Capítulo Veinte
Frederick Flowers, jefe superior de la policía de Grantley, estaba sentado en su despacho y leía los últimos informes sobre el Destripador. No estaba muy contento con lo que veía. Era ya principios de febrero y de momento el tipo había logrado escapar con cuatro crímenes. Eran todos asesinatos notables, eso tenía que admitirlo, crímenes sexuales como aquéllos parecían captar el interés del público y los periódicos aprovechaban la situación todo lo posible. Ahora ignoraban sus llamadas porque tanto el Sun como el Star andaban a la busca de algo que colgarle a las fuerzas del orden. Flowers se echó para atrás en su sillón.
Después de veintidós años en la policía, había visto muchísimos cambios. Todavía se acordaba de cuando era una fuerza respetada, admirada y temida; sí, temida. Ahora, si agarrabas con fuerza a un sospechoso por el brazo, había muchas probabilidades de que el diputado de su distrito clamase en la Cámara de los Comunes contra la «brutalidad policial». Y entonces, cuando pasaba algo así, todo el mundo esperaba que detuvieran a alguien en veinticuatro horas.
Frunció el ceño. Si capturaban a ese hombre, las almas compasivas se apiadarían de él. Para cuando los psicólogos y los asistentes sociales y todos los demás progres de pacotilla con un título detrás del apellido hubieran terminado, habrían decidido que el tipo no estaba en condiciones de comparecer en juicio y lo internarían en el manicomio de Broadmoor con unas condiciones de vida mucho mejores de las que habría tenido hasta entonces. Eso ya lo había visto muchas veces antes, pero en aquellos momentos, sin embargo, los periódicos y la gente clamaban por su sangre, de modo que había que atrapar al interfecto... y rápido.
Flowers volvió a coger los informes, pero no tenía ánimo para leerlos. Lo que quería era jugar al golf, hoy igual que todos los miércoles, pero eso era imposible. Lo único que le faltaba era que le hicieran una foto en el campo de golf cuando estaba metido en una investigación de máxima importancia: los periódicos acabarían con él en un abrir y cerrar de ojos. Estaba tan sumido en esos pensamientos que cuando la secretaria hizo sonar el interfono, dio un auténtico salto en el sillón.
Apretó el botón para contestar.
—¿Qué?
Fuera, Janet volvió los ojos al cielo. No le gustaba demasiado Frederick Flowers y sus maneras bruscas le atacaban los nervios.
—Abajo hay dos señores que quieren verle, señor, unos tales señores Kelly y Gabney. ¿Le digo al sargento de recepción que los mande subir?
Frederick Flowers notó que se le secaba la boca y una oleada de náuseas le recorría el cuerpo. ¿Patrick Kelly aquí? Si alguien los veía y sumase dos y dos...
La parte lógica de su cerebro recordó que a Kelly nunca lo habían condenado por nada, y que tenía todo el derecho a estar en una comisaría de policía. Pero sus tripas le decían que resultaba peligroso profesionalmente que en la comisaría lo asociaran con Kelly. Se veían en la vida social, como pasaba con muchos hampones y policías, eso entraba en el lote de la vida cotidiana. Los dos eran masones, y miembros de los mismos clubes. Los dos hacían vida social regularmente con el diputado del distrito. Pero que se presentase aquí, en su despacho, delante de todo el personal... ¡Imagina que te llama Freddie!
—Señor, ¿puedo decir al señor Kelly y al señor Gabney que suban?
—Oh, sí, sí, Janet. Acompáñalos aquí, por favor.
Lo peor de todo era que no había modo de poder negarse a verlo.
Flowers abrió un cajón de la mesa y sacó un paquete pequeño de Settlers; se metió dos en la boca y los masticó haciendo ruido mientras esperaba a Kelly.
¿Por qué no podía verle en el club como siempre? ¿Qué había tan importante como para que viniera aquí?
Cuando Janet introdujo a los dos hombres en el despacho, Flowers ya se había tranquilizado, pero en cuanto cerró la puerta tras ella, la acidez volvió al rostro de Flowers.
—¿Te has vuelto loco? ¿Cómo vienes aquí? ¿No te das cuenta de que tengo a toda la prensa prácticamente acampada en la entrada? ¿Por qué no podíamos vernos en el club como siempre?
Kelly observó al hombre alto y ya algo canoso que tenía delante. Calculó que él y Flowers eran de la misma edad. Pero la falta de satisfacción con su vida había envejecido a Flowers. Tenía una gran barriga que intentaba ocultar con una faja y se teñía el pelo. Así en conjunto, Kelly pensaba que Flowers era un tonto vanidoso y le desagradaba tremendamente. Su tono de voz destilaba hielo:
—¿Te estás cachondeando de mí?
Flowers parpadeó con gran rapidez viendo la mirada de Kelly.
Patrick apuntó a Flowers con el dedo bien estirado y disfrutó al ver que se arrugaba.
—Por si acaso se te ha escapado el dato, Freddie —pronunció el nombre de pila del personaje con desprecio—, mi hija fue asesinada hace muy poco. Sé que la noticia llegó hasta ti porque me acuerdo de que te la comenté yo mismo en varias ocasiones —ni Flowers ni Willy se perdieron el sarcasmo.
Patrick se sentó y su escolta hizo otro tanto. Flowers volvió a su sillón tras el escritorio. Había metido la pata y lo sabía. Pero se sintió aliviado. Si la prensa se olía quién era Kelly, el hecho de que su hija fuera una de las víctimas justificaría la visita y que él y Patrick Kelly se viesen en sociedad.
—Perdóname, Patrick, pero es que este lugar está literalmente sitiado en estos momentos.
—Y además, te has perdido el golf, ¿eh? Me estás destrozando el corazón.
A Flowers no le gustó el hecho de que Kelly hubiera dado exactamente en el clavo, pero se tragó el insulto. Kelly era un hombre poderosísimo y sabía demasiado sobre Flowers y otros muchos para hacer de él un enemigo.
Janet entró con el café y lo dejó sobre la mesa. Sonrió un momento a Patrick antes de marcharse. Flowers lo sirvió con una mano que le temblaba ligeramente. Kelly siempre le producía ese efecto.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Tengo una propuesta que hacerte, Freddie, viejo amigo.
Flowers lo miró perplejo. ¿Es posible que Kelly hubiera ido a hablar de negocios?
—¿Qué clase de propuesta?
—Sobre el asesino. Creo que sé cómo podemos cazar a ese mamón.
Flowers dejó la taza sobre la mesa.
—¿Pero tú sabes quién es? —Sabía que Patrick Kelly había puesto precio a la cabeza del tipo. En algunos círculos era vox populi.
Patrick iba tomando poco a poco su café.
—No, no lo sé. Si lo supiera, ya estaría muerto, Freddie. Más muerto que un arenque de una semana. No, no sé quién es, pero sí sé cómo podemos cazarlo. Aunque para eso necesito tu ayuda.
—¿En qué sentido? —Flowers estaba desconcertado.
—En Leicester, hace unos pocos años, se hizo un análisis de sangre a todos los hombres del vecindario de un caso de asesinato. Y eso estrechó mucho las líneas de la investigación policial.
Flowers levantó la mano haciendo un gesto para desecharlo.
—Eso nos costaría demasiado dinero. Y además sin garantía de que funcionara. Tú no sabes todo lo que hay. Tenemos a los de libertades civiles detrás, por no mencionar a todas las otras asociaciones de chalados. Dicen que eso sólo son excusas para controlar a la gente. Que esas muestras de ADN quedarán listas y dispuestas para luego investigar cualquier delito sexual que se produjera. Que eso es infringir las libertades civiles. Oh, no sabes ni la mitad de lo que hay.
Patrick se terminó el café y dejó la taza sobre la mesa.
—Escucha, Freddie, todo eso a mí me importa un cojón de mico. Lo vais a hacer, y yo voy a pagarlo. Así que cierra el pico cinco minutitos y escúchame. ¿Está claro?
Kelly tenía una mirada dura y Flowers sintió el poder del hombre que tenía delante.
Patrick Kelly empezó a hablar, despacio y a plena conciencia. Al cabo de cinco minutos tenía a Flowers sumido en un miedo tan intenso que se podía tocar. Pero a los quince minutos ya había comprendido el sentido que tenía lo que Kelly explicaba y se relajó. Dos horas después habían llegado a un acuerdo amistoso. Patrick se levantó para irse.
—Ayer por la tarde vino a verme un individuo... Daniel Burrows.
Flowers esperó unos segundos a que el nombre se aposentara antes de continuar hablando.
—Al parecer cree que tendría que echarle una reprimenda a su exmujer a cuenta de una relación que tiene contigo.
Flowers se relajó. ¡Por fin lo había soltado!
Observó los ojos de Patrick, que eran como trozos de pedernal. Finalmente, tras lo que le pareció una eternidad, Kelly salió del despacho. Quince minutos más tarde, Flowers también se marchaba hasta el día siguiente. Durante el resto de la tarde, Patrick Kelly hizo numerosas llamadas de teléfono desde su casa. Y a las ocho ya había hablado con el fiscal general, con dos prominentes miembros del gobierno y con multitud de otras personas. A las siete y cuarto telefoneó a Flowers para comentarle el resultado de sus esfuerzos.
Al día siguiente, Kate y Caitlin fueron convocados ambos al despacho de Ratchette. Kate se quedó sorprendida al ver allí al jefe superior. Que, cuando todos estuvieron sentados, habló:
—Tengo entendido, inspectora detective Burrows, que usted es de la opinión que puesto que la única prueba de que disponemos es la huella genética del asesino, deberíamos poner en marcha la obtención de muestras de sangre de todos los varones de la zona entre catorce y setenta años.
Kate miró a los tres hombres.
—Así es, señor. Eso creo. Como mínimo, nos servirá para eliminar a un buen montón de personas.
—Pero ¿no cree que sin duda el asesino no será tan tonto como para hacerse el análisis?
Kate se encogió de hombros.
—Eso pudiera ser, señor. Pero con que lo hicieran unas cuantas personas, como mínimo ya habríamos estrechado el campo de sospechosos. La mayoría de ellos podrían eliminarse mediante declaraciones corroboradas. Eso nos dejaría con...
—Muy bien, muy bien, nos damos cuenta —dijo Flowers con impaciencia.
La habitación se quedó en silencio. Kate vio que Caitlin y Ratchette se lanzaban una mirada fugaz. Supo entonces que algo estaba pasando.
Flowers sacó un pañuelo blanco grande y se sonó la nariz ruidosamente. Hizo todo un teatro de aquello y Kate tuvo la impresión de que quería ganar tiempo.
—Usted les dará los detalles, Ratchette. Yo tengo que volver. —Y con eso, se marchó del despacho. Kate lo miró salir sorprendida.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —dijo con voz inquisitiva.
Ratchette sonrió.
—Ya tiene lo que quería, Kate. Ha conseguido los análisis de sangre y saliva.
Kate se sentó de nuevo en su silla, atónita.
—¡Dios mío!
Caitlin se echó a reír.
—Todo está arreglado, Katie. Nunca había visto arreglar nada tan deprisa desde la boda de mi hija. Las tomas de muestra empiezan el lunes doce de febrero.
Kate se volvió hacia él.
—¿Y cómo es que lo sabías? ¿Por qué estaba de tan mal humor el jefe superior? ¿Qué es lo que pasa aquí?
Ratchette le respondió.
—Digamos simplemente que su idea se pasó a los jefazos y que les gustó, Kate. El jefe superior está en contra de la medida, pero a ese hombre hay que atraparlo. Ya tenemos un clamor popular, así que el gobierno pone los fondos a nuestra disposición. De manera que aprovéchalo. Nunca se sabe cuándo pueden volverse atrás.
—¿Pero cómo es que ustedes lo sabían y yo no?
—Digamos simplemente que fue debatido previamente por los superiores, ¿de acuerdo?
El mensaje que había en la voz de Ratchette fue bastante claro para Kate, pero eso no la dejaba contenta. Aunque estaba eufórica de que se pudieran hacer los análisis de sangre, de lo que no estaba demasiado segura era del modo misterioso en que había surgido aquello. Pero el tono de Ratchette no admitía más preguntas. Así que cambió de onda.
—Bien, entonces, ¿cuántas unidades móviles nos darán? Creo que si llevamos unidades a todas las empresas grandes, delante de sus colegas la gente se verá obligada a hacerse el análisis. Así podremos atrapar a nuestro hombre.
—Cada cosa a su tiempo. Tendremos ocho unidades móviles diferentes. Y primero nos concentraremos en las grandes empresas. Para empezar, tenemos la planta de Ford y la fábrica de electrónica. Situaremos una también en el centro urbano. Todo varón dentro del grupo de edad recibirá una carta y documentación que le sirva para demostrar que ha realizado la prueba. Los colegios de secundaria, etcétera, se cubrirán sistemáticamente, y a los parados y pensionistas se les indicará por carta a qué unidad móvil deben acudir en el día que se les especifique. Todo está controlado. Ahora lo único que tenemos que hacer es empezar el trabajo en la calle. Hoy se anunciará por la radio y televisión locales, de manera que todos se enteren de lo que sucede. Pediremos a las empresas que nos notifiquen los nombres de las personas que pidan vacaciones o bajas por enfermedad inopinadamente. Creo que ya tenemos cubiertos más o menos todos los ángulos. Cualquiera que figure en el registro electoral y que no se haga los análisis quedará inmediatamente bajo sospecha hasta que podamos comprobarlo.
—Venga, Katie, son las doce y diez. Te invito a beber algo y a un sándwich. —Caitlin se levantó y guiñó un ojo a Ratchette.
Kate se levantó y miró a su superior a la cara.
—Gracias, jefe.
Ratchette sonrió.
—Vaya a almorzar algo, Kate. A partir de ahora va a tener que trabajar como una burra organizándolo todo y manteniendo bien abiertas sus líneas de investigación. ¿Se da cuenta de que esto va a ser un trabajo más que duro?
—Sí...
Kate y Caitlin salieron del despacho.
Ratchette se sentó. Era evidente que Kate Burrows no se daba cuenta, pero tenía un aliado poderoso: Patrick Kelly. Un aliado de lo más poderoso, en efecto.
Kate mordió el sándwich de rosbif con tomate, sorprendida del hambre que tenía. Miró a Caitlin charlar con la camarera mientras pedía las bebidas. Masticó el sándwich con calma, saboreando su rico sabor. Había algo que no estaba bien, pero no sabía qué. Caitlin volvió a la mesa con su contoneo y trayendo el vodka con tónica para ella y una pinta de Guiness reventada con whisky para él.
—¿Qué pasa aquí, Kenny? —era raro que Katie lo llamase por su nombre de pila, así que aquello ponía picante en la pregunta.
Caitlin dio unos sorbos a su cerveza antes de contestar.
—Mira, Katie, no sé si te das cuenta o no, pero al parecer te has hecho con un amigo muy influyente, y ha sido ese amigo el que forzó el asunto con el jefe superior.
Kate dejó de masticar y se quedó mirando a Caitlin, petrificada.
Lo sabía todo el mundo. Todos sabían lo de Patrick Kelly y ella.
—Bueno, ahora no me pongas esa cara de asombro. La policía es un mundo muy pequeño, sabes. Míralo de esta forma: si aparece una persona nueva en la división, hombre o mujer, en menos de veinticuatro horas, todo el mundo conoce su currículum, su situación matrimonial, todo. Así son las cosas. De modo que, bueno, como el tipo con el que tú andas es un gran hombre por derecho propio, es muy natural que la gente se fije. No creo que los de uniforme lo sepan, pero Ratchette lo sabía, yo lo sabía y ahora el jefe superior también lo sabe. Tengo la impresión de que tu amigo le hizo una visita ayer y que al parecer tiene algunos otros amigos todavía más importantes. Es probable que por eso no le hayan metido nunca en la jaula en tanto tiempo.
Kate miraba el líquido de su vaso, incómoda. Caitlin sintió un golpe de simpatía.
—¿Quieres que te diga una cosa? Es algo que he creído siempre. La mayoría de los del cuerpo hubieran podido ir por un camino o por el contrario, es decir, bien convertirse en hampones, y cuando digo hampón estoy diciendo ladrones de bancos y gente así, no degenerados ni maníacos sexuales; o si no, hacerse policías. Para cazar a un delincuente tienes que llevar dentro toda la astucia innata que hace falta para lograrlo. Por eso hay tantos que se lo montan tan bien.
—Yo mismo —siguió— he enjaulado a tipos a los que tenía un gran respeto. Y no hablo de esos que trucan contadores de gas o te dan un cheque sin fondos. Hablo de hombres que han planeado y dirigido los robos de bancos más importantes del país. Y los admiro, Katie, incluso cuando ando buscándolos y luego los encierro. Todo el mundo sueña con que le toque una quiniela, o algo de eso. Esa gente se plantea robar unas cantidades de dinero que a la gente de la calle se les cae la baba sólo de pensarlo. Así que Kelly trabaja unas veces dentro de la ley y otras al borde de ella, pero ante todo y sobre todo es un hombre de negocios. Sólo que no es un hombre de negocios cabal como digamos, bueno, no sé, Henry Ford o alguno de esa cuerda. Él forma parte de una especie nueva, y yo por mi parte lo admiro. Alguien que es capaz de hacer que ese idiota del jefe superior se cague en los pantalones alguna cosa buena debe tener.
Kate esbozó una sonrisa, pero su cerebro era un torbellino.
De manera que Kelly había ido y logrado que el jefe superior le «viera sentido» a los análisis. Así sería exactamente como él lo diría si ella le desafiase a explicárselo. En el poco tiempo que llevaba conociendo a Patrick, había acabado por comprenderlo estupendamente. En la cabeza de Patrick no había blanco y negro. Sólo había opiniones de Patrick Kelly. Y para él esa opinión era más valiosa que las joyas de la Corona.
—Míralo de esta manera, Kate, has conseguido lo que querías y, ahora tengo que admitirlo, lo que yo quería. Éste es el caso más difícil en que he trabajado en toda mi vida. Tenemos cuatro crímenes espantosos y literalmente nada con lo que empezar excepto el coche de ese maricón. ¡Y los testigos ni siquiera se ponen de acuerdo en el color! Aprovecha esta oportunidad bien aprovechada, chica, que es como un regalo de Dios.
Kate dio un nuevo sorbo a su bebida y un mordisco a su sándwich. Admitió que lo que decía Caitlin tenía sentido, pero de todos modos seguía preocupada. Si aquella relación pasaba a ser del dominio general...
—Oye, Kenny, ¿puedo preguntarte una cosa?
Caitlin dio un buen trago a su Guiness y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Adelante.
—¿Qué se dice de Kelly y de mí? La verdad es que quiero saberlo.
—¿Tú qué crees? «Kate Burrows se lo anda haciendo con un hampón». Lo normal. —Vio que Kate se ponía blanca y se arrepintió de lo dicho—. Era broma, Katie, un chiste malo, lo admito, pero era un chiste y nada más. Lo que de verdad se dice es que Kate Burrows se ve con Pat Kelly. «Oh, Pat Kelly —dice la otra persona—, ¿no es ése del negocio de morosos?» «Sí, ese mismo» dice el primero. La opinión general es que Kelly es un tipo con suerte. Cielo santo, Katie, si la mayoría de todos los oficiales de la comisaría han intentado hacer algo contigo en un momento u otro, eso todo el mundo lo sabe. Y saben que eres una mujer respetable y una detective jodidamente buena, eso es de dominio público. Tú le das más importancia a este asunto que los demás. Mientras a Kelly no lo condenen por algo, tú estás tan limpia como el oro, y seamos sinceros, Katie, ahora no es probable que lo pillen, ¿o sí? Todo lo que hace está más o menos en regla, ¿por qué no te relajas? Eres demasiado dura contigo misma.
—He luchado con uñas y dientes para llegar a donde estoy ahora, Kenny. No sabes bien la lucha que ha sido.
—No lo sé, no. Pero si estás tan preocupada como dices, lo único que tienes que hacer es dejar de verlo. Yo, la verdad, creo que serías tonta. Cuando trabajábamos juntos allí, te llamaban «la Madre Teresa de Enfield». No estás haciendo nada malo, nena. ¿Es que te ha comprometido alguna vez?
—No.
—¿Te ha pedido acaso alguna vez algo que no debiera?
—¡NO!
—Entonces, ¿por qué tanto drama y tanto jaleo? Por Cristo bendito, vosotras las mujeres siempre buscando cruces, sabes. Y créeme si te digo que cuando hay que llevarlas, el viaje es bien largo. Lo sé bien. A mí, personalmente me gusta Kelly. Es un hombre de negocios muy listo, y un buen amigo, y apostaría a que es un magnífico follador. Haz lo que tengas que hacer con él. Mientras eso no interfiera con tu trabajo, ¿a quién le importa? La semana que viene ya estarán cotilleando de algún otro.
Kate comprendió que lo que Caitlin decía tenía sentido. Que tenía razón. Que no estaba haciendo nada malo. Y que si Flowers no había dicho nada, era evidente entonces que no había problemas.
Deseaba creerlo. Tenía que creerlo.
—Tienes razón. Me estoy preocupando sin necesidad.
Levantó el vaso y lo vació de un trago.
Caitlin se rio bajito y se levantó para ir a buscar otro.
—Así me gusta, muchacha.
Kate encendió un cigarrillo y aspiró el humo profundamente, hasta los pulmones. Deseó que Patrick estuviera allí con ella; cuando lo tenía cerca, no tenía dudas. Ninguna duda. Pero entonces, se le ocurrió algo. ¿Cómo demonios había conseguido Kelly que aceptasen los análisis de sangre? Por eso debía de estar Flowers tan incómodo con ella. Todos sabían que era algo que ella ansiaba desde que se comentó, y Patrick lo había hecho posible de alguna manera. Y de pronto, Kate se sintió molesta, muy molesta, y lo más molesto de todo era que no estaba demasiado segura de por qué.
Elaine y George se habían terminado el té y miraban las noticias de Thames en el salón. Desde que George le había anunciado el despido, habían estado viviendo en una tregua amistosa. El asesinato de Leonora Davidson era la comidilla de todo Grantley, y Elaine era bien consciente de que se había producido una de las noches que George había salido a pasear. Cien veces al día se decía a sí misma que no era más que una coincidencia, que las noches de los otros crímenes estaba en casa con ella, excepto en Año Nuevo, y estaba segura de que esa vez se encontraba demasiado enfermo para levantarse de la cama.
Cuando el locutor habló del Destripador de Grantley, Elaine aguzó los oídos. El plano en pantalla pasó a unas tomas exteriores. Apareció una joven con la comisaría de policía de fondo. Elaine observó las reacciones de George mientras la chica hablaba.
—El caso del Destripador de Grantley. Hoy se ha anunciado que las fuerzas de seguridad tomarán muestras de sangre y saliva a todos los varones de la zona que estén en el grupo de edad entre catorce y sesenta y cinco años. Eso significa que se harán análisis a algo más de cinco mil jóvenes y adultos. Estas pruebas a gran escala —continuó— sólo se han hecho antes una vez, en 1983, después de dos asesinatos con violación en Enderby, en Leicestershire. La policía confía en que esas pruebas eliminarán la mayor cantidad de gente posible en la lista de búsqueda del Destripador. Se utilizarán unidades móviles que irán pasando por fábricas y oficinas, escuelas y oficinas del paro. Cualquier persona que se niegue a realizar el análisis quedará bajo sospecha. Les tendremos al tanto de lo que suceda a lo largo de esta investigación.
Elaine volvió a mirar a George.
—Creo que es una buena cosa, ¿no te parece, George?
—Tienes toda la razón, querida. Si quieres mi opinión, es lo mejor que podía pasar.
Por sus muertos que no lograba entender cómo se las arreglaba para sonar tan normal. Estaba sudando.
—Quiero decir, que sea quién sea ese hombre, George, es un maníaco, un maníaco enfermo, y tendrían que cogerlo y encerrarlo cuanto antes mejor. La horca sería demasiado buena para él. Yo pienso que habría que torturarlo igual que él torturó a esas mujeres.
George asintió con la mente en otra parte. La cabeza le iba a toda marcha. ¿Qué iba a hacer? No podía hacerse el análisis. Y seguro que pasaban por su puesto de trabajo. Y que estaría obligado a hacerse la prueba junto con sus colegas.
—¿Quieres que te haga un té, George? Yo voy a tomar uno.
—Sí, querida. Eso sería estupendo.
Elaine se fue a la cocina. Bueno, parecía estar la cosa bien. Ella era la misma de costumbre. Siempre estaba encima de George, pero era incapaz de evitarlo. A él le gustaba así.
De todas formas, razonó ella, si George hubiera tenido que preocuparse de algo a estas alturas, ya se lo habría notado. Para ella era como un libro abierto. Cuando estaba sirviendo el té, George entró en la cocina a buscar su taza.
—Me voy a la caseta, cariño, quiero preparar los bulbos para plantar esta primavera. No tardaré mucho.
—Muy bien, entonces. ¿Quieres que te llame cuando empiece Gente del barrio?
—No. Esta noche no me importa, tengo demasiado qué hacer.
Salió de la cocina y Elaine se fue a la sala sintiéndose un poco más feliz. Si él hubiera estado preocupado por algo, no iría a hacer algo tan corriente como ponerse a ordenar los bulbos de primavera.
George se encerró en la caseta y encendió la luz. Colocó un trozo de tela sobre la ventana y luego encendió una estufita de gas Calor. Enseguida la caseta estuvo caliente y confortable. Fue bebiendo su té sentado en la vieja butaca, pensando en serio el aprieto en el que estaba. No lograba ver salida alguna. Finalmente, se levantó y quitó los catálogos de jardinería del escritorio para poder sacar sus libros y revistas con gran reverencia. Se terminó el té y se acomodó en la butaca poniéndoselos sobre las rodillas.
Se puso a ojearlos distraídamente, pero esa noche no sentía nada. Ni siquiera aquella semierección que solía producírsele sólo con tener el material a su lado. Repasó la pila entera y eligió una de sus favoritas. Se quedó mirando la cara de la chica e intentó vaciar su mente de todo lo demás. Cerrando los ojos, se imaginó a sí mismo poniéndose a horcajadas sobre ella y abriéndose camino con el pene al interior de su boca contra su voluntad. La respiración se le fue acelerando y entonces abrió la bragueta de los pantalones, se sacó el pene e intentó infundir algo de vida en él.
Empezaba a agitarse. Se puso a subir y bajar lentamente la piel del prepucio disfrutando con la sensación producida. Ahora, ya se veía empujándolo dentro de la vagina de la chica, apretándole los pechos desnudos, mientras ella le pedía que parase. Se lo suplicaba. Se fue estimulando, más rápido y más deprisa y las sensaciones iban alejando cualquier preocupación e incertidumbre. Estaba a punto de llegar al orgasmo cuando Elaine empezó a aporrear la puerta de la caseta.
—¡George... George! Te llaman por teléfono. Un tipo que se llama Tony Jones.
Notó la mano helada del miedo detrás del cuello. Apartó las manos de los pantalones todo lo deprisa que pudo. En aquel espacio reducido hacía un calor pegajoso a causa de la estufa de gas y sintió un mareo momentáneo al comprender lo que le decía Elaine.
—¿Me estás oyendo, George?
—Ahora mismo voy, querida. Creo que me he quedado transpuesto mirando los catálogos de jardinería.
Fuera, entre el frío y la oscuridad, Elaine volvió los ojos al cielo.
—Bueno, pues date prisa, que a ese tipo le debe estar costando una fortuna.
George se levantó y arrojó las revistas dentro del escritorio. Sólo cuando ya estaba a mitad de camino de la casa, se acordó de que llevaba los pantalones desabrochados. Se subió la cremallera a toda prisa y se bajó el jersey por encima. Tony Jones. ¿Qué coño querría ahora? Cruzó la cocina y fue al teléfono del vestíbulo.
—Diga.
—¿Georgie? Soy yo, Tony Jones.
—¿Qué quiere? —dijo en tono seco.
—Tranquilo, le dije a tu mujer que era un amigo tuyo. Supongo que tendrás algún amigo.
—¿Qué quieres, Tony?
—Me han llegado unas películas nuevas, Georgie, y creo que a ti te van a gustar.
—Ando un poco corto de dinero en estos momentos.
—Bueno, pásate a verme y ya te haré un precio. Tú eres un buen cliente y me sentaría muy mal perderte, Georgie —ahora la voz de Tony sonaba cordial.
—Intentaré ir por ahí durante el fin de semana.
—Ya verás como quieres ver estas películas, compadre, son dinamita. ¡Menudas palomitas! Unas tetas como no habrás visto en tu vida...
George ya se lo estaba imaginando y Tony lo sabía. Sabía perfectamente cómo vender su mercancía.
—Hay una que tiene un cuerpo de cojones, como de amazona, y le gusta, Georgie. Por mucho que chille y proteste. Se la ve correrse en la película.
George ya se estaba poniendo caliente. Quería aquellas películas. Y las quería ya.
—Estaré ahí mañana por la tarde después del trabajo, ¿OK?
—Ya sabes que merece la pena.
Se cortó la comunicación. George colgó el aparato.
—Tráeme el periódico, George —la voz de Elaine le llegó a toda pastilla y él se sintió encoger en su interior. Recogió el periódico que estaba sobre la mesa del teléfono y se lo llevó a la sala.
—Aquí tienes, cariño.
—¿Quién era?
—Oh, un amigo del trabajo para hablar de mi despedida.
—¿Una despedida? ¿Para ti? —la voz de Elaine sonaba incrédula.
—Sí, Elaine. Para mí.
Entonces George se sintió molesto. Con todo lo que le estaba pasando, lo que menos falta le hacía era una de las frasecitas punzantes de Elaine. Le iría bien enterarse de que tenía amigos. A ver si eso le cerraba la boca de una vez.
—Ya sé que encuentras difícil de creer que haya gente a la que le caigo bien, ¡pero la hay!
A Elaine le fastidió aquella actitud.
—Perdona, George, pero después de quince años pensaba que si tenías amigos los habrías mencionado de vez en cuando.
—¿Es que alguna vez te interesó saberlo, Elaine? Contéstame a eso si puedes. ¿Es que alguna vez quisiste saberlo?
Con eso se volvió a su caseta. Era consciente de que había bajado la guardia ante Elaine, pero estaba contento. Eso le daría algo en qué pensar para variar. Con él siempre lo daba todo por sentado. Se encerró en la caseta y volvió a encender la estufa de gas.
Quince minutos después volvía a estar metido en su mundo de fantasía.
George estaba sentado en su mesa. Ojalá no se hubiera molestado en ir a trabajar. No había más tema de conversación que los análisis de sangre. Peter Renshaw hizo una de sus fulgurantes apariciones. George deseó que le hubiera tocado uno de sus viajes de venta a Yorkshire, o mejor aún, a Escocia. La insistencia de Peter en ser amigo suyo le sacaba de quicio. ¿Pero no le había dicho anoche a Elaine que tenía amigos? George consideró esa idea durante un rato. Veía a Renshaw monopolizar las conversaciones, recorriendo con los ojos el grupito que le rodeaba mientras trataba de atrapar a los que le escuchaban.
George se preguntó si en realidad tenía algún amigo. Era la primera vez en muchos años que se le había ocurrido pensar en eso. De niño no había tenido muchos, pero aquello era por culpa de su madre. No animaba a sus hijos a que llevasen amigos a casa. George frunció los labios sin darse cuenta. No recordaba haber llevado nunca a nadie a su casa. No conseguía recordar un solo amigo de verdad. Empezó a sentir lástima de sí mismo. Sin amigos. Cincuenta y un años y sin amigos. Sin amigos de verdad. Hasta Elaine tenía amigos. Cajeras grandes, gordas y relucientes que se vestían como rameras y se pasaban la vida en salas de bingo como carneros vestidos de corderos. Su madre tenía razón con Elaine. Le dijo que aborrecería el día que se casó con ella, y así era. Pero en otros tiempos, Elaine era una dulzura. En tiempos muy lejanos. Era la única muchacha que alguna vez había mostrado una chispa de interés por él, y él se sintió agradecido. Hizo una mueca. ¿Agradecido a ella?
Ahora podía tener la mujer que quisiera. De hecho, tenía las mujeres que quería. Dejó vagar su mente hasta Leonora Davidson. No tenía el menor remordimiento. Estaba sola, sin marido ni hijos que se preocuparan por ella. Una mujer sola, simplemente. En realidad, le había hecho un favor. Últimamente, no le gustaba pensar en Geraldine O’Leary. Sus hijos habían salido en el periódico local. Unos niños preciosos, igual que su madre. Elaine le dijo que se habían llevado a su marido a un manicomio. Que había tenido un ataque de nervios. Apartó la idea de su cabeza. Tenía cosas más acuciantes en las que pensar.
—Oye, Georgie... ¡estoy hablando contigo! —la voz potente de Peter Renshaw resonó entre las paredes. George lo miró—. Ya tengo en marcha tu despedida, compadre. El viernes de la próxima semana en el Fox Revived. Nos reuniremos allí todos justo después del trabajo. Y tengo una sorpresa para ti, amiguete. Una puñetera sorpresa. Bien grande.
George le sonrió.
Josephine Denham entró en el despacho. Como de costumbre, venía inmaculada. Llevaba unas grandes gafas de montura gris que le daban un aire de inteligencia y sofisticación, y llevaba en la mano un fajo de papeles.
—¿Quieren atender un momento, por favor?
Todo el mundo la miró.
—La unidad móvil de sangre vendrá el jueves 22 de este mes. El personal de oficinas será el primero en hacerse la prueba, y luego irán los de almacén y fabricación. Si lo hacemos por un sistema rotatorio, no afectará demasiado a la producción. He hablado con la policía esta mañana y me dicen que nos entregarán unos cuestionarios cuando se acerque el momento. El que no esté en el trabajo ese día me tiene que justificar su ausencia a mí personalmente. Yo pasaré luego el recado a la policía. Si hay alguien que esté en contra de hacerse la prueba, le ruego que venga a verme con toda libertad, aunque yo personalmente no veo ninguna razón para poner objeciones.
Recorrió con los ojos el pequeño mar de rostros y resultó evidente que cualquiera que se negase sería juzgado inmediatamente, al menos por parte de ella. Como nadie contestó, giró sobre sus talones y salió de la habitación. Sus pisadas resonaban sobre el suelo de baldosas mientras se alejaba.
—Pues yo voy a ir a verla, aunque no será para hablarle de nada del análisis de sangre, ¿eh, colegas? ¡Yo tengo un buen trozo de salchicha de puerco para darle cuando quiera!
Todos se rieron, hasta George, aunque su cabeza era un torbellino.
¿Qué coño iba a hacer?
Miró el reloj. Las once y media. Se levantó de la silla y empezó a ponerse la chaqueta.
—¿A dónde vas, George? —eso se lo dijo Carstairs, un hombre con el que George llevaba quince años trabajando y al que apenas conocía.
—Pues la verdad, me voy al pub a comer algo.
—¡Pero si sólo son las once y media!
George nunca se marchaba hasta las doce en punto como un clavo.
—Ya sé leer la hora, sabes. —Y con eso salió de la oficina.
—¡Pues vaya, tú! —Carstairs miró a los demás.
Peter Renshaw cogió su zamarra, se la puso y salió de la oficina detrás de George. Lo alcanzó ya en el Fox Revived.
George entró y notó el calorcito del pub. Sabía que Peter estaba detrás de él e intentó ignorarlo, con la esperanza inútil de que pillaría la indirecta y lo dejaría solo. Pero ése no sería Peter Renshaw. Cuando George pidió su bebida, Peter se abrió paso hasta quedar junto a él, pidió la suya y pagó las dos. George suspiró. Tomó el vaso, se lo llevó a una mesita junto a una ventana y se sentó. Renshaw fue tras él.
—A ver, Georgie, ¿te encuentras bien?
Dio un trago a su media pinta y asintió. Renshaw, decidió, era como un virus. No había más remedio que aguantarlo hasta que decidiera irse.
—Oye, George, ya sé que esto del despido te ha afectado mucho, pero en realidad es lo mejor que podía haberte pasado. O sea, quiero decir, quince años de servicios leales. ¿Supongo que te esperarás tus buenas veinticinco mil, no?
A George se le pusieron los ojos como platos.
—¿Tanto?
—Sí, he estado hablando con Jones. Dice que como no es una baja voluntaria, a todos os darán un despido dorado. O sea, como hicieron con los estibadores y los de las fábricas de coches. Van a pagarte bien, Georgie, muchacho.
—¿Veinticinco mil libras?
Peter sonrió.
—Eso es un buen montón de guita, Georgie. ¡Creo que el próximo asalto te lo apuntas!
Ahora sonrió George. Esta vez, con su sonrisa secreta. Ahora se sentía un poco mejor. Le quedaban cuatro semanas más de trabajo. Luego podría ir a donde quisiera. Hasta entonces tenía que evitar el análisis de sangre.
Pero ¿cómo?
Sonó el teléfono y Kate lo descolgó. Estaba hasta las cejas de declaraciones, había ido dando vueltas al mismo tema una y otra vez. Tenía que haber algo, algo sin importancia, que se les hubiera escapado.
—Inspectora Burrows.
Al otro lado resonó la voz de Patrick y Kate notó que se le tensaba el estómago.
—¿Qué te pasó anoche? Traté de hablar contigo por teléfono, pero lo tenías desconectado o estabas por ahí de juerga.
La voz sonaba alegre, pero Kate detectó también un punto de inseguridad. Cuidadosamente oculto, pero presente, de todos modos. Cerró los ojos.
—Tenía que terminar un trabajo. Pensé en llamarte hoy, pero estoy hasta arriba. Doy por hecho que sabes lo de los análisis de sangre —el tono de voz le salió más duro de lo que pretendía.
El teléfono quedó en silencio.
—¿Puedo verte más tarde, Kate? Me parece que necesitamos hablar.
Kate suspiró. Aunque se suponía que Caitlin estaba leyendo declaraciones, sabía que tenía los oídos en alerta roja.
—Te llamaré desde casa. Cuando consiga llegar. —Colgó sin decir adiós.
Miró a Caitlin, que ahora la observaba abiertamente.
—¿Qué estás mirando? —el tono sonó infantil, petulante y se dio cuenta.
—No lo sé, no tiene etiqueta —la voz de Caitlin fue como de niño pequeño.
—Oh, vete a la mierda, Kenny.
Caitlin se rio y luego dijo, ya serio:
—Ahora no te portes como una tonta y muerdas la mano que te da de comer. Te ha hecho un buen favor, chica, a ver si te das cuenta.
Kate bajó los ojos y fingió que se ponía a leer otra declaración.
Lo que Caitlin le había dicho tenía el marchamo de la verdad, pero su orgullo quedó herido. Kelly había logrado lo que ella se había pasado meses intentando sin obtener una palabra de respuesta.
Y eso le daba rabia.
Patrick se quedó mirando el auricular.
Le había colgado el teléfono. ¡Le había colgado el teléfono tal cual! No se lo podía creer.
Colocó el auricular en su soporte con un destello de irritación en su rostro. ¿Pero quién cojones se creía esa Kate Burrows que era? La noche anterior le había eludido. Y ahora le colgaba el teléfono, aparte de todos aquellos sarcasmos sobre los análisis de sangre. Había tenido la impresión de que aquello era lo que quería.
Al entrar en la sala de estar, Willy, que estaba leyendo el periódico, se levantó a toda prisa.
—¿Qué, estabas cómodo? Espero que no haya interrumpido nada...
—Perdona, Pat, pero es que estaba intentando descansar cinco minutos.
—Vete a preparar el coche, Willy. En fin, si no es demasiada molestia, digamos, no quiero ni pensar que te hago trabajar demasiado...
Willy salió precipitadamente haciendo ruido con el papel del periódico que intentaba plegar mientras salía.
Patrick sonrió. Dejó vagar la vista por la ventana y de pronto se vio asaltado por el recuerdo de Renée. La estaba viendo ahora mismo, con los ojos de su imaginación. Ella sí que no se paraba en barras a la hora de colgarle el teléfono. Le gritaba: «Escucha, colega, ahí afuera», y señalaba por la ventana, «serás un gran hombre, pero en esta casa no eres más que mi marido. ¿Lo entiendes bien?».
Se rio. Renée tenía tanto genio... Tal vez por eso le gustara tanto Kate.
¡Colgarle el teléfono de aquel modo, qué caradura, la perra!
Cinco minutos más tarde, estaba en el asiento trasero de su Rolls Royce camino del salón de masajes de Manor Park.
Sonrió.
Le había colgado el teléfono de verdad.
¡No se lo podía creer!
Maybelline Morgan era famosa por sus grandes pechos y su boca todavía más grande. Y ahora discutía violentamente con Violet Mapping sobre un cliente.
—¡Siempre me ocupo yo, Vi, y tú lo sabes jodidamente bien, cojones!
Violet apretó los dientes.
—Pues no te quería a ti, Maybelline. Quería a la chica rubia y ya está.
Los ojos de Maybelline parecían trozos de pedernal. Agitó una uña pintada de rojo oscuro ante las narices de Violet.
—No me jodas más, Vi, cojones. Me hace falta la tela y tú lo sabes. No vas a darme por el culo. Ya sé que la palomita esa anda moviendo el coño para ti y que por eso se lleva todos los cabritos buenos.
Clavó el dedo con fuerza en el pecho de Violet.
—Empezaré contigo primero, y después con ella. Y os voy a arrancar el pellejo a las dos...
Violet sabía que la discusión la estaban oyendo la mayoría de las chicas, sentadas todas al otro lado de la puerta de su despacho. Si no hacía callar de una vez a Maybelline, iba a perder autoridad. Agarró a la otra por el pelo y al mismo tiempo le metió un buen rodillazo en la barriga. Maybelline se dobló por la mitad. Sin soltarle del pelo, Violet le estrelló la cara contra la esquina de la sólida mesa de madera. Maybelline cayó redonda sobre el suelo alfombrado, sangrando por una ceja.
Violet le sonrió con maldad.
—No te atrevas a amenazarme otra vez. Y ahora ya puedes recoger tus cosas y largarte.
Maybelline se enderezó apoyándose en la mesa y se puso frente a Violet. Su rostro largo y huesudo enmarcado por aquella melena de color fuego estaba retorcido por el odio. Metió la mano en el bolsillo de la falda y la sacó con una navaja. La hoja hizo un destello y refulgió bajo la luz fluorescente.
Violet se quedó pálida, cosa que no pasó desapercibida a Maybelline. Saltó hacia delante lanzándole una cuchillada. Violet se puso los brazos delante para defenderse y notó el frío del acero morder en su piel justo encima del codo, golpeando contra el hueso con una ferocidad tremenda. Maybelline alzó la navaja de nuevo y volvió a atacar a Violet. Esta vez la pilló en una de las mejillas. Ambas mujeres estaban pringadas de sangre.
Violet hizo un esfuerzo para agarrar a Maybelline de las muñecas. Empleando toda su considerable fuerza, logró mantener separados sus brazos de la otra mujer.
Patrick Kelly y su escolta entraron en el salón de masajes para encontrarse con un gran alboroto. Mujeres y chicas se apiñaban en torno a la puerta del despacho y Kelly oyó los gritos y juramentos que salían de allí dentro.
—¿Pero qué coño pasa aquí?
Las mujeres abrieron paso como el mar Rojo al reconocer su voz. Los dos hombres entraron al interior de la oficina.
—¡Me cago en la puta! —la voz de Patrick sonaba incrédula. Sin decir una palabra más agarró a Maybelline y Willy agarró a Violet. Aunque trataron de seguir peleando, las mujeres quedaron separadas. Patrick golpeó con la mano de Maybelline en la mesa hasta que soltó la navaja. Luego, la apartó de un empujón y pisó el arma. Willy soltó a Violet de buena gana—. ¿Pero qué pasa aquí? ¡Tú! —Kelly apuntó a Violet con el dedo—. ¿Qué cojones ha pasado?
Le contestó Maybelline.
—Es que anda repartiendo los primos a su gusto, señor Kelly, y ya estamos todas hartas. Y esa palomita que se folla ya se ha hecho más de mil libras esta semana. Cualquier cabrito decente que aparece por aquí va para ella. Yo y las otras chicas no hemos hecho más de un par de cientos. Si no se hace algo, nos iremos todas al paqui del final de la calle. Por lo menos, ése cuida a sus chicas como debe.
Patrick estaba mudo de asombro. Había sangre por todas partes y el recuerdo del sida se le pasó por la cabeza.
—A ver, quiero que las dos os vayáis a la cocina y que os limpiéis, y después os quiero aquí de vuelta para ver si arreglamos todo este asunto. Tenéis diez minutos, así que moved el culo con aire.
Las dos mujeres salieron del despacho y fueron rodeadas de inmediato por las demás chicas. Willy cerró la puerta y miró a su jefe arqueando las cejas.
—Si tengo que serte sincero, Pat, esa Maybelline tiene su razón, sabes. Ya he oído que la Vi está loca por esa palomita. Bueno, es algo que tenía que pasar, ¿no? Hasta las bolleras más grandes se ponen raras cuando van para viejas.
—¡Cierra el pico, Willy! Te pago para que conduzcas el coche y me guardes las espaldas. Si quisiera cotilleos, habría contratado a un gacetillero, ¿vale?
Patrick salió del despacho y se fue a la cocina. Dio unas palmaditas en el hombro a una negra jovencita.
—Hazme un favor, Suzie, coge un cubo y una bayeta y limpia el despacho, ¿quieres, guapa? Te apuntaré un servicio.
—Sí, vale, señor Kelly.
Diez minutos después, Patrick estaba sentado en la mesa del despacho con Maybelline y Violet de pie delante de él como unas colegialas recalcitrantes.
—Ya se lo digo, señor Kelly, si no nos llevamos el trozo de tarta que nos toca, nos abriremos de aquí. Éste no es el único sitio donde se trabaja, ¿sabe?
—Yo siempre he cuidado de mis chicas. Me duele que des a entender que os estoy haciendo de menos, Maybelline.
Violet habló:
—He meado fuera del tiesto, Pat. Lo admito.
Maybelline le sonrió y Kelly meneó la cabeza. Aquellas mujeres siempre le asombraban. Se lanzaban una a la garganta de la otra y al minuto siguiente volvían a ser las mejores amigas.
—No me gusta que mis chicas lleven armas. Si descubro que vuelves a traer una navaja o cualquier cosa así, Maybelline, habrá problemas. Problemas gordos. ¿Entendido?
—Sí, señor Kelly.
—Y ahora tú, Violet, lo que quiero es que tengas claras tus prioridades de aquí en adelante, y si vuelve a pasar otra cosa como ésta os pongo a todas juntas en la calle. Y ahora, largo de aquí las dos y dejadme solo.
Las dos mujeres salieron de la habitación.
—Sírveme un coñac, Willy, uno grande.
Willy fue al armarito de las bebidas y lo abrió. Levantó en el aire una botella de Remy Martin. Vacía.
—Me temo que sólo queda whisky.
Patrick apretó los puños.
—Eso vale. —Se levantó de la mesa y fue hasta la puerta—. ¡Violet! —la voz sonó tan fuerte que las chicas pegaron un salto en sus asientos. Violet salió corriendo de la cocina con cara pálida.
—¿Qué, señor Kelly?
—¡A ver si paras de beberte mis putas botellas! No me extraña que este sitio sea un manicomio. ¡Estáis todas borrachas o drogadas!
Cerró otra vez el despacho de un portazo.
Aceptó el whisky que Willy le ofrecía, se lo bebió de una trago y le tendió el vaso para que se lo rellenara de inmediato. Luego, se sentó ante la mesa, abrió el cajón y sacó los libros. Si Violet estaba haciendo trampas a las otras chicas para favorecer a su palomita, había muchas probabilidades de que también se las hiciera a él.
¡Jodida Violet! Hubiera apostado dinero a que era la más fiable de todas las tías que trabajaban para él. Eran amigos desde hacía años.
—Willy, vete fuera a buscarme una botella de Remy Martin y pásale la factura a Violet. ¿OK?
Willy asintió y salió del despacho. Patrick empezó a repasar las cuentas. Sonó el teléfono y lo descolgó.
—¿Sí? Aquí Kelly.
—Pat, gracias a Dios que estás ahí, estaba intentando localizarte. Será mejor que muevas el culo y aparezcas por aquí, compadre.
—¿Qué pasa, Karen?
—Problemas, Pat. Problemas gordos.
El teléfono quedó mudo.
Kelly cerró los ojos. Si alguna otra mujer le colgaba el teléfono hoy armaría una buena. Guardó otra vez los libros y esperó a que volviese Willy.
—Venga, tú, nos vamos a Barking. Karen acaba de llamar: hay lío por allí.
Salió del despacho. Al pasar junto a Violet y las chicas, la apuntó con el dedo y le dijo:
—No toques las botellas, y no me toques los libros, Vi.
Llegaron al coche y salieron camino de Barking. Más complicaciones con las putas chicas, supuso. Con esas puñeteras furcias, la mitad de las veces ni te salían las cuentas.
Pero el problema era mayor de lo que se esperaba.
Nada más cruzar la puerta de cristales oscuros de su salón de masaje en Barking, Kelly se sorprendió al ver a todas las chicas calladas con la cara pálida. Entró en el despacho, donde Karen, la encargada, estaba bebiendo coñac.
—¿Ese coñac que te bebes es el mío?
—Oh, cierra el pico, Pat. Pasa adentro.
A Karen le temblaba la voz y él la siguió sin hacer preguntas.
Karen lo llevó a la zona de las habitaciones, y con grandes lágrimas corriéndole por la cara le señaló uno de los cubículos con las cortinas cerradas.
—Está ahí, Pat. Yo soy incapaz de entrar. No sabía qué hacer. Todavía no he llamado a los maderos, ¡es que simplemente no sabía qué hacer!
La voz sonaba a angustia. Willy había ido detrás de ellos y Patrick le indicó que abriese las cortinas. Sin querer, sintió un estremecimiento de miedo.
Willy abrió la cortina y Patrick y él se quedaron mirando atónitos. Había una chica tumbada sobre la mesa. Tenía un pelo rubio largo que casi tocaba el suelo, y sus ojos estaban cerrados. Si no fuera por el ángulo imposible del cuello, se hubiera pensado que dormía. Estaba semidesnuda. El minúsculo minitop seguía en su sitio, aunque los pechos asomaban por debajo, por donde habían tirado de él para arriba. La parte baja del cuerpo estaba al aire y las piernas completamente abiertas.
—Está muerta, Pat. Me la encontré así tal cual. El muy bestia debe haberse ido por la puerta de delante —la voz de Karen se volvió a quebrar.
—¿Qué aspecto tenía, Karen? —Patrick la sacudió con rudeza—. ¿Pudiste echarle un vistazo a la jeta?
Karen negó con la cabeza.
—No. A mí todos me parecen iguales.
—Bueno, pero alguien tiene que haberlo visto, coño. Tápame a esa pobre corderita, por Dios santo.
Se fue a la entrada del salón. Todas las chicas sufrían algún tipo de conmoción.
—¿Ninguna vio a ese tío? ¿Ninguna se acuerda de cómo era?
Todas menearon la cabeza, pero una muchacha china respondió:
—Me parece que fue uno viejo que vino esta tarde. Ésa fue la última vez que vi a Gilly.
—¿Esta tarde a qué hora?
—Sobre la una. La una y media.
Patrick se quedó anonadado. Miró el reloj.
—¿Queréis decir que lleva ahí tirada desde hace más de cinco horas? ¿Qué estaba ahí muerta y todas vosotras andabais a vuestros putos asuntos y que ninguna se dio cuenta de que no estaba?
Todas las mujeres se lo quedaron mirando.
—¿Qué aspecto tenía?
La muchacha se quedó pensando.
—No sé... unos cuarenta y ocho años, o cincuenta... llevaba barba...
—No. Con ése me ocupé yo. Ése es el señor Jenkins. Viene conmigo todas las semanas —la que hablaba era una chica de pelo moreno que miraba a Patrick con timidez—. El señor Jenkins siempre es muy amable, señor Kelly, muy educado.
—Llamaré a los maderos —dijo Patrick con voz calmada.
Era como si estuviera sucediendo otra vez lo de Mandy, sólo que ahora era por su culpa. Algún cacho de mierda había cogido aquella chica y la había asesinado, y era culpa suya porque él era el dueño de aquel local. Era el dueño de hasta el último ladrillo y la última cara y la última chica que trabajaba allí.
Fue al despacho y llamó a la policía. Luego se sentó en la silla y esperó a que llegasen.