Capítulo Once
—¿Cuánto tiempo hace que desapareció?
—Desde anoche. Su madre se está volviendo loca de preocupación, y no puedo decir que se lo reproche, ¿no crees? Ya han llamado a todas sus amigas. El padre la había dejado en casa de su mejor amiga...
Kate escuchaba atentamente a Amanda Dawkins.
—¿Y nunca había pasado la noche fuera antes? ¿Sabes si tiene novio?
—No a las dos preguntas, Kate. Parece que la chica era la hija perfecta. Siempre llamaba si iba a llegar tarde, siempre les decía dónde estaba exactamente. Hablando con su amiga Samantha Jewson, saqué la impresión de que a Louise la miraban un poco por encima del hombro precisamente por eso. Me parece que esa Samantha se considera una chica fantástica, ¿sabes qué te quiero decir?
—Bien, cogeremos los coches para ver si la encontramos, pero tengo el terrible presentimiento de que no volverá a casa. Por lo menos viva no.
—Escucha, vamos a informar a los periódicos para que pregunten si algún lector se acuerda de haberla visto. Después de estar en casa de Samantha Jewson, parece haber desaparecido. Alguien tiene que haberla visto. ¿Qué sabemos de los puerta a puerta? ¿Hay algo sospechoso por ese lado?
—La verdad es que no, tenemos a ochenta agentes en ese trabajo. Se le ha dado cierto número de calles a cada uno, pero lleva su tiempo, como todo. Teníamos un par de individuos sospechosos, pero con coartadas a prueba de bomba. Ah, antes de que se me olvide, hemos recibido la lista de nombres de todos los agresores y pervertidos sexuales, incluidos los violadores con todas las de la ley. Estamos intentando localizarlos a todos y cada uno de ellos. La mayoría de los guardas y detectives de todo el país se nos han ofrecido para trabajar en sus horas libres.
—Pues nos pueden venir muy bien. Entonces, ahora mismo, creo que lo mejor que podemos hacer es intentar tranquilizar a los padres de Louise Butler. Si estuvo en una fiesta rave, ¿cómo es que los coches patrulla no tienen nada sobre el asunto?
Amanda suspiró profundamente.
—No había ningún coche patrulla por allí.
Kate se quedó de piedra.
—¡Estás de broma! ¡Esta mañana dijeron en las noticias que habían ido por allí más de ochocientos chavales!
—Ya lo sé. Esta mañana a más de uno se le ha puesto la cara colorada en la división móvil, créeme. Al parecer, el viejo estaba como un loco furioso.
—¿Y se lo puedes reprochar? ¡Señor Jesús! ¡Si no vamos con cuidado, acabaremos teniendo aquí a todos los hampones ofreciéndose a cogernos de la mano! Bueno, será mejor que vaya a ver a Ratchette. Hazme un favor, ¿quieres? Encuéntrame un café decente.
Amanda asintió.
Kate se dirigió al despacho del superintendente con la cabeza hecha un torbellino. ¿No había unidades móviles en una rave? Eso era de risa. El cobertizo donde se celebraba era propiedad de un granjero local que se llamaba John Ellis, y si Kate sabía algo de él era que seguro que sabía perfectamente lo que pasaba. Vendería a su madre para sacar beneficio. Llamó a la puerta de Ratchette.
—Buenos días, superintendente.
—Ah, Kate. Mal asunto éste. ¿Qué piensa?
—Con toda sinceridad, señor, no creo que Louise Butler vuelva a casa. Se trata simplemente de ponernos a buscar el cuerpo. Una vez que conozcamos con seguridad todos sus movimientos, sabremos más. Alguien tiene que haberla visto en alguna parte.
—Cierto. Ahora, escúcheme con atención. Hoy me han llamado todos los grandes jefes. Y nos mandan un inspector jefe para que trabaje con usted. Tengo que subrayar que se trata de que trabaje con usted, ¿vale? Es un policía de primera, probablemente haya oído algo de él. Caitlin.
Kate soltó un gemido. ¡Oh, no, por favor, Kenneth Caitlin no!
Ratchette vio su cara y le soltó, cortante:
—Mire, Kate, le guste o no le guste, ese hombre va a venir. Usted es inspectora detective, y yo superintendente. Yo le doy órdenes a usted y a mí me las da el jefe superior. Así que haga un esfuerzo y trabaje con él. Sea cual sea su reputación, obtiene resultados.
Kate miraba al suelo. El alma se le había caído a los pies.
—¿De acuerdo? —la voz de Ratchette seguía siendo dura.
—Sí, superintendente.
—Bien. Pues ahora, antes de que llegue, ¿tiene alguna idea sobre este asunto de la que quiera hablarme?
—La verdad es que sí. En 1984, en Enderby, en Leicester, violaron y asesinaron a dos chicas jóvenes. No había nada de lo que partir. La policía tomó muestras de sangre de prácticamente todos los varones del vecindario. Aquí, lo único que tenemos es el ADN del asesino. Como mínimo creo que deberíamos intentar eliminar todos los nombres posibles haciendo pruebas de ADN en la zona.
La cara arrugada de Ratchette era de incredulidad.
—Está usted de broma. ¿Sabe cuánto costaría eso?
—Poco más de medio millón de libras. Ya sé que será caro, pero por todos los santos, se trata de un maníaco.
—¿Se da cuenta de que hay algunos hombres que no nos permitirán tomar muestras de su sangre?
—Eso los convertiría inmediatamente en sospechosos.
Ratchette negó con la cabeza.
—No sé, Kate. Esto es algo que tendré que comentar con el jefe superior. Va a salir este mes en el Crimewatch de la BBC. Confiemos en que a alguien le despierte la memoria. Nuestro hombre no es invisible, tienen que haberlo visto.
—Bueno, de momento, señor, ha hecho un bonito trabajo a la hora de esquivarnos.
—Déjemelo a mí. Caitlin llegará en cosa de una hora. Recíbalo usted bien, ¿quiere?
A Kate no se le escapó el hecho de que el superintendente fuera incapaz de mirarla a los ojos.
—Desde luego, señor. ¿Hay alguna cosa más?
Al no recibir respuesta, se levantó de su asiento y salió del despacho dándose la satisfacción de cerrar la puerta con un buen portazo. ¡Maldito Caitlin! ¡Maldito demonio!
Elaine tenía resaca y el timbre penetrante del teléfono hizo que la cabeza le doliera todavía más. Oyó que George contestaba.
No recibían muchas llamadas, y en cualquier otro momento se hubiera precipitado al pasillo para ver quién era. Pero hoy sólo quería acurrucarse y morir. Tenía la boca tan seca como la estopa y los ojos bien cerrados contra la intrusa luz. Deseó que George se diera prisa en llevarle su taza de té.
—¿Diga? —la voz sonaba tranquila. ¿Quién podía llamar? Las únicas personas que les telefoneaban eran Joseph y Lily, y de vez en cuando, alguna amiga del trabajo de Elaine.
—¿Hola? ¿El señor Markham? —era una voz áspera y ronca.
—Al habla —George estaba sorprendido.
—Soy Anthony Jones, de Sexplosion, del Soho. Como me dijo usted que lo llamase...
George sintió que su corazón iniciaba un redoble contra las costillas. Bajó la voz.
—Le dije que le llamaría yo. ¿De dónde ha sacado mi número?
Oyó cómo el hombre se reía.
—¿No se acuerda que pagó con tarjeta de crédito? Saqué su dirección del permiso de conducir que me dio para comprobar su identidad. Y luego me dieron el número en información. Escuche, compadre, no lo voy a denunciar. Si hubiera descolgado su mujer, le hubiera soltado cualquier rollo patatero. Como que era un vendedor de dobles cristales o lo que sea. Así que calma, por Dios bendito.
—¿Qué quiere usted?
—¿Y usted qué cree? Pues que tengo unas cuantas películas nuevas, y que son de lo más caliente.
A pesar de su miedo, George notó un pequeño estremecimiento de excitación.
—Son todas de Tailandia, y ya sabe usted cómo son los pajaritos por allí. ¿A que sí? —el hombre soltó una risita y aquello hizo que se pusiera a toser. George sostuvo el auricular alejado de la oreja cuando la voz llena de flemas del hombre siguió hablando—: Esta película nueva deja a la última que le vendí a la altura de Barrio Sésamo.
—¿Cuánto?
—Trescientas.
El hombre se dio cuenta de que George estaba demasiado callado al otro lado del teléfono.
—Pero para usted, dos cincuenta, puesto que usted es un buen parroquiano.
—Bueno...
—No me durarán mucho, colega; las de este tipo nunca duran.
George se vio en un dilema. Quería la película con todas sus fuerzas, pero ya había tenido que esconder el último extracto de la tarjeta del Barclays. Se estrujó el cerebro.
—Escuche, compadre, si es demasiado... —la voz del otro hombre sonaba conciliadora aunque desilusionada. De pronto a George le entró miedo de que el hombre lo creyese un tacaño.
—¡Me la quedo!
—¿Cuándo podrá pasar?
—Mañana a primera hora.
—Bien, lo veré entonces.
El teléfono se quedó en silencio. George colgó el auricular y volvió a la cocina. Hirvió de nuevo el agua para el té de Elaine.
La llamada de teléfono le había asustado. Se sintió desprotegido. Echó el agua en la tetera. Iría a por la película. Esta vez sacaría el dinero del banco. Elaine podría darse cuenta de que ya no estaba, pero también podría no dársela. Ya cruzaría ese puente cuando llegase a él. Las mujeres chinas..., le gustaban las mujeres chinas. Sabían cuál era su sitio perfectamente.
—¡GEORGE! —pegó un brinco cuando la voz de Elaine le atravesó los oídos—. ¿Quién era el del teléfono?
George sirvió el té y se lo llevó.
—Era un amigo del trabajo. Peter Renshaw. Te manda recuerdos, querida.
Elaine tomó el té.
—Ah. ¿Lo conozco, entonces?
—Creo que no, querida. Pero le he hablado muchas veces de ti. ¿Te gustaría un bizcochito con el té?
—Me encantaría, pero con el régimen y eso... —Le sonrió con expresión infantil en la cara.
George le devolvió la sonrisa. Si estaba esperando a que le dijera que no necesitaba hacer régimen, que se sentase a esperar.
Elaine notó que la sonrisa le desaparecía de la cara. Seguía sintiendo martillazos en la cabeza. Se terminó el té.
¡Imagínate, al viejo George le llama por teléfono un amigo! Los milagros nunca se acabarán.
* * *
Patrick Kelly estaba en sus oficinas centrales de Barking. Normalmente, pasaba el día de Año Nuevo en casa con Mandy. La señora Manners les prepararía una gran cena temprana y harían tertulia y charlarían sobre el año siguiente. Pero ahora, lo único que podía desear era enterrarla. Y de alguna rara manera, eso era lo que deseaba. Al menos entonces sabría seguro que ya no yacía entre hielo en el puto tanatorio. Encendió un cigarrillo con su mechero de oro. Lo apretó con fuerza en la mano. En la parte de delante tenía una inscripción: «Para papá, con cariño de Mandy—besos, besos, besos». Ahora era todo lo que le quedaba de ella.
Sonó un golpe seco en la puerta que lo devolvió a la tierra.
—Pase.
Entraron dos hombres muy grandes. Eran hermanos, Marcus y David Tully. No se llevaban más que diez meses y parecían gemelos. Los dos llevaban la cabeza rapada y los dos vestían unos chándales grises idénticos que les abrazaban las barrigotas cerveceras. Los dos lucían grandes joyas de oro macizo. El primero que habló fue Marcus, el mayor.
—Entonces, ¿a dónde, jefe?
—Vosotros dos vais a iros para el norte, a Huddersfield. Allí arriba hay un Jaguar nuevo de fábula y unas cosillas más, unas máquinas que hay que recuperar tan deprisa como se pueda. Llevaos hierros, parece que los vais a necesitar. El fulano no quiere soltar nada, por eso nos han llamado a nosotros. Hay un buen pellizco para vosotros dos en cuanto traigáis la mercancía de vuelta. ¿OK?
Los dos hombres asintieron con la cabeza.
—Vais a necesitar llevaros un par de chóferes. Coged a Declan y al joven Sonny, son muy buenos, y a ese tronco nuevo..., ¿cómo se llama? Dotson. Aquí tenéis la dirección, y mañana quiero veros aquí con el material.
—¿Y la maquinaria qué es?
—Dos excavadoras grandes. Los detalles los tenéis ahí fuera en la lista de trabajos. Un material selecto, de primera. El Jaguar lleva hasta placas personales.
—Eso está hecho, jefe. Nos vemos mañana, entonces.
—Procurad no usar la pistola esta vez. Sólo asustad al panoli.
—Las usaremos sólo para herir, jefe. Ya sabemos lo que hacemos.
—Id con cuidado, no pido nada más. Y ahora, en marcha.
Los dos hombres salieron del despacho. Patrick meneó la cabeza. Eran dos de los mayores chalados que conocía, y en sus tiempos había conocido unos cuantos. De todos modos, sabían hacer los trabajos difíciles y eso era lo principal.
Apretó el botón del intercomunicador.
—Tráeme un té, Debbie, ¿quieres?
—Claro, señor Kelly.
Siguió trabajando hasta que Debbie apareció con una taza de té. Le sonrió y dejó la taza sobre la mesa procurando que tuviera un buen panorama de su par de tetas más que considerables.
—Gracias, guapa.
—¿Algo más? —era una pregunta con mucha carga y Kelly lo sabía.
—No, gracias.
Sonrió al ver cómo se le derrumbaba la seguridad. Antes de conocer a Kate Burrows la tenía en la lista de «cosas que hacer». La había apuntado como sucesora de Tiffany. Pero ahora lo único que quería es que lo dejara en paz.
—Ya puedes irte, Debbie.
Se fue entre ruido de tacones. Físicamente, tenía mucho más que ofrecer que Kate, pero por alguna razón desconocida, la verdad es que prefería a la policía. Tenía algo. Cuando estaba con ella, metido dentro de ella, Mandy, Renée y todo lo demás desaparecían de su cabeza.
Y le estaba tremendamente agradecido por ello.
Kate oyó a Caitlin antes de verlo. Como las noticias de que lo habían puesto a trabajar en el caso se habían extendido, por toda la comisaría reinaba una gran excitación. Gimió para sus adentros. Era un hombre que parecía sacado de un tebeo «sólo para chicos». Un auténtico macho. Siguió sentada hasta que le pareció que se calmaba la excitación. El fuerte acento irlandés de Caitlin resonó sobre las cabezas de todos.
—¡Por Dios! Seguro que aquí le dejarán a uno respirar un poco.
Habían acudido todos a saludarlo. Era una leyenda viva. A los pobres Fabian y Spilsbury de la vieja Scotland Yard ni se los tomaba en consideración teniendo a Caitlin. ¡Si hacía que Sherlock Holmes pareciera un amateur! Kate vio su figura voluminosa avanzar hacia su mesa. Ya antes había trabajado con él una vez, cuando era sargento detective. Nada más presentársela, la había enviado a buscarle un café, pero no antes de darle unas palmaditas en la espalda. El caso lo había resuelto sólo con ayuda de un sargento detective y un agente de paisano. O al menos eso era lo que parecía leyendo el informe final. Kate clavó una sonrisa en su cara.
—¡Katie! ¿Cómo estás? —por el tono de voz parecía ciertamente encantado de verla. Kate se levantó y le tendió la mano.
—Inspector jefe Caitlin...
Se le veía viejo. Kate se quedó asombrada. Aquel hombre tenía un aspecto auténticamente avejentado. La cabeza casi del todo calva, la boca carnosa había adquirido esos labios menguantes propios de los hombres que envejecen, y aquellos ojos verdes tan llamativos se veían ahora acuosos. Y los párpados arrugados como unas persianas viejas.
—No estás ni un día más vieja que la última vez que trabajé contigo —el soniquete irlandés era más pronunciado de lo que recordaba—. Me han contado grandes cosas de ti, grandes cosas.
Kate sonrió.
Caitlin acercó una silla y se sentó enfrente de ella.
—Puesto que vamos a trabajar juntos, he pensado que podíamos compartir la mesa. Así lo haremos más personal.
Kate notó que la sonrisa se le congelaba en la cara. El aliento a Teacher’s y a cigarros baratos flotó por aquel espacio reducido y le hizo encogerse para adentro.
Caitlin se instaló en la silla.
—Vamos a ver, ¿qué es eso que me cuentan de un maníaco que anda por ahí en un Ford irlandés?
Las gruesas cejas de Kate se juntaron.
—Perdona, ¿qué Ford irlandés?
—Un Ford, O’Ryan... o sea, ¡Ford Orion, ja, ja!
Kate soltó una carcajada y muchos pares de ojos se fijaron en ella. Caitlin se rio también. Se inclinó sobre la mesa como de un modo confidencial y escudriñó la sala inquisitivamente.
Se dio un golpecito en la nariz.
—Puedes llamarme Kenny —le hizo un gesto con la cabeza y Kate se dio cuenta con creciente desánimo de que estaba borracho. Se forzó para volver a poner la sonrisa en la cara.
—Lo que tú digas. Bien, ¿quieres que te ponga al tanto de lo que tengo?
Caitlin se echó para atrás en la silla. Se abrió la chaqueta, sacó un pañuelo y se sonó la nariz con estrépito.
—Hazlo, Katie. Cuanto antes cojamos a ese cabrón, mejor.
Bueno, por lo menos en eso estaban de acuerdo. Kate respiró profundamente y empezó a hablar.