8

Desde la habitación llamé a mi antiguo socio. Alguien a quien yo no conocía se puso al aparato y me preguntó mi nombre; luego se puso otra persona y me preguntó mi nombre; al final, por fin me atendió él. Parecía ajetreado. Hacía casi un año que no hablábamos. Yo no lo había evitado. Simplemente, no habíamos charlado. Siempre me había caído bien, y eso no había cambiado. Pero, al fin y al cabo, para mí él pertenecía a un «territorio ya transitado» (y yo para él). Habíamos tirado por caminos distintos que apenas se cruzaban. No había más.

¿Qué tal iba todo?, me preguntó.

Iba bien, le contesté.

Añadí que estaba en Sapporo.

Me preguntó si hacía frío en Sapporo.

Sí, fue mi respuesta.

Quise saber cómo le iba el trabajo.

Que andaba ocupado, respondió él.

Que tratase de no beber demasiado, le recomendé yo.

Que últimamente apenas bebía, replicó.

Si nevaba en Sapporo, quiso saber.

Que en estos momentos no, le contesté.

Durante un rato nos pasamos cortésmente la pelota de ese modo.

—Por cierto, tengo que pedirte un pequeño favor —le solté. Mi socio tenía una antigua deuda pendiente conmigo. Yo me acordaba y él también. No soy de los que piden favores.

—Dime —contestó conciso.

—¿Recuerdas que una vez hicimos un trabajo para un boletín interno de una cadena hotelera? —le dije—. Hará unos cinco años.

—Sí, lo recuerdo.

—¿Sigue vivo el contacto?

Reflexionó unos instantes.

—Sí, está bastante inactivo, pero seguir, sigue vivo. Podría caldearlo, si es necesario.

—Había allí un tipo que conocía bien los entresijos del sector. No recuerdo cómo se llamaba… Un tipo delgado que siempre llevaba un sombrero raro. ¿Podrías hablar con él?

—Creo que sí. ¿Qué quieres saber?

Le hablé del polémico artículo sobre el Dolphin Hotel. Él anotó el nombre del semanal y la fecha en que salió el artículo. Luego le conté lo del pequeño Dolphin Hotel, el que había precedido al lujoso Dolphin Hotel. Y le dije que necesitaba saber tres cosas: ¿por qué el nuevo hotel había heredado el nombre del antiguo? ¿Qué había sido del dueño del pequeño Dolphin Hotel? Y, por último, ¿qué había sucedido tras publicarse el artículo que desvelaba la trama?

Él tomó nota de las preguntas y me las leyó en voz alta.

—¿Está todo?

—Sí.

—Supongo que es urgente —dijo él.

—Lo siento, pero sí.

—Intentaré llamarte hoy mismo. ¿Me das tu número de teléfono?

Le di el número de teléfono del hotel y el número de mi habitación.

—Hasta luego —dijo, y colgó.

Fui a la cafetería del hotel y tomé un almuerzo ligero. Cuando bajé al vestíbulo, la chica de gafas estaba en el mostrador. Me senté en un rincón del vestíbulo y la observé durante un rato. Ella estaba muy ocupada y no parecía haber reparado en mí. O tal vez sí me había visto, pero me ignoraba. Me daba igual. Yo sólo quería verla. Y mientras lo hacía pensé que, si me lo proponía, podría acostarme con ella.

A veces necesito infundirme ánimo de ese modo.

Al cabo de unos diez minutos, subí en ascensor hasta la decimoquinta planta, donde estaba mi habitación, y me puse a leer un libro. Ese día el cielo estaba encapotado. Sentí que vivía dentro de un decorado de cartón piedra en el que apenas entraba un rayito de luz. No quería salir, ya que podían telefonearme en cualquier momento, y en la habitación no tenía nada que hacer salvo leer. Al terminar la biografía de Jack London empecé un libro sobre la guerra civil española.

El día transcurrió como un crepúsculo muy prolongado. Sin inflexiones. El gris que había al otro lado de la ventana fue entreverándose de tintes negros hasta que anocheció. Sólo cambiaban pequeños matices. En el mundo apenas existían dos colores. Gris y negro. Y éstos iban y venían, combinándose.

Llamé al servicio de habitaciones para que me trajeran un sándwich, y me lo comí despacio, concentrándome en cada bocado, mientras bebía también despacio, trago a trago, una cerveza que saqué de la nevera. Cuando uno está ocioso, hace las cosas a conciencia, tomándose su tiempo. A las siete y media llamó mi antiguo socio.

—He conseguido contactar con él —me dijo.

—¿Ha sido complicado?

—Más o menos —contestó tras un silencio. Deduje que había sido bastante complicado—. Te resumiré lo que me ha dicho. Para empezar, sofocaron el escándalo y ahora el asunto está bien tapado. Guardado bajo siete llaves. Ya no hay nadie que hurgue en él. Caso cerrado. Como si jamás hubiera existido. Es posible que el gobierno o el municipio cometieran irregularidades, «nada del otro mundo, un pequeño ajuste», como adujeron. Por lo demás, nadie ha podido meterle mano. La fiscalía lo intentó, pero no consiguió pruebas sólidas. La trama es demasiado intrincada. Un polvorín. Por eso resulta difícil conseguir información.

—En realidad, mi interés por el caso es algo personal. No pretendo molestar a nadie.

—Lo sé, y se lo aclaré.

Con el auricular en una mano, fui hasta la nevera, cogí con la otra mano otra cerveza, la abrí y me la serví en un vaso.

—Me dirás que soy un pesado, pero debo advertirte que, cuando uno juega con fuego, al final se quema —me dijo—. Te aconsejo que seas prudente. Es un asunto de gran envergadura. Algún motivo tendrás para interesarte por él, pero, francamente, tengo la sensación de que te viene grande, no deberías meterte en esos líos, dedícate a cosas más tranquilas, más acordes con tu situación… Sé que no soy el más indicado para decirte esto, pero…

—Lo sé —dije.

Carraspeó. Yo le di un trago a la cerveza.

—El antiguo Dolphin Hotel resistió hasta el final —continuó— y, en consecuencia, pasaron muchas cosas lamentables. Bastaba con que el dueño se marchara de allí, pero se negó. No vio la que le caía encima.

—El hombre era así —dije yo—. No estaba «en la onda».

—Las pasó negras. Varios yakuza se instalaron en el hotel y hacían lo que les daba la real gana, sin llegar a violar la ley. Se apostaban en el vestíbulo y cuando alguien entraba lo fulminaban con la mirada. ¿Vas haciéndote a la idea? Pero el dueño del hotel no protestaba.

—Lo entiendo, sí —dije yo. El dueño del hotel había sobrevivido a muchas calamidades. Pocas cosas podían sorprenderle.

—Al final se rindió, pero les puso una condición un poco extraña. Adivina cuál.

—Ni idea —contesté.

—Piensa un poco —dijo él—. Es la respuesta a otra de tus preguntas.

—¿Que conservaran el nombre de «Dolphin Hotel»?

—Bingo —dijo—. Ésa fue la condición. Y el comprador la aceptó.

—¿Por qué?

—No es un mal nombre, ¿no crees?, «Dolphin Hotel»… Está muy bien —comentó.

—Digamos que no está mal.

—Casualmente, en ese momento la empresa A proyectaba construir una cadena de hoteles de lujo. Por entonces, la cadena hotelera todavía no tenía nombre.

—Cadena Dolphin Hotel —probé a decir.

—Eso es. Una cadena capaz de rivalizar con los Hilton o los Hyatt.

—Cadena Dolphin Hotel —repetí. Una herencia que se multiplicaba—. ¿Y qué ocurrió con el dueño del antiguo Dolphin Hotel?

—Nadie lo sabe —contestó.

Tomé otro trago de cerveza y me rasqué el lóbulo de la oreja con un bolígrafo.

—Cuando se marchó le dieron un montón de pasta, así que ahora podría estar haciendo cualquier cosa. Pero será difícil localizarlo, porque ése sólo es un figurante en toda esta historia.

—Tienes razón —reconocí.

—Más o menos, eso es todo lo que sabía —dijo—. ¿Te basta?

—Sí, gracias. Me ayudará.

—De nada —dijo, y volvió a carraspear.

—¿Tuviste que pagarle? —le pregunté.

—No —respondió—. Bastó con invitarlo a comer, llevarlo a una discoteca en Ginza y pagarle el taxi de vuelta a casa. Por eso no te preocupes, entra en los gastos de representación. Todo entra en los gastos de representación. Mi asesor fiscal me anima a que gaste más en esas cosas. La próxima vez que quieras ir a una discoteca en Ginza, avísame y te llevo. Corre de mi cuenta. Además, imagino que nunca has ido.

—¿Qué narices hay en las discotecas de Ginza?

—Alcohol y mujeres —contestó él—. Si vas, mi asesor fiscal te lo agradecerá.

—Entonces, ¿por qué no vas con él?

—Ya fui el otro día —dijo en tono hastiado.

Nos despedimos y colgué.

Me quedé pensando en mi antiguo socio, un hombre que, con la misma edad que yo, empezaba a echar barriga. Un hombre que guardaba toda clase de medicamentos en los cajones del escritorio, y que se tomaba las convocatorias de elecciones en serio. Un hombre al que le quitaba el sueño todo lo relativo al colegio de sus niños, que discutía constantemente con su mujer y que, no obstante, en el fondo, amaba a su familia. Un hombre que tenía sus debilidades y de vez en cuando se excedía con el alcohol, pero que cumplía con su trabajo. Un hombre responsable, en todos los sentidos.

Tras licenciarnos en la universidad, formamos un equipo y nos fue bien durante mucho tiempo. Empezamos por una modesta agencia de traducción y, poco a poco, ampliamos el negocio. Aunque no éramos íntimos, nos llevábamos bien. Nos veíamos todos los días y, aun así, nunca discutimos. Él era un tío tranquilo y educado; a mí no me gustaba discutir. Aunque no nos parecíamos, nos respetábamos el uno al otro. Pero, al final, nos separamos cuando mejor nos iba. Cuando me marché, cosa que hice de súbito, las cosas no le fueron mal; de hecho, le fueron mejor. Su trabajo empezó a dar cada vez más frutos. La empresa creció. Contrató a más empleados y les sacó el máximo partido. Psicológicamente también ganó estabilidad.

Quizá el problema era yo. Quizá había algo en mí que no ejercía buena influencia sobre él. Por eso, al irme yo, se las apañó mucho mejor. Explotaba a la gente engatusándola, manipulándola; contaba chistes malos a las chicas de administración, y ahora, por lo visto, derrochaba en gastos de representación y se llevaba a quien le apetecía a discotecas de Ginza para agasajarlos. Si hubiéramos seguido juntos, se habría sentido cohibido y no se habría atrevido a hacer nada de eso. Pendiente de mí todo el día, no habría dejado de pensar en cómo juzgaría yo su comportamiento. Así era él. Aunque, con franqueza, a mí me daba absolutamente igual lo que él hubiera hecho de estar yo a su lado.

Le beneficiaba estar solo. En todos los sentidos.

Pensé que, gracias a mi marcha, él pudo empezar a comportarse como alguien de su edad. Probé a decirlo en voz alta: «Como alguien de su edad». Me pareció hablar de un asunto que me era del todo ajeno.

A las nueve, el teléfono volvió a sonar. No esperaba ninguna llamada, así que, desconcertado, por unos instantes ni siquiera supe qué era aquel timbre. Pero era el teléfono. Al cuarto timbrazo, cogí el auricular y me lo pegué a la oreja.

—¿Era a mí a quien mirabas fijamente hoy en el vestíbulo? —dijo la chica de recepción. Por el tono, no parecía enfadada, pero tampoco contenta. Más bien, distante.

—Sí —admití.

—Me pongo muy nerviosa cuando me miran así mientras trabajo —dijo tras un silencio—. Mucho. Por tu culpa he metido varias veces la pata.

—No volveré a hacerlo —le prometí—. Si te miraba era sólo para animarme un poco. No pretendía ponerte nerviosa. A partir de ahora procuraré no mirarte. ¿Dónde estás?

—En casa. Voy a darme un baño y acostarme —me dijo—. Por cierto, ¿es verdad que has prolongado tu estancia en el hotel?

—Sí. Voy a necesitar un poco más de tiempo —contesté.

—Pues no vuelvas a mirarme de ese modo. Podría traerme problemas.

—No lo haré.

Siguió un breve silencio.

—Oye, ¿te parece que me pongo demasiado nerviosa? Así, en general…

—No sé qué decirte. Imagino que todos, en mayor o menor medida, nos ponemos nerviosos cuando alguien nos observa mucho rato. No te preocupes. Además, a veces, sin querer, me quedo con la mirada fija en cualquier cosa. Clavo los ojos en lo que se me pone delante.

—¿Por qué?

—Son hábitos difíciles de explicar —respondí—. De todos modos, intentaré no mirarte. No quiero desconcentrarte.

Ella le dio vueltas a lo que acababa de decirle.

—Buenas noches —dijo poco después.

—Buenas noches.

Me di un baño yo también y luego leí en el sofá hasta las once y media. Entonces me vestí y salí al pasillo. Recorrí de punta a punta aquel laberinto largo e intrincado. En el extremo más apartado de la planta había un ascensor para uso exclusivo del personal. Estaba situado a trasmano, fuera de la vista de los huéspedes, pero no escondido. Si uno seguía la señal que conducía hacia las escaleras de emergencia, se encontraba varias puertas sin número de habitación y al lado, en un rincón, ese ascensor. Habían colgado un panel que decía MONTACARGAS, para que los huéspedes no se equivocaran y lo utilizasen. Permanecí un rato delante de la puerta, y vi que el ascensor no se movía de la planta baja. A esas horas ya nadie lo utilizaba. Los altavoces del techo difundían música del hilo musical. El amor es azul, de Paul Mauriat.

Probé a pulsar el botón del ascensor. El aparato, como si hubiera despertado repentinamente, irguió la cabeza y empezó a ascender. Los números del panel digital, 1, 2, 3, 4, 5, 6, iban pasando lenta pero inexorablemente. Yo los contemplaba mientras escuchaba El amor es azul. Pensé que, si hubiese alguien dentro, le diría que me había confundido de ascensor. Ya se sabe que los huéspedes de los hoteles se equivocan continuamente. 11, 12, 13, 14. Retrocedí un paso y, con las manos en los bolsillos, esperé a que se abriera la puerta.

Los números se detuvieron en mi planta, la decimoquinta. Hubo un pequeño intermedio. No se oía nada. Entonces la puerta se abrió. Dentro no había nadie.

¡Vaya ascensor más silencioso!, pensé. Nada que ver con el ruido asmático del ascensor del antiguo Hotel Delfín. Entré y pulsé el 16. La puerta se cerró con suavidad, se notó cierto movimiento y volvió a abrirse. Estaba en la decimosexta planta. Pero no estaba a oscuras, como ella había contado. Estaba bien iluminada y, cómo no, El amor es azul también sonaba, procedente del techo. No olía a nada. Por si acaso, recorrí la planta de cabo a rabo. Era idéntica a la decimoquinta: un pasillo que serpenteaba, hileras interminables de habitaciones, un espacio central con máquinas expendedoras de bebidas y varios ascensores para los clientes. En el pasillo, delante de algunas puertas, habían dejado las bandejas de la cena para que las recogiera el servicio de habitaciones. La alfombra, de color carmesí, era mullida y de buena calidad. No se oía el menor ruido al caminar. A mi alrededor todo estaba tranquilo. El hilo musical dio paso a A Summer Place, de Percy Faith and His Orchestra. Al llegar al otro extremo, di media vuelta, retrocedí hasta la zona central y bajé a la decimoquinta planta en uno de los ascensores destinados a los huéspedes. Al llegar allí, repetí todo el proceso: volví a subir en el ascensor de los empleados a la planta decimosexta y comprobé que seguía iluminada y todo parecía en orden. Sonaba A Summer Place.

Satisfecho, regresé a la decimoquinta, me bebí un par de tragos de brandy y me acosté.

Al amanecer, el negro se había transformado en gris. Nevaba. Bueno, me dije, ¿qué voy a hacer hoy?

Para variar, no tenía nada que hacer.

Caminé bajo la nieve hasta el Dunkin’ Donuts, me tomé dos cafés y un bollo, y leí el periódico. Eché un vistazo a los artículos sobre las elecciones locales. En la página de la cartelera no encontré ninguna película que me apeteciera ver, como de costumbre. Vi que, en una de las películas, interpretaba un papel secundario un antiguo compañero de escuela. Era un filme para adolescentes titulado Amor no correspondido, una historia ambientada en un colegio, protagonizada por una actriz adolescente que empezaba a hacerse famosa y un cantante de moda que también comenzaba a despuntar. No me costó imaginar el papel que interpretaba mi antiguo compañero de clase: el de un profesor joven, guapo y comprensivo. Esbelto y dotado para los deportes, seguro que todas sus alumnas estaban loquitas por él, hasta el punto de que casi se desmayarían cuando él las llamase en clase. La protagonista, por supuesto, también suspiraría por él. Los domingos hornearía galletas y se las llevaría a su apartamento. Pero un chico estaba enamorado de ella, un chaval muy sencillo y un tanto apocado… Seguramente el argumento iba por ahí. No había que devanarse los sesos para adivinarlo.

Poco después de que hubiera debutado como actor, vi varias de sus películas, en parte movido por la curiosidad. Pero un buen día dejé de verlas; ninguna era interesante y los papeles que él interpretaba estaban todos cortados por el mismo patrón: chicos apuestos, aseados y buenos en deporte. Al principio interpretó muchos papeles de universitario, luego de profesor, médico y joven yuppie. A pesar de ello, siempre hacía lo mismo: papeles en los que las chicas bebían los vientos por él. Tenía una bonita dentadura y no me desagradaba ver sus radiantes sonrisas en pantalla. Pero no me apetecía pagar por ver esas películas. No soy un cinéfilo serio y esnob, de los que sólo ven películas de Fellini y Tarkovsky, pero él, hay que reconocerlo, sólo actuaba en bodrios. Películas de bajo presupuesto, con argumentos trillados y diálogos insulsos, a cuyos directores parecía importarles todo un comino.

Sin embargo, bien pensado, él siempre había sido así, incluso antes de convertirse en actor. Simpático, pero, en el fondo, difícil de calar. Fuimos a la misma clase durante dos años, en secundaria. Nos sentábamos a la misma mesa en el laboratorio de ciencias. De vez en cuando conversábamos. Era un tipo encantador, tal y como aparecía en las películas. Ya entonces las chicas suspiraban por él. Cuando se dirigía a ellas, se quedaban mirándolo embobadas. Durante los experimentos de ciencias no le quitaban los ojos de encima. Si había algo que no les había quedado claro, se lo preguntaban a él. Cuando con aquel gesto grácil encendía el mechero bunsen, lo observaban como si estuviera encendiendo la antorcha en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos. En mí, en cambio, ni se fijaban.

Sacaba buenas notas. Solía ser el primero o el segundo de la clase. Amable, sincero, nunca se envanecía. Vistiera como vistiese, siempre se le veía limpio, elegante y de aspecto educado. Era refinado hasta cuando meaba. Y muy pocos hombres mean con elegancia. Cómo no, se le daban bien los deportes y era un excelente delegado de curso. Ignoro si era cierto, pero se rumoreaba que había algo entre él y la chica más popular de la clase. Los profesores lo tenían en un pedestal y, el día de visita de los padres, las madres lo colmaban de elogios. Pero yo nunca supe cómo era realmente ni qué pensaba.

Igual que en sus películas.

¿Por qué iba a pagar para ver aquel filme?

Tiré el periódico a la papelera y regresé al hotel bajo la nieve. Al pasar por el vestíbulo, miré hacia recepción: la chica no estaba allí. Debía de ser la hora del descanso. Me fui a la sala donde estaban los videojuegos y eché varias partidas al Pac-Man y al Galaxy. Son juegos bien hechos, pero lo ponen a uno neurótico. Demasiado belicosos, además. Con todo, ayudan a pasar el rato.

Luego volví a mi habitación y leí.

Fue una mañana desaprovechada. Cuando me hartaba de leer, contemplaba la nieve por la ventana. No dejó de nevar en toda la mañana. Al mediodía fui a la cafetería del hotel y almorcé. Cuando regresé a mi habitación, volví a leer y contemplar la nieve.

Sin embargo, al final, sí ocurrió algo interesante. Leía, metido en la cama, cuando a las cuatro de la tarde alguien llamó a la puerta. Abrí y allí estaba ella, la chica de recepción, con sus gafas y su chaqueta azul claro. Se coló rápidamente por la estrecha abertura de la puerta, como una sombra plana, y la cerró.

—Si me ven aquí, me despiden. Son muy estrictos con estas cosas —me dijo.

Tras echar un vistazo a la habitación, se sentó en el sofá y se estiró la falda. Suspiró.

—Es mi hora de descanso —dijo.

—¿Quieres tomar algo? Iba a abrirme una cerveza.

—No, gracias. No tengo mucho tiempo. Oye, ¿qué haces todo el día encerrado en la habitación?

—Nada en especial. Matar el tiempo. Leo, miro la nieve… —le contesté mientras sacaba una cerveza de la nevera y la servía en un vaso.

—¿Qué lees?

—Un libro sobre la guerra civil española. Exhaustivo, la analiza de principio a fin. Con todas sus implicaciones. —La guerra civil española fue, ciertamente, una guerra compleja y con mucha enjundia. Antiguamente había guerras así.

—Escucha, no me malinterpretes, ¿vale? —dijo ella.

—¿Malinterpretarte? —repetí—. ¿Porque has venido a mi habitación?

—Sí.

Me senté en el borde de la cama con el vaso de cerveza en la mano.

—No te preocupes. Estoy un poco sorprendido, pero me alegro de tener compañía. Estaba aburrido y no tenía nadie con quien hablar.

Se puso de pie y, en medio de la habitación, se quitó la chaqueta sin hacer ruido y la colgó en el respaldo de la silla del escritorio, con cuidado para que no se arrugase. Luego vino a mi lado y se sentó con las piernas muy juntas. Sin chaqueta parecía más frágil y vulnerable. Rodeé sus hombros con mi brazo, y ella apoyó la cabeza en mi hombro. Olía muy bien. La blusa blanca parecía recién planchada. Permanecimos así unos cinco minutos. Yo rodeándola con mi brazo, y ella con la cabeza apoyada en mi hombro, los ojos cerrados, respirando tranquilamente, como si durmiera. Fuera, la nevada amortiguaba los ruidos de la ciudad. No se oía absolutamente nada.

Supuse que estaría agotada y que necesitaba un lugar donde descansar. Yo era como una percha para aves. Me dio pena verla tan cansada. Me parecía injusto y absurdo que una chica tan guapa y joven estuviera tan fatigada. Así y todo, aquello no era ni injusto ni absurdo. El cansancio no entiende de edades ni de belleza. Es igual que las tempestades, los terremotos o las inundaciones.

Cinco minutos después alzó la cabeza, se aparto de mí y volvió a ponerse la chaqueta. A continuación se sentó en el sofá y jugueteó con el anillo que llevaba en el meñique. Al ponerse la chaqueta pareció otra vez un tanto tensa y distante.

Yo la miraba sentado en la cama.

—Cuando te pasó lo de la decimosexta planta —me aventuré—, ¿hiciste algo que no suelas hacer? Antes o después de subir en el ascensor.

Ella se quedó pensativa, inclinando un poco el cuello.

—No sé… Creo que no. No recuerdo haber hecho nada especial.

—¿No viste ninguna señal, no tuviste ningún presagio raro?

—Todo fue como siempre —contestó ella encogiéndose de hombros—. No había nada raro. Simplemente subí en ascensor y, cuando la puerta se abrió, todo estaba negro.

Yo asentí.

—Oye, ¿por qué no cenamos juntos hoy?

Ella negó con la cabeza.

—Lo siento, hoy tengo un compromiso.

—¿Y mañana?

—Mañana tengo clase de natación.

—Clase de natación —repetí. Entonces sonreí—. ¿Sabías que en el Antiguo Egipto también daban clases de natación?

—Pues no —dijo—. Es mentira, ¿verdad?

—En absoluto. Una vez tuve que documentarme para un trabajo —le expliqué. Pero el hecho de que fuese verdad no aportaba nada.

Ella consultó su reloj y se levantó. «Gracias», me dijo. Y se marchó con el mismo sigilo con que había entrado. Fue lo único interesante que me pasó en todo el día. Algo modesto. Me dije que los antiguos egipcios también debían de llevar una vida modesta, disfrutando de placeres sencillos, hasta que les llegaba la muerte. Aprendían a nadar, embalsamaban momias. Ese cúmulo de pequeñas cosas es lo que la gente llama civilización.