37
Quedé con Yuki varias veces más. Tres, para ser exactos. A ella no parecía entusiasmarle vivir con su madre en las montañas de Hakone. No acababa de gustarle, pero tampoco le causaba repulsión. Asimismo, tampoco parecía considerar que tuviera la obligación de ocuparse de su madre ahora que la muerte de Dick North la había dejado sola y deprimida. Simplemente, se dejaba arrastrar, como empujada por el viento. Se mostraba indiferente hacia la vida que ahora llevaba.
Efectivamente, cuando estaba conmigo recuperaba un poco la vitalidad. Si yo le hacía una broma, poco a poco reaccionaba, su voz recobraba la serena tensión de siempre. Una vez en la casa de Hakone, sin embargo, volvía a las andadas: su voz perdía toda tensión, su mirada se volvía inexpresiva. Como un planeta que comienza a detener la rotación alrededor de su propio eje para ahorrar energía.
—Oye, ¿por qué no pruebas a vivir otra vez sola en Tokio? —le propuse—. Para cambiar de aires. No por mucho tiempo. Tres o cuatro días. Te vendrá bien para despejarte. En Hakone te veo cada vez más decaída. No eres la misma que cuando estábamos en Hawai.
—No puedo hacer nada —me dijo—. Te entiendo, pero ahora tengo que pasar por esto. Vaya a donde vaya, las cosas no cambiarán.
—¿Porque Dick North ha muerto y tu madre está así?
—En parte sí, pero creo que no es sólo eso. No se solucionará aunque me aleje de mamá. No voy a conseguir nada por mí misma. No sé cómo explicarlo… Noto una corriente que me arrastra. Mi estrella está empeorando. Y es como si mi cuerpo y mi cabeza no se acoplaran como es debido. Será lo mismo esté donde esté, haga lo que haga.
Estábamos en la playa y observábamos el mar. El cielo estaba encapotado. Un viento tibio mecía las briznas de hierba que crecían en la arena.
—Tu estrella —dije.
—Mi estrella —repitió con una suave sonrisa—, sí, está empeorando. Es como si mamá y yo compartiéramos la misma frecuencia. Ya te lo dije: cuando ella está alegre, yo me siento animada; si se deprime, yo también me entristezco. A veces no sé quién es la que empieza. Es decir, si es mamá la que me arrastra a mí o yo la que la arrastro a ella. En todo caso, me doy cuenta de que existe una conexión entre las dos. Da igual que estemos juntas o separadas.
—¿Una conexión?
—Sí, una conexión mental —dijo Yuki—. A veces me resulta detestable y me rebelo; otras, me da todo igual y me dejo ir. Me rindo. En otros casos, ¿cómo puedo decirlo?, no soy capaz de controlarme a mí misma. Siento que una gran fuerza externa me empuja. Cuando eso pasa, dejo de saber hasta qué punto soy yo y a partir de dónde no lo soy. Por eso acabo rindiéndome. Me dan ganas de abandonarlo todo. No lo soporto. Quiero acurrucarme en un rincón de la casa y gritar que todavía soy una niña.
Al anochecer, la llevé a su casa. Ame me invitó a cenar con ellas, pero rehusé. Lo lamentaba, pero me veía incapaz de compartir mesa con las dos. Una madre de mirada perdida y una hija inexpresiva. La presencia de un muerto. Aire cargado. Una que ejerce un influjo y otra que se deja influir. Silencio. Una noche sin un solo ruido. Sólo con imaginármelo, se me hacía un nudo en el estómago. Habría preferido tomar el té con el Sombrerero Loco de Alicia en el país de las maravillas. Ahí por lo menos lo absurdo cobraría vida.
Volví a Tokio escuchando viejo rock and roll en el equipo estéreo del coche, me preparé la cena con una cerveza al lado y disfruté comiendo solo y en paz.
Cuando quedaba con Yuki no hacíamos nada especial. Dábamos un paseo en coche y escuchábamos música, nos tumbábamos en la playa y veíamos pasar las nubes, nos tomábamos un helado en el Hotel Fujiya, paseábamos en barca por el lago Ashinoko. Y pasábamos la tarde hablando y viendo cómo pasaba el tiempo. Parecíamos pensionistas.
Un día, Yuki quiso ir al cine. Fuimos hasta Odawara, compré el periódico y consulté la cartelera, pero no daban nada interesante. Casualmente, en un cine reponían Amor no correspondido. Cuando le dije a Yuki que el actor protagonista había sido compañero mío en secundaria y que lo veía de vez en cuando, se mostró interesada en la película.
—¿La has visto?
—Sí —contesté. Por supuesto, no le dije que la había visto varias veces. Habría tenido que explicarle por qué.
—¿Está bien? —quiso saber.
—No —respondí de inmediato—. Es un bodrio. Me quedo corto si digo que es un desperdicio de celuloide.
—¿Qué opina tu amigo de la película?
—Que es un bodrio y un desperdicio de celuloide —me reí—. Si lo dice uno de los actores, no hay más vueltas que darle.
—De todas formas, quiero verla.
—Vale, vamos a verla entonces.
—¿No te importa verla por segunda vez?
—No pasa nada. No tengo nada más que hacer y no creo que verla me haga ningún daño.
Llamé al cine para preguntar a qué hora empezaba y hasta entonces matamos el tiempo en el zoológico situado dentro del castillo. No debe de haber ninguna otra ciudad, aparte de Odawara, que tenga un zoo dentro de un castillo. Es una ciudad curiosa. Sobre todo, queríamos ver los monos. Uno nunca se cansa de ver a los monos. Probablemente porque evocan cierta sociedad. Actúan a hurtadillas. Mangonean. Compiten. El mono gordo y feo oteaba con arrogancia el recinto desde lo alto de un promontorio, pero su mirada rebosaba recelo y temor. En realidad estaba zarrapastroso. Me pregunté cómo habría acabado tan feo, orondo y lúgubre, pero obviamente no se lo iba a preguntar al propio animal.
Como era temprano y día laborable, el cine estaba vacío. Las butacas eran muy rígidas y la sala olía a cajón cerrado. Antes de que empezara la sesión, le compré una chocolatina a Yuki. Yo también pensé en comer algo, pero por desgracia en el puesto no vendían nada que me abriera el apetito. La vendedora, una chica joven, tampoco era precisamente de las que se afanan por vender. Al final, me comí un pedacito de la chocolatina de Yuki. Hacía prácticamente un año que no tomaba chocolate. Cuando se lo conté a Yuki se asombró:
—¿En serio? ¿No te gusta el chocolate?
—Ni me gusta ni me deja de gustar. Simplemente no me interesa demasiado.
—¿Interesarte? ¡Qué tío más raro! —dijo ella—. ¿A quién no le gusta el chocolate? Eso no es normal.
—Sí lo es. Esas cosas pasan. ¿A ti te gusta el Dalai Lama?
—¿Qué es eso?
—El líder espiritual más importante del Tíbet.
—No sé nada de él.
—¿Y te gusta el canal de Panamá?
—Bah. Me da igual.
—¿Te gusta la Línea Internacional de Cambio de Fecha? ¿Qué tal el número pi? ¿Y la Ley Antimonopolio? ¿El Jurásico te gusta o no? ¿Y el himno nacional de Senegal? ¿Te gusta o no el 8 de noviembre de 1987?
—¡Ya basta, pesado! No paras de decir chorradas. Y ya me ha quedado claro. El chocolate ni te gusta ni te disgusta: simplemente no te interesa. Lo he entendido.
—Me alegro —zanjé.
Al poco rato empezó la película. Como yo casi me la sabía de memoria, me dediqué a pensar sin apenas mirar la pantalla. A Yuki también debía de parecerle malísima. Me daba cuenta porque de vez en cuando suspiraba o resoplaba.
—¡Qué estupidez! —murmuró sin poder aguantar más—. ¿A qué clase de idiota se le ha ocurrido filmar esta porquería?
En la pantalla, Gotanda, el atractivo profesor, explicaba cómo respiraban las almejas; lo hacía con claridad, de forma amena y con mucho humor. La muchacha protagonista miraba embobada hacia la tarima del profesor con la mejilla apoyada en la palma de la mano. Era la primera vez que me llamaba la atención aquella escena.
—¿Es ése tu amigo?
—Sí.
—Parece bobo —comentó Yuki.
—En persona, es mucho mejor. Un buen tipo, inteligente y divertido. El problema está en la película, que es pésima.
—Pues que no actúe en bodrios…
—Sí. Pero es más complicado de lo que parece. En fin, prefiero no hablar de eso, porque no acabaría nunca.
La película chirriaba por todos lados, la trama era mediocre y predecible. Mediocres eran también los diálogos y la música. Daban ganas de meter la cinta en una cápsula del tiempo, pegarle una etiqueta que pusiera «Mediocridad» y sepultarla bajo tierra.
Por fin llegó la escena en que actuaba Kiki, el punto álgido del film. Gotanda se acuesta con Kiki. Escena de una mañana de domingo.
Respiré hondo y me concentré en la pantalla. La luz matinal entra en la habitación a través de las persianas. Es la misma claridad, el mismo color, el mismo ángulo que siempre. Tengo grabados en mi mente todos los detalles de la habitación. Podría incluso respirar su atmósfera. Zoom de Gotanda. Su mano se desliza por la espalda de Kiki. La acaricia de una manera muy elegante y suave, sensual. El cuerpo de Kiki reacciona estremeciéndose. Como la llama de una vela que tiembla ligeramente ante una imperceptible corriente de aire. Ese estremecimiento me corta la respiración. Aparece un primer plano de los dedos de Gotanda y la espalda de Kiki. Acto seguido, la cámara empieza a desplazarse. Se ve el rostro de ella. Se acerca la muchacha protagonista. Sube las escaleras del edificio, llama a la puerta y abre. Vuelvo a preguntarme por qué no estaba cerrada con llave. Pero da igual. Es una película, y además mediocre. El caso es que la chica abre la puerta y entra. Descubre a Gotanda y a Kiki haciendo el amor en la cama. La chica se sorprende, cierra los ojos, deja caer la cajita de galletas o de lo que fuera y se marcha corriendo. Gotanda se incorpora en la cama, anonadado. Kiki habla: «Oye, ¿qué significa esto?».
Lo mismo, siempre lo mismo.
Con los ojos cerrados, reviví una vez más la luz matinal de domingo, los dedos de Gotanda, la espalda de Kiki. Me parecía un pequeño mundo independiente. Un mundo que flotaba en un tiempo y un espacio imaginarios.
Cuando me di cuenta, Yuki estaba inclinada hacia delante. Apoyaba la frente en el respaldo de la butaca de delante y se abrazaba a sí misma como para protegerse del frío. No se movía, no hacía ningún ruido. Parecía que no respirase. Como si hubiera muerto congelada.
—¡Eh! ¿Estás bien? —le pregunté.
—No demasiado —respondió con un hilo de voz.
—Salgamos. ¿Puedes levantarte?
Yuki dijo que sí con la cabeza. La tomé del brazo, que estaba muy rígido, y salimos de la fila de butacas. Mientras caminábamos por el pasillo de la sala, a nuestras espaldas Gotanda volvía a enseñar biología desde su tarima. Fuera, caía una llovizna silenciosa. El viento debía de venir del océano, porque olía un poco a mar. Sosteniéndola por el codo, llevé a Yuki despacio hasta el lugar donde habíamos dejado el coche. Ella se mordía los labios sin decir nada. Yo tampoco le hablé. Entre el cine y el coche había como mucho unos doscientos metros, pero la distancia se me antojó larguísima. Tanto que me pregunté si tendríamos que seguir caminando eternamente.