos eso ya era algo.
Tony Jones entró en Sexplosion y se sirvió un whisky largo. Se lo bebió de un trago, el alcohol le mordió en la garganta y el estómago, le hizo arder la úlcera.
La enormidad de lo que sabía de George Markham le agobiaba. Se sentía fatal cada vez que pensaba en ello. Tony había vivido toda su vida entre hampones, rufianes y prostitutas. Había tratado con la mayoría de los llamados jefes de bandas de su tiempo. En su negocio era inevitable tropezarse con ellos en un momento u otro.
Siempre se había enorgullecido de su capacidad para trabajar hombro con hombro junto a los tipos más violentos, manteniendo su negocio en marcha y su cabeza a flote. No es que lo tuvieran en su agenda para felicitarle la Navidad, pero le habían concedido un mínimo de respeto.
Su tienda era una de las más antiguas del West End. Había sido de su padre durante años, hasta que luego se la pasó a su único hijo. Tony también quería pasársela a su hijo algún día. Era un negocio lucrativo ahora que la pornografía estaba más aceptada socialmente. Había tratado con prostitutas que hubieran hecho pensárselo mucho a Frank Bruno antes de ponerse a boxear con ellas, y con chulos y rufianes que te desollarían en cuanto te tuviesen delante. Y sin embargo, ninguno de todos ellos lo había asustado nunca tanto como George Markham, aquel hombrecito de la sonrisa rara.
Se sirvió otra copa abundante cuando Emmanuel entró dando saltitos en la trastienda aleteando con sus pestañas cargadas de rímel.
—Necesito que me eches una mano ahí fuera, Tony, si no te importa. Estoy totalmente desbordado.
Tony miró fijo al muchacho.
—Emmanuel, saca el culo de aquí y no vuelvas a entrar en todo el día a menos que nos vengan a detener los maderos o que Joan Collins entre a comprarse un vibrador. ¿Está claro?
El muchacho frunció los labios rojo cereza y salió de allí a toda prisa. Ese Tony Jones podía ser de lo más insoportable. Se fijó que había un cliente nuevo que llevaba un traje marrón bien cortado y se animó de inmediato. Le gustaban las novedades.
Sonrió a aquel hombre con su mejor sonrisa. Tenía todo el día. Por lo que parecía, Tony pensaba beber hasta quedarse tonto. Él ya lo haría un montón más tarde.
—¿Qué deseaba usted?
El hombre del traje marrón puso una sonrisilla de oveja.
Emmanuel le respondió con una gran sonrisa. A aquél le sacaba por lo menos cincuenta.
George ya había visto la película y ahora se encontraba relajado y contento. Apagó el vídeo y se sentó sonriente. Se acabó Elaine. Se acabó tener que ser amable.
Se le oscureció la expresión. Se acabó la coartada.
Pero entonces se animó. Su cabeza trabajaba horas extras. Si lo planeaba justo como debía, todo le saldría bien.
Si se marchaba una temporada, cuando volviera podría decir que Elaine lo había abandonado. Si iba a Florida a casa de Edith, podía decir que eso le había pasado en Inglaterra. Y ahora que lo habían despedido, podía vender la casa y ser libre. Cuanto más pensaba, más viable le parecía todo.
Se sintió absolutamente fantástico. ¡Qué listo era! Se dio unas palmaditas en la espalda. Más listo que una camada de monos.
Pero ¿qué iba a hacer con Elaine? Tendría que esconderla en algún sitio. Pensó en enterrarla en el jardín, pero desechó la idea al instante.
La pondría en algún sitio delante de las narices de todos, y aun así no la encontrarían. Lo único que tenía que hacer era tener una buena...
Sonó el teléfono y pegó un salto en la butaca. El ruido estridente resonó por toda la casa en silencio y alteró a George. Se fue al pasillo y descolgó aquel aparato ofensivo.
—Hola, George. Soy Margaret. ¿Cómo está Elaine?
Notó que el corazón se le empezaba a acelerar.
—Ah, Margaret, está bien, se encuentra un poco mejor... Dudo que esta semana pueda ir, de todos modos.
—¿Puedo hablar un momento con ella?
—Ahora está durmiendo, pero le diré que has llamado, Margaret, sentirá mucho no haber hablado contigo.
—Vale, vale, entonces ya llamaré más adelante, esta semana. Adiós.
George colgó el auricular.
Toda la conversación no había llevado ni dos minutos, pero a él le habían parecido quince días.
Se precipitó en la cocina con el genio encendido. Elaine seguía despatarrada en el suelo y sus ojos ciegos contemplando el rodapié.
—Era tu amiga Margaret. Para controlarte, como de costumbre. ¿Me estás escuchando?
George se arrodilló y le levantó la cabeza tirando del pelo color fuego. La miró a la cara con ferocidad.
—Sólo causas problemas, Elaine. Eso es lo único que has hecho en tu vida.
Pero entonces, como si la realidad de los acontecimientos se le hubiera presentado de repente, acunó la cabeza entre sus brazos y se puso a llorar.
Evelyn oyó el aldabón de la puerta y fue al recibidor para abrir. Oía la música fuerte que venía del cuarto de Lizzy y sonrió mientras se limpiaba las manos en el mandil. La niña era ahora tal como debe ser una jovencita, y ese pensamiento la animó.
Abrió la puerta de la calle. Allí estaba de pie Patrick Kelly.
—Ah, hola. Kate no está, pero pase de todos modos. Estaba a punto de tomarme un café.
Kelly entró en el recibidor y oyó la música fuerte que venía de arriba de las escaleras. Evelyn se rio.
—Ésa es Lizzy. Le perdono que piense que debe estar un poco sorda.
Fueron a la cocina y Patrick se desabrochó el abrigo y se sentó en la mesa.
—Estoy haciendo un estupendo guiso de cordero para cenar.
—Huele que alimenta.
Evelyn sirvió dos cafés.
—Me gusta cocinar, me relaja.
Patrick tomó la taza de su mano y le dio un trago.
Evelyn, sentada frente a él, encendió un cigarrillo y expulsó el humo sonoramente.
—¿Qué puedo hacer por usted, o es una visita de cumplido?
Patrick sonrió levemente. Aquella mujer era gallina vieja.
—La verdad es que es un poco de las dos cosas. Se trata de su viaje a Australia.
—¿Qué pasa con eso?
—Bueno, la verdad es que no creo que Kate pueda permitírselo realmente, ¿o sí?
Evelyn dio otra calada al cigarrillo. Sabía que en realidad Kate no podía permitírselo, que estaba tratando de conseguir un préstamo en el banco para pagarlo. Pero como le había dicho a Lizzy que iba a ir, no pensaba de ningún modo dejarla en la estacada, aunque eso supusiera vender el coche y hasta la última joya que tenía.
Patrick se dio cuenta de lo que pensaba Evelyn. Y suspiró. Sacó un sobre del bolsillo y lo puso sobre la mesa.
—¿Qué es esto?
—Esto, señora O’Dowd, son dos billetes de primera clase a Sydney, con una escala de cuatro días en Singapur. El viaje a Oz es muy largo, sabe, y agradecerán ustedes la pausa, créame. Quisiera que usted aceptara estos billetes y le dijera a Kate que tenía un poco de dinero ahorrado de... bueno, de lo que a usted le parezca. Que piense que es usted quien los paga.
Evelyn tomó entre sus dedos el grueso sobre marrón y miró a Patrick a los ojos.
—Ha pasado algo entre ustedes dos, ¿no es así?
Él asintió. Mentir no tenía objeto. Le contó lo de Dan. Evelyn no movió ni una pestaña en todo el tiempo que él estuvo hablando.
—Eso va contra la sustancia de Kate. Para ser sincera, también contra la mía. Pero yo soy un poco más realista que mi hija. Y sé que las ocasiones desesperadas exigen medidas desesperadas. Si me lo permite, le daré un consejillo respecto a Kate. Recuerde siempre que para ella el trabajo es lo más importante de su vida. Luchó duro para llegar a donde ha llegado y creo que el hecho de que se haya permitido esta relación con usted, conociendo su reputación, habla por sí solo. Sólo ha tenido un hombre en toda su vida, Danny Burrows. Y ahora lo tiene a usted. ¿O tal vez debería decir lo tenía? No lo sé. Eso sólo lo sabe Kate. Si a usted le importa mi hija —siguió—, y creo que es así, entonces recuerde bien estas cosas. Le servirán para el futuro. Kate es honrada hasta decir basta.
Patrick tuvo al menos el detalle de apartar la vista de ella, y Evelyn lo admiró por ello. Sabía que estaba enamorado de su hija, lo notaba en la manera en que pronunciaba su nombre, lo veía en la manera en que trataba de hacer las cosas para ella, a su modo. Como los billetes para Australia. Una forma cara de hacer las paces, pero Evelyn sabía que eso era lo que trataba de hacer. Y abrió el sobre.
Los billetes eran para el 4 de marzo de 1990, desde Heathrow. Lo miró y frunció el ceño.
Él extendió la mano y tomó el sobre. Lo volvió a meter en el bolsillo.
—Nunca he dicho que no iba a aceptarlos, ¿o sí?
La voz era más suave. Tendió la mano y Patrick le devolvió el sobre. Se marchó pocos minutos después, con el corazón más alegre.
Evelyn lo acompañó a la puerta, y al cerrarla, miró a lo alto de las escaleras. El chunda chunda de la música de Lizzy seguía siendo audible.
Mucho mejor que la niña no tuviera ni idea de que Kelly había estado allí. Kate era lo bastante lista como para sumar dos y dos. Evelyn confió en que se tragara su historia de un dinero que le quedaba del seguro de la muerte de su padre.
Fue a la cocina y puso el sobre en el bolsillo del delantal. Saber que estaba allí le producía un sentimiento reconfortante. Podría ir a ver a sus otros nietos y eso sería gracias a Patrick Kelly.
Los demás podían pensar lo que quisieran, a ella le gustaba ese hombre. Era producto del mundo en el que vivían, y su estilo de vida a ella no le producía ni una pizca de mala conciencia.
Y en cuanto a lo que le había hecho a Dan..., se encogió de hombros. Llevaba años pidiéndolo a gritos. Lo único que lamentaba era no haber estado delante para verlo con sus propios ojos.