40
Al día siguiente, a primera hora de la tarde, sacaron el Maserati del fondo de la bahía de Tokio, en Shibaura. No me sorprendió: era lo que me había imaginado. Lo supe desde el momento en que se esfumó.
Otro cadáver: el Ratón, Kiki, Mei, Dick North y Gotanda. Ya sumaban cinco. Faltaba uno. Meneé la cabeza. Las cosas tomaban mal cariz. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Quién sería el siguiente? De pronto me vino Yumiyoshi a la mente. No, no podía ser ella. Sería terrible. Yumiyoshi no debía morir ni desaparecer. Pero si no era Yumiyoshi, ¿quién sería? ¿Yuki? Sólo tenía trece años. No podían llevársela. Repasé mentalmente qué personas podrían acabar muertas. Al hacerlo, me sentí como si fuera la misma parca. Inconscientemente, clasificaba a los posibles muertos por orden de preferencia.
Fui a la comisaría de Akasaka, pedí por el Literato y le conté que la víspera por la noche había estado con Gotanda. Creía que era mejor hablarlo con él. Pero lo que no le revelé, por supuesto, fue que quizá había sido él quien mató a Kiki. Ese asunto ya estaba zanjado. Ni siquiera había cadáver. Le conté que Gotanda estaba exhausto y muy alterado. Le hablé de las deudas que acumulaba, del trabajo que tenía y que aborrecía, y de sus problemas familiares.
Él anotó brevemente lo que le conté. Esta vez fueron unas notas muy sencillas. Yo simplemente firmé. No tardamos ni una hora. Después de firmar, él se quedó mirándome a la cara con el bolígrafo entre los dedos.
—A su alrededor parece que muere mucha gente, ¿no? —me dijo—. A estas alturas de la vida es difícil hacer amigos. Todos lo rechazan. Cuando a uno lo rechazan, la mirada se vuelve torva y la piel, áspera. No es nada bueno, no señor. —Entonces soltó un hondo suspiro—. En todo caso, esta vez hablamos de un suicidio. Eso está claro. Incluso hay testigos. Una pena, ¿verdad? Por muy estrella de cine que fuera, no había necesidad de hundir un Maserati en el mar. Habría bastado con un Civic o un Corolla.
—Estaba asegurado, así que no pasa nada —repliqué.
—Sí que pasa: en caso de suicidio, y por caro que sea el coche, el seguro no cubre nada —aseveró—. De todas formas, me parece una estupidez. Yo, como no tengo dinero, pienso en las bicicletas de mis hijos. Tengo tres niños. Los tres cuestan dinero. Cada uno quiere su bicicleta.
Guardé silencio.
—Ya puede irse. Lo siento por su amigo. Gracias por haber venido a declarar. —El agente me acompañó hasta la salida—. El caso de Mei no está todavía resuelto. Pero no dejamos de investigar. En algún momento lo resolveremos —dijo.
Durante bastante tiempo me sentí culpable de la muerte de Gotanda. Hiciera lo que hiciera, no lograba desembarazarme de esa plomiza sensación. Rememoré toda la conversación que habíamos sostenido en Shakey’s. Me dije que, si le hubiera dado las respuestas que él necesitaba, quizá le hubiera salvado. Y ahora estaríamos los dos tumbados en una playa de Maui, tomándonos unas cervezas.
Pero quizá habría sido inútil. Al fin y al cabo, él ya había tomado la decisión desde un principio. Tan sólo esperaba la ocasión oportuna. Él había tenido en mente todo el tiempo la idea de arrojarse al mar con el Maserati. Sabía que era su única salida. Había estado esperando todo este tiempo con la mano en el pomo de la puerta de salida. Su mente había fantaseado numerosas veces con hundir el Maserati en el fondo del océano. El agua se colaría por las ventanillas hasta que no pudiera respirar. Contar con la posibilidad de la autodestrucción era lo único que le permitía seguir adelante. Pero no duraría siempre. En algún momento tenía que abrir la puerta y salir. Él lo sabía. Tan sólo aguardaba la ocasión.
La desaparición de Mei había provocado la muerte de un viejo sueño y la sensación de pérdida. La muerte de Dick North me había sumido en una gran tristeza y una suerte de resignación. Pero la de Gotanda sólo me había traído desesperación, como si me hubieran metido en una caja de plomo herméticamente cerrada. Él era incapaz de asimilar la fuerza, las energías que llevaba en su interior. Y esa fuerza radical lo empujó hasta el abismo. Hasta el borde de su conciencia. Hasta el mundo de tinieblas al otro lado de la frontera.
Durante un tiempo las revistas, la televisión y hasta los periódicos deportivos hicieron carroña de su muerte. Royeron con apetito la carne podrida como escarabajos rinoceronte. Me daban ganas de vomitar con sólo leer los titulares. Podía imaginarme lo que escribían o decían de él sin leerlo o escucharlo. Deseaba estrangularlos a todos, uno por uno.
«¿Y si los mataras a golpes de bate? Estrangularlos lleva su tiempo», le había dicho yo.
«Sí», había replicado Gotanda. «Pero preferiría estrangularlos. Sería una pena matarlos tan rápidamente.»
Luego me acosté y cerré los ojos. Desde lo más hondo de la oscuridad, Mei dijo: ¡Cucú!
Maldije el mundo. Lo maldije de corazón, intensamente. El mundo estaba lleno de muertes absurdas que dejaban un regusto amargo. Me sentía impotente frente a todo eso y estaba manchado por la mugre del mundo de los vivos. La gente llegaba por la entrada y se iba por la salida. Los que se marchaban no regresaban jamás. Observé mis propias manos. El olor de la muerte me impregnaba las palmas. Esos olores «no desaparecen por mucho que me las lave. Nunca desaparecerán», había dicho Gotanda.
Dime, hombre carnero, ¿es así como uno se vincula a tu mundo? ¿Voy a poder conectarme con tu mundo a través de toda esta muerte sin fin? ¿Qué más voy a perder? Quizá ya nunca sea feliz, como me dijiste. No me importa. Pero esto no, esto es demasiado horrible.
De pronto recordé un libro sobre ciencia que había leído de pequeño. Una de las secciones se titulaba: «¿Qué sería del mundo sin fricción?». «Sin fricción», explicaba el libro, «la fuerza centrífuga de rotación diseminaría por el espacio todo lo que hay sobre la Tierra.» Así me sentía yo.
¡Cucú!, dijo Mei.