Capítulo Nueve

Para pasar la fiesta del Boxing Day, Elaine y George habían ido de paseo por Grantley Woods. Al pasar en el coche por Vauxhall Drive, George sonrió para sus adentros. Se preguntó por un instante qué haría Elaine si se enterara de que él era el Destripador de Grantley.

Por el momento, sin embargo, ella sólo estaba interesada en sus vacaciones con las chicas y en sus dos noches libres a la semana. George sabía que estaba un poco resentida por lo interesado que estaba él en que tuviera una vida social propia. Se ve que ella pensaba que era un acto de egoísmo por parte de George. No podía estar más equivocada.

Las noches que Elaine salía con sus amigas, él lo hacía a patrullar. Le gustaba esa palabra. Patrullero, patrullar, patrulla. Tenía algo que ver con proeza, otra de sus favoritas. Mientras Elaine andaba por ahí callejeando, él podía patrullar en paz o ver sus vídeos sin interrupciones. Había quedado con ella en que lo llamase cuando quisiera volver a casa, que él iría a recogerla para asegurarse de que no corría peligro.

Sonrió de nuevo. En realidad, todo lo que él quería saber era cuándo volvía para así poder despejar el terreno. Aquellas salidas suyas habían hecho maravillas en su matrimonio. Ahora, cuando estaban en casa, tenían orquestada una especie de tregua. Él no la molestaba y ella cerraba aquella bocaza de todos los diablos. Ojalá lo hubiera hecho años antes.

¡A tomar por el culo Elaine! Sonrió otra vez. Ni pensarlo. Elaine no le permitía siquiera tener lo que llamaba sexo normal.

—George, ¿en qué estás pensando?

Lo miró con mirada escéptica. No soportaba aquellos largos silencios suyos. Aparcó el coche delante de casa y le sonrió.

—Estaba pensando sencillamente en lo afortunado que soy por tener una esposa como tú.

Elaine se apoyó bien en el asiento del coche para poder verlo mejor.

—¿De verdad, George?

—De verdad. Eres una buena esposa, Elaine.

—Oh. Bueno, pues gracias.

Salieron del coche y George notó que ella no le devolvía el cumplido.

Elaine subió por el sendero del jardín y él fue tras ella. Al abrir la puerta de entrada, el teléfono empezó a sonar y salió corriendo a contestarlo.

George se despojó de su Burberry y lo colgó en el armario del recibidor.

—¡Es tu hermana Edith desde América!

George cogió el teléfono.

—¡Hola, Edith! —había verdadero afecto en su voz. Siempre había estado muy cercano a ella. Los dos habían sufrido los embates de la lengua de su madre y tenían una afinidad natural.

—Hola, Georgie. No podía dejar de llamarte, ¡feliz Navidad!

—Y para ti también, querida, y para Joss. ¿Cómo están los chicos?

Elaine sonrió al ver la felicidad de George. Sabía Dios que aquel pobre hombre no había recibido prácticamente nada de su familia, y también a ella le gustaba Edith desde siempre. Tenía la misma manera de estar de George, una especie de comportamiento tristón que en una mujer resultaba atractivo, mientras que en un hombre como George era irritante. Elaine fue a la cocina y preparó dos cafés irlandeses. ¡Qué coño! Era Navidad. Cuando George terminó de hablar por teléfono, fue radiante a su lado.

—Te manda su cariño y dice que quiere que vayamos a verlos y nos quedemos con ellos.

Edith los invitaba todos los años. Elaine se mordió el labio un instante con la cara redonda pensativa.

—Podemos ir este año que viene, ¿no crees, George? Nos lo podemos permitir sin problemas, y Edith y tú siempre habéis estado muy unidos. Para nosotros serían unas vacaciones fantásticas.

George captó su excitación.

—Sí, iremos. Oh, Elaine, tenemos que ir. —Contempló su cara emocionada y casi sintió amor por ella.

—Pues bien, George, entonces me ocuparé de todo después de vacaciones. Y ahora voy a ver la película. ¿Vienes?

—Dentro de un ratito, amor mío. Creo que me tomaré el café aquí y prepararé algunos planes.

—Bueno, vale. —Y se marchó radiante de la cocina.

George se sentó ante la mesa blanca de formica y sonrió. Luego se acordó de lo del despido. Apretó los puños. Elaine todavía no sabía que iba a perder el trabajo. El dinero del despido sería una buena cantidad, pero no era lo mismo que tener un salario fijo.

Se animó. ¡Podía poner el dinero de la indemnización en una cuenta distinta! Luego, volvió a desanimarse. ¿Dónde podía pasarse todo el día? No, Elaine lo descubriría. Siempre descubría las cosas. No tenía más remedio que ir y contarle la verdad.

No obstante, se irían a Florida a ver a Edith. Eso estaba más que decidido.

Recordó a Edith cuando era una muchachita. Era una preciosidad. No demasiado alta, se había desarrollado muy joven. Tenía el mismo pelo castaño parduzco de George, sólo que en ella se veía bonito. Tenía unos suaves rizos que de algún modo hacían que pareciera más suave. Tenía una piel blanca de porcelana que dejaba ver perfectamente las venas azules, especialmente en lo alto de los pechos. Tenía unos bonitos ojos grises con grandes párpados que le daban un aire sensual, una boquita de capullo y mejillas redondas, suaves y rosa. Su madre siempre había odiado a Edith. Y entonces, un día se marchó. Sólo George sabía que se había escapado a Brighton con un viajante, pero la madre sospechó lo suficiente y le sacó a correazos por dónde andaba su hija. Y él tuvo que delatar a su hermana, pobre Edith. La escena de cuando Nancy apareció en el hostal Shangri-La debió de ser algo terrible. Como siempre, su madre se salió con la suya. Edith estaba embarazada y sola, el viajante la había abandonado cuando le contó que estaba en estado.

¡Y cómo se lo hizo pagar la madre! ¡Oh, cómo! Le producía un gran placer reprochárselo a Edith a la más mínima oportunidad. ¡Aquella madre que juraba a todo el mundo que adoraba a sus hijos!

Edith había ido adelgazando mientras otras mujeres embarazadas florecen. Llegó a parecer un espectro: toda su vitalidad y su capacidad de lucha fueron desapareciendo gradualmente. Y luego, cuando por fin se puso de parto, a Edith la dejaron en su habitación para que diera a luz sola, sin más ayuda que las reprimendas que le lanzaba su madre. George se había quedado sentado fuera escuchando.

—Todos los niños llegan al mundo con dolor, Edith, pero ninguno con tanto dolor como un hijo bastardo.

Apretó los dientes. Entonces sólo tenía trece años, pero lo único que deseaba era irrumpir en aquel dormitorio y tumbar a su madre de un buen golpe. Los gritos y gemidos de su hermana le llegaban al alma. Estuvo allí sentado toda la noche y parte del día siguiente hasta que por fin oyó un ligero maullido como de un gatito y supo que después de tanto dolor el niño había nacido sano y salvo.

Edith adoraba a la criatura. Lo quería con todo su alma y su corazón. Pensaba en su ignorancia que su madre le permitiría quedarse con él porque nunca habían hablado de darlo en adopción. Creía en el fondo de su corazón que Nancy se ablandaría ante ella y el niño una vez que hubiera dado a luz, y que les haría un rinconcito en su corazón. Pero no fue así. Cuando el niño tenía dos meses, vinieron a llevárselo. Una mujer grandota de una agencia de adopciones, con unos ojos azules duros y acerados y un sombrero con cerezas, y otra mujer más pequeña, más amable, con ojos acuosos y una gran carpeta gris. Edith había chillado, suplicado y mendigado de rodillas, pero su madre no iba a ceder. Disfrutaba con aquello.

Al final, la mujer grande con las cerezas en el sombrero arrancó de los brazos de su madre a la criatura en pleno llanto, arrastrando a la pobre Edith unos cuantos pasos con ella hasta que cayó sollozando sobre el linóleo. Y así se acabó todo. El hijo de Edith desapareció de la casa y de su vida. Y allí se quedó ella, desolada, con el corazón partido. Al día siguiente, George vio que su madre obligaba a Edith a beberse una taza de té frío cargado de sal de frutas para ayudar a que se le cortase la leche de los pechos. Y ese día acabó odiando a Nancy. Cuando pocos años después Edith conoció a Joss Campbell, se alegró muchísimo por ella, porque Joss era mayor que Edith y era algo más que un rival para Nancy. Cuando su madre le contó lo del hijo ilegítimo, como siempre había contado a cualquier hombre que se interesara por Edith, Joss se limitó a sonreír. Sonrió y dijo que la querría bajo cualquier circunstancia. Sólo por aquella frase, George adoró a Joss.

Sí, iría a ver a Edith. Aunque le costase hasta el último penique del dinero del despido. Ya tenía cincuenta y un años y Edith cincuenta y cinco, la vida se iba gastando, y quería verla antes de que fuera demasiado tarde.

Se bebió el café, que ya estaba frío, y agradeció el whisky que Elaine le había echado.

En algún lugar del mundo había un hombre, un hombre de treinta y ocho años que probablemente estuviera casado y tuviera hijos propios. El cual, y a causa de la mente perversa de su abuela, nunca llegaría a conocer a aquella mujer dulce y cariñosa que le había alumbrado.

George lavó cuidadosamente la taza y el platillo y los colocó en el escurridor de plástico. Luego, se unió a Elaine para ver la película. Pero toda la velada siguió pensando en Edith.

Kate miró el reloj. Las seis menos cuarto. Llevaba entrevistando a gente desde las nueve de esa mañana y estaba cansada. Se sentó en el coche, puso la calefacción mientras iba escribiendo sus comentarios en un papel. El hombre al que acababa de entrevistar, un tal Liam Groves, no estaba demasiado contento de que lo interrogasen el Boxing Day. Y no le impresionó nada su explicación de que se trataba precisamente de eliminarlo de las pesquisas. De hecho, le había dicho con palabras más que claras que fuera y se multiplicase. ¡Sólo que no con las palabras de la Biblia!

Terminó de apuntar cosas y repasó la lista de sospechosos. Peter Bordez, Geoffrey Carter, John Kranmer..., la lista todavía tenía más de cincuenta nombres. Decidió que ya estaba bien por hoy.

Puso la carpeta en el asiento del pasajero y arrancó el coche. El pequeño Fiat salió a toda prisa y Kate puso la radio. «He visto a mamá besar a Santa Claus», trompeteó. Frunció el ceño y la apagó; este año no estaba para navidades. Tal vez el año siguiente estuviera en condición de disfrutarlas.

Dan había tenido la ocurrencia de llevar a Lizzy y a su abuela a un musical navideño. Lo que le dejaba el Boxing Day libre para seguir avanzando en su trabajo. Se aferró al volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Fue observando las casas de las calles, mirando los árboles de Navidad que se veían por las ventanas alegremente iluminadas, los adornos que colgaban de los techos. Sabía que detrás de una puerta semejante, en alguna parte, el destripador de Grantley estaba sentado junto a la chimenea atiborrado de cosas ricas de Navidad. Podría incluso tener niños sentados a sus pies, o que su mujer hubiera dedicado un pensamiento de simpatía a las familias de las mujeres asesinadas, sin imaginarse que el hombre con el que estaba casada era quien había perpetrado los crímenes.

Kate deseó haber estado en el teatro. Deseó estar riendo y haciendo bromas y gritando «¡Detrás de ti!» y «¡Oh, no, tú no!» a la dama del escenario. Deseó estar en cualquier sitio que no fuera Grantley en ese momento.

Dan estaba haciendo todo cuanto podía por ayudarla y se lo agradecía. Al menos esta Navidad no había tenido que sentir remordimientos porque Lizzy no tuviera ni a su padre ni a su madre con ella. Oh, Evelyn estaba bien, adoraba a su nieta, pero a veces Kate sentía una punzada de remordimiento por tanto tiempo como pasaba separada de Lizzy. En realidad, era como un chiste, porque si hubiera sido uno de los policías varones ni siquiera se le hubiera ocurrido pensarlo dos veces. Pero como era mujer, tenía que hacer equilibrios entre la vida doméstica y el trabajo en la policía con precisión de experta. Se consoló pensando que su hija lo entendía. Y Lizzy, bendita sea, lo entendía de verdad.

Sabía lo importante que era el trabajo de Kate. Que aquello era lo que mantenía un techo sobre sus cabezas y que además hacía un servicio a la comunidad. Cuántas veces había aparecido Kate en el salón de actos del colegio cuando ya era tarde para el acontecimiento, y con su chófer al lado aguantando con disciplina y muy apurado las payasadas infantiles del escenario. Pero sabía que Lizzy agradecía que apareciera y que su reputación como inspectora detective no se deterioraba por el hecho de ser madre. Al contrario, los miembros del DIC la admiraban. En fin, si tenía que ser sincera, sólo los de más edad.

No obstante, hoy estaba acabada. Ya había tenido bastante. Aquella investigación podía con ella. Cuánto daría por tener un regazo cálido y amoroso en el que reposar la cabeza. No iba tan lejos como decir un hombre cálido y amoroso con el que meterse en la cama, pero tampoco eso estaba tan lejos de su pensamiento. La llegada de Dan había despertado toda su sexualidad adormecida. El sexo con él siempre había sido bueno. De hecho, había sido maravilloso. El problema era que a Dan le gustaba tanto que era partidario de llevarlo a la práctica por todas partes y eso a Kate no le parecía bien. En absoluto.

Se paró en el cruce donde tenía que girar para ir a casa y, en vez de torcer a la derecha, como hacía normalmente, fue a la izquierda hacia las afueras de Grantley. Hacia la mansión del siglo XVIII que pertenecía a Patrick Kelly.

Decidió que se dejaría caer por allí a ver cómo se encontraba.

Patrick Kelly estaba sentado en la cama de su hija. La sentía a su alrededor. La alcoba olía a su perfume almizclado; en el suelo, junto a la cama, estaba su diario. En la mesa del tocador de dentro del amplio mirador, todos sus cosméticos y lociones permanecían como ausentes, como si supieran que nunca más iban a ser usados. Y allí, bien sola, se alzaba una gran fotografía enmarcada de Renée, Mandy y él. Los tres reían. La habían tomado en Marbella, justo antes de la muerte de Renée. Y ahora las dos habían desaparecido. Volvió la cabeza al oír unos golpecitos en la puerta. Era Willy.

—Esa tía detective está abajo, la metí en el salón.

—Gracias, Willy, ahora mismo voy. Di en la cocina que preparen una bandeja con café, ¿quieres?

El hombre asintió y salió de la habitación. Patrick se puso en pie lentamente y salió también. Bajó la escalera con los hombros encorvados como si soportase un gran peso y Kate vio cómo se ponía derecho. Avanzó hacia ella con las manos por delante, y ella se las cogió con afecto antes de pensar qué estaba haciendo.

—Señora Burrows. Encantado de verla.

Kate sonrió.

—Pasaba por aquí y pensé entrar a ver cómo se encuentra.

Los dos sabían que aquello era una mentira. Nadie «pasaba por aquí» si era la casa de Patrick Kelly.

—Es muy amable de su parte. He pedido que nos traigan café.

Kate lo siguió a la sala de estar. Había un gran fuego en el hogar y el cuarto estaba caliente y agradable. Era un poco como retroceder cien años. Kelly se sentó en el sofá junto a ella y sonrió con tristeza.

—La verdad es que me alegro de la compañía. Mi hermana no sirve de nada en estas ocasiones. Le he dicho que la vería en el funeral, aunque me supongo que va a tardar un tanto. Pero necesito compañía. Mis amigos, o la gente a la que llamo mis amigos, no son gente cercana de verdad. Y hasta ahora nunca me había dado cuenta de que en realidad tengo muy poca gente en la que puedo confiar. Sólo mi hija y mi mujer cuando estaba viva.

Kate observó su cara demacrada, tan distinta de la tersura rubia de Dan.

—En mi trabajo veo muchas desgracias; muchas veces es difícil poder desconectar.

Siguieron sentados juntos en el sofá.

—¿Y qué hay de su familia? ¿No estarán preguntándose dónde anda usted en un día de fiesta como hoy?

—Mi hija tiene dieciséis años, y hoy mi exmarido se la ha llevado al teatro, a ella y a mi madre. —Vio que un destello de dolor cruzaba la cara del hombre cuando la oyó hablar de Lizzy e imaginó que estaba pensando en su propia hija. Se apresuró a decir—: Así que ahora tengo un par de horas para mí.

Patrick Kelly notó la soledad que subyacía en la voz y supo instintivamente que eran dos cartas del mismo palo. Solitarios que trabajaban y trabajaban y que al final del día no tenían nada más que sus familias. Y cuando ya no había familia, entonces no tenían a nadie a quien mostrar todo su esfuerzo.

—¿Ha comido algo hoy?

Kate negó con la cabeza.

—No, nada desde esta mañana.

—¿Entonces por qué no come algo conmigo? Me agradaría tener compañía y a la señora Manners le queda pollo suficiente para mantener al tercer mundo y a los pobres albanos. A no ser que tenga usted que volver, naturalmente.

—Eso suena estupendo. Me encantaría tomar algo con usted, señor Kelly.

—Patrick..., me llamo Patrick. Bien, entonces, iré a arreglarlo todo.

Kate se sintió desmesuradamente complacida con aquel ofrecimiento, aun cuando era lo bastante lista como para saber que procedía del deseo de tener alguna compañía, más que la suya específicamente. Todavía le excitaba estar allí. Jugueteó muy consciente con su pelo, se atusó la ropa. Deseó haber llevado puesto el traje nuevo, pero se consoló de que por el momento a él no le importaba mucho su aspecto.

Willy trajo el café y le sonrió. Kate le devolvió la sonrisa, pero por dentro se estremeció. Aquel hombre parecía salido de la peor pesadilla. Le faltaba media oreja, y era evidente que le habían partido la nariz unas cuantas veces. Él sonrió con su boca sin dientes.

—¿Quiere que se lo sirva, guapa?

Kate negó con la cabeza.

—Ya lo haré yo, gracias.

Willy pareció aliviado y salió de la sala. Apareció Patrick Kelly. El tentempié estaría listo dentro de veinte minutos. Dejó a Kate con su café y se metió en la biblioteca para llamar por teléfono.

Dimitrios Brunos, un griego de Londres, era uno de los mejores «gorilas» del West End. Era también uno de los más violentos.

—¡Señor Kelly! ¿Cómo está usted? —la voz tenía un tono servicial.

—Escúchame con cuidado y haz correr lo que te digo por todas partes. Mi Mandy se ha muerto así que ahora subo la apuesta. Hay medio kilo para el que me encuentre al hijoputa, ¿vale?

Patrick oyó una brusca inspiración de aliento y sonrió con tristeza. Aquello podía dar resultado.

—Además, yo personalmente me voy a poner a buscar a ese mierda, así que calculo que entre todos nosotros lo encontraremos. El que me consiga su nombre, se lleva la pasta, ¿OK?

—Sí. Le ruego que acepte mi más sincero pésame. Su hija era una...

—Sí, sí, vale, Dimitrios. Yo todavía no he llegado demasiado lejos. Tú haz que todos los demás se enteren de lo que hay.

Patrick colgó el auricular y cerró los ojos con fuerza. Iba a rastrear a aquel hijoputa hasta el final. Lo encontraría y se lo haría pagar, aunque fuera la última cosa que hiciera en su vida. Se puso derecho, cuadró los hombros. Lo primero que haría al día siguiente sería llamar por teléfono al jefe superior para pedirle copia de todo lo que fuese descubriendo la bofia. Patrick tenía intención de cazar él primero al sospechoso.

Volvió junto a Kate y se sentó a su lado. Aunque fuera de la poli, pura bofia, confiaba en ella por algún motivo. Tenía la misma calma y serenidad que su Renée.

Y eso a Patrick le gustaba.

Elaine y George habían abierto una botella de vino. Elaine estaba achispada y estaban viendo en la televisión una película cómica. Las cortinas estaban descorridas y la luz de la farola envolvía en un fulgor hogareño la habitación. Para ser justos, pensó George, Elaine era un ama de casa ejemplar. En todos sus años juntos, nunca le había faltado una camisa planchada o una muda interior limpia. Sus trajes siempre iban a la tintorería cuando tocaba y no dejaba de hacerle nunca la comida. Había que admitir que la cocina de Elaine dejaba bastante que desear muy a menudo, pero por lo menos trabajaba a conciencia. Una buena mujer.

Su madre, fueran cuales fueran sus defectos —y eran legión—, había sido igual en cuanto a las labores del ama de casa. La odiaras o la amases, sus hijos siempre estaban bien alimentados. Y se aseguraba de que fueran los mejor vestidos, los más limpios y los más listos. Su casa era la mejor amueblada, limpia siempre como los chorros del oro. Se sentía orgullosa de sus cortinas de encaje de Nottingham, de las camas de madera... George pegó un salto.

Elaine le había pasado el brazo por los hombros. La miró por el rabillo del ojo. Y ahora apoyaba la cabeza en su hombro.

¡Dios santo!

—Vamos a darnos un beso, George —le dijo en voz queda, turbada.

George se concentró en la pantalla. Bette Midler y Danny de Vito se estaban peleando. La película se titulaba Por favor, maten a mi mujer. ¿Matar a su mujer? Él estaba por la labor. ¿No lo había demostrado?

—Venga, George, vamos a darnos un beso. —Elaine volvió la cara en redondo y plantó una boca mojada y pegajosa sobre la suya.

George la besó también. No sabía qué otra cosa podía hacer. ¡Por primera vez en más de dieciséis años, Elaine daba alguna señal de interés por él! Sintió un escalofrío.

—He tenido un día fenomenal, George. Un día fenomenal. Y el año que viene por fin va a ser un buen año. Trescientos sesenta y cinco días de felicidad. Me iré de viaje contigo, a Florida, a ver a nuestra Edith. Y yo también me iré a España con las chicas.

A Elaine ya le costaba trabajo pronunciar las palabras y George supuso que si se quedaba quieto acabaría durmiéndose. Le pasó el brazo por los hombros con cierta dificultad y la apretó contra él. Ella se arrebujó y cerró los ojos.

Por favor, Dios mío, haz que se duerma.

La plegaria fue atendida. En pocos instantes, el vino, el calor y las emociones del día pudieron con ella y empezó a roncar suavemente dentro de su tupido jersey de trenzas.

George lanzó un gran suspiro de alivio.

Estaba dispuesto a hacer muchas cosas para tenerla feliz, pero el sexo no estaba incluido.

Cogió el mando a distancia y cambió la televisión al vídeo. En la pantalla apareció Mandy. Había puesto el vídeo aquella noche más temprano, mientras Elaine hacía la cena. Y desde entonces estaba esperando a que se fuese a la cama. Ahora, bajó el sonido y contempló la acción de la pantalla. El elemento de riesgo le daba una emoción suplementaria.

Así que Mandy fue pasando por todo su ritual nocturno y Elaine roncaba y George estaba feliz con el dedo colocado encima del botón de cambiar a televisión del mando a distancia.

En cierto modo deseó, divertido, que Elaine abriera los ojos, pero estaba ciega de alcohol y dormía. Y George, simplemente, estaba allí sentado y miraba.

Kate había disfrutado mucho de aquel almuerzo tardío con Patrick Kelly. Se habían abierto el uno al otro. Y ahora estaba sentada junto a su propia familia y les oía contar la función de teatro.

—¡Sabes, mami, fue realmente divertido! ¡Tenías que haber visto a la dama! Daba muchísima risa. Estaba Joanie con sus hermanos. Nos sentamos juntos y nos lo pasamos fenomenal.

—Sobre todo teniendo en cuenta que decías que no querías ir —dijo Evelyn en tono jocoso—. «Soy demasiado mayor para estas funciones de Navidad, yo ya soy una adulta». ¡Y cuando estábamos allí era la que se reía más fuerte de todos!

—Siento habérmelo perdido.

—Papá estuvo muy divertido, no paró de hacer chistes. Ojalá hubieras estado allí, mami.

—También a mí me hubiera gustado, Lizzy. Suena fantástico.

—Y lo fue. Papá ha subido a darse un baño. —Lizzy miró el reloj de la cocina y soltó un gritito—. ¡Ay, Dios mío! Si no me muevo voy a llegar tarde.

—¿Y a dónde vas ahora?

—Ah, Joanie y yo nos vamos a una fiesta esta noche —se retorció un mechón de pelo entre los dedos—. Estoy segura de que ya te lo dije.

—No me dijiste ni una palabra.

—Ni a mí —dijo Evelyn con voz grave.

—Bueno, pues lo organizamos hace años y años, y Joanie va a venir a buscarme a las siete y media. De verdad que tengo que ir, mami.

Kate y Evelyn intercambiaron una mirada.

—Bueno, no recuerdo que nos hayas dicho nada del tema. ¿Dónde es la fiesta?

—Cerca de casa de Joanie, en la casa de al lado, no sé el número.

—Ya veo.

—¡Oh, mami, no lo digas así! ¡Tengo que ir y quiero ir! —la voz de Lizzy sonaba aguda y cercana a las lágrimas.

—Nadie ha dicho que no puedas ir... todavía.

Dan entró en la cocina con la bata puesta.

—¿Qué es todo este barullo?

Lizzy fue corriendo hacia él y él la rodeó con el brazo.

—Quiero ir a una fiesta y mamá no me deja ir. Y estará todo el mundo.

—Tu madre no ha dicho que no puedas ir, Lizzy, eso no es justo.

—¡Oh, abu, tengo tantas ganas de ir! Y entre todos no me convenceréis de que no.

—¡Ni lo pretendemos! Lo único que quiere tu madre es saber dónde es y quién va a estar.

—Yo la llevaré y la recogeré, ¿qué os parece?

Todos se quedaron mirando a Dan. Lizzy le dio un beso en la mejilla.

—Entonces, solucionado, iré a arreglarme. Caramba, mami, a veces el trabajo se te sube a la cabeza. Yo no soy una sospechosa, ¿sabes?

Su voz volvía a sonar feliz y Kate la miró salir corriendo de la habitación.

—Gracias, Dan. Un montón de gracias.

Dan abrió los brazos.

—¿Pero qué he hecho? Lo único que dije es que iría a llevarla y a recogerla. No hay nada malo en eso, Kate —fue contando con los dedos—: Primero, sabremos dónde es, y segundo, tenemos la posibilidad de decidir una hora razonable para traerla a casa. Tercero, echaré un vistazo para ver quién hay ahí. No veo dónde está el problema.

Salió de la cocina y Kate sintió el impulso de lanzarse sobre su espalda y arrancarle el pelo a tirones. No llevaba ni cinco minutos en la casa y ya estaba dando contraórdenes. Lizzy tendría permiso para hacer su santa voluntad mientras tuviera a su padre por allí, siempre era lo mismo, y luego, en cuanto desaparecía de nuevo, era Kate la que tenía que ocuparse de recomponer los pedazos y tratar de restablecer un poco de equilibrio.

Lanzó un profundo suspiro.

—Tiene razón, sabes, Kate. Ya no es ninguna niña.

—Oh, mami, no te subas tú también al carro. Es tan mayor que ha estado partiéndose de risa en una maldita función de teatro infantil no hace ni dos horas. No hace ni veinticuatro horas, he visto a una chica no mucho mayor que ella destrozada y a punto de morir en una cama de hospital. Hay un maldito maníaco por ahí suelto, ¡y me dices que ya es una adulta!

Evelyn puso la mano en el brazo de su hija.

—Eso no es todo lo que te preocupa, ¿verdad? ¿O sí? No, es que Dan te quite las riendas de las manos, eso es lo que ha armado este lío. Bueno, pues escúchame y escúchame bien. Eso no va a durar, como nunca dura. Pero no puedes impedir a esa niña que viva una vida normal. Estará con Joanie y sus otros amigos, y Dan va a ir a buscarla. Así que trágate el orgullo y no veas un enemigo en tu propia hija.

—Estaré encantada cuando se marche. Y es lo primero que va a hacer el día de Año Nuevo. ¡Eso te lo prometo, mamá!

—Él lo único que quiere es ver a su hija divertirse con sus amigos.

Kate suspiró ruidosamente.

—No empieces a ponerte de su lado, mami. Ya es bastante malo que Lizzy crea que el sol sale por donde su...

—¡Kate! —Evelyn le cortó aquel torrente de palabras—. Tendrías que oírte, jovencita.

Se sentó en la barra y encendió un cigarrillo. No era momento de recordar a su madre que tenía cuarenta años. Le habían estropeado aquella bonita tarde, y hubiera acabado por dejar a Lizzy ir a la fiesta, raramente le negaba nada a la niña. Pero que le arrebataran el poder de decisión de sus manos de esa manera era irritante y absolutamente injusto.

Pero Kate sabía cuándo era más que suficiente, de modo que procuró tranquilizarse.

Dan dejó a Joanie y Lizzy delante de un adosado de aspecto respetable y tras un rápido beso en la mejilla de su hija, arrancó el coche y se fue contento con la forma en que había manejado el asunto. A Kate le vendría bien darse cuenta de que también él era capaz de ser responsable.

Lizzy entró en la fiesta con Joanie e inmediatamente se vio rodeada por una muchedumbre de chicos. Llevaba una falda negra muy corta y un top con el mínimo de tela que destacaba sus poderosos pechos. Joanie permaneció a su lado mientras reía y charlaba con los muchachos. Era una chica muy diferente de la que su madre y su abuela conocían.

—Bueno, venga, ¿alguien tiene algo de fumar?

Un chico alto y delgado con el pelo desgreñado le pasó un porro y Lizzy le dio una chupada inhalando profundamente aquella mixtura fragante.

—¡Mmm, huele como a sinsemilla! —dio otra chupada más grande y retuvo el humo en los pulmones como diez segundos antes de soltarlo. Sus pechos temblaron y atrajeron la atención de todos los machos próximos.

—Llevo todo el día muriéndome de ganas de fumarme un porro. ¿Dónde están Ángela y Marianne?

—No vendrán hasta más tarde. Están intentando pillar unos éxtasis en Grays.

A Lizzy se le iluminaron los ojos.

—¡Fenomenal! Tengo que estar en casa a la una y media, así que tenemos mucho tiempo para divertirnos.

Todos se echaron a reír y Joanie sonrió incómoda. Desde que se habían juntado con esa pandilla, no se sentía demasiado feliz. Eran demasiado avanzados para ella, pero a Lizzy le encantaban. Le entusiasmaba tanta atención y excitaciones. Joanie iba un poco a rastras de ella, como siempre había hecho.

Una hora después, Lizzy estaba apoyada en la pared del jardín trasero con un chico de dieciocho años que se llamaba Joey Meeson. Le había subido el trozo de tela que pretendía pasar por una falda hasta ponérselo en la cintura y le metía mano por la parte de arriba de los muslos.

—¡Aquí no! —la voz de Lizzy sonó escandalizada.

Joey la miró y sonrió.

—Tienes que aprender a aprovechar cómo van las cosas, Lizzy.

Ella se bajó la falda y parpadeó deprisa. El cannabis y el vodka que había consumido le daban una sensación de ligereza.

—¿Es verdad que tu mami es de la pasma?

Lizzy soltó una risita.

—Puedes llamarla así. Es inspectora detective.

—¿De veras? Eso es demasiado.

—La verdad es que es estupenda.

—¿Y qué diría si supiera lo que estamos haciendo esta noche? —en su voz había auténtico interés.

—Probablemente ponerse como una moto total.

Los dos se echaron a reír y luego Joey volvió a besarla. Esta vez más suave.

—Hablando de subirse, ¿qué te parece si volvemos al asunto? Esta vez en el dormitorio —tenía la voz grave y ronca y Lizzy se sintió perdida. Era el chico más guapo que había visto en toda su vida.

—Eso sería fenomenal.

—Entonces, vamos. —Tiró de ella de la mano y la hizo cruzar la cocina y el vestíbulo llenos de gente y pasar entre los cuerpos que llenaban las escaleras.

Ya dentro de la habitación, Lizzy descubrió cuál era la idea que tenía Joey de pasar un buen rato.

Y Joey descubrió que Lizzy, la hija de una mujer policía, no era tan inocente como había creído al principio.