Capítulo Dieciséis

George estaba en su dormitorio, perplejo. En su cara, un ceño profundamente fruncido. Sabía, estaba absolutamente seguro, de hecho, que su alfiler de corbata estaba en el cajón de arriba del tocador. Y ahora no lo veía por ninguna parte. Sacó el cajón entero y lo colocó sobre la cama. Rebuscó en él de nuevo.

Nada.

Se mordió el carrillo consternado. Sólo podía estar en un sitio. Había registrado tan sistemáticamente el dormitorio que sólo podía haberlo perdido la noche de fin de año. Empezó a sudar. Aquella noche, en cuanto Elaine se marchó, se vistió a toda prisa. No lograba recordar si se había puesto corbata o no, pero la lógica de su mente le decía que seguramente sí. Volvió a poner el cajón en su sitio y lo ordenó sin prestarle atención.

Sólo podía hacer una cosa: volver allí y mirar si estaba en el cuerpo. ¡Gracias a Dios que a ésta había tenido el buen sentido de enterrarla! El diablo vela por los suyos, otro de los proverbios de su madre que le demostraba una vez más que siempre tenía razón.

Miró el reloj. Eran las seis cincuenta y cinco. Esa noche Elaine iba a salir con las chicas, y él pensaba hacerlo tan pronto como ella se fuera. Estiró la colcha para que quedase lisa y bien puesta (odiaba cualquier clase de descuido), y salió del dormitorio. Desde el rellano oyó a Elaine cantar en el baño Bailaría toda la noche. Hizo una mueca. Elaine cantaba igual que hacía todo lo demás: horrible. Mientras bajaba las escaleras, la voz hacía un crescendo agudo: «Podría haber bailado, bailado, bailado... toda la noche».

George notó que los hombros le desaparecían detrás del cuello.

Porque la voz de Elaine le daba dentera.

Elaine le daba dentera.

A las ocho y cuarenta y cinco, George estaba plantado ante el túmulo improvisado de Louise Butler. Había llevado la linterna grande. La colocó en el suelo y empezó a desenterrar a la chica. Jadeaba y resoplaba, los guantes de jardinero le estorbaban para mover con facilidad las piedras. No recordaba haberla enterrado tan profundo. Hizo un alto unos segundos para recuperar el aliento.

Entonces fue cuando se percató del olor. Un olor espantoso a carne podrida. George sintió arcadas; a la luz de la linterna la cara se le veía vieja y con un tinte verde. Se enderezó, sacó el pañuelo del bolsillo y se lo ató sobre la nariz y la boca. Cogió fuerzas y volvió a ponerse a remover las piedras y la tierra.

Notó una cosa blanda y suspiró satisfecho. ¡Por fin!

Fue palpando entre la grava, localizó una mano y tiró de ella para sacarla del escombro. Luego se puso a limpiar la tierra que estaba alrededor del cuerpo apartándola de la cara de la chica con meticulosidad. Se inclinó fuera del hoyo, cogió la linterna y la dirigió sobre el cadáver.

George chasqueó la lengua.

Después de ocho días muerta, Louise estaba hinchada. El cuerpo semidesnudo retorcido grotescamente entre la tierra. Tenía aquel pelo precioso lleno de tierra y los ojos que miraban a George de un blanco lechoso. La boca abierta formaba una O perfecta y George le limpió la tierra que tenía con un dedo enguantado, como una comadrona con un niño recién nacido. Rebuscó entre la tierra que le apartaba de la boca, frotándola entre el pulgar y el índice.

No había alfiler de corbata.

Empezó a desenterrar el resto de Louise Butler, rebuscando meticulosamente por toda ella ahora que el horror había desaparecido puesto que el instinto de supervivencia se imponía sobre todo lo demás. Buscó por todas partes, incluso entre las piernas y las nalgas. La piel estaba esponjosa y al intentar dar la vuelta al cuerpo, se le quedaba entre las manos, con trozos de piel arrancada pegados a los guantes de jardinero.

Volvió a chasquear la lengua. Esta vez enfadado. ¡La muy puta zorra! ¡A ver si iba a meterle en problemas!

Miró el reloj. Las nueve y treinta y siete. Llevaba más de una hora buscando. ¡Se había pasado toda la tierra y repasado el cuerpo entero de aquella furcia sin que el alfiler apareciera por ninguna parte!

Se puso de pie y empezó a sacudirse la ropa. El aire húmedo había hecho que la tierra estuviera pegajosa y George fue consciente de que tendría que marcharse pronto para estar limpio y dispuesto cuando Elaine volviese. Pero entonces, el enfado pudo más que él y empezó a darle patadas a Louise disfrutando con la sensación de la carne blanda bajo sus botas. Le dio patadas hasta que se cansó. Le dolían los ojos y los cerró durante unos instantes. Cuando los abrió, soltó un profundo suspiro.

La cara de Louise Butler era un amasijo.

George se quitó los guantes y se los metió en el bolsillo del abrigo. Se agachó sintiendo que una deliciosa ternura ocupaba el lugar de aquel enfado, arregló lo que quedaba del pelo de Louise colocándoselo amorosamente alrededor de la cara, espantó a un ciempiés que intentaba volver a instalarse en el calorcito de la cavidad auditiva de la muerta.

Satisfecho del nuevos aspecto de la chica, George recogió la linterna y se fue hacia el coche. Lo había estacionado a cosa de medio kilómetro y fue caminando como en una nube, sucio y desaliñado.

¿Dónde coño estaría aquel alfiler de corbata? Louise Butler había quedado plenamente expuesta a la vista. A la luz de la luna, el cuerpo saqueado tenía un tono lechoso.

Elaine estaba en el restaurante con Hector Henderson. Le sonrió, feliz. Hector sonrió a su vez dejando ver sus dientes dispares. A Elaine no le importaba que le sonasen de vez en cuando al hablar, o que tuviera que ponerse la mano delante de la boca cuando los volvía a colocar en su sitio con la lengua. Por lo que a ella respectaba, el hombre grande, gordo y jovial que tenía enfrente era su Rodolfo Valentino particular.

—Confío en que lo encuentres todo bien, Elaine.

—Oh, ya lo creo, Hector, es delicioso.

La miró radiante. La gruesa cara le brillaba con una fina película de sudor al inclinarse hacia delante en la silla para servirle otra copa de Chianti.

—¡Acabaré borracha! —Elaine puso voz de jovencita y bajo aquella luz tamizada se la veía mucho más joven de lo habitual. Se vio fugazmente en el gran espejo de la pared de enfrente y se quedó encantada consigo misma. El régimen le había quitado una buena cantidad de curvas no deseadas. La verdad es que ahora tenía muy buen aspecto. No exactamente delgada, tenía los huesos grandes y lo sabía, pero por lo menos no se la veía tan rolliza.

Sentada en aquel restaurante, con Hector diciéndole justo lo que quería oír, se sentía alegre y despreocupada. Ya habían ido otras dos veces a aquel restaurante. Estaba pasado el túnel de Dartford, de modo que oficialmente aquello era Kent. Iban allí porque no había ninguna probabilidad de ver a alguien que conocieran. Y ahora se había convertido en su restaurante. A Elaine le encantaba la comida italiana y había estado tres días muriéndose prácticamente de hambre para poder disfrutar de un buen plato de lasaña.

Hector miraba a Elaine disfrutar de la cena. Le gustaban las mujeres con apetito. Le parecía bien su tamaño y su forma, le gustaban las mujeres grandes (él era un hombre grande) y esta noche pensaba meterse entre los muslos de Elaine aunque fuera lo último que hiciera. Sólo de pensarlo sintió un estremecimiento de excitación. Podía ver perfectamente que tenía unos pechos absolutamente enormes. Como suscriptor fijo de Bra Busters y otras revistas de tetas, aquello le excitaba de forma automática. Cerró los ojos y saboreó la imagen de aquellos pechos liberados de sus confines y descansando en las palmas de sus manos abiertas.

—¿Quieres algo de postre, Elaine?

Volvió a sonreírle como una niña pequeña.

—La verdad es que no debiera. El régimen...

Hector levantó una mano para tranquilizarla.

—Tú tienes la figura voluptuosa de la madurez, y así es como a mí me gustan mis mujeres.

Elaine creyó que se derrumbaría sobre la mesa. No estaba muy segura de lo de la madurez, pero todo el resto le sonó a música celestial. Hector cogió sus manos en la suya y le besó primero una palma y luego otra.

—Si pudieras ser verdaderamente mía..., pero perteneces a otro hombre y yo sólo puedo adorarte desde lejos sin poder beber del manantial.

Elaine lo escuchaba con fascinación.

Un camarero que estaba al lado se mordió el labio para controlar la risa que se le escapaba. A Elaine ni se le pasó por la cabeza semejante idea. Hector volvía a traerle los antiguos anhelos que llevaba tanto tiempo reprimiendo. La hacía sentirse femenina y deseable. Le daba aquel romance que tan desesperadamente ansiaba. Era, en resumen, su caballero de armadura reluciente.

Fue entonces cuando decidió que se acostaría con él. Y podría beber de su fuente hasta dejarla seca si eso quería.

Kate estaba sentada oyendo un poco de música, que sonaba muy bajito para no molestar a su madre que se había ido a la cama a las nueve, una hora antes. Escuchaba a Billy Paul cantar Me and Mrs. Jones, relajándose con la música e intentando pensar racionalmente sobre Lizzy. Se había duchado más temprano y ahora estaba sentada con una bata de algodón vieja, el pelo suelto sobre los hombros para que se secase al aire, la cara lavada y limpia de maquillaje pero brillando de crema Pond’s a la luz del fuego. Cuando terminó el disco, cambió ligeramente de posición en el sofá y escondió los pies debajo del cuerpo. Necesitaba aquel rato de tranquilidad, sin tener siquiera a su madre presente. A veces tenía la sensación de que no le quedaba tiempo suficiente para estar sola salvo en la cama. Sad Café empezaron a cantar Every day hurts y oyó que llamaban a la puerta de la calle. Miró el reloj de la repisa. Eran más de las diez. ¿Quién podía llamar a esas horas? Se arrancó del asiento y se fue hacia el vestíbulo. A través del cristal de la puerta vio la figura inconfundible de Dan.

Lo que le faltaba.

Se puso bien derecha y abrió la puerta. Dan pasó junto a ella con el ceño fruncido en la cara y se dirigió a la sala de estar.

—¿No quieres pasar, Dan? —mantuvo el tono de voz bajo porque no quería que apareciese su madre.

Entró en el salón, donde él ya estaba sirviéndose un coñac. Aquello añadió un punto más a su irritación. ¿Quién demonios se creía que era? Entraba allí por las buenas sin pedir permiso y se comportaba como si aquella fuera su casa o algo así.

Dan se puso frente a ella y tras beber un buen trago de coñac, la apuntó con el dedo de modo amenazador. Ella le miró apuñalar el aire mientras hablaba, añadiendo énfasis a sus palabras.

—¿Qué es eso que me han dicho de que te estás viendo con un pájaro de mala fama? ¡Nuestra hija está en el hospital, un hospital para los que están enfermos de la cabeza, para decirlo todo, y tú andas por ahí corriendo con el puto imitador local del Padrino!

Kate reprimió una sonrisa. Así que eso era lo que de verdad escocía. Se había enterado de que veía a alguien. Yo no te quiero, pero maldito si nadie más puede tenerte.

—Te agradecería que hablases en voz baja, si no te importa. Mi madre está en la cama. Y en cuanto a mi vida privada, por eso se llama vida privada, tú no tienes nada que ver con a quién vea yo, cuándo lo veo o lo que haga con él. Así que ahora termínate la copa y vete. He tenido un día agotador y con esto no va a mejorar nada.

—¡No me voy a ninguna parte hasta haber llegado al fondo de esto!

Kate se exasperó.

—¿Al fondo de qué, por Dios santo? Ya soy una mujer adulta, Dan. Lo que yo haga no es asunto tuyo.

—Lo es puesto que afecta a mi hija.

Aquello lo dijo en voz tan baja que prácticamente era inaudible. Kate levantó una ceja.

—¿Cómo has dicho? —tenía un tono peligrosamente bajo y Dan tendría que haber hecho caso de la amenaza que contenía.

—Lo que has oído.

Fue a su encuentro y él vio que la bata se le abría por abajo al andar. Siempre había tenido buenas piernas.

—¡Escucha! Te he aguantado de todo por Lizzy, pero ahora te lo advierto, Dan, ¡déjame en paz! Lo digo en serio. Quítate de mi vista.

Dan se rio.

—¡Dios mío, si hasta hablas ya como un gánster! ¿Que tú me adviertes? Si tú eres la que se está convirtiendo en una furcia. ¡No me extraña que Lizzy haya salido como salió, teniéndote a ti de ejemplo!

El disco se acabó y el ruido que hizo la bofetada que Kate le dio en la cara fue como un disparo en el silencio de la habitación. Dan dejó el vaso en la mesa. Kate vio que estaba temblando de ira. Pero no tuvo miedo. Había una cosa a favor de Dan, que nunca levantaría la mano a una mujer. Oh, podía romperles el corazón, utilizarlas, abusar de su confianza, pero se consideraba un caballero, de modo que nunca llegaría a darle una bofetada.

—Si Lizzy te preocupara de verdad, Dan, la habrías visto un poco más todos estos años. Habrías intentado que ella se sintiese amada, segura y querida. Lizzy es como es porque tú te dedicaste a entrar y salir de su vida, haciéndola concebir frágiles esperanzas para después borrarlas. Y yo tengo tanta culpa como tú por dejarte. Te dejé que vinieras aquí y nos utilizases entre otras mujeres y otros hogares. Yo pensaba que era bueno para ella poder verte. Pero, te lo digo, Danny, muchacho —continuó—, de ahora en adelante si me pregunta algo de ti ya no le daré la bonita versión corregida de color rosa, le diré la verdad. ¡Le diré qué clase de gilipollas eres en realidad!

Dan apoyó las palmas de las manos en el pecho de Kate y la empujó hacia atrás con toda su fuerza. Aterrizó, toda torcida, en el sofá.

Dan tenía la cara contraída por la rabia, pero mantuvo la voz baja.

—¿Y qué me dices de ti entonces? ¿Qué me dices de la fantástica Kate la Mujer Maravilla? Eres una rompehuevos, Kate, y por eso te dejé. Siempre quisiste ser mi dueña y yo tenía que ser lo que tú querías que fuera. Pues bueno —siguió—, escúchame, y escúchame bien: siempre te consideré una buena mujer, pero cuando un viejo amigo me contó que andabas acostándote con Patrick Kelly, he acabado viendo cómo eres de verdad. No permitiré que arrastres a mi hija contigo. En cuanto salga del hospital le pediré que se venga a mi piso conmigo. Y cuando le cuente lo de Patrick Kelly estoy seguro de que se vendrá conmigo sin dudarlo ni un minuto.

Kate se sentó, atónita.

—No puedo creer lo que estoy oyendo.

—¿Y qué tienen que decir tus superiores de eso, eh? Me gustaría saber qué piensan de que una inspectora detective ande por ahí con ese jodido hampón.

De pronto, Kate ya tuvo bastante.

—Me parece que será mejor que te vayas antes de que alguno de los dos diga algo que pueda lamentar. Lizzy vendrá a casa conmigo una temporadita. He escrito a mi hermano de Australia para ver si puede acogerlas a ella y a mi madre durante unas vacaciones prolongadas. Creo que un cambio de ambiente y un poco de sol le sentarán maravillosamente bien. Lo que Lizzy necesita ahora es una vida sin complicaciones, y tiempo para dejar atrás todo lo que le ha pasado. Si tú intentas meterme un palo entre las ruedas, Dan, te perseguiré hasta el final de tus días. Y lo digo en serio. No vas a arruinar la oportunidad que tiene esa niña de ponerse bien, no te lo permitiré. Voy a decirte qué es lo que te parece mal, ¿quieres? Estás celoso porque crees que tengo un lío, una relación. La buena de Kate, que se ha pasado la vida esperando por ti, ahora se ha buscado un hombre. Pues créeme, Dan, es mucho más hombre de lo que lo serás tú nunca, ¡en la cama y fuera de la cama!

Dijo aquellas palabras enfadada, dolida, pero la expresión de la cara de Dan le mostró claramente el efecto que le habían producido. Dan se consideraba un amante consumado, un homme à femmes; vivía la vida para los placeres de la carne. Y ahora su última esperanza de recuperar una vida de familia normal se le había agriado. Kate se sintió ocultamente triunfante al ver cómo había acabado finalmente con él, después de tanto tiempo siendo al revés.

—¿Así que entonces te estás acostando con él? ¿Es verdad?

Toda aquella pelea parecía haberlo vaciado. En cosa de pocos segundos vio cómo el cuerpo se le derrumbaba, vio la panza que con tanto coraje había intentado contener, vio en las bolsas debajo de sus ojos el abotargamiento de demasiada bebida y demasiado trasnochar, vio la barbilla floja que por fin denotaba su edad. Kate lo vio como realmente era y aquello era el final del camino para ellos dos.

Años antes, Dan hubiera podido conquistar de nuevo a Kate completamente con unas pocas palabras dulces, unas pocas caricias ensayadas. Pero ahora comprendió con asombrosa claridad que esa noche había representado su papel de manera completamente equivocada.

Final e inequívocamente, Kate se había hecho adulta. Adulta y separada de él. Bravatas y fanfarronadas ya no funcionarían porque había perdido el miedo a lo que él pudiera pensar. Y lo peor de todo era que nunca le había parecido más hermosa o deseable, con las mejillas encendidas y la larga melena sedosa desparramada sobre los hombros.

Deseó arrojarse encima de ella, sintió el impulso de tomarla allí mismo y en ese momento sobre el sofá igual que había hecho en el pasado. Kate nunca se había resistido cuando él la tocaba. Cedía y se abandonaba a él y entonces todo volvía a ir perfectamente, todo era un lecho de rosas hasta que él volvía a sentir ganas de ver mundo. De saciar la necesidad de nuevos pastos, nuevos rostros, una vida diferente.

Kate oyó un golpecito en la ventana y lo miró. ¿Quién podría ser?

Dan cruzó la sala y miró entre los visillos. Se volvió hacia ella, y vio el miedo en sus ojos.

—¿Quién es? ¿No es alguien del hospital? —el miedo por Lizzy se apoderó de su voz. Eran casi las diez y media, ¿quién podía llamar a su ventana a esas horas?

—Es tu novio, por lo que se ve, viene a darse un revolcón de última hora.

Necesitó unos segundos para asimilar las palabras. ¿Patrick? ¿Aquí? Se levantó del sofá y fue al recibidor. Dan la sujetó.

—No abras la puerta, Kate, por favor. Haré todo lo que tú quieras..., podemos volver a casarnos, lo que sea..., pero por favor, no le abras la puerta. Si lo haces, eso siempre se interpondrá entre nosotros.

Kate observó bien sus ojos azules con los suyos oscuros. Vio en ellos las carencias, supo que aquella vez ella llevaba las de ganar, aquello que había ansiado toda su vida con él..., pero no significaba nada. Patrick Kelly estaba allí al lado y él era lo que ella quería, durara lo que durase.

Kate nunca había amado a la ligera, siempre lo había hecho al ciento por ciento, y ahora Dan comprendió, mirándola a los ojos, que su fidelidad hacia él se había esfumado para siempre. No se sorprendió demasiado cuando ella liberó el brazo y tras colocarse bien la bata se dirigió a la puerta de la calle. Con esos pocos pasos había cortado definitivamente cualquier lazo tendido entre ellos.

Patrick, de pie en el umbral, estaba perplejo. Había visto luz en la sala y se preguntó qué retendría a Kate. Lamentaba haber aparecido tan tarde, pero había sentido un impulso irresistible de verla. Estaba solo en su casa, sentado, y Mandy invadió sus pensamientos como hacía siempre que no tenía otra cosa en qué ocuparse, y de pronto, la urgencia por ver a Kate fue tan fuerte que casi se podía tocar. Sacó el BMW y condujo hasta su casa. Y ahora, al parecer, no había sido una idea muy buena.

Vio su figura delgada avanzar por el vestíbulo y sintió un fogonazo de placer. Cuando le abrió la puerta, sonrió con un cierto rictus.

—Ya sé que es tarde, pero como vi la luz encendida... —la frase quedó en el aire.

Kate nunca en su vida se había puesto tan contenta de ver a alguien.

—Entra, que hace mucho frío. —La siguió por el vestíbulo hasta la sala. Kate no se sorprendió al verla vacía. Había oído cerrarse la puerta de atrás al abrir a Patrick. Dan era un montón de cosas, pero el valor no estaba entre ellas.

—¿Quieres beber algo? ¿Té, café, un coñac? —Vio la copa de Dan en la mesita de café donde él la había dejado. Todavía medio llena.

—Café sería estupendo, esta noche llevo yo el coche. ¿Dónde está tu madre?

—En la cama. Le di una pastilla para dormir. Todo esto de Lizzy la ha afectado de verdad —Kate se quedó sorprendida de lo normal que sonaba.

—¿Cómo está Lizzy?

—Mejor. Parece que le sienta bien estar en un sitio distinto. Ya sé que esto suena absurdo, pero por lo que dijo su médico, muchas veces el hospital resulta un entorno libre de estrés. La gente tiene tiempo de rumiar sus ideas, tomar decisiones sin presiones de fuera. Sólo espero que esto le funcione a Lizzy.

Fue hasta la cocina y puso el agua al fuego. La única luz que había allí venía de la lámpara Linestra que había bajo la encimera. Dejó apagada la luz del techo. Patrick fue tras ella y se quitó el abrigo. El cuerpo de Kate era visible a través del fino batín y Patrick sintió que algo se le removía dentro. Se acercó a ella y le rodeó la cintura con los brazos.

Kate se volvió, le pasó los brazos alrededor del cuello y acercó su cara a la suya. De repente, lo deseaba con desesperación. Sabía que era un hombre peligroso para ella. Que vivía su vida apoderándose de lo que quería. Que era un delincuente, un hampón, pero era también el hombre más atractivo sexualmente que se había encontrado jamás. Podía arruinar su carrera con aquella relación, pero en ese momento no le importaba.

Él estaba allí, él la deseaba, y, Dios mío, ¡cuánto lo deseaba ella! Después de la trifulca con Dan, quería que la estrechasen, que la amasen, sentirse querida y deseada.

Patrick le desató el cinturón de la bata y le acarició con suavidad los pechos. Kate le gimoteó al oído. Después de gustar las delicias de Patrick Kelly, era seguro que desearías correr riesgos.

Se abandonó a él, sin percatarse de que Dan los observaba a través de la ventana de la cocina. Y al ver a su esposa, como todavía consideraba a Kate, rodear con sus largas piernas la cintura de Patrick Kelly, sintió odio en estado puro.

Y ahora tenía algo que podía usar contra ella. Iría a ver al jefe superior de la policía. A ver qué opinaba de la situación. Se apartó cautelosamente de la ventana.

Pero ya estaba aprendiendo una cosa: las perspectivas de venganza no eran algo dulce en absoluto. Dejaban un regusto muy amargo.

Elaine y Hector Henderson habían disfrutado hasta el final, y a las doce y media, ella entraba en su casa de puntillas. Mientras arrastraba con esfuerzo su notable volumen escaleras arriba, George le habló en la oscuridad, y a ella se le escapó un grito con toda la considerable fuerza de su voz.

—¡Oh, George! ¡Eres un idiota! ¡Casi me da un puto ataque al corazón!

George encendió la luz del pasillo y vio a una Elaine roja y aturdida sentada en el escalón de abajo con las manos en la cabeza. El pelo rojo que tanto se había alisado para salir estaba todo revuelto, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.

—Perdona, mi amor. Llegas muy tarde.

—¿Qué hacías sentado a oscuras y esperando a que llegase? ¿Es que me estás vigilando, George Markham?

La voz de Elaine sonaba peligrosamente baja. Como la mayoría de los miembros culpables de la pareja, consideraba que el ataque es la mejor defensa.

George la miró un buen rato con dureza. ¿Es que se pensaba que estaba celoso? ¡Madre mía! ¿Quién iba a tocarla, por Cristo bendito?

—Por supuesto que no te estoy vigilando. Me entró uno de mis dolores de cabeza, nada más.

Elaine lo observó bizqueando, desconfiada, su antigua esencia de gruñona luchando contra la nueva Elaine, llena de confianza y follada. Al mirar a su marido, se le vino a la cabeza de golpe que en realidad ya ni siquiera lo odiaba. No le producía sentimiento alguno, y no estaba segura de que eso no fuera peor. Por lo menos, cuando odiabas sentías alguna cosa.

—¿Quieres que te prepare algo de beber caliente, querida, y que te lo suba?

—Vale, George —dijo Elaine subiendo las escaleras. Estaba cansada. George siempre la hacía sentirse cansada y deprimida. Gracias a Dios que tenía a Hector.

Cuando George le subió una taza de Ovaltine un poco más tarde, Elaine estaba sentada en el tocador en corsé y quitándose las medias. George dejó el Ovaltine en la mesita de noche y la miró, sorprendido al ver cuánto había adelgazado. ¡Si las piernas ya tenían buena forma! Mientras la veía desembarazarse de las medias y remover los dedos de los pies, George se fijó en unas pequeñas marcas rojas en el cuello y su boca perfiló una expresión adusta. Elaine alzó los brazos para soltarse el colgante de oro, movimiento que hizo que sus enormes pechos se levantasen y rebosasen con fuerza del sostén que llevaba. Se movía con naturalidad, como si después de años de ver que su marido no se fijaba en ella, resultara invisible para él. Lo miró y saltó al ver que él la miraba.

—¿Y ahora qué pasa, George? —era un tono cortante que no necesitaba respuesta. George se limitó a seguir mirando. Elaine abrió la caja de las joyas donde guardaba sus pocos tesoros y dejó en ella el collar.

—Ah, por cierto, George, aquí está tu alfiler de corbata. Casi me lo llevo con la aspiradora —sacó una caja redonda del cajón de la ropa interior y se la arrojó—. No sé qué me pasó para haberlo metido en mi cajón. Creía habértelo dado ayer, pero se me olvidó.

George cogió la caja y la abrió. Allí estaba su alfiler. Sonrió con su sonrisa más amplia. Se acercó a Elaine, la rodeó con los brazos y la besó en lo alto de la cabeza.

—Vamos, compórtate, George. —Lo apartó con asco, pero él estaba demasiado contento para notarlo.

Tenía su alfiler de corbata.

No lo había perdido.

No había dejado pistas.

Era libre como un pájaro.

Kate se despertó con una sensación de perezosa euforia que parecía haber nacido en algún punto de sus piernas e inundado su cuerpo entero en el curso de la noche. Notaba el olor de Patrick Kelly sobre ella y se tapó la cabeza con las sábanas para aspirar profundamente aquel aroma suyo.

Emergió de nuevo y se fijó en que ya había luz. Las cortinas del dormitorio estaban abiertas cosa de cinco centímetros, por lo que vio el conato de amanecer y le pareció que aquello invadía su privacidad. Echó una mirada al despertador. Las seis y cuarto. Podía seguir un rato más en silencio total y pensar en la velada anterior. No en Dan, al que ahora ya había apartado de ella con tanta seguridad como si se hubiera muerto, sino en Patrick. Patrick Kelly... hasta su nombre le producía un estremecimiento.

Era suyo, o por lo menos tenía la sensación de que lo era, y en aquel momento eso le bastaba.

Había vivido en el vacío. Y ahora, a los cuarenta años, por fin descubría de qué iba la vida. O al menos, su parte amorosa.

Si podía conseguir que Lizzy volviera a ser la de antes, su vida sería casi perfecta. No se atrevía a pensar que completamente perfecta, porque sabía que eso era demasiado pedir para cualquiera. Pero casi perfecta le resultaba perfectamente suficiente.

Sonó el teléfono de la mesita de noche.

—¿Diga?

—Kate, soy Amanda. Ha aparecido el cuerpo de Louise Butler.

Respiró hondo.

—¿Dónde?

—En la cantera vieja. Escucha, no quiero decir demasiadas cosas por teléfono. No tiene pérdida, estará lleno de Pandas. Te veo enseguida.

Kate colgó el teléfono y saltó de la cama. Mientras se duchaba, la mente quedó limpia de todo lo que no fuera la tarea que le esperaba. Como siempre que se ocupaba de un caso, una vez que tenía algo sobre lo que trabajar, aquello tenía prioridad sobre el resto de cosas. En su mente ahora Patrick, Lizzy o Dan ya no existían. Pensaba sólo en Louise Butler. Cuando bajaba las escaleras dispuesta para irse al trabajo, vio a su madre al pie de ellas con una taza de café y un cigarrillo encendido.

—Por cinco minutos no te morirás, Katie. ¿Qué ha pasado?

Cogió el café con gratitud y dio una buena calada al cigarrillo. Le entró una tos fuerte y la ahogó tragando un poco más de café.

—Han encontrado el cuerpo de Louise Butler.

—¡El cielo se apiade de esa pobre niña! ¿Estás preparada para todo eso?

—Tanto como se puede estar.

Kate le devolvió la taza y se puso el abrigo, con el cigarrillo entre los dientes y el humo jugueteándole en los ojos y haciéndola parpadear. Dio un beso a su madre y se dirigió a la puerta.

—Dile a Lizzy que iré esta noche, ¿quieres? No puedo prometer que vaya esta tarde, pero lo intentaré.

—Claro, guapa. Hale, vete y conduce con cuidado.

Kate le dio otro beso y salió de la casa. La mañana estaba helada y se subió el cuello del abrigo para taparse.

Condujo hacia el lugar del descubrimiento con una sensación trepidante y también de emoción. ¡Por favor, Dios mío, que encontremos alguna pista! Para la mentalidad de Kate, eso no era pedir demasiado.

Llegó a la cantera antes que Caitlin y se dejó resguardar por la cuesta de piedras sueltas que llevaba hasta la escena del crimen. Cuando llegó allí, deseó haberse quedado en la cama.

El cuerpo de la muchacha estaba tapado. Cuando apartaron el lienzo, Kate notó que las tripas se le retorcían de náuseas.

El sargento detective Spencer la observó y volvió los ojos al cielo.

—¡Debe de haber vuelto para desenterrarla! —dijo ella.

Spencer miró a su superior con las cejas alzadas.

—¿Desenterrarla, inspectora? —su voz sonaba escéptica—. A mí me parece más bien que habrá sido algún animal.

—Entiendo que pensase eso al principio, pero fíjese de qué manera está alisada la tierra alrededor del cuerpo, la manera en que le han colocado el pelo. No, nuestro hombre volvió aquí y la desenterró por alguna razón. Tápela, Spencer. ¿Dónde anda el forense?

—En la lechera aquella de allí, inspectora.

Kate fue hasta el gran furgón policial y se subió al asiento de atrás.

—¿Cómo andamos con lo de la genética? ¿Estoy en lo cierto al pensar que nuestro hombre ha vuelto y la ha desenterrado?

—Bueno, bueno, ¡esta mañana estás en plena forma, Kate! Yo diría que la han desenterrado muy recientemente, sí. Las heridas faciales se las infligieron después de muerta; sobre eso apostaría dinero.

Kate se quedó atónita.

—¿Quieres decir que volvió aquí, la desenterró y después volvió a atacarla?

—Tal cual. Estáis buscando a un sujeto realmente simpático, no os envidio. Ah, ahí llega Caitlin, menuda mala cara que trae. La verdad es que nuestro Kenny nunca está en su mejor momento por las mañanas, ¿eh?

Kate observó cómo Caitlin descendía pesadamente por la rampa de piedras hasta el cuerpo de Louise Butler.

—Y otra cosa, Katie, a la chica la desnudaron del todo anoche. Por lo general las deja con ropa y les corta la ropa interior. No he encontrado pruebas de ninguna actividad sexual reciente, pero por las marcas que tiene en la piel de las nalgas, aventuraría que se las separaron hace muy poco, y bastante salvajemente, por cierto. Por supuesto que sabré más cosas después de la autopsia. Tendré listo el informe en cuanto pueda. No soporto los fiambres que apestan, Kate —añadió—. Y sobre todo si son de chicas jóvenes. Y de momento, ésta canta más que un puto faisán. La cena me va a saber a formaldehído durante días.

Kate echó una mirada al hombre que tenía al lado y se mordió la lengua. Asintió con la cabeza, salió del coche y se dirigió con cuidado a donde Caitlin observaba el cuerpo. ¡Canta más que un puto faisán! ¡Y hablaba de una chiquilla de quince años! Esperó contra toda esperanza que ella nunca echase tanto callo en el trabajo.

—Hola, Katie, guapa —el viento frío le trajo el fuerte acento irlandés de Caitlin—. El hijoputa vino a desenterrarla, ¡qué jodido cabrón!

Kate agradeció el tono incómodo de aquella voz. Si hasta polis tan curtidos como Caitlin podían conmoverse todavía, aún había esperanza para ella.

—Total, señor, que nos ha ahorrado un trabajo, ¿no cree usted? —el tono gangoso de Spencer hizo que Kate, Caitlin y los de uniforme se quedaran mirándolo.

—Ah, sí, hijo, eso sí es verdad —dijo Caitlin con voz sarcástica—. Lástima que todos los pervertidos no entierren a sus víctimas y luego las desentierren más tarde. Eso ahorraría una fortuna en gastos de investigación, desde luego. ¡Menudo idiota..., lárgate de mi vista antes de que te atice!

Kate hizo un gesto de cabeza a Spencer, que se volvió a su coche patrulla avergonzado. A Kate le dio pena en cierto sentido, porque sabía lo que había querido decir: por lo menos, el cuerpo había aparecido, aunque fuera de aquella forma horripilante. Pobres señores Butler.

—El forense cree que la noche pasada volvió a atacarla. Lo que no sabe todavía es si hubo agresión sexual o no. Cree que la cara se la golpearon hace poco, pero no encontró pruebas de ataque sexual.

—Probablemente se hiciera una paja encima. Eso no dejaría rastros.

—No estoy tan segura. Mira cómo le ha colocado el pelo, y lo alisada que está la tierra a su alrededor. Yo creo que estuvo registrándola. Sabemos que es un chalado, y sabemos que es un maníaco sexual.

Kate se arrodilló junto al cuerpo de la muchacha y contuvo una sacudida ante aquel hedor a rancio.

—Imagínate que creyera que se había dejado alguna prueba en el cuerpo. Qué, no lo sé. Así que puede que volviera, la desenterrase y la registrase. Y luego, al ver que no encontraba lo que quería, o puede que incluso cuando lo encontró, la golpeó. Eso tiene una cierta lógica retorcida.

Caitlin asintió.

—Desde luego que siempre has sido una chica lista, Katie. Creo que es probable que tengas razón. Pero por fin nuestro hombre ha cometido su mayor equivocación..., me ha puesto en marcha, Kate. Esta vez me ha llevado demasiado lejos. Cuando lo encontremos, y lo encontraremos, ¡voy a machacarle los sesos con mis manos!

Caitlin miró hacia los agentes de uniforme y les gritó:

—¿Dónde están los cabrones de la funeraria? Que alguien tape a esta chica y la metan en una bolsa.

Kate se puso de pie. Bajo la luz gris de aquel día, a Caitlin se le veía terrible. La cara macilenta con la incipiente barba gris parecía que se le hubiera hundido durante la noche. A pesar de todos sus defectos, que eran legión, en aquel momento Kate casi lo amó.

—Venga, vuelve a la comisaría conmigo y que la gente del forense termine su trabajo aquí.

Kate lo cogió del brazo y se lo llevó con suavidad.

—Iremos y nos meteremos un poco de café caliente dentro.

Los dos se dieron cuenta de que no había hablado de desayunar.

Ronald Butler entró en el depósito de cadáveres del hospital de Grantley llevando a Kate a su lado. La asistente del depósito apartó la sábana blanca del cuerpo de Louise y Ronald se quedó mirando lo que quedaba de su hija. Kate miró a otro lado. Por el rabillo del ojo vio al hombre llevarse la mano a la boca.

—¿Es ésta su hija, señor? —le preguntó en voz baja. Había que llevar a cabo una identificación formal.

El hombre asintió en silencio y luego se dobló por la mitad. La asistente tapó rápidamente a Louise y tanto ella como Kate se precipitaron hacia Butler, que ahora se sujetaba el pecho con fuerza. Se vino al suelo y Kate gritó:

—¡Llama ahora mismo al equipo de emergencias! ¡Tiene un ataque al corazón!

La asistente se marchó corriendo y ella le soltó la corbata y la camisa.

Butler estaba gris y una fina película de sudor le cubría el rostro y el cuello. Tenía los labios azules. Kate se arrodilló sobre el cuerpo y le buscó el pulso en la garganta. Apenas se notaba. Cruzó los dedos de las dos manos y empujó con toda su fuerza sobre el pecho, justo a la izquierda del corazón.

¡Oh Dios mío, que se den prisa!

Como si su plegaria hubiera sido atendida, oyó el traqueteo del carrito de emergencias precipitarse a través de las puertas de plástico.

Kate continuó con su masaje cardíaco hasta que los de emergencias la sustituyeron, y pocos minutos más tarde obtuvo la recompensa de oír a Ronald Butler respirar con relativa normalidad. Esperó hasta que lo subieron a una camilla para llevárselo a la unidad de cuidados cardíacos. Mientras lo sacaban del deposito de cadáveres camino de la UCI, se agarró a la mano de Kate.

—Le dirá usted a mi mujer... por favor, le dirá que no se preocupe...

—Se lo diré, naturalmente. —Kate sintió una quemazón en su propio pecho. No era un dolor físico, sino un odio que llevaba todo el día creciendo en su interior.

—Louise era toda nuestra vida, sabe. Teníamos la esperanza... esperábamos volver a verla entrar en casa, sabe —apretó bien los ojos para no dejar salir las lágrimas—. Que estuviera viva todavía en algún sitio. En cualquier parte.

Kate notaba la angustia del hombre como si fuera una cosa tangible. Mientras se llevaban la camilla, se arrodilló y recogió el bolso que había tirado al suelo al ver que le daba el colapso al señor Butler. Ya de pie, se dirigió de nuevo al cuerpo de Louise Butler y le apartó la sábana de la cara. Quince años. Amada y querida. Toda una vida por delante. Y ahora la habían reducido a un amasijo sangriento.

Tragó saliva y salió del depósito. Había decidido asistir a la autopsia y ahora quería ir al despacho del forense para esperar a que colocasen los restos de Louise Butler sobre la mesa de autopsias y luego diseccionarla sistemáticamente.

Ronald Butler había logrado que Kate sintiera lo inútiles que eran todas sus investigaciones. Su hija estaba muerta, Mandy Kelly estaba muerta, y Geraldine O’Leary estaba muerta. Tres mujeres violadas y asesinadas en menos de siete semanas.

Tenía que encontrarlo antes de que atacase de nuevo, y no tenían nada con lo que trabajar. Nada de nada. Cada uno de los caminos que habían seguido conducía a un callejón sin salida. Ninguna pista llevaba a ninguna parte. O aquel hombre era muy listo o tenía mucha suerte. O una mezcla de ambas cosas.

Estaba todavía dándole vueltas cuando iniciaron la autopsia.

Kate se puso una mascarilla blanca que le habían dado y cuando el forense hizo un corte a Louise Butler desde el esternón hasta el ombligo, lo agradeció. La pestilencia de los gases era espantosa.

Kate lo miraba todo con los ojos entrecerrados. Otra vez aquella quemazón en el pecho. Y esta vez, más intensa.

Se puso a pensar en qué clase de hombre podía violar, asesinar y enterrar a una muchacha joven y después volver para desenterrarla y mutilarla de nuevo. Tenían que atraparlo.