Capítulo Veintiuno

Patrick llegó por fin a casa de Kate a las diez y media. El coche paró delante de la casa y tuvo la suerte de ver que había luz en la sala. Le dijo a Willy que se llevase el coche a casa y subió por el caminito hasta la puerta de entrada. Llamó al timbre. Kate estaba haciéndose un sándwich de queso en la cocina. Fue a abrir la puerta limpiándose los dedos con la lengua.

—Te llamé a las ocho, pero la señora Manners me dijo que no estabas. No esperaba verte hasta mañana.

Patrick entró en el recibidor.

—No sabía si habías llamado o no, para serte sincero. No he estado en casa. —Siguió a Kate hasta la sala.

—Quítate el abrigo. Y no hagas ruido, mamá ya está en la cama. Justo estaba haciéndome un sándwich, ¿quieres uno?

—¿De qué tienes? —Kelly no había comido desde la hora del almuerzo.

—De queso o de queso.

—Entonces de queso. Yo haré el té.

Se fueron a la cocina y estuvieron un rato callados mientras preparaban las cosas.

—Me pones de malhumor, ¿sabes, Pat? Lo digo por lo que hiciste. Aunque ahora entiendo que da igual cómo consiguiéramos los análisis porque sólo pueden ser para mejor.

A Patrick se le había olvidado aquello. Se encogió de hombros.

—Kate, tú sabes que me dedico a cobrar a morosos, ¿verdad?

La voz sonó tranquila y seria, lo que la hizo mirarle.

—Sí, ¿por qué?

—¿También sabías que tengo salones de masaje?

—Sí. Sé que tienes intereses en esos temas. ¿De qué va todo esto?

De repente, no estaba muy segura de querer oír algo más sobre el asunto. ¿Cómo había dicho Caitlin? ¿Que Patrick Kelly era uno de los de la nueva raza de empresarios? Trabajaba dentro de la ley, simplemente. ¿Es que iba a pedirle que lo ayudase en alguna cosa no del todo lícita?

—Hace unas horas asesinaron a una de mis chicas. No sé si lo habrás oído en las noticias. En Barking. Le partieron el cuello. Quebrado como una astilla. Me siento fatal, Kate, realmente fatal. Tenía veintiún años. Por lo que he podido enterarme —continuó—, se hacía una media de cinco o seis cabritos al día. Se acostaba con todos esos hombres distintos cada día. ¿Sabes? Es muy extraño, Kate, pero nunca había pensado en eso antes. Todas esas mujeres, para mí eran como animalitos. Lamentas mucho cuando hay gente que las maltrata, pero te olvidas de ellas rápidamente...

Kate se quedó mirándolo un momento. Cogió los platos de los sándwiches y se los llevó a la sala y luego sirvió el té y se lo llevó también.

—Ven a sentarte, Pat, me parece que necesitas soltar todo eso de dentro.

Kelly siguió a Kate hasta la sala. Se sentó en el sofá y empezó a tomar el té.

—¿Qué es lo que va mal en realidad, Pat? ¿Que hayan asesinado a la chica o sólo que estuviera en un local tuyo en ese momento?

Kate había dado exactamente en el proverbial clavo y Kelly se quedó asombrado de que lo conociera tan bien después de tan poco tiempo.

—Un poco de cada cosa, creo, si he de serte sincero. Tendrías que haberla visto, Kate, podría haber sido mi Mandy allí tirada. He estado haciendo lo humanamente posible para ayudar a atrapar a ese puto Destripador, y sin embargo, llevo años alimentando a basuras como él.

—Bueno, Pat, las mujeres siempre venderán sus cuerpos. Del porno blando al porno duro o a hacer la calle; el sexo es una de las cosas con las que más dinero circula por el mundo. Puede que esa chica lo hubiera hecho de todos modos, si no para ti, para algún otro. ¿Eso es lo que querías oír? ¿Eso es lo que quieres que te diga?

Kate hablaba en voz baja, pero no cabía error sobre su furia. Patrick la miró a la cara y por primera vez vio auténtica rabia. Se sintió incómodo.

—Ya oí lo de la muerte de esa chica, Pat, salió en las noticias. Lo que no sabía era que el salón de masajes era tuyo. Pero ¿quieres que te diga lo que se me pasó por la cabeza al oírlo por la radio? Pensé: me pregunto quién será el tipo que está ganando dinero a costa de esa chica. Sabía que tenía que ser un hombre. Es gracioso, ¿no? Sin embargo, ni se me ocurrió que pudieras ser tú. La persona que ha pagado los análisis de sangre de cinco mil hombres para encontrar al maníaco que mató a su hija. ¿Y también pagarás esta investigación, por cierto? —Kate alzó las cejas al mirar a Kelly y él tuvo el recato de apartar la mirada—. No, no lo creo —siguió ella—. Si has venido aquí en busca de té y simpatía y de un sitio donde lamerte las heridas, me temo que te has equivocado de casa, Pat. En lo que respecta a esa chica, no pienso darte nada. Has ayudado a asesinarla tanto como si le hubieras partido el cuello con tus manos. Toda la compasión que siento es para su familia. Apuesto a que eso tampoco se te ocurrió nunca, ¿verdad? Lo de que todas las mujeres que trabajan para ti son hijas o madres de alguien. Tú no tienes el monopolio del dolor, Pat. Intenta ponerte en el lugar de los padres. Por lo menos, cuando descubriste lo de la muerte de Mandy no tuviste el trauma añadido de encontrarte con que se había citado con la muerte mientras se sometía a su trabajo, el de joder con desconocidos. ¿Cómo es lo que acabas de decir?: «Para mí esas mujeres eran como animalitos». ¡Santo Dios, Patrick Kelly, y todavía tienes el santo descaro de venir aquí!

Patrick la miró.

—¿Has terminado del todo? Si quisiera que me soltaran una puta conferencia, me habría ido a una universidad. Vine aquí a ver si me aclaraba la cabeza, nada más. Nunca le hice daño a esa chica, nunca quise que le sucediera nada, ni a ninguna de las otras...

Estaba perdiendo pie y lo sabía. Kate le había expuesto la verdad, la verdad simple y fea, y su única defensa era el ataque.

—A veces me haces reír, señora policía superinteligente. Bueno, ¿es que nunca se te ha ocurrido que a algunas de esas chicas les gusta el trabajo? ¿O sí? Que si no trabajaran para mí trabajarían para cualquier otro... Qué, ¿se te ha ocurrido? ¿SE TE HA OCURRIDO?

Kate movió tristemente la cabeza para los lados.

—Pero es que a quien veo no es a ellas. Te veo a ti, Pat, y no me importa lo mucho que despotriques y vociferes, esta noche no tengo nada para ti. Ni la más mínima compasión, lo siento. Si lo que quieres es eso, te sugiero que vayas a visitar a los padres de la chica. Puede que eso te de una buena perspectiva del tema. Aunque después de lo que le pasó a Mandy, hubiera creído que tú serías la última persona en no entender por lo que estarán pasando.

Patrick notó que su enfado crecía y fue lo bastante sincero como para admitir que no era por causa de las palabras de Kate, sino porque se sentía avergonzado. Aunque, por supuesto, no podía admitirlo ante ella.

—Me largo, coño. Tenía que haber sabido que una jodida pasmarota no iba a servirme de nada cuando hay que jugarse los cuartos de verdad. Tu problema es que te crees una especie de santa de los cojones, Kate. Pues bien. Escúchame. No te necesito ni a ti ni a nadie para que me señalen mis faltas. Me las sé desde hace años. Desde que pude entender lo que pasaba a mi alrededor. Sí, quería un poco de té y simpatía, igual que tú cuando tu hija tuvo la sobredosis. Y muchas gracias por todo. Y ahora voy a decirte una cosa: no te necesito. La verdad es que no necesito a nadie, nunca lo necesité y nunca lo necesitaré.

En cuanto dijo esas palabras, se arrepintió. Lo que quería era coger a Kate en sus brazos y amarla, hacer que ella le amase, pero no podía.

Kate lo miró salir de la habitación y oyó el portazo de la entrada.

Ambos necesitaban sacar todo aquello a la luz. Pero ahora lamentaba que hubiera sucedido de aquel modo. Sus negocios de los salones de masaje siempre se habían alzado entre ellos, pero ahora los dos sabían cuál era su sitio.

Aquella pobre chica estaba muerta. Patrick se sentía culpable, dijera lo que dijese. Pero ¿dónde la dejaba eso a ella?

Kate contempló su sándwich.

Ya no tenía nada de hambre.

Patrick salió de casa de Kate maldiciendo en silencio. Había hecho que Willy se fuera y ahora tendría que llamar por teléfono a un taxi. Echó a andar sin rumbo en busca de una cabina telefónica. Y encontraba consuelo en la oscuridad, igual que George. Aspiraba el aire frío de la noche en los pulmones y su pensamiento volvió de nuevo a Gillian Enderby. La vio yaciendo en su cubículo, los cabellos desparramados sobre la mesa, casi tocando el suelo. Era una muchacha de aspecto dulce. No parecía una prostituta, pero en realidad ninguna lo parecía al principio. Se acordó de Violet de joven... ¡qué mujer había sido!

Vio la luz de una cabina y aceleró el paso. Renée nunca se había sentido feliz con lo de la prostitución. Le apoyaba en todo lo del negocio de morosos, pero se había negado de plano a tener que ver con los salones de masaje. Llegaron a un acuerdo tácito de que eso nunca se mencionaría en casa, ni siquiera de pasada.

Llegó a la cabina de teléfono y después de intentar encontrar sin éxito un número de taxis, llamó a Willy y le ordenó que fuera a recogerlo. Willy sabía demasiado bien que no era cosa de preguntarle al jefe por qué le llamaba desde una cabina y no desde casa de Kate.

Patrick se quedó de pie delante de la cabina pateando con los pies. Hacía muchísimo frío. Se suponía que Kevin Cosgrove tenía que recoger a Mandy delante de una cabina de teléfonos. Como la habían destrozado los vándalos, por eso la chica había tenido que echar a andar hacia casa. Se metió las manos hasta el fondo de los bolsillos del abrigo. En aquellos momentos, Gillian Enderby estaría entre hielo en algún sitio. Y sus padres estarían pasando lo mismo que él había pasado.

Esa noche, más tarde, tumbado en la cama, deseó que Kate estuviera con él. La echaba de menos. Andaba por los cuarenta, era morena cuando él siempre había preferido las rubias, tenía el pecho plano y a él siempre le habían gustado las mujeres bien dotadas, y para poner la guinda al asunto, era policía. La verdad es que era la antítesis de lo que siempre había dicho que quería encontrar en una mujer.

Y sin embargo, la deseaba desesperadamente.

Mandy y Gillian Enderby se abrieron camino una vez más en sus turbados pensamientos hasta que finalmente tuvo que admitir la derrota, levantarse de la cama e ir al piso de abajo. Se preparó una bebida caliente y se la llevó a la cama después de aderezarla con abundante coñac.

Y allí se tumbó de nuevo a dar vueltas todo agitado.

Kate, en su cama solitaria, hacía exactamente lo mismo.

* * *

Willy quedó sorprendido al ver a Patrick levantado, vestido y hablando ya por teléfono a las seis y media de la mañana. Se preguntó por un momento a quién habría sacado de la cama. Después de desayunar, a las siete y cuarto, Patrick lo llamó y le dijo que quería ir a una dirección de East Ham. Una de las casitas del ayuntamiento. Willy vio a un hombre abrir la puerta y luego, tras un breve intercambio de palabras, vio que Patrick entraba.

«Cada vez más y más curioso», pensó. Luego tomó el periódico y empezó de nuevo el proceso de contemplar a la mujer semidesnuda de la página tres.

Patrick se presentó a Stan Enderby y el hombre lo invitó a pasar. Enderby era más o menos de su misma edad, pero sin las ventajas del dinero. Parecía más viejo de lo que era, desde los dedos amarillos de tabaco, la gran barriga cervecera y una frente más que amplia, hasta el pitillo liado increíblemente fino que le colgaba de la comisura de la boca.

—La parienta está arriba, señor Kelly. Que se lo ha tomao a mal. Gilly era su orgullo, su alegría, sabe. No supimos nunca que andaba..., que hacía lo que hacía.

Patrick lo siguió a un cuartito de estar apenas amueblado pero muy limpio. Se sentó en la butaca que había junto a la ventana y echó una mirada fugaz a su coche.

—¿Quiere tomar una taza de té o algo más fuerte? —Stanley le mostró una botella de whisky Tesco barato y Patrick movió la cabeza para asentir. Esperó a que el hombre le diera el vaso.

—Gracias.

Kelly sabía que Enderby no sabía qué hacer. Como de costumbre, su reputación le precedía e impedía un comportamiento natural. Le hubiera gustado que mostrase rabia, acusación. Cualquier cosa salvo aquella pasividad, la pretensión de que era una visita bien recibida. Sabía que Enderby le tenía miedo. En el pasado se había aprovechado de esa reputación, pero en aquel momento si Enderby le hubiera estampado el vaso de whisky en la cara, lo hubiera aceptado. Incluso lo hubiera admirado.

—He venido a ofrecerle mis condolencias, señor Enderby. Siento una cierta responsabilidad por lo que le sucedió a su hija, y le quedaría extremadamente agradecido si me permitiera pagarle el entierro.

—Eso es más que amable de su parte, señor Kelly. No nos esperábamos nada...

Mientras hablaba, se abrió la puerta del cuarto y entró una mujer pequeñita. Era una rubia falsa, y Kelly comprendió de inmediato que se trataba de la madre de Gillian. Eran como dos gotas de agua.

—¿Qué quiere usted? —dijo en tono agresivo.

Stanley Enderby miró a su mujer atónito.

—Es el señor Kelly, Maureen.

—Oh, cállate, Stan, por Dios santo. —Se volvió de nuevo a Patrick—. Le he hecho una pregunta, Kelly, ¿qué quiere?

Kelly bajó los ojos. Veía la acusación en su rostro.

—He venido a ofrecerles mis condolencias, señora Enderby.

—Y va a pagarnos lo del entierro y eso, ¿no es cierto, señor Kelly?

La voz de Stanley sonaba tensa. No era un hombre que pudiera manejar escenas de ninguna clase. Durante toda su vida de casado había intentado evitar enfrentamientos con su mujer, pequeña pero rápida de genio.

Maureen Enderby soltó un bufido de desprecio. Con mirada dura recorrió lentamente a Patrick de la cabeza a los pies.

—¿Así que Pat Kelly se nos aparece con su libreta de cheques y ya todo irá mejor, verdad que sí? ¡Me acuerdo de cuando no tenías ni orinal para mear, chulo inútil! Me acuerdo de tu madre y de tus hermanas, de cuando la Gracie andaba de buscona por aquellos jodidos muelles. Aprendiste lo del puterío de bien pequeño, ¿no es eso? ¡Y luego vas y te llevas a mi niña y la metes en tus putos jolgorios y ahora me la han matado! Bueno, también un pervertido se llevó a la tuya, a que sí... ¡Hay justicia en este mundo!

Patrick se había puesto pálido.

—No fui yo quien metió a su hija en el negocio, señora Enderby. Yo no tenía conocimiento de que estuviese trabajando allí. No conozco nunca a las chicas.

Maureen saltó sobre él y se puso a darle puñetazos en el pecho con la cara crispada de dolor.

—¡Bueno, pues haberlo hecho! ¡Habrías tenido que saber a quién tenía allí! Mi hija era drogadicta. Y no me enteré hasta hoy..., nunca lo supe. Se acostaba con hombres para pagarse las drogas. ¡Drogas que probablemente le compraba a usted!

Patrick meneó la cabeza con mucha fuerza.

—Yo nunca he vendido drogas. Nunca jamás. Puede que le haya hecho a usted cualquier otra cosa, real o imaginaria, pero nunca he vendido drogas.

—No, Patrick Kelly —la voz de Maureen sonaba ahora tranquila—. Sólo vendes degradación, ¿no es así?

Se volvió a su marido.

—¡Echa ahora mismo a este canalla de mi casa, Stan!

Patrick miró al hombre que tenía delante y meneó la cabeza como diciendo: lo comprendo.

—Llévese la chequera, señor Kelly. No quiero su dinero sucio. Ya la enterraré yo con lo que pueda pagar de mi bolsillo, no del suyo.

Patrick salió de la casita y Stanley lo siguió hasta el umbral.

—Perdone usted, señor Kelly, pero son cosas que pasan. Esto le ha trastornado la cabeza. Ya lo entenderá. Estamos sin blanca, sabe. Llevo cuatro años sin trabajo. Y ahora no nos llega ningún dinero de Gilly.

Kelly asintió.

—Me ocuparé de que reciba el dinero, señor Enderby.

—Creo que será mejor en billetes, o sea, no tenemos cuenta en el banco.

La voz quedó en el aire y Patrick asintió de nuevo. Bajó los escalones y se metió en el coche. De aquellos dos, prefería a la madre. Por lo menos, su pena era auténtica. El padre de Gillian Enderby capitalizaba la muerte de su hija, que no parecía haberle afectado mucho.

Pero sí que afectaba a Patrick Kelly. Le afectaba un montón.

Kate había llegado temprano a la iglesia y se sentó sola en la parte de atrás disfrutando del silencio y la soledad. Como era católica, habían dejado el cuerpo de Mandy toda la noche en la iglesia preparado para la misa de réquiem de la mañana siguiente. Su tía Grace había sido delegada para velar el cuerpo mientras el alma partía hacia el cielo. Ésa era una antigua tradición irlandesa que seguía manteniendo viva una generación tras otra.

Kate se arrodilló y rezó por primera vez desde hacía años. Había olvidado la sensación de paz y consuelo que te aporta una iglesia vacía. Rezó por el alma de Mandy Kelly y por la de todas las mujeres y muchachas asesinadas.

El funeral era a las nueve y media, pero la iglesia empezó a llenarse antes de las nueve. Desde allí atrás, Kate fue viendo cómo aparecían diversos delincuentes y empresarios. No se sorprendió demasiado al ver llegar al jefe superior Frederick Flowers y su esposa. O cuando aparecieron también el diputado del distrito y su mujer. Sí que tuvo que admitir una ligera sensación de sorpresa al descubrir a dos de las cabezas más prominentes de la Brigada de Delitos Importantes. Los dos estrecharon la mano de Patrick y uno de ellos, al que en el cuerpo se conocía por Bill McCormack el Loco, por sus métodos poco ortodoxos de conseguir arrestos con un mango de piqueta, le dio un estrecho abrazo. Para Kate, aquello fue una verdadera lección, y le molestó su propia ingenuidad. Era una buena detective, conocía su trabajo, pero aquella proximidad entre el mundo criminal y la policía nunca se había mostrado tan descaradamente hasta entonces. Oh, claro que sabía que existía, pero al parecer los días en que policías y hampones se veían bajo el manto de la oscuridad habían caducado. Ahora se veían en sociedad.

Apartó esos pensamientos de su cabeza. Estaba en el funeral de la única hija de Patrick y tendría que sentirse contenta de que hubiera acudido tanta gente a presentarle sus respetos. Tendría que estar contenta por él. A alguna gente le reconfortaba que se viera que sus difuntos eran populares y estimados.

Observó a Patrick recorrer la iglesia con la vista hasta que por fin sus ojos encontraron a los de ella. Le sonrió fugazmente. La cara se le tranquilizó de inmediato, y durante aquellos mínimos segundos Kate sintió de nuevo el tirón que ejercía sobre ella.

Después de la misa, cuando los fieles salían de la iglesia y el cuerpo era conducido hacia la tumba, Patrick se puso a caminar a su lado. La tomó del brazo ligera pero firmemente, como si temiese que se fuera a escapar. Kate lo miró y vio lágrimas en sus largas pestañas oscuras. Se dio cuenta de que la necesitaba y que, para ser más exactos, ella lo necesitaba. Lo acompañó hasta llegar a la sepultura. Cuando el sacerdote empezó a dar las últimas bendiciones, notó el dolor de él como si fuera algo físico. Los hombros se le sacudían, e instintivamente le cogió la mano con fuerza y él la sujetó a ella y la atrajo a su lado. Comprendió que estaba poniendo toda su fuerza de voluntad para no venirse abajo allí mismo y en aquel momento, delante de todo el mundo. Al fin y al cabo, estaba enterrando a su amada hija, y comprender plenamente todo aquello no lo había sentido hasta ese momento.

Mandy no iba a volver a casa.

Ni ahora, ni nunca.

Kate vio que la enterraban al lado de su madre. Pobre Patrick. Toda su vida quedaba enterrada en dos pequeños trozos de tierra.

Kate vio que la hermana de Patrick la observaba y bajaba la mirada. Por fin terminó todo y la gente empezó a volver hacia sus coches. Patrick se quedó junto a la tumba, sin enterarse de las expresiones de condolencia. Kate permanecía a su lado y se fijó en Kevin Cosgrove, que se mantenía aparte de todos los demás. Esperó a que la tumba estuviese tranquila y se acercó a ella. Arrojó una rosa blanca, una sola, sobre el ataúd de Mandy, ahora en la tierra y en espera de que lo cubriesen. Después, se alejó.

—Vamos, Patrick, lo mejor será que vuelvas ya a casa. —Tiró de él con suavidad para alejarlo.

—No puedo volver a esa casa, Kate. No puedo hablar con toda esa gente.

—Tienes que hacerlo. Vamos, yo iré contigo en el coche. Tienes que enfrentarte a la gente. Lo que pasa es que ahora te afecta el choque de lo sucedido.

Grace, la hermana de Patrick, iba con ellos. Kate calculó que andaría por los cincuenta, y tenía buen aspecto, considerando que había pasado toda la noche en vela. Llevaba el pelo perfecto, igual que la ropa y el maquillaje. Y era tan rubia como Patrick moreno.

—Vamos, Pat. Vamos a ver si terminamos con esto. Me parece que no nos conocemos, querida. Yo soy Grace... Grace Kelly. Ya sé lo que me vas a decir, pero ya estoy acostumbrada.

»Venga, Pat —continuó—, cuanto antes lidiemos a todo ese ganado, antes nos los quitaremos de encima. La vieja tía Ethel lleva una trompa como un piano, y si no nos andamos con cuidado, se pondrá a montar apuestas sobre cuántas volteretas hacen falta para dar la vuelta a la iglesia.

Kate vio que Patrick se relajaba. Era evidente que Grace Kelly era una mujer a la que se escuchaba y nada más. No dejó de ir haciendo comentarios durante todo el camino hasta el coche.

—Escucha, Pat, te dejo para que te vayas con tu hermana. Yo tengo que volver al trabajo —dijo Kate.

—Pensé que ibas a venir conmigo a casa...

—Iba a ir, pero ahora que estás con tu hermana, me parece que realmente tendría que volver al trabajo.

—¿Te veré esta noche, Kate? —la voz sonó tan solitaria y destrozada que no hubiera podido negarse por más que hubiera querido.

—Sí, me verás esta noche. Ven tú a mi casa, Patrick.

Tenía la impresión de que era mejor apartarlo de su casa al menos durante unas pocas horas.

George entró en Sexplosion al atardecer del día del funeral de Mandy. Él no lo sabía, porque tenía cosas más importantes en la cabeza, tales como buscar el modo de escaparse de los análisis de sangre. Ese mismo día, algo antes, se le había venido el germen de una idea y ahora estaba a punto de sondear a Tony Jones, que formaba parte integral de ella.

Tony le sonrió y se lo llevó a la trastienda. Antes de hablar, George esperó a que el vídeo estuviera en marcha.

—¿La chica muere?

—Pues sí. Pero de todos modos lo hacen todo —dijo Tony con tono de fastidio.

—Me imagino que las películas como ésta serán ilegales... Quiero decir, ¿puede haber problemas por tenerlas?

A Tony Jones se le puso la mosca detrás de la oreja.

—Puedes tener problemas hasta por comprarlas, compadre —dijo con voz irritada.

George sonrió.

—Te lo agradezco, Tony, pero era sólo por preguntar, nada más. No te me cabrees.

—Oye, ¿quieres la película o no? —George notó un tono agresivo en la voz del hombre y comprendió que estaba asustado. Se felicitó por ello.

—¿Hay alguna posibilidad de beber algo, Tony? Tengo que hacerte una proposición...

—¿Qué clase de proposición?

—Una muy lucrativa.

Tony Jones se pasó la lengua por los labios y miró fijamente a George durante unos instantes.

—¿Qué quieres tomar? ¿Cerveza o una copa?

George sonrió.

—Creo que una copa es lo que toca esta noche, Tony.

Esperó hasta que ambos estuvieron sentados bebiendo sus copas y habló:

—Necesito a alguien que me ayude con una cosa delicada. Alguien que sea de total confianza y que necesite un poco de dinero.

—¿Qué es? —Tony Jones estaba intrigado.

—Necesito alguien que se haga un análisis de sangre en mi lugar. En realidad, lo que tendría es que fingir que soy yo.

George vio que a Tony Jones se le cambiaba la expresión. Rebuscaba algo en su cabeza. Análisis de sangre... análisis de sangre... ¿Dónde había oído algo de eso? En los periódicos. Lo había leído en los periódicos. ¡George Markham venía de Grantley, en Essex! ¡George Markham era el Destripador de Grantley! George Markham tenía puesto precio a su cabeza: ¡medio millón de libras!

—¡Me cago en la puta leche!

George notó un pellizco de miedo.

—Tú eres ese cabrón de Destripador, ¿no es verdad?

George miró a Tony Jones fijamente y sus ojos grises de pez muerto le produjeron un escalofrío. Por primera vez, tuvo miedo. Y con el susto había perdido su as.

—¿Y qué quieres de mí? —ahora la voz sonaba más tranquila. Más controlada.

—Estoy dispuesto a pagar una suma sustanciosa de dinero a alguien que se haga el análisis de sangre por mí. Si me cogiesen, sabes, tendría que contarle a la policía lo de mi cómplice en todo el asunto.

—¿Cómplice? ¿Qué cómplice? —Tony sonaba desconcertado.

—¿Cómo?, ¡pues tú, naturalmente! —George volvió a sonreír—. Si tú no me hubieras introducido en esto de las películas snuff, no hubiera ni soñado con asesinar a nadie.

La cara de Tony se puso blanca.

—¡Eso no tiene nada que ver conmigo! Yo vendo películas a cantidad de gente y no van por ahí asesinando a nadie.

La voz sonaba a la defensiva. Se le vino a la cabeza la visión de Patrick Kelly enterándose de que las películas que habían desencadenado el asesinato de su hija venían de su tienda. Ya había tenido un altercado con él. ¡Y tenía la esperanza de usar ese conocimiento para poder salir de su lista negra! Pero Kelly haría que le cortaran el pescuezo en cuanto le echara la vista encima.

—¿Y eso cómo lo sabes, Tony? ¿Cómo sabes que a esos hombres que compran tus películas no les afectan del mismo modo que a mí? A mí la muerte me excita, y excita a un montón de gente, por eso tus películas tienen tanta demanda. Me acuerdo haberte oído decir que se vendían como pan caliente.

Vio que a Tony se le tensaba la mandíbula y decidió jugar su triunfo.

—Tengo reseñadas en un diario todas las veces que he visitado tu tienda y lo que compré aquí. Y lo he escrito como si tú estuvieras metido en todo el asunto. Así que si no me ayudas, Tony, y me atrapan... —George dejó la frase en el aire.

—¡Puedes estar seguro de que te mataré yo, hijoputa!

—Oh, no me seas tan tonto. Si yo me muero, revisarán todos mis efectos personales, no sólo mi mujer, también la policía, diría yo. Y eso no lo queremos ninguno de los dos, ¿no es cierto?

Tony Jones vio que medio millón de libras desaparecían ante sus ojos. Miró a George beber su whisky a sorbitos pequeños y limpiarse luego meticulosamente la boca con el pañuelo. La chispa de una mínima idea surgió en su cabeza. Iba a jugar con George Markham a su mismo juego.

—¿Cuánto puedes pagar?

George sonrió. Aquello ya estaba mejor.

—Mil libras.

Tony meneó la cabeza con desdén.

—No es suficiente —dijo—. Como mínimo dos de los grandes por suplantación delictiva de personalidad.

—¿Suplantación delictiva?

—Eso significa hacerse pasar por otro. Que es lo que yo tendría que hacer por ti.

—¿Lo harías tú mismo?

—Claro. Somos más o menos de la misma edad. Necesitaré saber unas cuantas cosas personales... Los de la bofia son listos, unos buenos cabronazos cuando algo les canta. Entérate de cómo funciona lo de los análisis de sangre y luego cuéntamelo. Trabajaré a partir de ahí. No tengo antecedentes, lo creas o no. Ni siquiera me han puesto nunca una multa de tráfico. Por dos de los grandes, seré George Markham.

George le tendió la mano, pero no se sorprendió al ver que Tony no se la estrechaba.

—Arreglado.

Tony se quedó mirando al hombre que tenía delante y pensó: «Tú lo vas a estar».

George llegó a casa poco después de las ocho. Elaine estaba sentada en el sofá y lo llamó al oírlo entrar por la puerta de la calle.

—Ya empezaba a preocuparme por ti, George.

Se quitó el abrigo y lo colocó en el armario del vestíbulo junto con el vídeo que había comprado. Entró donde estaba Elaine.

—Perdona que llegue tarde, querida, pero tuvimos mucho que hacer. Como termino dentro de unas semanas, tengo que ir pasando toda la información al que se va a ocupar de mis cuentas.

Elaine asintió.

—Ven a la cocina, te he guardado la cena caliente.

George se sentó a la mesa y como de costumbre, dejó que Elaine parlotease. Al correr de los años, había comprendido que aquel parloteo era una defensa de ella contra el silencio que odiaba. Mantenía un flujo sostenido de palabras, al parecer sin percatarse de que George no la escuchaba de verdad.

Esa noche no hubiera podido escucharla ni aunque hubiera querido. Tenía cosas más apremiantes en la cabeza.

Caitlin explicaba al equipo de la sala de incidencias la naturaleza exacta de las pruebas de sangre. Todos escuchaban con avidez lo que les decía. La mayoría tenía conocimiento de lo que eran las huellas genéticas, como cualquiera que leyese la prensa, pero la tarea concreta que les esperaba no estaba del todo clara. Caitlin confiaba en iluminarlos al respecto.

—El hombre al que buscamos tiene sangre del tipo O, igual que aproximadamente el cincuenta por ciento de la población. Aunque esto hay que volver a partirlo por la mitad. El setenta y cinco por ciento de la población es RH positivo. El otro veinticinco por ciento son RH negativos. Bien, pues me alegro de decirles que el hombre al que buscamos es RH negativo. Eso significa que podemos eliminar a los varones del grupo O con RH positivo, con lo que recortamos mucho la cantidad de individuos y de horas de trabajo. En las pruebas de sangre que haremos —siguió—, iremos preguntando a cada individuo el apellido de soltera de su madre, los nombres de su mujer y de sus hijos, dónde trabajan etcétera. También les tomaremos las huellas dactilares y, evidentemente, tendrán que firmarnos un documento que dice que están de acuerdo en hacerse el análisis de sangre y que no lo han realizado bajo coacción. ¡Eso sublevará a esos idiotas de la Asociación de Libertades Civiles!

La gente que estaba en la sala empezó a reírse por lo bajinis. Era una buena cruz para todos que a la única pista que tenían para trabajar, le lloviesen tantas críticas. Por un lado, la gente quería que atrapasen a aquel hombre, y por otro hacían cuanto podían para ponérselo difícil.

Caitlin encendió un cigarro. Se aclaró ruidosamente la garganta y empezó a hablar de nuevo:

—Bien, se les dará a todos unas instrucciones en las que se les indicará exactamente qué han de preguntar, a dónde han de ir, etcétera. Se les nombrará un asistente para refuerzo de las investigaciones, que quisiéramos que se llevasen a cabo lo más discretamente posible. Al parecer, desde que se inició esta retahíla de asesinatos, ya les han zurrado la badana a unos cuantos delincuentes sexuales conocidos, y aunque yo personalmente no tengo tiempo que perder con degenerados, ésos no son sospechosos, de modo que tienen derecho a ser protegidos. Todas las entrevistas han de hacerse con cortesía y educación. Tenemos bajo nosotros una bomba en potencia y no quisiera que nadie... —echó una rápida mirada a Spencer—, especialmente usted, la acabe jodiendo. Bien —continuó—, la mayoría de ustedes están pensando que el responsable de esto tendría que estar loco para aceptar hacerse el análisis. Yo también lo creo. Pero nuestro psicólogo considera que su ego hará que se presente. Que el tipo siente placer tanto en los ataques que hace como engañándonos a nosotros —dejó de hablar y miró aquel mar de rostros esperando a que se asentase todo lo que había dicho—. De modo que si se encuentran algún individuo especialmente sospechoso, me gustaría que me lo notificaran. Sólo en esta comisaría ya tenemos unos cuantos bravucones —miró otra vez a Spencer—. Así que ya saben qué clase de tipo ando buscando.

Todos se rieron una vez más.

—Bien, entonces, ¿hay alguna pregunta?

La mano de Spencer se alzó antes que la de nadie. Caitlin le hizo un gesto con la cabeza.

—Lo que quiero saber es si vamos a tener más ayuda. O sea, quiero decir, que nos llevará siglos entrevistar otra vez a los nuevos sospechosos...

Caitlin alzó una mano para imponer silencio.

—Tenemos hombres más que suficientes, todo el mundo de la zona de Essex Sudeste nos va a dedicar su tiempo libre. Eso podría llamarse conciencia social, pero yo creo que probablemente ayuden a ello las horas extra del Fondo de Incidencias. Además, los del Grupo Especial son de mucha ayuda para las entrevistas en ocasiones como ésta. Tendremos hombres más que suficientes, por eso no se preocupe. —Apartó la vista de Spencer y miró las caras que tenía delante—. Bien, ¿alguna otra pregunta?

Antes de que nadie pudiera responder se dio la vuelta y dijo:

—Bien. Recojan sus hojas de instrucciones y que empiece la función.

Kate sonrió para sus adentros. Había tenido que dejárselo a él. No había duda de que el hombre sabía cómo manejar una sala de incidencias. Había respondido directamente las preguntas más importantes y ahora quería que aquello terminase del todo para poder empezar con el trabajo de verdad. Por mucho que a veces le atacase los nervios, Kate no tenía más remedio que admirarlo. Por lo menos, el hombre hacía que las cosas funcionasen.

Todos repasaban sus hojas de instrucciones. Parecía que ahora que tenían un objetivo estuvieran deseando ponerse a trabajar. Siempre era igual en casos como aquél. En cuanto se abría una nueva línea de investigación, el interés y el entusiasmo de todos se renovaba.

Kate contempló una vez más las fotografías de las mujeres y jóvenes muertas. Sus ojos se demoraron sobre Mandy Kelly y pensó en Patrick. Luego se puso a sacar el trabajo pendiente.

George llegó a casa tras un día especialmente exigente en el trabajo. En la oficina todos hablaban de su fiesta de despedida y había sentido ganas de gritarles a todos que se largasen y lo dejasen solo. No se sabe cómo, se habían apuntado incluso algunos trabajadores del almacén, y George estaba molesto. Nunca en la vida había hablado con ninguno, ni siquiera de pasada. Lo último que quería era tener que dar conversación a una pila de brutos de clase trabajadora. Lo único que les interesaba era la chica del striptease. Ah, ya sabía lo que buscaban. Lástima que no supieran lo suyo, eso les cerraría la boca a todos. No necesitaba furcias exhibiéndose por ahí medio desnudas, él podía tener la que quisiese. Y cuando la quisiese.

Cerró los ojos con fuerza. Elaine no callaba, como de costumbre. Algunas veces deseaba tener las agallas suficientes para cruzarle aquella cara de tonta, abofetearla hasta que le ardiese y aquellas orejas gordas le zumbaran.

—¡George! ¿Me escuchas? —su voz estridente le atravesó el cráneo como un hacha recién afilada.

—Naturalmente que sí, querida. Yo siempre te escucho.

—Bueno, ¿entonces qué piensas de lo que te he dicho?

—La verdad... realmente no lo sé. —George se estrujaba los sesos intentando recordar algún detalle de la cháchara que se hubiera colado en su conciencia desde que Elaine empezó a hablarle en el momento mismo de entrar en casa.

Elaine lanzó un profundo suspiro y empezó a aderezar las patatas asadas.

—No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho, ¿verdad? Te he contado que el gerente dice que están pensando en reducir personal.

George la interrumpió.

—Pero a ti no te despedirán nunca, Elaine.

—¿Quién dice que vayan a despedirme a mí? ¿Pero es que me escuchas alguna vez, George? El gerente dice que tengo muchas probabilidades de que me pongan de supervisora de las cajas. No demasiado pronto, he de añadir. Así que aunque se pongan a recortar personal —se golpeó en el pecho con el dedo estirado—, yo seguiré teniendo trabajo. Y además, con un salario mejor. Así que las cosas como son, George, ahora que en tu trabajo te han dado la patada, un sueldo fijo no es para despreciarlo, ¿no crees?

Un último giro maligno con el cuchillo hizo que a George se le entrecortara la respiración. De modo que así era como la tía iba a jugar, ¿eh? Ahora, la compasión se había acabado y con la euforia por lo del dinero, Elaine iba a convertirse en lo que siempre había intentado ser. La auténtica cabeza de familia. La que traía a casa más dinero.

George se imaginó a sí mismo levantándose de la butaca y cogiendo el cuchillo grande del pan de la encimera, abriendo de un tajo la garganta de Elaine, un tajo limpio y preciso, y echándose a reír. Partiéndose de risa al tiempo que lo hacía.

Se puso de pie no muy seguro.

—¿A dónde vas?

Ignoró la pregunta y salió de la cocina con todos los nervios del cuerpo en tensión. Para la mentalidad de George, aquello era el insulto definitivo. Subió las escaleras y fue a la alcoba que compartía con Elaine. Una vez allí, se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo. Se había esperado a medias que ella irrumpiese en tromba en el cuarto exigiéndole saber por qué la había dejado con la palabra en la boca, pero esa vez lo dejó solo.

Abajo, en la cocina, Elaine pensó que tal vez había ido demasiado lejos.

George permaneció inmóvil hasta que la respiración le volvió a la normalidad y miró cómo su vida entera con Elaine parecía flotar ante él. La vio el día de la boda... Entonces se había sentido bien orgulloso de ella. Orgulloso de tener una esposa de verdad. Era como hacer una declaración ante el mundo, como si gritara: «Mirad, hay alguien que me quiere». A su madre le había dado rabia que se hubiera casado. Quería quedárselo en su casa con ella. Quería seguir «cuidando de él», como ella decía. Había llamado a Elaine puta pelirroja. Bueno, de ésas su madre lo sabía todo, había ejercido el oficio la mayor parte de su vida. Y a pesar de todo, al principio el matrimonio no había estado mal. Elaine había llegado virgen a él, y él agradecía el detalle. Nunca había intentado hacer nada con ella porque era una de esas que George denominaba «buena chica». Sabía que se resistiría a cualquier otra cosa que no fuera un beso casto en los labios después de una noche por ahí.

Sin embargo, una vez casada, Elaine había resultado ser un verdadero coñazo. Quería sexo con mucha más frecuencia que él. Y él pretendía experimentar, pero Elaine sólo aceptaba el sexo convencional, y nada de besos. George no aguantaba aquella forma tan monótona de pasar las veladas, y en cuanto se quedó preñada, se sintió secretamente aliviado. Fue entonces cuando redescubrió la pornografía como entretenimiento. Antes de casarse, George tenía gran afición a las revistas de chicas, o «revistas de pajas» como las llamaba él en secreto. Se había construido un mundo de fantasías con mujeres que hacían lo que él les pedía. Había pensado que con la llegada del matrimonio ya no necesitaría más ese mundo fantástico, y en cambio había descubierto que lo necesitaba más que nunca.

Al principio, el hecho de que las revistas estuvieran dentro de casa le excitaba. El elemento de riesgo de que lo cazasen siempre había atraído a George. Sabía que si Elaine encontraba las revistas, se hubiera puesto hecha una furia y aquella idea le encantaba. Empezó a frecuentar los cines porno del Soho y las librerías que abundaban por allí. Eso era en los tiempos en que fuera ponían fotografías de mujeres desnudas con unas estrellitas colocadas estratégicamente para tapar justo los pezones y el vello púbico. De aquellas películas francesas y de las películas porno aprendió un montón. Fue entonces cuando se introdujo en el mundo del sadismo y la sumisión.

La primera vez que compró una revista sado, tuvo la sensación de que por fin lo habían liberado. Las imágenes de aquellas mujeres, aquellas deliciosas sonrisas en sus rostros mientras las encadenaban y degradaban, habían hecho vibrar una cuerda en lo más profundo de él. Y fue entonces cuando cometió aquel terrible error.

Había estado en una sala de cine porno y volvía a casa en tren. Entonces vivían en Kent, en Chatham. Se habían comprado una casa vieja y la iban arreglando y decorando poco a poco para convertirla en su hogar. George vio a una chica en el tren. Tenía el pelo largo rubio rojizo que había llamado su atención porque le recordó el de su madre cuando era joven. La muchacha se dio cuenta de que la miraba y le sonrió. Una sonrisa despreocupada, como si estuviera acostumbrada a que la admirasen.

Según se acercaban a Chatham, el tren fue vaciándose de público hasta que sólo quedaron ellos dos. George había ido pensando en la película y en la chica, y cuando la tocó, lo único que quería era ver cómo era su pelo, sentir su elasticidad, simplemente, y nada más. Pero la chica se puso a gritar, con un grito potente y penetrante, y él, por instinto, le tapó la boca con la mano. La chica se cayó de costado en uno de los asientos del vagón y se le levantó el jersey dejando al aire un trozo de piel blanca como la leche. George introdujo la otra mano por dentro del jersey y palpó sus senos juveniles. Entonces experimentó un éxtasis que limpió su mente de todo el resto de cosas que no fueran aquel momento y aquella sensación. No recordaba en absoluto haberle arrancado las bragas y los pantis, no recordaba en absoluto haberla golpeado en la cara y en la cabeza; todo le había parecido una cosa agradable. Demasiado cálida para ser mala.

Lo atraparon cuando el tren se detuvo en la estación de Chatham. En su excitación, ni siquiera se había enterado de lo que sucedía.

Y vino la policía.

Y lo interrogaron.

Y lo detuvieron.

Y Elaine. Una Elaine ya muy embarazada, a la que habían tenido que llevar al hospital con un shock cuando la policía llamó a su puerta y se lo contó todo.

Elaine, que dio a luz a un hijo muerto.

Elaine, que por alguna razón se mantuvo a su lado durante todo el juicio y que lo vendió todo y se mudó a Essex para que él tuviera un hogar al que regresar.

Elaine, que lo había visitado en la prisión y le escribía una vez por semana.

Elaine, que nunca le había permitido dejar aquello en el olvido porque le aborrecía por lo sucedido. Lo aborrecía por lo que había hecho y por matar a su hijo.

Elaine, que nunca había vuelto a mencionar el asunto, excepto aquel día de unas pocas semanas antes cuando la policía llamó a la puerta.

Elaine, a la que él odiaba y amaba. Oh, la amaba porque había sido la madre de su hijo. La única cosa que había querido de verdad en toda su vida.

Su hijo estaba muerto. Su matrimonio estaba muerto.

Elaine tenía una aventura, estaba seguro. Estaba tan seguro que notaba hasta el sabor. De hecho, hasta la veía a veces en la parte de atrás de un coche con un hombre sin rostro. Veía sus pechos enormes subiendo y bajando de la excitación. La veía levantar su culo grande y gordo y ponerlo sobre el miembro de un desconocido. Y eso lo excitaba. Hacía que quisiera espiarlos. Hacía que quisiera ocultarse para verlos hacerlo. Le hacía desear correrse en los calzoncillos sólo con pensarlo. La respiración ya se le había vuelto trabajosa.

¿Ahora ya no era tan remilgada, eh? Ahora ya nada de posturas del misionero para Elaine. Ni mucho menos, a juzgar por las marcas del cuello. Le gustaría ponerle las manos alrededor del cuello e ir apretando suavemente hasta que expirase.

Habían muerto cuatro mujeres. Pero no era culpa suya. Lo estaban pidiendo, de la misma forma que Elaine lo estaba pidiendo ahora y la chica del tren lo había pedido entonces. Le contó a la policía que le había sonreído, que le había provocado. Pero no le creyeron.

La creyeron a ella, que era una puta. Todas son putas.

¡Y lo habían encerrado como a un criminal! Un delincuente común. Cuando todo lo que había hecho era darle a la chica lo que quería. Lo que todas querían.

Luego, en la cárcel, había recibido palizas de unos hombres que no eran mejores que animales y que sin embargo se consideraban por encima de él.

Pero supo esperar a que aquello acabase. Al final, ganó él, porque acabó saliendo y se fue con Elaine y consiguió un trabajo y mantuvo su hogar. Había sabido mantenerlo bien, hasta este despido.

¿Qué era lo que había dicho Peter Renshaw? Dedicar algún tiempo a los nietos...

El único tiempo que pasaba con nietos es cuando eran nietos de otro. George sonrió al pensar en Mandy Kelly, y pensó que a unos abuelos no les gustarían sus juegos.

Tumbado en la cama, dejó que le inundara la sensación de calidez que había creado Mandy Kelly. Se arrepentía un poco de que estuviera muerta, porque le había gustado muchísimo. Al fin y al cabo, Mandy era su nombre favorito.

Ahora que se sentía mejor, fue relajándose poco a poco.

En la planta baja, Elaine estaba sentada en la cocina y cenaba. Esa noche, más tarde, tenía que ver a Hector y daba gracias a Dios por ello. Desde que él había entrado en su vida, era como si le hubieran quitado un gran peso de los hombros. El gran peso era George y todo lo que implicaba.

Kate escurría los espaguetis mientras su madre daba los últimos toques a la salsa boloñesa.

—¿Seguro que no te importa que venga a cenar, mamá?

Evelyn miró a su hija.

—¿Y ahora por qué iba a importarme? —Apagó el gas debajo de la cazuela y fue a preparar la mesa. Kate puso los espaguetis en una fuente de cristal untada de mantequilla y fue a echarle una mano.

—¿Por qué pones la mesa sólo para dos?

—Porque esta noche, Katie, voy a ir al bingo con Doris. Ya picaré algo por allí.

—¡Ah no, eso sí que no! Él no puede hacerte que te marches de tu propia casa...

Evelyn la interrumpió:

—¿No se te ha ocurrido pensar que todos estos años hubiera querido salir más y no lo hacía porque siempre tenía que cuidar de Lizzy o esperar a que tú volvieras a casa? ¡No, no creo que se te ocurriera!

Al ver en la cara de Kate que la había herido, le dirigió una sonrisa.

—No lo decía en serio, Kate —le dijo—. Lo que quiero es que tú y ese hombre podáis estar un ratito juntos, nada más. Hoy ha enterrado a su única hija y creo que querrá tenerte cerca de él esta noche. Pero a pesar de eso, si quisiera quedarme en casa, me quedaría. Salgo con Doris porque quiero ir al bingo. Resulta que me gusta el bingo, de manera que con unas cosas y otras, todo me ha salido a pedir de boca. Bien, ¿quieres poner el parmesano en la mesa, por favor? Lo he rallado antes.

Kate le dio un abrazo y Evelyn la estrechó aún más.

—No te pongas dura con él ahora, ¿me oyes? Esta noche necesita que lo mimen un poco. Olvídate de toda esa cháchara idiota sobre análisis de sangre y lo demás, que él te hizo un buen favor, ya lo sabes.

Kate asintió. Oyó unos golpes en la puerta y fue a abrir. Evelyn se quitó el delantal y revisó la disposición de la mesa. Estaba preciosa. Era consciente de que la casa de Patrick era un sitio enorme y caro, con alfombras costosas y ama de llaves y toda suerte de perifollos. Bueno, por lo que a ella respectaba, la casa de Kate era igual de buena, si no mejor, porque tenía el valor añadido de que tanto Katie como Lizzy y ella vivieran allí...

Pensar en Lizzy la hizo sonreír. Estaba deseando ir a Australia a ver a Peter. No paraba de dar saltos de excitación con ese tema, como solía decir su madre.

Patrick entró en el recibidor de casa de Katie con una botella de vino tinto en la mano. Kate se la cogió para que se quitara el abrigo y lo colocara sobre la gastada barandilla. Después fue con ella hasta la cocina y Evelyn le regaló con una de sus amplias sonrisas.

—Pase y siéntese. Ahí afuera esta noche hace un frío que corta las orejas.

Patrick sonrió. Le encantaba oír la voz de Evelyn, era como volver a oír a su madre. Echaba de menos aquel acento irlandés del sur. Tenía una resonancia musical que sonaba incluso cuando se hablaba roncamente.

Patrick tomó el sacacorchos que Kate le tendía y abrió la botella de vino. Sirvió una copa para cada uno. Evelyn tomó la suya y después de darle un buen trago, dijo:

—Hoy debe de haber sido un día terrible para usted, Patrick. Así que siéntese, métase algo caliente para adentro y ya está. La gente siempre se siente mejor si come algo.

Patrick se miró los zapatos.

Kate preparaba una ensalada. Mientras lavaba las verduras, Evelyn le dio un beso en la mejilla.

—Ya me voy, Katie. Adiós, Patrick, probablemente lo veré después.

—Déjame que te lleve a casa de Doris, mamá.

Evelyn alzó una mano:

—Soy perfectamente capaz de ir en el coche de San Fernando, Kate —dijo—. Vosotros comeos eso antes de que se enfríe.

Patrick le sonrió y la miró ponerse el abrigo, la bufanda, el gorro de lana y las botas forradas. Lo tenía todo dispuesto en la sala de estar. Volvió a despedirse con la mano y salió de la casa apretando fuerte contra el pecho un bolso de cuero grande.

—Es una mujer encantadora, Kate, tienes suerte de tenerla.

—¡Si lo sabré yo! ¿Por qué no pones unos platos en la mesa? La ensalada está casi lista.

Patrick se puso a ayudar. Mientras hacían las cosas, iban hablando amigablemente de pequeños detalles. La distracción que suponía hacer entretenidas las labores cotidianas limaba los filos de su desgracia. Hasta ese día no se le había ocurrido que en realidad no sentía dolor por su hija porque no se había creído que se había muerto de verdad. Sólo cuando bajaron el ataúd para introducirlo en la tierra ese pensamiento se le había impuesto. Definitiva e irrevocablemente.

Kate colocó el pan de ajo y la ensalada sobre la superficie atestada de cosas y se sentó frente a él.

Patrick alzó la copa de vino y la sostuvo en el aire.

—Por nosotros —era más una pregunta que una afirmación.

Kate alzó su copa y la chocó contra la de él.

—Por Mandy, que descanse en paz.

—Brindo por eso. —Patrick dio un trago al vino y después posó el vaso y empezó a servirse de las fuentes. No tenía demasiada hambre, la jornada le había hecho perder el poco apetito que tuviera. De hecho, si no hubiera ido a ver a Kate, se habría puesto ciego de beber.

—Es la primera vez que como ensalada griega con espaguetis boloñesa, Kate.

Y engulló un buen bocado de ensalada al hablar.

—Ya lo sé. Pero creo que se complementan entre sí. Por lo menos eso creo, y como estamos en mi casa, comeremos como a mí me parezca adecuado.

El hielo ya estaba completamente deshecho y continuaron charlando mientras cenaban. De nada importante o sustancioso, esa clase de cosas podían esperar a que llegara su hora. Esta noche era un intervalo. Tenía que ser la noche en que el problema de Patrick y la implicación de Kate en él podían dejarse a un lado. Eran una pareja de amigos que se reconfortaban mutuamente.

Patrick comía. Observó a Kate que sorbía un espagueti y sonrió. Sabía que cuando el dolor se hubiera ido, su cabeza siempre asociaría a Kate con su Mandy. Siempre pensaría en ellas dos a la vez, primero en Mandy y luego en Kate. Kate era la única cosa buena que había salido de todo aquello. Sabía que si esa noche lo hubieran dejado solo, se habría venido abajo. Necesitaba compañía, pero la compañía de alguien que le importase, no una relación sexual circunstancial. Si hubiera ido en busca de eso, habría tenido la sensación de degradar la vida de su hija. Intentar aceptar su entierro, y olvidarla en brazos de una extraña, habría sido como un insulto.

Después de cenar, se llevaron los restos del vino a la sala y allí empezaron con calma a hacer el amor. Kate permitió que le fuera quitando la ropa y se quedó tumbada en el suelo con un almohadón tapizado bajo la cabeza mirando desnudarse a Patrick.

La emoción de verlo se inició como un calorcillo que se instalaba encima de los riñones y le iba inundando gradualmente todo el cuerpo. Vio que él ya estaba excitado y se alegró. Aquella noche no tenía ganas de juegos previos. Quería una cosa fuerte, y dulce, y rápida.

Cuando Patrick se derrumbó sobre ella diez minutos más tarde, notó que la tensión desaparecía de ambos cuerpos y lo abrazó contra su pecho, le acarició el pelo, mientras los latidos de sus corazones iban retornando a la normalidad.

—Oh, Kate, lo necesitaba.

Ella lo besó en la boca, primero con suavidad y después con fuerza, haciendo pasar la lengua entre sus labios.

—Eso ya lo sé, Pat. Me alegro de que hayas venido a verme.

Patrick le besó los pechos, rodó para quitarse de encima y encendió un cigarrillo para cada uno. Se quedó tumbado en el suelo al lado de ella y le colocó un cenicero grande de cristal en la barriga.

—¡Eh, tú! ¡Esto está frío!

Patrick sonrió y volvió a tumbarse poniéndose un brazo debajo de la cabeza.

—Hacía años que no estaba tirado en el suelo así, ¿y tú?

—Oh, en la comisaría hacemos esto todo el tiempo. ¡Tendrías que vernos algunos días en la cantina!

Patrick se rio bajito.

—Hay veces en que estás loca.

—Es todo este folleteo.

Él observó su perfil.

—No llames «folleteo» a lo que hacemos, Kate. Yo lo llamo hacer el amor. Hay cierta diferencia, sabes.

Kate giró la cara ligeramente y lo miró a los ojos.

—Eres muy romántico, Patrick. ¿De dónde ha salido todo eso?

Pero sabía de dónde había salido todo, ambos lo sabían. Perder a su hija le había hecho darse cuenta de que la felicidad es algo que está ahí para atraparla, y que cuando la atrapas, tienes que sujetarla fuerte con las dos manos porque nunca se sabe cuándo podrás volver a pillarla.

Kate puso el cigarrillo en el cenicero junto al de Patrick y lo dejó todo en la chimenea. Él la atrajo a sus brazos.

—Te quiero, Kate. Ya sé que no hace mucho que nos conocemos, pero admítelo, admite que sientes un lazo entre los dos.

Kate buscó sus ojos. Sólo vio en ellos sinceridad e interés. Sintió un nudo absurdo en la garganta.

—Dime que me quieres, Katie, hazme feliz —era una súplica. Patrick necesitaba que esa noche le dijera palabras de amor; necesitaba aclarar los sentimientos que habían ido asentándose gradualmente en su interior desde la primera vez que puso los ojos en ella. Sabía, sin sombra de duda, que si la hubiera conocido en cualquier otra circunstancia, también la habría deseado. No era el simple hecho de que hubiera estado allí desde el principio, en el peor momento de su vida, lo que le atraía de ella. Lo que había allí era la atracción de dos espíritus afines, incrementada por los latidos del corazón que ambos habían experimentado.

Kate se decía a sí misma que lo que había precipitado todo aquello era el entierro de la hija, que se sentía desgraciado y necesitaba a alguien, pero en su interior, una voz le susurraba: lo dice en serio. Está escrito en sus ojos.

Sabía que si expresaba en palabras lo que su corazón había sentido desde la primera vez que lo vio, no habría vuelta atrás. Era un hombre de negocios al borde de la ley, cobraba a la gente con violencia. Tenía las manos metidas en más de unas cuantas empresas muy dudosas. Pero a pesar de todo eso, de todo lo que sabía de él, verdadero o imaginario, lo deseaba.

Hubiera podido arrastrarla con él al instante. Su relación echaría al traste todo aquello por lo que ella había trabajado y que le era querido. Pero incluso sabiéndolo, el deseo seguía allí. Nunca había deseado tanto a nadie en toda su vida.

—Te quiero, Patrick. O eso creo.

La voz sonó grave y ronca, y él se rio.

—¿Sólo lo crees? Bueno, supongo que de momento habrá que conformarse con eso.

Kate le pasó los dedos por el pelo espeso y dibujó el contorno de su rostro con las yemas de los dedos, descendiendo lentamente por todo su cuerpo y a lo largo de los músculos de la espalda hasta el trasero redondeado. Se lo sentía fuerte. Su piel sobre la suya era cálida y reconfortante. La cubría con naturalidad, como si lo hubieran fabricado especialmente para encajar en los contornos de su cuerpo. Y cuando se estaban besando, el estrépito cantarín del teléfono interrumpió sus sensaciones.

Kate se levantó del suelo y trotó hacia el vestíbulo cogiendo la blusa al pasar.

Patrick siguió tumbado en la alfombra y se encendió otro cigarrillo. Se sentía en paz consigo mismo, algo que no había creído posible que sucediera aquel día precisamente.

Kate volvió a la sala y se sentó junto a él, con los pezones oscuros asomando tras la fina seda de la blusa.

—Era mi madre. Ha decidido pasar la noche en casa de Doris —meneó la cabeza—. ¡Es menos discreta que un martillo pilón!

Patrick sonrió.

—Es una persona encantadora, Kate. Me recuerda a mi madre. Tenía las mismas ganas de vivir que Evelyn. La mató el exceso de trabajo, bendita sea. Mi mayor pena es que no vivió lo suficiente como para poder darle una vida decente. Le hubiera comprado una sala de bingo para ella sola.

Kate se echó a reír porque sabía que decía la verdad.

—Lo hubiera hecho, Kate, puedes reírte.

—Por eso me río, porque sé que dices la verdad. Puedo imaginarte perfectamente haciéndolo.

Los dos sonrieron y luego Kate le cogió el cigarrillo y le dio una profunda calada.

—¿Quieres quedarte esta noche?

Patrick la cogió por el muslo y apretó.

—No soy de esa clase de chicos, señorita. —Aleteó con las pestañas y ella volvió a reírse.

Patrick la miró bien y supo que de no ser por ella, nunca habría vuelto a reírse después de ese día. Al menos, no a reírse de verdad.

Kate le sentaba tan bien como un tónico, como decía su madre, y la quería por eso, la quería mucho. Más tarde, ya en la cama, volvieron a hacer el amor y ella le dijo de nuevo que lo quería.

En el calor y la oscuridad de la noche, con el olor almizclado permeando los cuerpos de los dos, aquello ya no les parecía un error.

Estuvieron hablando hasta la madrugada de Mandy y de Lizzy, exorcizando cada uno su fantasma particular. Para dos personas que, a los ojos de los demás, eran tan diferentes, tenían mucho en común. A él le pareció bien que mandase a Lizzy a Australia. Le dijo que él hubiera hecho lo mismo con Mandy. Lizzy era una chica que sentía las cosas profundamente (demasiado profundamente, dijo), y Kate lo quiso más por comprender su situación. Parecía haber adivinado que Kate se sentía responsable de los problemas de su hija y había intentado, a su manera, aliviar sus temores. Finalmente, se durmieron juntos, entrelazados, y permanecieron así hasta la mañana.

Durante el desayuno, Patrick le comunicó sus noticias.

—He vendido los salones de masaje, Kate. Todos. Dentro de cinco días firmo los contratos, y ya nunca más volveré a tener nada que ver con el tema.

Kate puso unos ojos como platos.

—¿Estás de broma?

—No, claro que no. Desde que a esa chica... Qué quieres, con lo de mi Mandy y todo eso, no quiero tener que ver con eso nunca más.

Kate puso su mano sobre la de él y se la apretó suavemente.

—Me alegro, Pat.

—Se me vino a la cabeza que el hombre que asesinó a mi chica era como el hombre que asesinó a la joven Gillian Enderby, alguna clase de degenerado. Sólo que a mi Mandy la pilló por la calle y Gillian era como una trampa con cebo, a la espera de que la enganchasen. No soy tan tonto como para pensar que porque venda los locales no volverá a pasar, siempre habrá demanda para esa clase de cosas, pero por lo menos ahora yo no tendré parte en ello.

—Creo que a Renée eso le hubiera gustado.

Patrick sonrió.

—Sí. Ya lo creo. Las dos sois iguales en muchas cosas. Renée era bajita y rubia y tú eres alta y morena, pero de personalidad sois semejantes. La vieja Renée tenía una buena cabeza. Tenía más cabeza de lo que la gente le reconocía.

—Todavía la echas de menos, ¿verdad?

—Pero no como antes —dijo asintiendo con la cabeza—. El dolor físico ya ha desaparecido. Cuando se murió fue como si alguien me hubiera cortado un brazo o una pierna. Y siento lo mismo ahora con Mandy. Pero ya puedo recordar a Renée sin sentir dolor. Es un recuerdo agridulce.

—Entiendo.

—Ahora también te tengo a ti, y eso me ayuda. Me ayuda un montón. Si Renée pudiera verme, sé que lo aprobaría. Tú le hubieras gustado, Kate. Y a ti te hubiera gustado ella.

Kate no estaba muy segura de eso, pero se guardó su opinión. Lo que hizo fue servirle otro café y sonreír.

—Bien, pienso que has hecho lo que debías. No creo que te hubieras sentido feliz siendo dueño de todos esos salones todavía, ¿sabes? De todos modos, dentro de un par de días comenzamos a hacer las pruebas de sangre y podremos empezar a tener resultados; como mínimo, podremos eliminar a la mayor parte de la comunidad masculina, y eso nos hará mucho más fácil el trabajo.

—¿Crees que con las pruebas de sangre conseguiréis algo?

Kate asintió.

—Sí, eso creo.

Patrick se bebió el café y luego volvió a sonreírle. Confiaba en que así fuera, porque él corría con los gastos, pero se habría gastado hasta el último penique de su más que considerable fortuna para atrapar al responsable de la muerte de su hija. No le importaba quién lo cogiese primero, si él o la policía, porque lo encerraran donde lo encerraran, Patrick sabía que le pondría la mano encima. De hecho, tendría más oportunidades de hacerlo cuando estuviera en la cárcel. Había más de un viejo tronco que le debía favores.

Sin embargo, a Kate no le dijo nada de esto. Aun cuando ahora fueran verdaderos amantes, aunque admitiera aquella relación, no veía razones para desilusionarla respecto a los motivos que tenía para ayudar a encontrar al hombre que perseguían. Ya cruzaría ese puente cuando llegasen a él.

Él sólo quería un nombre, después ya haría el resto. Si fuera por él, Katie nunca se enteraría de lo que tenía planeado.

Un rato después, duchándose al lado de ella, sintió un remordimiento de culpa por mantenerla en la ignorancia. Pero desapareció pronto. Conociendo a Kate, lucharía para que se respetase el derecho del detenido a que lo juzgase un jurado, le soltaría una conferencia sobre sus derechos como ser humano. La admiraba muchísimo. Pero sonrió para sí mismo.

—¿De qué te ríes?

—De ti —dijo en tono jocoso.

—¡De mí!

Pareció ofenderse tanto que la besó. Hay cosas que es mejor que no se digan.