Capítulo Cinco

23 de diciembre de 1989

Mandy Kelly se cerró mejor el abrigo y lo apretó contra el pecho. Hacía un frío helador. Se le habían entumecido los dedos de los pies, metidos en botas de suela plana. Iba a matar a Kevin cuando por fin llegase. Volvió a mirar el reloj. Eran las ocho y cuarto, ya llegaba un cuarto de hora tarde. Estaba parada bajo la luz de la cabina de teléfonos e iba dando pisotones con los pies. No le hubiera importado, pero resulta que él tenía su coche y que si cogía un taxi, su padre adivinaría inmediatamente lo que había pasado y entonces se montaría la de Dios. Y encima era sábado por la noche y habían quedado para ir a cenar fuera con su padre y su nueva amiguita. Bueno, si tenía que ser sincera, no le importaba mucho perderse esa parte, pero su padre andaría preocupado. ¡El cabrón de Kevin! Siempre le hacía lo mismo.

Hundió más aún las manos en los bolsillos de la zamarra de piel. El aire frío de la noche le quemaba los pulmones cada vez que respiraba. La calle estaba desierta salvo algún coche ocasional. Todo el mundo estaba dando los últimos toques a sus árboles después de un agitado día de compras, o si no apoltronado en cualquier sitio caliente con una copa o una comida. El mundo estaba en esa fase tranquila y de ocio que parecía dejar en suspenso las leyes del tiempo hasta llegado el día de Navidad. Se sacó la larga melena rubia de dentro del cuello de la zamarra. El aire estaba húmedo y el pelo se le ponía lacio alrededor de la cara.

¡Ay, Dios mío, qué frío hacía!

Vio que un Orion azul oscuro pasaba lentamente junto a ella y lo siguió con la mirada un tanto inquieta. Estaba segura de que ya había pasado una vez antes. Se encogió de hombros. No tenía por qué preocuparse, Kevin llegaría enseguida. Sonrió para sus adentros. Tenía el lápiz de labios naranja corrido por donde frotaba un labio contra otro. Su padre estaría esperándolos, tenían que salir de casa a las nueve. Si Kevin no se daba prisa, no iba a tener tiempo ni para cambiarse.

Siguió vigilando la calzada, confiando contra toda esperanza en que Kevin apareciera subido en el Mercedes deportivo blanco y la llevase a casa.

Algunas veces se preguntaba qué sería exactamente lo que le gustaba a Kevin de ella. Si sería que su padre era Patrick Kelly, o si sería aquel coche, o si le gustaría ella de verdad. Trató de no recrearse en pensamientos como aquellos que la ponían nerviosa. Como ocurría con las novias de su padre que a cada mes que pasaba eran más y más jóvenes. Miró otra vez el reloj. Las ocho y veinticinco. ¡Oh, que se joda Kevin! No iba a estar allí de pie toda la noche.

Se metió en la cabina y cogió el teléfono. No funcionaba.

Era lo que le faltaba. Se apretó aún más el abrigo y echó a andar calle adelante, sin dejar de vigilar por si aparecían Kevin y el coche. Aquel coche que no había vuelto a tener la oportunidad de conducir.

Vio unas luces que se le acercaban y el corazón se le subió a la boca. ¡Por favor, que sea Kevin!

Era el Orion azul oscuro y se paró junto a ella.

—Venga, Kevin, tómate otra copa.

—No. Mejor me marcho. Mandy debe estar cabreadísima.

Jonny Barker soltó una carcajada y miró al grupo de hombres que le rodeaban.

—Pues sí que anda éste encoñado de verdad, ¿a que sí, troncos?

Todos se rieron, pero ninguno tanto como el propio Kevin Cosgrove.

—No, tengo que largarme, tíos. Ya voy media hora tarde.

Garry Aldridge le dio una palmada en la espalda. Estaba borracho como un señor.

—Te diré una cosa, colega: yo, desde que se cargaron a ésa, no dejo que mi jaca vaya a ningún lado; sólo en taxi o con más gente.

Kevin miró la cara franca de su amigo y por primera vez se sintió preocupado por Mandy. La verdad es que en muchos aspectos era un buen coñazo, pero no le gustaría que le pasase nada. No sólo porque le importaba ella, aunque eso formaba parte del asunto, sino porque su padre era eso que se conoce como un tío peligroso. Un tío muy peligroso, en efecto.

Dejó la pinta de cerveza rubia sobre la barra, dijo adiós y se fue al coche a toda prisa.

Abrió la puerta, entró y se vio invadido por aquel aroma a lujo de cuero y perfume almizclado. El perfume de Mandy.

Adoraba aquel coche. Envidiaba a Mandy por el dinero de su padre, pero la admiraba más a ella porque seguía yendo a trabajar. Era esteticista. Dentro de pocos meses, el padre le iba a poner su negocio propio.

Entró rápido en Portaby Road y controló los bordes de la acera buscando a Mandy. No se la veía por ningún sitio. Había quedado en recogerla allí porque era un sitio tranquilo, y no habría muchas posibilidades de que la viera esperándole allí alguien que conociera a su padre. Si Patrick Kelly se enterase de que su hija no podía usar realmente el coche que le había regalado, se pondría furioso. Compraba a su hija un coche nuevo cada año desde que se sacó el carné a los diecisiete años. Y siempre era un coche nuevo, flamante, y siempre era un coche muy caro. Kevin sabía que aquel Mercedes había costado bastante más de cuarenta mil libras. Por eso le encantaba conducirlo. Le encantaba la sensación de ir dentro de algo que era pura clase. Dio la vuelta al fondo de Portaby Road y volvió a recorrerla lentamente en dirección contraria. Definitivamente, Mandy no estaba allí.

Kevin agarró con fuerza el volante. Eso sólo podía significar una cosa: que se había ido a casa sin él y sin el coche. Sintió que se le caía el alma a los pies y arrancó en dirección a las afueras de Grantley, donde vivían Patrick Kelly y Mandy en una gran casona de campo.

Kelly estaría furioso. Aunque Kevin nunca lo admitiría abiertamente ni ante ella ni ante ningún otro, ya que estamos, se lo admitió a sí mismo: Patrick Kelly le daba un miedo cerval. Daba miedo a cualquiera que tuviera por lo menos medio cerebro.

Kevin condujo despacio. Toda la excitación que sentía generalmente cuando iba en aquel coche había desaparecido. El miedo la había sustituido. ¡A tomar por el culo la jodida Mandy! ¿Por qué no se quedó esperándolo donde le había dicho?

Patrick Kelly se sirvió un coñac en una copa de balón grande y volvió a sentarse en el sillón. Miró a Tiffany, su nueva novia, y ocultó el destello de fastidio que le recorrió el cuerpo al ver cómo se contemplaba todo el rato en el espejo de cuerpo entero que tenía frente a la butaca.

Tiffany tenía diecinueve años, era tres años más joven que su hija, y tenía un cuerpo como el de Jayne Mansfield. A Kelly le gustaban las mujeres voluptuosas. Se permitió una leve sonrisa. Tiffany ni siquiera debía saber quién era Jayne Mansfield. Era eso que se suele llamar más espesa que un tarugo. Pero eso no importaba, porque no tenía un interés especial en hablar con ella. Sólo en irse a la cama con ella.

En el gran árbol de Navidad del rincón, parpadeaban las luces y se quedó mirándolo unos instantes para luego llevar su vista una vez más a la fotografía de Renée, su difunta esposa, que estaba en la repisa. De pronto, se sintió sumido en la tristeza. Se encogió de hombros calladamente dentro de su traje de Armani. A su mente vino el recuerdo de otras navidades, vio a Renée con Mandy entre los brazos junto a la cunita, el cuarto de baño lleno de vapor y aromas de alcanfor. Mandy, que acababa de cumplir un año, tenía difteria, y Renée y él se pasaron toda la noche a su lado sentados entre vapores en aquel pequeño cuarto de baño.

Echaba de menos a Renée, la añoraba cada día de su vida. Juntos habían trabajado y puesto en pie sus negocios, ella era el auténtico cerebro que estaba detrás del negocio de cobro de morosos, no él. Él siempre había sido el músculo, el tipo duro. Había cobrado deudas importantes a verdaderos bellacos, hombres que habían participado en algún robo y luego pretendían quedarse con lo de los demás.

Kelly tenía un don para encontrar a la gente, para hacer que la gente le contase por dónde andaban, y seguía teniéndolo hoy, a pesar de su enorme casa, sus trajes a medida y su halo de semirrespetabilidad. En el fondo de su ser, sabía perfectamente que seguía siendo un golfillo del East End, sus manejos ilegales todavía le producían escalofríos de emoción. Y aunque actualmente se trataba con los más importantes de la región por tal o cual motivo, sabía que dentro de él nunca dejaría de ser Patrick Kelly, el del East End. Los años de vivir en cuartos con derecho a cocina y sin agua caliente, en edificios baratos infestados de ratas, de ver a su madre reventarse a trabajar, nunca desaparecerían de sus pensamientos, y por lo que a él respectaba, así es como debía ser. Era lo bastante sincero como para admitir que la respetabilidad de su modo de vida actual tenía que agradecerla a la perspicacia para los negocios de su difunta esposa. Fue Renée quien consiguió por algún sistema hacerse con un primer cliente respetable. Sin ella, seguro que también le irían bien las cosas, pero con muchas más probabilidades de que un juez le hubiera encerrado hacía ya años. Había aprendido de ella y ahora la añoraba. La había respetado, la había amado y había construido toda una vida con ella para su única hija.

De repente, Tiffany le molestó más que nunca. No quería verla allí sentada, con aquel vestido ajustado y las piernas bronceadas profesionalmente, quería a Renée. Con su pelo rubio peinado hacia arriba como siempre lo había llevado y su cuerpo menudo enfundado en un bonito vestido negro que proclamaba su gran clase, al menos para él. Se vestía siempre con discreción, y tenía una manera de ser apacible que adoraba. Miró otra vez el árbol y sintió la punzada de unas lágrimas. La Navidad siempre era una época emotiva. Tiempo para pensar en los seres queridos ausentes, para los recuerdos agridulces. Le había guardado luto durante diez años, asumiendo la responsabilidad de su hija, una hija que tenía todo el gusto por la vida de su madre, a pesar de que se hubiera emparejado con aquel cretino de novio. Tenía una pinta de paleto industrial, un poco a lo Stoke-on-Trent, pero Mandy le había asegurado que era honrado a carta cabal. Patrick seguía teniendo sus dudas.

El silencio empezaba a atacarle los nervios: Tiffany era una chica de pocas palabras. Hasta en la cama estaba tumbada con expresión seria mientras él hacía sus cosas, y luego se levantaba en silencio y se lavaba en el bidé antes de volver a la cama y ponerse a dormir directamente. Era como tirarse a una muñeca hinchable. El único momento en que mostraba alguna emoción era cuando se admiraba en el espejo. El teléfono resonó en medio de la calma de la sala y Kelly dio un salto en el sillón.

Se fue a la mesa y cogió el teléfono pensando que sería Mandy.

Era Bill Doon.

—Pat, he visto al menda y anda tieso. Se ha fundido todo el paquete en los caballos. Ni la mujer consiguió que le diera algo para celebrar la Navidad, mira tú qué matao.

—¿Y tú qué hiciste, Bill?

—Por eso te llamo, ¿tengo que darle una tunda o qué?

Patrick cerró los ojos durante un segundo y después apretó los dientes.

—A ver, tú trabajas para mí, ¿no, Bill? —su voz grave y paciente sonaba como si le hablase a un niño.

—Sí... —la voz de Bill era de desconcierto.

—Y te pago un buen fajo de papeles para que me cobres deudas pendientes, ¿no es eso?

—Sí.

—Entonces, vete y pártele los brazos, cojones. Por los clavos de Cristo a ver si voy a tener que ir yo en persona a hacer el jodido trabajo.

—Vale, vale, Pat, tranquilo. Es que tiene seis críos que viven en el piso con él.

—Pues entonces sácalo del piso, zoquete, y ya que es Navidad, los mamporros se los puedes soltar cerca de cualquier casa de socorro, ¿qué te parece el plan?

Colgó el teléfono de un golpazo. Al cabo de dos segundos, lo descolgó otra vez y apretó el 4. Contestó la mano derecha de Kelly: Willy Gabney.

—¿Qué quieres, Pat?

—Quiero que me prepares una buena bolsa de regalos, Willy, y que te la lleves a casa de Bob Mason. No va a estar en casa por Navidad.

—Vale, tío. ¿Ya ha vuelto Mandy?

—Ni puta señal suya. Es probable que ese chulito de Kevin todavía esté emperifollándose.

Colgó el teléfono y se sirvió otro coñac abundante. El reloj dorado de la chimenea señalaba las nueve menos diez. ¿Dónde demonios andaría Mandy? Había reservado mesa para las nueve y media.

Kelly volvió a sentarse en su sillón y sacó un papel del bolsillo interior de la chaqueta. Era la escritura de compra de un pequeño salón de belleza y peluquería, el regalo de Navidad para su hija. Se concedió una pequeña sonrisa.

Mandy se pondría loca de contenta.

Dio un trago al brandy, siempre en silencio. Se fijó en que Tiffany seguía contemplándose en el espejo.

George Markham sonrió a la chica que estaba en su coche. El ojo donde le había dado un puñetazo ya empezaba a hincharse. Por culpa de ella, por intentar resistirse. Allí estaba él tratando con todas sus fuerzas de ser amable y cordial, ¡y todo lo que ella sabía hacer era poner mala cara! Había llevado el coche hasta un descampado vacío y ahora los dos se miraban mutuamente con cautela.

Mandy estaba aterrada. Desde que el hombre se paró y preguntó una dirección, todo había ido mal. Había ido hasta el coche, y de lo siguiente que se enteró fue de que el hombre la arrastraba con violencia para dentro. Había dado patadas y gritado, pero nadie apareció en su ayuda. Ahora notaba un latido encima del ojo derecho, y las costillas le dolían cada vez que tomaba aire. El hombre la había arrastrado por los cabellos hacia su regazo y ella se había arañado las rodillas y los muslos con el metal del coche. Luego se habían alejado velozmente, ella intentó abrir la puerta y tirarse, pero el hombre la tenía sujeta por los cabellos y le resultó imposible. Hubiera aterrizado bajo las ruedas del coche.

¡Oh, por favor, por favor! ¡Alguien, cualquiera, que la ayude!

George decidió que le gustaba su aspecto. Lo único que no le gustaba eran los labios color naranja. Aborrecía el lápiz de labios naranja. Mandy vio cómo la miraba ceñudo y el corazón le dio un salto. Trató de cambiar la posición centímetro a centímetro con el brazo detrás de la espalda. Quería ver si abría la puerta del coche y salía corriendo. Correr tanto como pudiera.

George le adivinó el pensamiento.

Sacó un trozo de cuerda de la guantera y le ató las manos.

Mandy decidió luchar, las largas uñas falsas revoloteaban peligrosamente cerca de la cara de George. George lanzó un suspiro profundo y le dio otro puñetazo con todas sus fuerzas. Le acertó en el pómulo y oyó el ruido agudo que hizo al quebrarse bajo los nudillos.

La muchacha cayó para atrás en el asiento, aturdida, el dolor intenso y el calor en la cara la calmaron y sometieron. Aquel hombre estaba loco. Mandy comprendió aquello de repente, con una claridad pasmosa. Si no le seguía la corriente, la mataría. Puede que la matase de todas formas. Se quedó allí en el asiento, llorando en silencio. Deseando que estuviera allí su padre. George le ató las manos juntas como si quisiera que rezase sus oraciones.

—Por favor, déjeme marchar —lo decía en voz baja y sorprendentemente agradable e infantil.

George se sintió magnánimo, feliz incluso por la humildad de la súplica. La chica aprende deprisa, era lo mínimo que podía decir en su favor. Se frotó las manos, se inclinó sobre ella y cogió una bolsa de supermercado del asiento de atrás. Sacó la máscara de cuero negro que había comprado en el sex-shop.

Mandy tenía un miedo tan intenso que parecía atornillada al asiento. Cuando vio que el hombre se ponía aquella máscara, los ojos se le desorbitaron. Incluso encendió la luz interior del coche y giró el espejo retrovisor hacia él para poder ponerse la máscara adecuadamente.

Por la cabeza de George cruzó la idea de que para entonces la muchacha ya había visto su cara con toda claridad, pero no hubiera podido rondar en coche por Grantley con la máscara puesta, ¿o sí? Percibía el miedo que paralizaba a la chica, y se sintió satisfecho. Todo estaba saliendo mejor incluso de lo que se esperaba.

Salió del coche y se quitó el abrigo «bueno», como llamaba Elaine a su abrigo Burberry. Lo dobló con cuidado y lo depositó en el asiento de atrás. Hacía un frío espantoso y George se estremeció. Luego dio la vuelta hasta la puerta del lado del pasajero, la abrió y sacó a Mandy arrastrándola. Tiró de ella por el abrigo y la llevó hasta una vieja caseta que había allí y llevaba años vacía. Abrió la puerta y la empujó dentro. Mandy aterrizó en el suelo de tierra, pero le dolía todo demasiado para que le importara. Miró al hombre y vio que sacaba dos velas del bolsillo del traje y las encendía.

George sonrió. Eso estaba mejor. Se acercó a Mandy y le desató las manos.

—Quítate el abrigo.

La chica lo miraba tirada en el suelo. De la nariz le brotaba un fino hilo de sangre que le iba bajando por la mejilla.

—¡Te he dicho que te quites ese puto abrigo!

George se llevó la mano a la boca. Pero el taco pareció haber surtido efecto, porque la muchacha se levantó lentamente.

Sintió un hormigueo de excitación y luego agarró la zamarra de cordero por la parte de delante y se la arrancó del cuerpo. Al sacársela de los brazos, hizo girar a la chica en redondo y se oyó un golpetazo sordo cuando aterrizó otra vez en el suelo.

Meneó la cabeza. ¡Otra más! En la calle con este tiempo y con un jerseicito de nada y una falda. Por lo menos, ésta tenía el buen sentido de llevar leotardos gruesos.

Seguía viendo el miedo en sus ojos, y se sonrió.

Mandy observó cómo el hombre colocaba la zamarra en el suelo de tierra. Intentó recomponer su cabeza y echó un vistazo en torno a la caseta. No había ventanas, sólo la puerta, y el hombre la estaba atrancando con un madero en la parte de abajo. Tirados por el suelo, había numerosos objetos de madera y de metal. Justo a su derecha vio una palanqueta. Esperaría una oportunidad para tratar de agarrarla. Volvió los ojos de nuevo hacia George. Tenía la cara tan magullada que hasta le era difícil tragar saliva, y vio cómo el hombre se le acercaba.

—Túmbate encima del abrigo, guapa, que te vas a resfriar.

La voz sonaba amortiguada tras la máscara y detrás del cuero se notaba el calor del aliento.

A George le gustaba ponerse la máscara, lo hacía sentirse diferente. Había querido tener una de esas máscaras desde que leyó que Donald Neilson llevaba una cuando asesinó a Lesley Whittle.

Mandy se arrastró hasta ponerse sobre la zamarra. Ya le dolía todo el cuerpo. Sobre todo la cara y las rodillas. Se miró las piernas y vio que le salía sangre por los cortes de las medias. Notó que el pánico crecía aún más en su interior y luchó por contenerlo. Tenía que mantener la cabeza clara. Tenía que conseguir coger aquella barra. Se apartó el pelo de la cara mientras George la miraba a través de los agujeros de su máscara. Era un gesto muy femenino, de pura gracia, y George notó en la garganta un nudo enorme al contemplarla.

Su madre tenía una gracia de movimientos justamente así, una cualidad felina que la diferenciaba de las demás mujeres. Sonrió tiernamente detrás de la máscara.

—¿Cómo te llamas, querida?

Mandy no contestó. Se quedó mirando la máscara.

George chasqueó la lengua. Volvía a ponerse difícil. Las mujeres siempre son iguales. Intentas ser bueno con ellas, incluso ayudarlas, ¿y te lo agradecen? ¿Te lo agradecen?

Empezó a respirar pesadamente y en el interior de la máscara aumentó aún más el calor. Ya estaba empezando a sudar, y todo por culpa de ella. Le dio una patada en la pierna, una patada salvaje que volvió a hacer saltar las lágrimas en sus ojos.

—¡Te he preguntado cómo te llamas, so furcia!

—Mandy... Mandy Kelly.

¡Se llamaba Mandy! ¡Su nombre favorito! El nombre de la chica del vídeo... Mandy.

Observó los pequeños pechos puntiagudos que se marcaban en el jersey como sorprendidos de estar allí, y notó un dolor en los riñones.

Se arrodilló delante de ella.

Deseó no tener que llevar guantes. Abrió y cerró las manos anticipando el placer.

Entonces, la chica le dio una patada. Notó el aguijón de la bota al entrar en contacto con su pecho. En una décima de segundo, se había alejado de él rodando sobre la tierra del suelo porque había visto un trozo de metal.

¡Aquella marrana apestosa, aquella zorra quería hacerse con un arma! Pero George llegó antes que ella. Se levantó de un salto y corrió. Cuando la chica cerraba la mano sobre la palanqueta de hierro, se la aplastó con el tacón. Mandy soltó un grito fuerte y penetrante.

George agarró la palanqueta y antes de darse cuenta de lo que pasaba, ya le había abierto la cabeza. Arrojó la barra al suelo. Hizo un ruido blando y hueco al golpear en el suelo de tierra.

Mira lo que me has hecho hacer ahora, pensó.

Era todo culpa suya. Todas eran iguales, las malditas. Todas eran unas liantas.

Arrastró otra vez el cuerpo de la chica hasta la zamarra, la puso encima y le colocó las piernas de manera que quedase dispuesta para él. Ahora ya sudaba como un cerdo, a pesar del frío tremendo. Era por la máscara.

George se sentó sobre los talones y la miró durante un buen rato.

Luego empezó a quitarle la ropa.

—Bueno, qué, me muero de hambre —la voz de Tiffany era de niña malcriada.

Patrick Kelly se volvió desde el teléfono y bramó:

—Entonces lárgate con viento fresco, guapa. Venga, ¡a tomar por el culo!

Patrick Kelly colgó el teléfono y salió en tromba hacia donde estaba sentada Tiffany. Kevin la vio dar un respingo del susto. Kelly la agarró a viva fuerza y medio la arrastró, medio la echó a patadas de la habitación. Y se la quitó de encima cuando llegaron al enorme vestíbulo.

—Coge el abrigo. Coge un taxi. Quítate de mi vista, Tiffany, o te aplasto esa cara de estúpida.

La muchacha se frotó el brazo.

—Oh, venga, Pat. Sabes que no lo decía de verdad —ahora la voz sonaba suave y suplicante y Kelly tuvo piedad de ella por un instante.

Lanzó un fuerte suspiro sintiéndose repentinamente desalentado. ¿Dónde coño estaba Mandy? Ya habían dado las once. Cogió el teléfono del vestíbulo y marcó un número.

—Jimmy. Trae el coche a la puerta de delante. Tiffany se va a su casa.

Kelly vio cómo se le tensaban los labios. Colgó el auricular.

—Entonces, ¿cuándo te vuelvo a ver? —a Tiffany le había ablandado un tanto lo de que la mandase a casa en uno de sus coches y no en taxi.

—No me verás, guapa. Ni ahora, ni nunca —la voz sonó grave y dura.

—Perdona, ¿cómo has dicho?

—Ya lo has oído. Ahí está Jimmy con el coche. Coge el abrigo y largo.

Tiffany lo miró volver al salón y cerrar la puerta. ¡Cómo se atrevía! Nadie, pero es que nadie, la dejaba tirada sin que ella los dejase. Se hizo el propósito de cantarle cuatro verdades. En su momento, pensó.

Por suerte para ella, nunca pensaba demasiado.

Kevin estaba sentado en la butaca. Ninguno de los presentes dijo una palabra al oír el crujido de las ruedas en la gravilla de la entrada. Kelly se sirvió otro trago. No se molestó en ofrecerle uno a Kevin.

—Bien, entonces, ya he probado con todas sus amigas. Y toda la parentela. Hasta el último mono. ¿Estás seguro de que no hay otro maromo con el que pueda haber salido?

Kevin se encendió a su pesar.

—Claro que sí. No es de esa clase de chicas.

Kelly movió la cabeza como mostrando su acuerdo.

—Hay una cosa que no tengo del todo clara en la cabeza. ¿Por qué tenías tú el coche? Y si lo tenías tú, ¿cómo iba a venir ella a casa?

El corazón de Kevin golpeaba contra un tatuaje del pecho. Llevaba toda la noche esperando que le hiciera esas preguntas.

Se mojó los labios, nervioso.

—Bueno —se aclaró la garganta—. Me dijo que hoy cogiese su coche para ir a buscar unas cosas que le dije que tenía que... —se le iba la voz.

Kelly se acercó a la butaca y lo miró desde arriba.

—¿Sí? Sigue.

—Quedé en recogerla junto a la cabina de teléfonos de Portaby Road. Sólo que cuando llegué allí, como llegaba un poco tarde, ya no estaba. —Kevin vio que los ojos gris pizarra de Kelly iban endureciéndose por momentos—. Así que entonces vine aquí pensando que habría cogido un taxi o algo.

—¿A qué hora tenías que pasar a recogerla?

—A las ocho.

—¿Y a qué hora llegaste en realidad?

—Hacia las nueve menos veinte —la voz de Kevin sonaba tan bajito que Kelly casi no la oía.

—¿A qué hora? Habla, chaval, por Cristo bendito.

—Sobre las nueve menos veinte.

El rostro de Kelly se retorció de un modo monstruoso: no podía creerlo.

—¿Qué quieres para Navidad, hijo? ¿Quieres un Rolex o te cuelgo un puto Big Ben del cuello, eh? ¡Dejaste a mi niña plantada delante de una cabina de teléfonos cuarenta minutos con este tiempo!

Patrick Kelly arrojó la copa de coñac al suelo y lanzó un puñetazo tan tremendo contra la oreja del joven que lo tiró de la silla.

—¡Inútil! ¡Eres un puñetero inútil! Puede que mi Mandy esté muerta por tu puta culpa. Vete rezando tus oraciones, muchacho, porque si no encuentro pronto a mi niña, estás muerto. ¡Ya me has oído!

Kevin se enjugó el fluido de la nariz con el dorso de la mano. Estaba absolutamente aterrorizado.

—S-s-sí. Lo siento, es que...

—¿Que lo sientes, dices? Llevas semanas andando por ahí con el coche de mi Mandy. Ah, sí, si ya lo sé todo, muchachito. Te he tenido vigilado. Y no tengo duda de que ya habrás oído alguna historia de mí. De mis negocios por allá por el oeste y de los tipos duros que trabajan para mí. Bueno, pues coge todo lo que hayas oído, multiplícalo por diez y empezarás a tener una pista de dónde te ibas a meter. Y tan desesperado por casarte como estabas. A mi lado, el Padrino se queda en Caperucita Roja. Recuerda esto, chico, porque si le ha pasado algo a mi niña, cualquier cosa, ¡estarás más difunto que una momia de Egipto!

Kelly tenía el rostro distorsionado por la ira. Por la misma mala sensación interior que el día que murió Renée. Era como la historia que se repite.

Se había matado cuando volvía de casa de su madre en West Ham. Llevaba ya más de dos horas de retraso y él supo en el fondo de su corazón que algo le había pasado. Aquel Mini que le gustaba tanto que lo había bautizado con el nombre de Jason había sido arrollado por un camión en la A-13, delante de la hostería Henry Ford.

Pero su Mandy no podía haber tenido un accidente de coche, porque aquel zoquete de allí delante se había quedado con su puñetero coche.

Fue otra vez hasta el teléfono y lo descolgó. Marcó un número y se volvió de cara a Kevin, que se había levantado del suelo y había vuelto a sentarse en el butacón, llorando.

—Parece imposible, ¿verdad? ¡Patrick Kelly, el hombre más temido de Londres, llamando por teléfono a la ley!

* * *

Kate estaba en casa con Lizzy dando los últimos toques al árbol de Navidad. Al poner su hija la figurita del hada arriba del todo, se acordó de cuando Lizzy la había hecho. Sólo tenía cinco años, y desde entonces cada año los trozos de cartón y los encajes ya avejentados coronaban el árbol de Navidad.

—Está precioso.

Lizzy dio un paso atrás para admirar su trabajo manual.

—No está mal. La verdad es que este año estoy deseando que llegue el día de Navidad, mami.

—Yo también, cariño.

Sobre sus palabras, se oyó llamar con fuerza a la puerta de la calle. Lizzy salió corriendo de la sala y a los pocos segundos se oyó un fuerte chillido. Kate cerró los ojos un instante. El héroe errante había vuelto, como de costumbre. Su madre apareció desde la cocina y miró a Kate levantando las cejas.

—¿Él en persona?

—Él.

—Bueno, por lo menos a ella la hace feliz.

Kate puso una sonrisa forzada cuando su hija entró en la sala tirando del padre. Kate se percató del caos que reinaba en el cuarto y sonrió, esta vez de verdad. Ya se habían ido los días en que se tomaba molestias por Danny.

—Hola, Dan, cuánto tiempo sin verte.

Tenía un aspecto estupendo, como siempre. Alto, rubio y bien bronceado. Kate se preguntó, y no por primera vez, por qué los hombres tenían mejor aspecto según envejecían. Aquél estrechaba a su hija con un afecto auténtico.

—Hola, Kate, vieja amiga.

—De vieja no tanto, Dan, si no te importa.

Se miraron los dos por encima de la cabeza de la hija.

—Oh, mami, papá viene cargado de cosas. Regalos para todos.

Kate vio la pregunta en los ojos de Dan y suspiró interiormente. Venía con la maleta, lo que significaba que quería quedarse «una temporadita». Le había hecho lo mismo unas cuantas veces a lo largo de los años. Eso significaba que la actual recipiendaria de sus afectos o bien lo había pillado con su mejor amiga o bien lo había pillado sin más, en general.

Evelyn entró en el cuarto y Dan fue inmediatamente a abrazarla y la levantó del suelo para besarla.

—¡Evelyn, tú nunca cambias! —por una vez decía la verdad. Estaba igual a los setenta que a los sesenta.

Evelyn esperó a que la volviera a dejar en el suelo para decirle:

—Igual que tú, Dan. —Se miraron y en sus miradas la animosidad era casi tangible—. Ya veo que esta vez te has traído la maleta.

En realidad, era una pregunta y Dan eludió su mirada y se volvió hacia su hija.

—Pensé que podía pasar algún tiempo con mi nena. Y ahora, ¿qué me decís de una taza de té para un viajero con frío?

Lizzy se fue corriendo a la cocina, y la abuela detrás. Dan miró a Kate. Sus ojos azul oscuro chispeaban.

—Estás estupenda.

—Tú también. ¿Cómo van las cosas?

Recogió del suelo un par de adornos del árbol de Navidad y se puso a colgarlos de las ramas de modo un tanto precario.

—Muy bien, supongo. Escucha, Kate, ¿podría quedarme, sólo las fiestas? —lo dijo en tono melancólico y Kate, dándole la espalda, se permitió una sonrisita.

—Naturalmente que puedes, Dan, siempre y cuando no te importe dormir en el sofá.

—Ya estoy de lo más acostumbrado, Kate.

—Seguro que sí.

Cayó entre ambos un silencio espeso. Kate se obligó a relajarse. Soportaba las invasiones de Dan por Lizzy, pues sabía que la muchacha disfrutaba con ellas. Dan era un gandul, un haragán inútil, pero su hija adoraba hasta el último hueso de su cuerpo.

Kate nunca había intentado alertar a su hija sobre su padre. Al contrario, permitía que se metiese en sus vidas cuando le venía bien, y ella se limitaba a apretar los dientes y sonreír hasta que ahuecaba el ala. Kate incluso comprendía a Lizzy: en otros tiempos, aquel hombre le producía a ella el mismo efecto. Pero tenía la esperanza de que algún día Lizzy descubriera por sí misma las flaquezas de su padre. Y entonces ella recogería los pedazos y soltaría un buen suspiro de liberación.

Lizzy volvió de la cocina con un tazón humeante de té. Dan se había apoltronado en el sofá y desde su butacón Kate contempló cómo Lizzy le daba el tazón con mucho cuidado para no dejar caer ni una sola gota en la ropa impecable de su padre. Apostaría hasta su última libra que se había gastado ya hasta el último chavo que tuviera. Sus regalos seguro que eran lo más grandes y lo más caros posible. Y ahora quería algún sitio en el que recuperarse y relajarse y que no le costase nada. Kate sabía que iba a sablearla, y eso le fastidiaba.

—¿Y cómo está Anthea?

—¡Oh! Está bien, bien. Han venido sus hijos a casa para la Navidad, así que pensé que yo mejor me iba a ver a mi muñequita. —Revolvía el pelo de Lizzy mientras hablaba y la hija le sonreía.

Kate sintió que le entraba una náusea, pero la combatió con valor.

—¿Y cuándo te espera de vuelta? —la frase salió con suavidad, pero tanto Dan como Evelyn, que entretanto había aparecido en la habitación, sabían que era una pregunta con intención. Lizzy lo salvó de tener que contestar.

—¡Oh, mami! ¿Acaba de llegar y ya quieres saber cuándo se marchará?

Sonó el teléfono y Kate salió al recibidor para contestar, contenta con el respiro.

—¿Aló? Inspectora Burrows al habla.

—¿Kate? Soy Ratchette. Me temo que traigo problemas. ¿Podrías tú arreglarlo por mí, por favor?

—¿Qué pasa, señor?

—Parece ser que uno de los ciudadanos más importantes de la ciudad no encuentra a su hija.

—¿Quién?

—Patrick Kelly —la voz de Ratchette sonaba apagada—. Me ha avisado el jefe superior. Al parecer la chica está desaparecida desde las ocho de esta tarde. Su novio tenía que recogerla en Portaby Road y cuando llegó ya no la vio por ningún sitio. No es una chica que se vaya por ahí sin decírselo a nadie, según parece, de modo que el jefe superior quiere que el asunto se investigue a fondo.

Kate notó el fastidio en la voz de Ratchette.

—Iré a verlo, no se preocupe. Probablemente no sea nada. ¿Qué edad tiene la chica, por cierto?

—Veintidós. Pienso que habrá tenido una discusión con el novio y que se habrá refugiado en casa de una amiga, pero el chico está demasiado asustado para decírselo al padre.

Kate se rio bajito.

—Bueno, no es algo que se le pueda reprochar, ¿verdad? Patrick Kelly no es precisamente un tipo tranquilo y bondadoso.

—No, Kate, es verdad. Pero es muy amigo del jefe superior. O por lo menos eso es lo que a mí me parece.

—No se preocupe, se lo arreglaré.

—Gracias, Kate. Dé recuerdos míos a sus chicas, ¿quiere?

—Por supuesto. Ya le informaré de lo que suceda, señor.

La línea se cortó. Kate entró de nuevo en la sala de estar y puso su mejor sonrisa.

—Tengo que ir de servicio, me temo. Ha desaparecido una chica.

—¡Oh, no...! ¿Quién? —Lizzy tenía cara de preocupación.

—No es nadie que conozcas. Mira, volveré tan pronto como pueda, ¿de acuerdo?

—Mami está con lo de la violación y asesinato, papi, es la que manda.

—¿De veras, Kate?

—Sí. Mira, vosotros seguid con todo que yo volveré pronto.

Salió del cuarto y se puso la chaqueta a toda prisa. Evelyn salió tras ella con Lizzy.

—Espero que aparezca la chica, mami.

—Seguro que sí, cariño, no te preocupes.

—No te olvides de llamarme cuando vayas a venir a casa para tenerte preparado algo caliente. Y ahora abrígate bien, que ahí fuera hace un frío terrible.

—Mamá, ya tengo cuarenta años, ¿sabes? —eso se lo dijo en tono de broma.

—Pues no pareces tan vieja, mami. Representas como unos treinta y ocho.

—¡Un millón de gracias, Lizzy, así me siento mucho mejor!

—No te importa que papi se quede, ¿verdad, eh?

Kate contempló aquella cara tan preciosa y sintió una punzada de remordimiento.

—No, naturalmente que no.

Lizzy le dio un beso y se volvió al cuarto de estar. Kate y su madre se miraron por un instante.

—Por fin se está haciendo mayor, ¿eh Kate?

—Eso parece. Hasta después, mamá —y dio un beso a la diminuta mujer que tenía delante.

Evelyn cogió a su hija del brazo.

—Ten mucho cuidado por ahí, con ese maníaco suelto. Yo me cuidaré de su señoría si empieza con sus caprichitos.

—Adiós, mami.

Kate recogió las llaves del coche y salió al aire frío de la noche. Sintió una extraña sensación de alivio al meterse en el coche. Y cuando arrancó, ya tenía de nuevo la cabeza ocupada en la investigación. No estaban nada cerca de resolver el caso. No era algo planeado, había sido una acción espontánea. Geraldine O’Leary había sido asesinada al azar por un criminal. Esos casos eran los peores del todos. En casi el ochenta y cinco por ciento de los asesinatos, el autor era conocido de la víctima, y los porcentajes subían aún más en los casos de violación. Kate creía sinceramente que quienquiera que hubiese asesinado a Geraldine O’Leary, no sabía antes quién iba a ser su víctima. Pero incluso saber esto no la acercaba a la solución del caso; en realidad, era justo lo contrario, lo ponía todo más difícil, mucho más difícil. El puerta a puerta no había sido demasiado útil, aunque salieron unas pocas pistas que estaban siguiendo. Alguien vio un coche de color oscuro en Vauxhall Drive sobre las seis cincuenta y cinco. No sabían de qué marca era, sólo que era grande. Era como buscar la proverbial aguja en el pajar. Torció a la derecha en el cruce que llevaba a las afueras de Grantley y a casa de Patrick Kelly. No tuvo necesidad de buscar la dirección. En Grantley, todo el mundo conocía la casa de Patrick Kelly.

Especialmente la policía.

Kate sintió un punto de fastidio pese a que aquella visita había servido para sacarla de casa y alejarla de Dan. Si Frederick Flowers estaba tan preocupado por cuenta de Patrick Kelly, ¿por qué demonios no venía él aquí para investigar el crimen en persona? Normalmente, tenía que hacer más de veinticuatro horas de la desaparición para que la policía se interesara, en especial tratándose de una mujer adulta. Con los niños era diferente, pero esta Mandy Kelly tenía veintidós, por Dios santo. Entró por el amplio camino de gravilla y paró delante de la gran casa georgiana rodeada de tres acres de parque. Estaba tan iluminada como la Central Eléctrica de Battersea. Al parecer, los salones de masaje y los cobros a morosos daban buenos beneficios y además te ganaban amigos en puestos importantes. Tal como se veía la casa, la factura de la luz de Kelly debía subir más que la hipoteca de ella.

La casa entera estaba inundada de luz y hasta los árboles tenían bombillas encendidas. No había la menor oportunidad de colarse hasta la puerta de Patrick Kelly sin que te vieran. Alimentando su resentimiento, fue hasta la puerta principal y tocó el timbre.

Una de las primeras cosas que notó Kate fue que la casa estaba decorada con magnífico gusto. No era para nada lo que se esperaba. Miró a su alrededor, impresionada a su pesar. Era evidente que Kelly se gastaba el dinero en buenos decoradores. Siguió a Kelly hasta el salón y tomó asiento en el sofá Chester. Era una habitación hermosa, con molduras y cenefas originales en el techo; las paredes estaban cubiertas de libros de todas clases, desde volúmenes encuadernados en piel a libros de bolsillo de colorines. El color predominante era un gris plateado con alfombras y cortinajes rosa oscuro. Era un salón diseñado por una mujer, de eso estaba segura. Tenía el sentido del color y el espacio de una mujer. Los hombres tienden más a poner las cosas en el primer espacio disponible y después se limitan a dejarlas allí. Las mujeres se piensan las habitaciones, saben cómo hacer que una sala luzca lo mejor posible. Las mujeres, había observado Kate, se toman su tiempo con los detalles. Pequeños detalles que logran que una sala sea como ésta.

A pesar de su inmenso tamaño, era una habitación acogedora y obviamente muy vivida. Un lustroso gato negro dormía tumbado delante del fuego. Kate se quedó mirando a Kevin Cosgrove, que estaba sentado con cara pálida y derrotada. Kate supuso, correctamente, que se trataba del novio y que Kelly le había hecho pasar un mal rato.

Aceptó el whisky que Kelly le ofreció, y le dio un trago reconfortante. Era lo último que hubiera querido aquella noche. Incluso teniendo a Dan y soportando el regreso del padre largo tiempo perdido, esto otro no era lo que necesitaba. El whisky era bueno y lo saboreó unos instantes antes de mirar a Kelly directamente.

—¿Qué le hace pensar que su hija ha desaparecido? Puede ser que esté en casa de una amiga, o cualquier otra cosa.

Patrick se quedó mirando a Kate como si la viera por primera vez.

—¿Cómo ha dicho que se llama usted?

—Inspectora detective Burrows.

Kelly se quedó mirándola un buen rato con la punta de la lengua entre los labios, como para guardarla en su memoria. El movimiento y el tono de voz no pasaron desapercibidos a Kate, que sintió que su malhumor aumentaba. Aquel hombre pretendía decirle que ella estaba allí por orden expresa de Flowers y que más valía que se tomara en serio el asunto. Kate controló el impulso de enfrentarse a él. En vez de eso, apartó la mirada dejando el vaso sobre una mesita auxiliar que tenía al lado y revolvió el bolso en busca de su cuaderno de notas y sus cigarrillos. Iba a ser una velada muy larga.

Se puso un cigarrillo en la boca y Kevin Cosgrove le dio fuego con manos temblorosas. Kate le cogió la mano y guió el cigarrillo hasta la llama. En los ojos del chico, había una advertencia y le hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza.

Kate aspiró el humo del cigarrillo y volvió a sentarse, con las piernas cruzadas.

Kelly la observaba desde su sillón y le dio el aprobado. Tenía una punta de genio, y eso le gustaba. Siempre y cuando no «lo sacase» con él, era una mujer a la que querría a su lado si llegase el momento. La miró a los ojos mientras la oía hablar.

—¿Por qué está usted tan preocupado por su hija, señor Kelly? —mientras hablaba, Kate se percató de que aquel hombre estaba verdaderamente preocupado. No se trataba de un padre demasiado ansioso que descargaba sobre unos y otros, sino que la preocupación de aquel hombre era auténtica.

—Este zoquete tenía que recoger a mi hija a las ocho. —Movió la cabeza hacia Kevin, que continuó con los ojos clavados en la alfombra—. Él tenía su coche, el coche de ella. Y cuando fue a recogerla, ya no estaba allí. He llamado a sus amigas, a su tía, a la puta encargada de la tienda donde trabaja, he llamado a todo el mundo en todo Grantley y no doy con ella. No es ninguna broma de niña tonta, señora Burrows. No hay ninguna duda de que mi niña está en la lista de desaparecidos. Así que ahora, ¿qué va a hacer usted con el tema?

Kate dio otra chupada al cigarrillo y miró directamente a los ojos azul oscuro.

—¿Mandy había desaparecido así antes alguna vez?

—No —dijo Kelly moviendo la cabeza—. Nunca. Mandy y yo estamos así —y mostró los dos índices juntos. Se mojó los labios y dio un buen trago a su coñac.

Kate se quitó el pelo de la cara y miró a Kelly. La verdad es que era guapo. En otras circunstancias, se habría fijado en él. Era la primera vez que lo veía en persona. Había visto fotos suyas, claro, como todo el mundo. Pero en carne y hueso, tenía una gran presencia. Era un hombre muy en sus cabales, muy vivo. Reventaba de energía y vitalidad. Así que ahora, al verlo tan preocupado por su hija, Kate sintió un estremecimiento de compasión por él.

—¿Tuvisteis alguna discusión Mandy y tú, Kevin? —observó al chico que tenía la cara lívida y seguía mirando la alfombra mientras negaba con la cabeza abatido. De un salto, Kelly se levantó del sillón y sacó al pobre muchacho de su asiento. Manteniéndolo sujeto por el pelo, lo empujó hacia Kate y le gritó.

—¡Explícale todo lo que quiera que le expliques, muchacho, te lo advierto! Si Mandy aparece y su historia se aparta de la tuya, te partiré ese cuello de cabrón.

Kate se levantó corriendo y los separó.

—¡Por favor, señor Kelly! Esto no nos sirve de nada. Cálmese, ¿quiere? ¿No se da cuenta de que lo tiene muerto de miedo? ¿Cómo espera que le cuente la verdad si se nota tanto que le tiene terror?

Las palabras de Kate se filtraron en el cerebro de Patrick. Ya eran más de las once y Mandy seguía sin dar señales. Sintió que en su interior crecía el pánico igual que el día que murió Renée. Cuando vio que a las cinco y media no había llegado a casa, supo en lo más hondo de su ser que nunca más volvería. Y ahora tenía la misma sensación. Logró controlar el pánico y volvió a su sillón. Tenía una expresión terrible que a Kate le conmovió el corazón. Si fuera su Lizzy, tan poco tiempo después del asesinato de Geraldine O’Leary... Se estremeció.

Kevin Cosgrove lloraba en silencio. Kate lo llevó de nuevo a su butaca y, sin preguntar, sirvió bebida para todos. Patrick cogió el vaso de la mano de ella y lo vació con su guapo rostro demacrado.

—Usted no conoce a mi Mandy, nunca se quedaría por ahí sin avisarme. De ningún modo —esto último lo dijo con la seguridad de un padre que conoce a su hija.

Kate echó una mirada al reloj de la repisa: eran casi las once y media.

Patrick la vio mirar y estalló de nuevo.

—¿Quiere irse a casa, verdad? ¿La estoy aburriendo o algo así?

Al abrir la boca para seguir hablando, Kate levantó la mano para ordenarle silencio.

—No, señor Kelly, no me está aburriendo, me está fastidiando. Hasta que se tranquilice y hable razonablemente, no iremos a ninguna parte. Así que ahora, si no le importa, voy a hacerle unas cuantas preguntas sencillas. Si consigue usted contestármelas bien, puede que empecemos a ir hacia algún sitio.

Los ojos de Kelly eran dos rayitas. Menuda yegua descarada, le estaba hablando como si fuera un niño desobediente. Sintió una oleada de irritación y de alguna cosa más. Admiración. Aquella mujer no se sentía intimidada por él y eso le alegraba. Si su Mandy había desaparecido, seguro que aquella mujer la encontraba. El miedo helado que embargaba su cuerpo desde hacía dos horas fue disolviéndose poco a poco.

—Perdóneme, señora Burrows —y subrayó el señora.

Kate lo miró y sonrió ligeramente.

—No se preocupe, señor Kelly. Yo también tengo una hija. Me imagino lo que está usted pasando.

—¿De veras? —era una pregunta que ambos sabían que no la podía responder.

—Bien, Kevin, ¿exactamente cómo habías quedado con Mandy?

Mientras Kate interrogaba al chico, Kelly la observaba desde la butaca. Incluso en aquel estado de agitación se daba cuenta de que era una mujer atractiva. Sin embargo, lo que realmente le gustaba de ella era su insolencia. Le gustaba que las mujeres tuvieran su punto de genio. La madre de Mandy lo tenía. Estaba tan callada como un ratón de iglesia hasta que la encendías, y entonces más valía ir con ojo. Esta señora Burrows era interesante. Le había quitado de la cabeza a su niña durante unos minutos y le estaba agradecido por ello.

Kate notó su atención y la descartó. Quería terminar el trabajo y volver a casa. Aquella otra era demasiado recargada para su gusto.

—Escucha, tío —la voz de Caroline tenía algo de sonriente—. No voy a hacerlo en una caseta en ruinas.

Barry se rio con ella.

—Bueno, tenemos una cosa cierta, nena. Mi mujer y tu marido no nos van a dejar que usemos su cama, así que ya sabes, o volver al coche o la caseta. Tengo un saco de dormir en la maleta. ¡Estaremos tan calentitos como dos cucarachas en la cocina!

Caroline volvió a soltar la risa.

—¿Qué hora es?

Barry miró con ojos turbios el reloj.

—Las doce y media.

—Mi hombre no me espera hasta las dos. Se cree que estoy haciendo un turno extra.

—Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Ahí en el coche o en la caseta?

—Tú esto ya lo habías hecho antes, ¿no?

Barry asintió.

—Sí. Tengo ahí un saco de dormir, una botella de vino y un par de vasos de plástico. Y todo está esperando por ti, cariño mío.

—¡Oh...! Entonces vamos. ¿Pero estás seguro de que por aquí no viene nadie por la noche, eh?

—¡Sí! Anda, ayúdame a traer todas las cosas.

Fueron hasta el coche. Caroline llevó el vino y los vasos. Barry el gran saco de dormir. Caroline abrió de un empujón la puerta de la caseta. Y al entrar tropezó con algo y gritó del susto.

—¡Eh, tranquila, muchacha! O tendremos aquí a la bofia si no vas con cuidado.

Barry dejó caer el saco de dormir en el suelo y encendió la llama del mechero.

Oyó el auténtico grito que soltó esta vez Caroline, y le costó bastante no soltar él uno también.

En el suelo, en medio de un charco de sangre, yacía una muchacha joven. Estaba casi desnuda.

El encendedor le quemó los dedos y quitó el pulgar del mando del gas. Caroline entro en pánico en medio de la oscuridad y Barry la arrastró fuera de la caseta. La abrazó con fuerza contra él.

—Tranquilízate... tranquilízate.

Oía cómo castañeteaban sus dientes y pensó que había sufrido un shock.

La llevó de vuelta al coche, encendió el motor y puso la calefacción. Luego, sacó una linterna de la guantera y volvió a la caseta. Tenía la cabeza como un torbellino. Entró con mucha precaución y dirigió el haz de luz hacia el cuerpo de la chica. Tenía la cabeza pegada al suelo por la sangre seca que juntaba los cabellos con la tierra. Se arrodilló junto al cuerpo y palpó con los dedos la arteria principal del cuello.

¡Estaba viva! ¿Era posible?

Volvió a tomarle el pulso con dedos temblorosos. No tuvo duda de que se notaba un latido débil. Se incorporó rápidamente, abrió el saco de dormir y la cubrió con él. Había que mantenerla caliente. Había que mantenerla caliente. No moverla. Pobrecita mía. Que no se muera, Dios. ¡Oh, haz que no se muera!

Salió corriendo de la caseta, saltó dentro del coche y fue tan deprisa como pudo a una cabina de teléfono. En menos de quince minutos, Mandy Kelly iba camino del hospital de Grantley y Caroline y Barry explicaban su comprometedora historia a la policía, que les prometió que ninguno de sus respectivos cónyuges sería informado de las circunstancias que dieron lugar al hallazgo de la chica.

En el bolsillo de la zamarra de piel de cordero, la policía encontró una cartera. Contenía las tarjetas de crédito de Mandy Kelly.

Se había establecido una identificación positiva del sujeto.

Kate estaba escuchando a Kelly hablar de su mujer y su hija. Kevin había ido a tumbarse al piso de arriba, y sin su presencia Kelly parecía un poco más relajado. Kate sabía que el hombre echaba la culpa al chico de todo lo que pudiera haberle pasado a Mandy. Kate seguía pensando que había todavía bastantes probabilidades de que Mandy apareciera en cualquier momento. Lo más probable es que hubiera discutido con Kevin y se hubiera largado cabreada, probablemente porque había vuelto a cogerle el coche. Kate no podía ni empezar a comprender cómo sería de rico un hombre que se permitía regalar a su hija un coche de cincuenta mil libras al cumplir veintiún años. Pensó en los zarcillos soberanos que había comprado para Lizzy esa Navidad, lo que había tenido que luchar para encontrar dinero para ellos, y meneó la cabeza. Lo gracioso era que Kelly, que ahora había vuelto a su ser normal, era un hombre interesante y que se expresaba muy bien. Hablaba de su esposa y de su hija con un amor casi tangible. Ahora le estaba contando la historia de sus primeros meses de paternidad.

—De cualquier modo, allí estaba yo solo con Mandy, que era casi un bebé —sonrió—. Bueno, pues quería cenar. Y lloraba desconsoladamente. ¿Se acuerda de aquellos biberones de cristal grandes de los sesenta? Pues saqué uno del agua caliente y al probarlo en el brazo se me cayó. Y se desparramó por todo el suelo de la cocina. Bueno, pues así estábamos. Sólo había un biberón, y cuando me empezaba a entrar el pánico, vi un frasco de salsa en la mesa. Puse a Mandy en su cochecito, porque entonces dormía en un cochecito, no podíamos permitirnos una cuna, sabe. Así que lavé bien el frasco de salsa y lo esterilicé con agua hirviendo y luego preparé la comida y puse la tetina encima del frasco y se lo di.

Kate se rio con él imaginándose la escena.

—Bueno, pues Renée llegó en ese momento, cargada con toda la compra, echó una mirada y puso el grito en el cielo.

Era el tipo de situación que ella podía imaginarse. Tenía recursos. Ya estaba a punto de marcharse cuando la convenció de que se tomase otra copa. Supuso que el hombre estaba asustado de quedarse solo en ese momento y que necesitaba estar con otro ser humano. Había aceptado por pura piedad y ahora se alegraba. Tenía una buena conversación, era un gran narrador y aun cuando sabía muy bien de lo que era capaz, le gustaba. Y además confiaba en él, aunque por qué eso era así después de su comportamiento de un rato antes, no tenía ni idea. Kelly era un hombre duro, pero tenía su talón de Aquiles. Mandy.

Kate ya se sentía como si conociera a la chica. Y con todo lo que su padre decía de ella, no había ninguna duda de que no era alguien que se marchase sin hacérselo saber. Además, Kelly era el tipo de padre que exigiría saber por dónde andaba su hija. Aquello formaba parte de él como sus tacos.

—Siento mucho haberme dejado ir antes, pero como que había perdido la cabeza —dijo en voz baja. Kate sabía que le había costado un buen esfuerzo pedirle disculpas.

—Lo comprendo, señor Kelly.

Como puestos de acuerdo, los dos miraron el reloj: eran justo pasadas las doce y media.

—¿Dónde coño puede estar? Cuando aparezca voy a correrla a tortas de un lado a otro de esta habitación, lo juro. Nunca le he levantado la mano, pero esta noche lo haré, por Cristo.

Kate le puso su mano sobre la de él.

—Tranquilícese, pegarle no resolverá nada.

—No, pero puede que me sienta mejor.

Sonó el teléfono y Kelly se precipitó a contestar.

—¿Mandy?

Kate vio cómo su cara pasaba de la esperanza al miedo en cosa de segundos. Le tendió el auricular y le dijo:

—Es para usted.

—Aquí Burrows.

Patrick Kelly contempló cómo la cara de Kate se ponía blanca y en ese momento supo que algo le había pasado a su única hija. Apretó los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en la piel de las manos hasta hacer sangre.

Kate colgó el auricular del teléfono y lo miró directamente.

—Hemos encontrado a su hija, señor Kelly. Al parecer la han atacado.

Kelly miró a la mujer que tenía delante con el dolor y la confusión pintados en el rostro.

—¿Que la han atacado? ¿A mi Mandy?

La voz sonaba como la de un niño pequeño, lleno de dolor e incredulidad.

Kate asintió.

—Está en el hospital de Grantley y la están operando. Está bastante mal.

Patrick Kelly notó cómo se le humedecían los ojos, pero no le importó. Tenía la sensación de que todo su mundo acababa de derrumbarse. Tragó saliva. Y cuando por fin pudo hablar, fue como un graznido ronco.

—¿Se va a morir?

Kate le puso la mano suavemente sobre el brazo.

—Creo que lo mejor será que vayamos al hospital, ¿no le parece?

Sentada en el coche junto a él, yendo hacia allí, Kate tuvo la sensación de haber captado algo de la intimidad de Patrick Kelly. Tenía su talón de Aquiles, exactamente igual que los demás.

Y todos sus problemas le parecieron una pequeñez en comparación con los que sufría aquel hombre que iba a su lado.

Siguieron el viaje en silencio.

* * *

George seguía sentado en la sala. Era un poco más de la una. Le llegaba el bum-bum regular de la música de una fiesta unas casas más abajo. Dio un buen trago a su Ovaltine. Estaba completamente frío y torció el gesto.

Elaine se había ido a la cama más temprano y él le había dicho que se sentía demasiado cansado. Ella ya sabía que cuando él se ponía así, no podía dormir. Y se quedó encantada de dejarlo en el piso de abajo.

George sonrió con melancolía, apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y saboreó una vez más los acontecimientos de aquella noche, más temprano.

Una chica muy tonta. Bueno, pues ya la había enseñado. Ah, sí, claro que se lo había enseñado como Dios manda. ¡Aquella zorrupia! Andando por ahí sola de noche, por las calles vacías. Bueno, pues él ya le había echado el freno a sus correrías. Y eso podría servir para que unas cuantas mujeres de Grantley se espabilaran y se fijaran en él.

Mañana todos estarían hablando otra vez de él. Ah, y sabía muy bien lo que dirían. El hipopótamo hambriento de Elaine le contaría todos los cotilleos locales. Sonrió para sus adentros ante la comparación.

En su imaginación, vio a la chica tal como estaba cuando la dejó. Despatarrada. Sonrió. Había conocido todas sus partes secretas. Pero ella le había visto la cara. Eso era un error, ahora se daba cuenta. Tenía que haberse puesto la máscara primero.

Se preguntó vagamente si ya habrían descubierto a la chica. Mandy... Aquel nombre le gustaba mucho.

La fiesta estaba ahora en su apogeo y George oía los discos a todo volumen. Le gustaba que la gente se divirtiera.

Volvió a sonreír con las notas de Terciopelo azul que le llegaban volando. Se representó mentalmente a todas las jovencitas bailando con los hombres. Se imaginó vestidos ceñidos y bustos apretados por las sedas blancas.

Ah, todas eran iguales. Hasta la última.

Faltaba muy poco para Navidad. Estaba contento porque necesitaba un día de fiesta. Los últimos meses habían sido muy agitados.

Al llegar al hospital, Kelly pidió a Kate que le contase todo lo que supiera. Kate le explicó que habían encontrado a Mandy con unas espantosas heridas en la cabeza y que ahora estaban operándola. No se extendió más. No era el momento adecuado.

Entraron juntos en el servicio de urgencias y Kate le explicó a la recepcionista quiénes eran. Como la mayoría de los recepcionistas de hospital, ésta era de una raza aparte. Se bajó las gafas sobre una nariz casi inexistente y observó a Kelly y a Kate por encima de ellas. Tenía un pelo fino apartado de la cara hacia atrás en un moño tan apretado que los ojos se le habían vuelto como chinos. Kate se la imaginó con un caftán y unos zuecos y tuvo que sofocar un ataque de risa.

—Dígame otra vez el nombre de la paciente, por favor.

—Mandy Kelly. Soy la inspectora detec...

La mujer levantó un dedo gordezuelo para reconvenirla.

—Sólo una pregunta cada vez, por favor.

Patrick observaba la actuación con expresión cada vez más sombría. La mujer iba tecleando trabajosamente el nombre de Mandy en el ordenador.

—¿Y cómo la han trasladado aquí?

—¿Perdón? —Kate empezaba a perder la paciencia.

—¿Cómo la han trasladado aquí? En ambulancia, en coche particular...

Kelly apartó a Kate a un lado. Miró por los cristales que lo separaban de la recepcionista.

—¡En un puto autobús de los cojones! Vino en el autobús con la cabeza machacada. Dos hombres en ambulancia y una puta camilla sucia. Ni a usted se le hubiera podido escapar cuando pasaron por aquí. Así que corte el rollo y dígame dónde está mi hija o sé yo quién va a ir a ver al médico.

La mujer se quedó parada con la boca abierta haciendo una O y una enfermera que oyó el diálogo acudió a toda prisa desde la zona de despachos.

—¿Es usted el señor Kelly?

Patrick asintió. Kate percibía la tensión en los hombros echados hacia atrás de Kelly. Era como si alguien le hubiera metido una barra de metal dentro del abrigo y lo sujetase.

—¿Dónde está mi hija? Quiero ver a mi hija.

—Todavía está en el quirófano. Si quiere usted seguirme, le llevaré a la sala de espera.

Kelly y Kate siguieron a la joven.

—¿Qué tal está?

—Lo siento, señor Kelly, pero la verdad es que no lo sé, un doctor vendrá a verle enseguida.

Kate siguió a Kelly y subieron por dos tramos de escaleras para entrar en una sala de espera diminuta pegada a la UCI y le dio las gracias a la enfermera que se ofreció a traerles café.

—Sabía que esto iba a pasar, lo sabía. Lo sentía dentro de los huesos.

Kate no respondió. Amanda Dawkins entró en la salita y Kate le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que lo mejor sería que salieran, y cerró la puerta despacio dejando a Kelly dentro.

—¿Cómo está?

—Mal, Kate. Realmente mal. Le han quitado media cabeza. Es evidente que es el mismo hombre que atacó a Geraldine O’Leary. La ha violado. Y sodomizado también, creo. Está en un estado espantoso. Hasta los doctores se quedaron asombrados al ver cómo se aferra a la vida.

Kate frunció los labios. Kelly se pondría como un basilisco si le pasaba algo a su hija. En estos momentos estaba tenso como el muelle de la cuerda de un reloj. Asintió y le dijo a Amanda:

—Escucha, hazme un favor. Procura que nadie se acerque a Kelly durante un rato. Yo me quedaré con él. Y manda a alguien para que interrogue a Kevin Cosgrove. Está en casa de Kelly. ¿OK?

—Se hará. ¿Algo más?

—No, mientras no sepamos más.

Cuando Amanda se alejaba, Kate la llamó.

—Ah, una cosa más: llama a mi casa y deja un mensaje en el contestador. Diles que iré lo más pronto que pueda, ¿OK?

Amanda asintió con la cabeza y Kate volvió al lado de Kelly.

—¿Qué pasa? —tenía la voz plana, muerta.

—De momento nada.

—¿Flowers está aquí?

Kate pegó un respingo.

—Por supuesto que no.

Kelly se levantó y empezó a recorrer la salita.

—Entonces hazlo venir, dile que yo personalmente solicito su presencia. También puedes ir enterándote de quién es el matasanos que se ocupa de mi hija y luego averiguar cuál es el mejor para lo que ella tiene. No me importa quién sea ni cuánto me cueste, tú limítate a traerlo.

Kate notó que se le volvía a insubordinar el genio. Toda su simpatía por Kelly se evaporó por aquella ventanita y volvió a levantarse en toda su altura.

—Con todo respeto, señor Kelly, yo no soy su secretaria. Si quiere usted a Frederick Flowers, o a otro médico, le sugiero que los busque usted mismo.

Kelly la miró con expresión atónita en la cara. Estaba acostumbrado a que la gente saltase cuando él les mandaba saltar. Estaba acostumbrado a que le dieran la razón pura y absolutamente en todo lo que decía y hacía. Se quedó mirando la cara de Kate y Kate pudo ver la tremenda batalla que había en su interior. Vio cómo apretaba el puño y comprendió que necesitaba de toda su fuerza de voluntad para no soltarle un buen puñetazo.

Lo que le había dicho equivalía a todo un motín.

Vio que se mordía el labio y el pecho se le agitaba. Le apuntó con el dedo agitándoselo arriba y abajo delante de la cara.

—Es que si no hago algo, exploto, y si exploto aquí no volverá a ver una cosa así en toda su vida. Es que no puedo de ninguna manera sentarme y esperar. Tengo que hacer algo, lo que sea.

Lo dijo con tanta sencillez y sinceridad que Kate notó su poder, supo de la profundidad del miedo dentro de aquel hombre y se sintió mezquina. Mezquina y mala e infantil. Aquel hombre intentaba enfrentarse a su dolor lo mejor que sabía. Necesitaba moverse, hacer cosas, como si el acto del movimiento pudiera barrer sus miedos. O al menos los aplazara. Si estuviera haciendo algo, no se sentiría tan inútil. Kate tragó saliva con fuerza.

—Procuraré que le den un teléfono.

Cuando pasó junto a él, la agarró del brazo. Miró primero la mano, los dedos que se hundían en el brazo y luego le miró a la cara. Vio en sus ojos aquella terrible certeza y luego lo vio derrumbarse. Como si alguien le hubiera pinchado, se derrumbó sin más ante sus ojos, y ella, instintivamente, le rodeó con el brazo. Él se pegó a ella.

—Si Mandy muere no tendré nada, nada...

Kate lo condujo hasta la silla y él se cogió la cabeza con las manos. Unos sollozos broncos y dolorosos le reventaban en el pecho, estallaban al salir al aire.

Llegó la enfermera con el café y Kate tomó la bandeja y la hizo salir.

Dio el café a Kelly, le encendió un cigarrillo y se lo puso entre los labios.

—Es el cabrón que asesinó a la camarera, ¿a que sí?

Kate comprendió que le había costado mucho admitir sus auténticos temores. Asintió con la cabeza.

—Eso pensamos.

—¿La han violado?

Kate volvió a asentir.

Kelly se bebió el café y se sintió invadido por la calma. Ahora ya sabía lo peor. Ninguna otra cosa podía ser tan mala.

—Se da cuenta de que es hombre muerto, ¿verdad? Aunque ella viva. Es hombre muerto.

Kate se bebió su café.

No había nada más que decir.