Capítulo Cuatro

1948

Los dos niños caminaban deprisa. El diluvio que caía les bañaba la cara. El más pequeño de los dos tenía los ojos enrojecidos y era evidente que había llorado.

Un gran trueno retumbó sobre sus cabezas, y un relámpago que vino a continuación iluminó el cielo.

—Vamos, George, por Dios te lo pido.

El mayor de las dos criaturas empezó a tirar del hermano por la manga del abrigo. Cuando torcieron la esquina para entrar en un pequeño callejón sin salida, George intentó zafarse.

—No quiero entrar ahí. Lo digo de verdad.

Joseph suspiró con fuerza y se quedó de cara a su hermano. No le gustaba nada el trabajo que le habían encargado. En el fondo de su corazón, no podía reprochar a Georgie que se hubiera escapado, pero las palabras de su madre eran ley. Contempló la carita aterrorizada que tenía delante.

—Mira, Georgie, cuanto antes entres ahí, antes se acabará todo. Venga, vamos.

Volvió a tirar de él para hacerlo avanzar por la acera, hasta que por fin llegaron a la casa en que ambos vivían. Bajo aquella luz oscura de la tormenta, resultaba siniestra. Los ladrillos de la fachada estaban manchados de negro y la puerta de entrada, aun con aquella aldaba de metal pulido, se veía deslucida. Joseph arrastró a su hermano por el sendero del jardín arriba e hizo sonar la aldaba con fuerza. La puerta se abrió casi al instante y apareció una muchachita de quince años y pelo de color castaño claro. Miró con ternura al más pequeño de sus hermanos.

—Ahora está un poco más tranquila, George. Quítate enseguida esas cosas mojadas.

Pasaron al recibidor y el niño se quitó lentamente el abrigo empapado. El corazón le rebotaba en el pecho. La casa siempre parecía oler a coles, el olor flotaba en el aire y le producía náuseas. Se mezclaba con el olor de la cera de pulir el suelo, y aquella intensidad le quemaba en la nariz temblorosa.

—¿Él se ha ido? —preguntó Joseph con la voz en un susurro.

La hermana negó con la cabeza.

—Tú sube arriba, yo entraré con Georgie —dijo.

Hermano y hermana se miraron a los ojos. Joseph apartó la vista, incapaz de aguantar más tiempo la mirada de la chica. Pero se obligó a sonreírle al pequeño que estaba a su lado.

—Te espero arriba. Micky Finnigan me dio unos tebeos ayer. Si quieres, puedes leerlos después de mí.

Georgie asintió y tragó saliva. Parecía como si sus ojos grises hubieran tomado posesión de toda la cara.

—Súbete los calcetines, Georgie.

Hizo lo que le decían. Se estiró con torpeza las gruesas medias de lana hasta arriba de las espinillas. Los tres se quedaron quietos como postes al oír movimiento en la sala. Luego, Joseph subió las escaleras corriendo como alma que lleva el diablo. George notó que las manos le empezaban a temblar cuando la puerta del cuarto se abrió y una luz áspera cayó sobre él.

—Así que has vuelto a casa, ¿eh? —la madre tenía una voz dura y grave. Sujetó la puerta para dejar que entrase y su hermana le dio un empujoncito y le hizo pasar. La madre lo recibió con un puñetazo que lo mandó al medio de la habitación.

—¡Mami..., mami! ¡No le pegues, mami!

Nancy Markham se volvió hacia su hija.

—Tú vete arriba ahora mismo si no quieres llevarte un poco de lo mismo.

George se quedó tirado en el linóleo frío, aterrorizado. Vio cómo su madre se arrodillaba a su lado y acercaba la cara a la suya.

—Así que te escapas de tu madre, ¿verdad, Georgie, muchachito? —metió los dedos entre los cabellos del crío y tiró para acercarse más la cabeza.

—¿Y a dónde quería escaparse usted esta vez?

El temblor del niño se le comunicaba a la madre. Echó para atrás los labios pintados de rojo hasta descubrir la dentadura y luego cerró los ojos y arremetió contra la criatura. Su cuerpecillo delgado no podía amortiguar aquellos golpes feroces, y allí aguantó tapándose la cabeza con las manos.

Tumbado arriba, Joseph oía los ruidos ahogados de la paliza que estaba recibiendo su hermano. Y los gritos de la malhablada de su madre que iban in crescendo.

Nancy se incorporó, ya con la respiración jadeante.

—Y ahora vas a ir a pedir perdón, muchachito.

El niño sollozaba tan fuerte que tenía que ir metiendo gruesas bocanadas de aire en los pulmones que le dolían. De la nariz le caía un delgado chorro de sangre. Se puso de pie inseguro, agarrándose a la mesa para afirmarse.

—¡Ya me has oído, muchachito! —y le cruzó la cara de un bofetón. El crío salió de la sala dando tumbos y fue a la puerta que comunicaba con la cocina.

Notaba la presencia de la madre pegada a su espalda y miró a aquel hombre grandote a la cara.

—No te preocupes, Bert. Le he dado semejante tunda que la próxima vez se cuidará mucho de no tener la lengua tan suelta.

El hombre miró a George con sus ojos oscuros y minúsculos. Al niño le llegaba su olor a rancio y a sudor viejo, y tuvo que tragar saliva para contener las ganas de vomitar. El hombre se revolvió para ponerse más cómodo en la butaca y la barriga se le estremeció. Llevaba una camiseta de malla con manchas de té y de comida. George procuró concentrarse en el rostro abotargado, con venas rojas, del personaje.

—Pos no es que diga mucho, Nance. ¿Qué pasa, cabroncete? ¿Te ha comido la lengua el gato?

George se mordió el labio por un instante.

—Perdón... lo siento mucho.

Nancy Markham puso la cara tan cerca de la de su hijo que le metía el aliento en las narices.

—Ya sabes qué más tienes que decir, muchachito.

Georgie tragó saliva y volvió a respirar hondo.

—Lo siento mucho... papá —la última palabra fue casi inaudible.

—Habla más fuerte, mozo.

—Yo... lo siento, papá.

El hombre vio odio en los ojos del niño. Por un segundo sintió el miedo, pero luego se rehízo y sonrió, enseñando unos dientes manchados por el tabaco. ¡Aquel renacuajo no pesaría más de treinta kilos! Arrugó el entrecejo y puso la expresión más feroz de la que fue capaz para procurar intimidar al crío.

—Pues acuérdate de llamarme así, mocito —dijo dándole un empujoncito con el dedo. Después miró a Nancy y bramó—: ¿dónde cojones está ese puto té, mujer? ¡Quítame a este mierdecilla de mi vista y mueve el culo!

Nancy se quitó a George de delante y se plantó delante del hombre.

—A mí no me hables así, Bert Higgins...

El tipo extrajo su enorme volumen de la butaca y alzó el puño.

—¿Qué pasa, Nance, que quieres un buen derechazo o qué? Puede que con los niños pequeños te sepas manejar, pero ni te pienses que puedes darme órdenes a mí.

George observó en el rostro de su madre la batalla interior que libraba entre seguir adelante con la pelea o retirarse ya. Como de costumbre, su carácter guerrero fue el que se impuso, y Georgie salió zumbando del cuarto de estar al ver la mano de Nancy apoderarse de la tetera de la mesa y lanzarla contra Bert.

George subió los escalones de dos en dos, olvidadas las lesiones con el pánico y las prisas por alejarse de aquellos dos. Se precipitó a la habitación que compartía con Joseph y fue directamente a refugiarse en los brazos de su hermana. Empezó a llorar otra vez al oír el estrépito que venía de abajo. Edith le acarició la cabeza rapada, con un estremecimiento a cada golpetazo fuerte que retumbaba desde abajo. Vio que Joseph estaba tumbado boca arriba en la cama contemplando el techo y tuvo la sensación de que todo era inútil.

—¡Oh, por favor, Dios, haz que se maten entre ellos! ¡Por favor, haz que se mueran los dos! —rezó la muchacha.

La angustia de su voz quedaba anegada por las lágrimas. Desde que Bert Higgins se había instalado en la casa dieciocho meses antes, sus vidas estaban todavía más desbaratadas de lo habitual. Nancy había encontrado un bruto que era incluso más violento que ella. Desde que Edith recordaba, ellos, los niños, siempre habían ido pasando alternativamente de verse amados hasta la muerte a sufrir palizas que los dejaban al borde de la muerte. Pero desde que llegó Bert, las cosas habían ido empeorando progresivamente. Su madre nunca había sido una persona estable, pero ahora no cabía duda de que se había trastornado. Y el principal recurso para dar salida a sus frustraciones era George. Edith hacía cuanto podía para apartarlo de las rabietas de la madre, pero en los últimos tiempos la cosa resultaba cada vez más difícil. Bert bebía, su madre bebía y los niños, y mayormente George, se llevaban la peor parte. A Edith le habían encargado tener limpia la casa. Nancy Markham tenía pretensiones, quería parecer respetable, incluso borracha como una cuba.

Los tres se quedaron clavados donde estaban al oír a su madre cruzar corriendo la puerta del recibidor. Y luego, sus fuertes pisadas en los escalones, seguidas de las de Bert.

—¡Tú sigue hablándome así y verás, so guarra! ¡Eres una puta furcia, gorda de mierda!

—¡Quítame esas puercas manos de encima, Bert Higgins! ¡Te lo aviso!

Los tres críos escucharon la refriega de las escaleras y luego el ruido de un portazo y el silencio que lo siguió. Se miraron consternados.

—¡Nancy! ¿Nance? —ahora la voz de Bert sonaba baja y asustada.

Edith apartó a George de sus brazos y salió corriendo del cuarto.

—¡Ay, Dios mío!

Corrió escaleras abajo y empujó a Bert sin miramientos. La madre yacía despatarrada sobre los peldaños y la cabeza le sangraba profusamente por una de las sienes.

—No quise hacerla esto; fue que se cayó y se pegó con la cabeza.

Edith ignoró a aquel individuo y examinó a Nancy. Era una herida superficial. Mientras se la estudiaba, la madre abrió los ojos y apartó a la chica de un empujón.

—¡Tú no te metas en esto, niña! —le dijo.

Joseph y George miraban desde lo alto a las escaleras, mudos de asombro.

Nancy se llevó la mano a la herida y retiró los dedos manchados de sangre.

—¡Cabrón! ¡Estoy sangrando!

—Mira, Nancy, lo siento. De verdad que lo siento, cariño, yo no te haría daño por nada del mundo, ya lo sabes. Antes me cortaría las manos de cuajo.

Edith subió otra vez las escaleras, despacio. Era siempre lo mismo, una vez y otra y otra. Nada de preocupaciones de si Georgie iba a estar ocho o diez días lleno de moretones, y que se llevaría otra tunda en cualquier momento. Ni la más mínima desazón al ver a Joseph más y más enfermo de los nervios cada semana que pasaba. Ni un recuerdo para Edith, que tenía que mantener unido a todo el paquete. Preocupémonos tan solo de mamita y de la sangre de su cabeza. Una sangre que en la práctica se la ha estado buscando ella sola.

—Vosotros dos, adentro. —Empujó a los dos críos al interior del dormitorio y cerró la puerta.

Poco después, los tres oyeron a Bert y a su madre entrar en la alcoba, oyeron los chirridos de los muelles de la cama y los poderosos gruñidos que proclamaban la reconciliación.