33
A la mañana siguiente, bajé al aparcamiento para ver cómo estaba el Maserati. Me preocupaba que por la noche lo hubieran rayado o incluso robado. Pero el coche estaba intacto.
Se me hacía raro dejar un Maserati donde normalmente aparcaba el Subaru. Subí al vehículo y probé a arrellanarme en el asiento, pero aun así no me sentía relajado del todo. Era igual que abrir los ojos y encontrarte durmiendo a tu lado a una mujer a la que no has visto en tu vida. La mujer es bellísima, pero eso no te tranquiliza. Estaba un poco tenso. Soy de los que les lleva tiempo acostumbrarse.
Al final, ese día no lo conduje ni una sola vez. De día salí a pasear, vi una película y leí varias cosas. De noche Gotanda me llamó. Me dio las gracias por lo del día anterior. Le dije que no hacía falta que me lo agradeciera.
—Con respecto a lo de Honolulu —me dijo—, se lo he preguntado a la organización. Y me han dicho que sí, que se pueden reservar chicas en Honolulu. El sistema es muy cómodo. Parece casi una taquilla de venta de billetes. ¿Fumador o no fumador? ¡Qué cosa!
—Y que lo digas.
—He preguntado también por June. Les he dicho que un conocido me había hablado de una chica fantástica que se llama June y que me gustaría probarla, que si no podría reservarla. June, del Sudeste Asiático. Tardaron un poco en darme la información. Pensé que se negarían en redondo, pero por tratarse de mí, lo hicieron. Soy un buen cliente, modestia aparte. Me consienten ciertas cosas. La buscaron y, efectivamente, había una chica que se llamaba June. Era filipina. Pero desapareció hace tres meses. Ya no trabaja para ellos.
—¿Que desapareció? ¿Quieres decir que dejó el trabajo?
—Mira, olvídate del tema. Ellos no se van a poner a investigar. Las prostitutas a domicilio entran a trabajar y se van. Ellos no les siguen la pista. Sintiéndolo mucho, ella lo dejó, ya no está allí, eso es todo.
—¿Hace tres meses, dices?
—Sí, tres meses.
Por más vueltas que le daba, no lo entendía. Le di las gracias y colgué el teléfono.
Luego salí a pasear.
June había desaparecido hacía tres meses. Sin embargo, me había acostado con ella hacía menos de dos semanas. Incluso me había dado su número de teléfono. Un teléfono que nadie cogía. Muy extraño. Con ella ya eran tres las prostitutas desaparecidas. Kiki, Mei y June. Todas se habían esfumado como si se las hubiera tragado una pared. Y todas, en cierta manera, habían tenido algo que ver conmigo. Entre ellas y yo, estaban Gotanda y Hiraku Makimura.
Entré en una cafetería y, con un bolígrafo, dibujé en mi agenda un esquema de las relaciones existentes entre las personas que me rodeaban. Era bastante complejo. Como un mapa de las relaciones de poder entre las grandes potencias europeas antes de la primera guerra mundial.
Observé el esquema un rato con una sensación que era de asombro pero también de hastío. Tres prostitutas desaparecidas, un actor, tres artistas, una niña guapa y una chica neurótica que trabajaba en la recepción de un hotel. Por mucho optimismo que le echara, no se podía decir que fueran unas amistades muy normales. Parecía una novela de Agatha Christie. «Por supuesto, querido: ¡el asesino es el mayordomo!», probé a decir. Nadie se rió. Era un chiste malo.
Francamente, me sentía perdido. Tirando del hilo sólo conseguía enredarlo más. Nada se aclaraba. Al principio sólo había una línea que nos unía a Kiki, Mei, Gotanda y a mí. Y luego aparecía la línea de Hiraku Makimura y June. Por otra parte, también existía un vínculo entre Kiki y June. Los números de teléfono de las dos coincidían. La conexión se cerraba.
«¡Esto se ha puesto complicado, querido Watson!», le dije al cenicero que había en la mesa. El cenicero, evidentemente, no me contestó.
Es inteligente, me dije, sabe que es mejor no meterse en líos. Todos son muy listos: el cenicero, la taza de café, el azucarero, la cuenta. Ninguno abre la boca. Se hacen los locos. Estúpido de mí, siempre me meto en problemas, siempre acabo agotado. Y, encima, no tengo ninguna perspectiva de cita en esta preciosa noche de primavera.
Volví a mi piso y probé a llamar a Yumiyoshi. No estaba. Me dijeron que ese día había trabajado en el turno de mañana. A lo mejor era la noche en que iba a clase de natación. Como siempre, sentí celos de su escuela de natación. Me moría de celos al imaginarme a un profesor simpático y apuesto como Gotanda tomándola amablemente de las manos y enseñándole a nadar. Por culpa de Yumiyoshi abominaba de todas las escuelas de natación del mundo, desde Sapporo hasta El Cairo. Mierda, pensé.
—Todo es estúpido. Una grandísima mierda. Me dan ganas de vomitar —dije imitando la voz de Gotanda.
Para mi sorpresa, me sentí un poco mejor. Me dije que Gotanda debería convertirse en líder espiritual. Día y noche propagaría su mensaje entre la gente: «Todo es estúpido. Una grandísima mierda. Me dan ganas de vomitar». Seguro que calaría hondo.
Lo cierto era que me moría de ganas de ver a Yumiyoshi. Echaba de menos su forma de hablar, tan nerviosa, y esa manera seca de comportarse. Adoraba el modo en que se ajustaba el puente de las gafas con el dedo, su semblante serio cuando se colaba en mi habitación, la forma de quitarse el abrigo y sentarse a mi lado. Sólo con imaginármela, empezaba a notar dentro de mí como un calor. Me sentía fuertemente atraído por algo franco que había en su interior. Pero ¿funcionaría una relación entre los dos?
Ella había descubierto cierta felicidad en su trabajo como recepcionista de hotel y algunas noches iba a clases de natación. Yo quitaba nieve, me gustaban los Subaru y los viejos discos, y había descubierto una especie de modesta felicidad en comer como es debido. Así éramos los dos. Quizá funcionase, quizá no. «DATOS INSUFICIENTES, RESPUESTA DENEGADA». Sin embargo, ¿le haría yo daño en algún momento? ¿No acababa hiriendo a todas las mujeres que se relacionaban conmigo, tal como había asegurado mi ex mujer? ¿El hecho de pensar sólo en mí mismo no me incapacitaba para querer a otra persona?
Sin embargo, a fuerza de pensar en Yumiyoshi me entraron ganas de coger el primer avión e irme a Sapporo. Quería abrazarla y decirle que me gustaba, aunque los datos fuesen insuficientes. Pero no podía. Antes tenía que deshacer algunos nudos. No podía dejar las cosas a medias. Si no, iría arrastrando ese desajuste en todo lo que hiciera después. Fuera a donde fuese, todo estaría teñido de la oscura sombra de la inconclusión. Y ése no era el mundo ideal al que yo aspiraba.
El problema es Kiki, pensé. Sí, ella es la clave de todo. Ha intentado contactar conmigo de diversas formas. Se ha ido cruzando conmigo en todas partes, en mis sueños, en el cine de Sapporo, en el centro de Honolulu. Intenta transmitirme un mensaje, está claro. Pero me resulta demasiado críptico para entenderlo. ¿Qué quiere ella de mí? Y yo, ¿qué puedo hacer yo?
Sabía lo que tenía que hacer.
De momento, esperar.
Esperar a que sucediera algo. Siempre había sido así. Cuando se llega a un punto muerto, no hay que precipitarse. Si se espera pacientemente, algo sucede. Algo llega. Sólo hay que abrir los ojos y esperar en la penumbra a que algo empiece a moverse. Lo sé por experiencia. Cuando llega el momento, se mueve.
Así pues, esperaría tranquilamente.
De vez en cuando quedaba con Gotanda e íbamos a cenar y a tomar una copa. Al cabo de un tiempo, verlo se convirtió en una costumbre. Cada vez que quedaba con él, se disculpaba por no haberme devuelto todavía el Subaru. No hay ningún problema, no te preocupes, le decía.
—¿Aún no lo has lanzado al mar? —me preguntó.
—Pues no, lo siento. Ni siquiera he tenido tiempo de salir de paseo con él —le dije.
Gotanda y yo estábamos sentados a la barra de un bar ante unos vodka tonic. Él bebía a un ritmo un poco más rápido que el mío.
—Pues sería un gustazo lanzarlo de verdad —me dijo con los labios en el borde de la copa.
—Sería un alivio. Pero después del Maserati vendría el Ferrari.
—Pues tirémoslo también al mar —propuso.
—¿Y después del Ferrari?
—No sé, pero como tire muchos coches, la compañía de seguros se va a quejar.
—No te preocupes por la compañía de seguros. Échale más arrojo. Total, todo esto son fantasías. Sólo estamos tomándonos una copa y fantaseando. No es como esas películas de bajo presupuesto en las que actúas. La imaginación no entiende de presupuestos. Olvídate por un momento de esas preocupaciones burguesas y de los detalles y piensa a lo grande. Un Lamborghini, un Porsche, un Jaguar, lo que sea. Tú lánzalo sin más. No te cortes. El mar es ancho y profundo. En él caben miles y miles de coches. ¡Explota tu imaginación!
Se echó a reír.
—Hablar contigo siempre sienta bien.
—Lo mismo digo. Sobre todo porque el coche y la imaginación son de otro, claro —le dije—. Por cierto, ¿qué tal te va con tu ex mujer?
Tomó un sorbo de vodka tonic y asintió. Fuera llovía y el local estaba prácticamente vacío. Aparte de nosotros, sólo había dos clientes más. El barman, ocioso, sacaba brillo a las botellas.
—Nos va muy bien —dijo en un tono sereno. Luego sonrió torciendo los labios—. Nos queremos el uno al otro. Nuestro amor se ha hecho más fuerte y profundo gracias al divorcio. ¿No te parece romántico?
—Sí. Me voy a desmayar de lo romántico que es.
Se rió entre dientes.
—Hablo en serio —dijo con gesto grave.
—Lo sé —le contesté.
Así eran más o menos nuestras conversaciones. Hablábamos de cosas serias, pero también bromeábamos, tal vez, precisamente, para quitarle hierro a tanta seriedad. Nuestras bromas, por otro lado, tampoco eran tan graciosas, pero no nos importaba. Bastaba con saber que podíamos bromear, y que entre nosotros se extendía ese terreno compartido. Ni siquiera nosotros sabíamos hasta qué punto éramos serios. Ambos teníamos treinta y cuatro años: una edad difícil, aunque las dificultades no tenían nada que ver con las de la adolescencia. Los dos empezábamos a comprender, poco a poco, qué significaba realmente haber entrado en la madurez y acercarse a la vejez. Y nos aproximábamos a una etapa en la que había que empezar a hacer algún tipo de preparativo. Proveernos de algo que nos calentase durante los inviernos que vendrían. Gotanda lo expresó de una manera más sucinta.
—Amor —dijo—. Eso necesito.
—Conmovedor —repliqué. Pero, en realidad, yo también lo necesitaba.
Gotanda se quedó callado, tal vez pensando en el amor. Yo también pensé en eso. Y en Yumiyoshi. Luego recordé que aquella noche había pedido un bloody mary. Le encantaban los bloody mary.
—Me he acostado con tantas mujeres que he perdido la cuenta. Ya no lo necesito. Te acuestas con una y es como si te hubieras acostado con todas. Siempre es lo mismo —añadió poco después—. Lo que quiero es amor. Te lo juro: la única con la que quiero acostarme es mi mujer.
Yo hice crujir los dedos.
—Impresionante. Parecen las palabras de un dios. Son de un brillo fulgurante. Deberías dar una rueda de prensa y declarar: «La única con la que quiero acostarme es mi mujer». Los dejarías a todos emocionados. A lo mejor hasta te condecoraba el primer ministro.
—¿Y no podrían concederme el Nobel de la Paz? Acabo de proclamar al mundo que la única con la que quiero acostarme es mi mujer. Eso no lo hace cualquiera.
—Pero, como te den el Nobel, vas a tener que ponerte levita.
—Y qué. Todo corre a cuenta de los gastos de representación.
—Fantástico. Decididamente, hablas como un dios.
—El discurso de aceptación se pronuncia delante del rey de Suecia —dijo Gotanda—. «Damas y caballeros, la única con la que quiero acostarme es mi mujer.» Se producirá una tormenta de conmoción. Las nubes cargadas de nieve se abrirán y saldrá el sol.
—El hielo se derretirá, los vikingos se prosternarán a tus pies y se oirá el canto de la Sirenita.
—¡Qué conmovedor!
Volvimos a guardar silencio. Había mucho que pensar sobre el amor. Cuando invite a Yumiyoshi a casa, tengo que acordarme de comprar vodka, zumo de tomate, salsa Lea & Perrins y limón, pensé.
—Pero ¿y si no te conceden ningún premio? ¿Y si sólo creen que eres un degenerado?
Gotanda se quedó pensativo. Luego asintió lentamente varias veces.
—No hay que descartarlo. Lo que acabo de decir va en contra de la revolución sexual. Puede que una turba furiosa me mate a patadas —dijo él—. Pero entonces quizá me nombren mártir sexual.
—Serías el primer actor que se convierte en mártir sexual.
—Pero si me matasen, no podría volver a acostarme con mi mujer.
—Exacto —contesté yo.
Entonces volvimos a callarnos y a beber durante un rato.
Así eran nuestras serias conversaciones. Si alguien nos hubiera escuchado, habría pensado que todo era una broma. Y, sin embargo, no podíamos hablar más en serio.
Cuando Gotanda tenía algún rato libre, me llamaba por teléfono. Entonces íbamos a algún restaurante, o él venía a mi piso y cenábamos algo, o iba yo a su piso. Así transcurrieron los días. Yo había tomado la firme resolución de no retomar mi trabajo. Me importaba un pito. El mundo seguiría girando sin mí. Y yo estaba esperando que ocurriera algo.
Envié a Hiraku Makimura el dinero que me había sobrado y las facturas del viaje. Viernes me llamó al poco tiempo para decirme que no podía ser, que yo tenía que quedarme con ese dinero.
—El señor Makimura dice que, si no, tendrá la sensación de que no le ha recompensado debidamente. Y dice que lo deja en mis manos. Por favor, acéptelo. Si no, también me creará problemas a mí —arguyó Viernes—. Tampoco cuesta tanto.
Lo que menos me apetecía en esos momentos era empezar con un inacabable tira y afloja, así que le dije que de acuerdo, que esta vez lo haríamos de manera que Makimura se quedase satisfecho. Poco después el escritor me envió un cheque por valor de trescientos mil yenes. Dentro del sobre venía una factura en la que ponía: «Gastos en concepto de documentación para un reportaje». Yo la firmé, la sellé y se la remití por correo. Bienvenido al conmovedor mundo de lo fiscalmente deducible.
Puse el cheque de trescientos mil yenes en un marco y lo dejé sobre la mesa.
La «semana dorada» de vacaciones, que ese año caía en mayo, vino y se fue.
Hablé con Yumiyoshi varias veces por teléfono.
Ella determinaba de cuánto tiempo disponíamos para hablar. Así, unas veces charlábamos durante horas, y otras decía: «Estoy ocupada» y me colgaba sin más. Aun en otras, colgaba de golpe tras permanecer en silencio durante bastante rato. En cualquier caso, al menos podíamos hablar por teléfono. Empezamos a intercambiar datos. Un buen día, me dio el número de teléfono de su casa. Fue un avance notable.
Ella iba a clases de natación dos veces por semana. Cada vez que mencionaba las clases de natación, el corazón me palpitaba, se me encogía, se nublaba como el de un cándido alumno de instituto. Una y otra vez quise preguntarle por el instructor de natación. Cómo era, cuántos años tenía, si era guapo, si no se pasaba de amable con ella, etcétera. Pero nunca me atreví. Tenía miedo de que ella se diera cuenta de lo celoso que estaba. Me aterraba que me contestase: «No estarás celoso de mi profesor, ¿no? ¡Qué asco! Odio a la gente así. Un hombre celoso es lo peor que hay. ¿Te das cuenta? Lo peor de lo peor. No quiero volver a hablar contigo jamás».
Así que yo callaba. Y, al callar, el delirio sobre las clases empeoró. Le añadí escenas. Tras la clase principal, el instructor le daba una clase particular. El instructor era Gotanda, por supuesto. Le enseñaba a nadar a crol sosteniéndola por el vientre y el pecho. Sus dedos rozaban el busto y las ingles de Yumiyoshi.
«No te preocupes», le decía. «Yo sólo quiero acostarme con mi mujer.»
Entonces tomaba la mano a Yumiyoshi y le hacía agarrar su pene erecto. El miembro empalmado bajo el agua parecía un coral. Yumiyoshi estaba extasiada.
«Tranquila», le decía Gotanda, «que yo sólo quiero acostarme con mi mujer.»
Así era la fantasía de la piscina.
Era una idiotez, pero no podía quitármela de la cabeza. Cada vez que la llamaba por teléfono, me obsesionaba con esa fantasía. Poco a poco se fue haciendo más compleja, participaban más personajes. Aparecían Kiki, Mei y Yuki. A veces, mientras los dedos de Gotanda recorrían el cuerpo de Yumiyoshi, de pronto ésta se convertía en Kiki.
—Escucha, yo soy una chica del montón —me soltó Yumiyoshi una noche en que estaba desanimadísima—. Lo único que me diferencia de los demás es el nombre. No tengo nada más. Trabajo todos los días detrás de un mostrador de recepción, desperdiciando mi vida. No vuelvas a llamarme. No merezco todo ese dinero que te gastas en llamadas de larga distancia.
—Pero ¿acaso no te gusta trabajar en el hotel?
—Sí me gusta. Trabajar no me amarga. Pero a veces, a veces, siento que el hotel me está chupando la vida. Entonces me pregunto quién demonios soy. Es como si no existiera. El hotel está ahí, pero yo no. No puedo verme. Me pierdo de vista a mí misma.
—¿No te estarás tomando demasiado en serio tu trabajo en el hotel? —aventuré—. Tú eres tú, y el hotel es el hotel. Yo pienso a veces en ti y a veces en el hotel. Pero nunca al mismo tiempo.
—Lo sé. Pero de vez en cuando los confundo, no distingo dónde acabo yo y dónde empieza el hotel. Yo, mis sentidos, mi vida son arrastrados por el mundo del hotel y desaparecen.
—A mí me pasa lo mismo. Todos tenemos algo que nos arrastra y no nos deja ver los límites. No sólo tú. Yo también —le dije.
—Te aseguro que no es lo mismo —replicó.
—Ya sé que no es lo mismo —le dije—. Pero entiendo cómo te sientes y me gustas. Hay algo en ti que me atrae.
Yumiyoshi se quedó callada en medio de aquel gran silencio telefónico.
—Me da…, me da mucho miedo esa oscuridad —confesó—. Tengo la sensación de que me volverá a ocurrir.
Se oyó algo, pero no sabía qué era. Hasta que me di cuenta de que Yumiyoshi estaba sollozando.
—Yumiyoshi —la llamé—. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí. Sólo estoy llorando. ¿Acaso no puedo llorar?
—No, no pasa nada. Simplemente, estaba preocupado.
—Oye, ¿podrías quedarte en silencio un momento?
Yo me callé, tal como me había pedido. Yumiyoshi lloró un rato y luego colgó.
El 7 de mayo, Yuki me llamó.
—He vuelto —me dijo—. ¿Por qué no hacemos algo?
Fui a buscarla al piso de Akasaka en el Maserati. Cuando vio el coche, me preguntó, ceñuda:
—¿De dónde lo has sacado?
—Eh, eh, que no lo he robado. Resulta que se me cayó el coche en un manantial y apareció una ninfa que se parecía a Isabelle Adjani y me preguntó: «Ese coche que acaba de caer, ¿es un Maserati dorado o un BMW plateado?». Yo le contesté que era un Subaru de segunda mano. Entonces…
—Déjate de bromas estúpidas —refunfuñó—. Te lo estoy preguntando en serio. ¿Qué narices ha pasado?
—Un amigo y yo nos hemos intercambiado el coche durante un tiempo. Me dijo que se moría de ganas de conducir mi Subaru, así que se lo presté. Él tiene sus motivos.
—¿Un amigo?
—Sí, aunque no te lo creas tengo un amigo.
Ella se subió en el asiento del acompañante y miró a su alrededor. Entonces hizo una mueca.
—¡Qué coche más raro! —dijo como si estuviese a punto de vomitar—. ¡Patético!
—La verdad es que el dueño dijo algo parecido —le expliqué—. Aunque con otras palabras.
Ella se quedó callada.
Me dirigí una vez más hacia Shnan. Yuki permaneció callada todo el trayecto. Yo conducía con prudencia mientras escuchábamos una cinta de Steely Dan que habíamos puesto muy bajo. Hacía un tiempo estupendo. Yo llevaba una camisa hawaiana y gafas de sol. Ella, unos pantalones finos de algodón y un polo rosa de Ralph Lauren. El color resaltaba su piel bronceada. Me sentía como si hubiéramos vuelto a Hawai. Los cerdos que transportaba el camión que nos precedía observaban fijamente el Maserati con ojos encarnados por entre las tablas de madera. Pensé que probablemente no distinguían un Subaru de un Maserati. Los cerdos, igual que las jirafas y las anguilas, no entienden de esas cosas.
—¿Qué tal por Hawai? —probé a preguntarle.
Se encogió de hombros.
—¿Cómo te fue con tu madre?
Se encogió de hombros.
—¿Has mejorado con el surf?
Se encogió de hombros.
—Se te ve en forma. Además, te sienta muy bien el bronceado. Pareces el hada del café con leche. Te quedarían bien unas alitas en la espalda y una gran cuchara al hombro. Sí, si te aliases con el café con leche, serías invencible: ni Mocca, Brasil, Colombia y Kilimanjaro juntos podrían ganarte. Todo el mundo bebería café. Todos se quedarían embelesados con el hada del café con leche.
Sinceramente, sólo quería halagarla. Pero no funcionó. Volvió a encogerse de hombros. ¿No había producido el efecto contrario? ¿En qué punto se había torcido mi sinceridad?
—¿Tienes la regla o algo así?
Se encogió de hombros.
Yo también me encogí de hombros.
—Quiero volver —dijo Yuki—. Da la vuelta y vuelve a Tokio.
—Estamos en la autopista. Ni Niki Lauda podría dar la vuelta.
—Pues sal en alguna parte.
La miré a la cara. Parecía extenuada. No había vitalidad en sus ojos, su mirada era vidriosa. Quizá estaba pálida, pero el bronceado me lo ocultaba.
—¿No es mejor que descansemos en alguna parte? —propuse.
—No. No quiero descansar. Sólo quiero volver a Tokio.
Tomé la salida de Yokohama y puse rumbo a Tokio. Cuando llegamos a Akasaka, dijo que quería estar al aire libre un rato. Dejé el Maserati en un aparcamiento cerca de su edificio y fuimos a sentarnos en un banco del santuario Nogi.
—Lo siento —se disculpó Yuki, en un insólito gesto de docilidad—. Es que me encontraba mal. No podía aguantar más. Pero como no quería decírtelo, me he callado todo el rato.
—No hace falta que aguantes. No te preocupes. Es algo que os pasa a las chicas. Yo ya estoy acostumbrado.
—¡Pero si no es eso! —se enfadó—. Es otra cosa. Era por el coche. Por subirme a ese coche.
—¿Qué le pasa al Maserati? —le pregunté—. No es un mal coche. Tiene muchísimas prestaciones y resulta cómodo. Aunque yo nunca podría permitírmelo…
—Maserati —dijo como si hablase consigo misma—. El problema no está en el tipo de coche. El problema es ese coche. Como si transmitiera algo negativo. No sé qué es, pero me agobia. Me pone enferma. Es como si me apretaran el corazón y el estómago se me llenara de algo extraño. Como si me lo atiborrasen de borra de algodón. ¿Nunca te has sentido así al conducirlo?
—Creo que no —le dije—. Tampoco yo me siento cómodo del todo, pero seguramente es porque estoy acostumbrado al Subaru. Al principio, cuando conduzco otro coche, me cuesta adaptarme. Es algo visceral. Pero no creo que tenga nada que ver con esa opresión de la que hablas.
Ella asintió.
—No me refiero a eso. Es una sensación muy peculiar.
—¿Te refieres a lo de las otras veces? ¿Eso que siempre sientes? —Estuve a punto de decir «¿Esa percepción extrasensorial tuya?», pero me callé. ¿Cómo podía expresarlo? ¿Telepatía? ¿Videncia? El caso es que no sabía cómo decirlo. Esas palabras se me antojaban obscenas.
—Sí, lo de siempre. Lo he sentido —dijo en un tono calmado.
—¿El qué? ¿Qué sientes dentro del coche? —quise saber.
Se encogió de hombros.
—Si pudiera explicar lo que siento cada vez, sería muy fácil. Pero es inútil. Nunca veo una imagen concreta. En ese coche es como un aire denso. Pesado y muy desagradable. Es algo muy negativo que me ahoga. —Yuki se colocó las manos sobre las rodillas y buscó las palabras precisas—. No sé por qué, pero es malo. Equivocado. Torcido. Dentro del coche siento que me asfixio. Como si me encerrasen en una caja de plomo y me hundiera en el fondo del mar. Al principio lo he aguantado porque pensaba que eran imaginaciones mías. Creía que sería porque acabo de venir de viaje y estoy cansada. Pero no. Seguía sintiéndolo. No quiero volver a subirme en ese coche. Dile que te devuelva el Subaru.
—El Maserati está maldito… —dije.
—¡Oye, que no estoy de broma! Y tú tampoco deberías subir a ese coche —me riñó.
—De acuerdo, vale —la tranquilicé, y sonreí—. Ya sé que no lo dices en broma. Procuraré no conducirlo. Aunque quizá sería mejor hundirlo en el mar…
—Si fuera posible… —dijo Yuki con gesto grave.
Nos pasamos una hora sentados en el banco mientras Yuki se recuperaba. Ella había apoyado la mejilla en la palma de la mano y mantenía los ojos cerrados. Yo contemplaba distraído a la gente que pasaba por delante de nosotros. Al mediodía, en el santuario sintoísta sólo había ancianos, madres acompañadas de sus hijos pequeños y turistas extranjeros con cámaras de fotos al cuello. A veces, hombres con aspecto de viajante de comercio se sentaban en los bancos. Vestían traje negro y sujetaban un maletín de escay. Tras descansar diez o quince minutos con la mirada perdida se marchaban quién sabe adónde. Ni que decir tiene que, a aquella hora, la gente normal estaba en su puesto de trabajo y los niños normales, en la escuela.
—¿Y tu madre? —me interesé—. ¿Ha vuelto contigo?
—Sí —contestó Yuki—. Ha ido a la casa de Hakone. Con el hombre sin brazo. Está ordenando las fotos de Katmandú y Hawai.
—¿Y tú no vas a Hakone?
—Un día de éstos, cuando me apetezca. Ahora pasaré una temporada aquí. En Hakone no tengo nada especial que hacer.
—Me gustaría preguntarte algo, por pura curiosidad —le dije—. Dices que te vas a quedar sola en Tokio porque en Hakone no tienes nada que hacer. Pero, entonces, ¿qué haces aquí?
Yuki se encogió de hombros.
—Quedar contigo.
Se hizo un breve silencio. Un silencio que parecía haberse quedado suspendido en el aire.
—Genial —dije yo—. Además, pareces un oráculo; sí señor, palabras sencillas y reveladoras. Y sí, los dos nos pasaremos la vida quedando. Como si estuviéramos en el paraíso. Pasarán los días y tú y yo recogeremos toda clase de flores, pasearemos en barca en estanques dorados, jugaremos con el agua, bañaremos cachorros de suave pelaje castaño. Cuando nos entre hambre, nos caerá papaya del cielo. Cuando nos apetezca escuchar música, Boy George nos cantará una canción desde las alturas. Genial. Nada que objetar. Pero, para ser realista, mucho me temo que tendré que ir pensando en volver al trabajo. No puedo estar toda la vida pasándomelo bien contigo y cobrándole a tu padre.
Yuki frunció los labios y se quedó mirándome a los ojos.
—Sé perfectamente que no quieres que papá y mamá te paguen. Pero eso no te da derecho a hablarme así. A mí no me gusta tener que andar pidiéndote que me lleves de un lado para otro. Tengo la sensación de que me paso el día molestándote. Así que si a ti…
—¿Me vas a pedir que acepte el dinero?
—Al menos así me resultaría un poco más cómodo.
—No te enteras —le dije—. ¿No ves que no quiero, bajo ningún concepto, que quedar contigo se convierta en un trabajo? Cuando quedo contigo, quiero hacerlo como amigo. De acuerdo, escucha. Imagina por un momento que vas a casarte. Pues bien, no me gustaría que, el día de tu boda, el maestro de ceremonias me presentase como «el cuidador a sueldo de la novia cuando la novia tenía trece años». Todos se burlarían: «¿Qué narices es eso de cuidador a sueldo?». Antes prefiero que me presenten como «el amigo de la novia cuando la novia tenía trece años». Será mucho más guay. ¿Lo has entendido?
—Pareces tonto —dijo, sonrojada—. Yo nunca me casaré.
—Perfecto, yo tampoco tengo ganas de asistir a ninguna boda. Odio todos esos discursos estúpidos y llevarme de recuerdo pasteles que parecen ladrillos más que otra cosa. Es una pérdida de tiempo. Yo mismo no celebré mi boda. No era más que un ejemplo para que entendieras lo más importante: la amistad no se compra con dinero. Y mucho menos a expensas de gastos fiscalmente deducibles.
—¿Por qué no escribes un cuento que acabe con esa moraleja?
Me reí.
—Vaya, ya veo que le has cogido el truco a las réplicas. Dentro de poco podremos hacer un dúo cómico estupendo.
Yuki volvió a encogerse de hombros.
—Escucha —dije yo tras un carraspeo—. Vamos a hablar en serio. Si quieres quedar conmigo todos los días, quedamos. No necesito trabajar. A fin de cuentas el mío es un estúpido trabajo de quitanieves. Pero quiero que te quede clara una cosa: no quedo contigo por dinero. Lo de Hawai fue una excepción. Me pagaron los gastos del viaje, me pagaron una mujer, pero por culpa de eso empecé a perder tu confianza. Me odié a mí mismo. No quiero volver a hacer algo así nunca más. Se acabó. A partir de ahora haré las cosas a mi manera. No permitiré que nadie se entrometa ni que me den dinero. No soy Dick North ni Viernes el aprendiz. A mí nadie me contrata. Si quedo contigo es porque quiero. Si tú quieres, yo voy de paseo contigo. No hace falta que te preocupes por el dinero.
—¿En serio querrás quedar conmigo? —dijo Yuki mirándose las uñas, limpias y pulidas.
—¿Por qué no? Los dos vivimos a nuestro aire, al margen de todo. A estas alturas ya no tenemos que preocuparnos por nada, ¿no? Podemos disfrutar de la vida.
—¿Por qué estás siendo tan amable conmigo?
—No es amabilidad —le dije—. Simplemente me gusta dejar las cosas claras. Si tú me dices que quieres divertirte por ahí conmigo, pasémonoslo bien. Que nos encontráramos en el hotel de Sapporo fue cosa del destino. Si queremos hacer algo, hagámoslo y disfrutemos.
Con la punta de su sandalia, Yuki empezó a trazar un dibujo en la tierra. Era una especie de espiral cuadrada, y me sorprendí contemplándola embobado.
—¿No te estoy dando la lata? —me preguntó ella entonces.
Reflexioné unos segundos.
—Puede que sí. Pero no tienes que preocuparte por eso. Al fin y al cabo, estoy contigo porque me gusta. No lo hago por obligación ni nada parecido. No sé… ¿Por qué me lo paso bien contigo? Te llevo más de veinte años y venimos de mundos muy diferentes. Pero me recuerdas algo. Despiertas una emoción que ha estado latente durante mucho tiempo. Una emoción que sentí a los trece, catorce o quince años. Si tuviera quince años, estaría perdidamente enamorado de ti. Eso ya te lo he dicho, ¿no?
—Sí.
—Pues eso —le dije—. Cuando estoy contigo, a veces vuelvo a sentir esa emoción. Entonces me parece oír el ruido de la lluvia, oler el aroma del viento de hace mucho, mucho tiempo. Están otra vez aquí, a mi lado. Como si los hubiera recuperado. Es maravilloso. Algún día tú también sabrás lo fabuloso que es.
—Sí, te entiendo.
—¿De veras?
—Yo también he perdido muchas cosas —dijo.
—Entonces no hace falta que te explique nada más.
Permanecimos largos minutos en silencio. Yo volví a observar a la gente que entraba en el santuario.
—Eres la única persona con la que puedo hablar —me confió—. Cuando no estás, no hablo con casi nadie.
—¿Y con Dick North?
Yuki hizo un gesto grosero con la lengua.
—Es tonto de remate.
—Puede que tengas razón, pero, en cierto sentido, no es así. No es mal tipo. Fíjate: a pesar de haber perdido un brazo, se las apaña mucho mejor que otros, y además no resulta nada avasallador. Hay pocas personas así. Quizá tenga mucho menos talento que tu madre, pero él se la toma en serio. Estoy seguro de que la ama. Se puede confiar en él. Además, cocina estupendamente, y es muy amable.
—Será lo que tú quieras, pero es tonto de remate.
No repliqué. Obviamente, Yuki tenía su propia postura y sus sentimientos con respecto a Dick.
Después cambiamos de tema y recordamos el sol, las olas, el viento y las piñas coladas de Hawai. Como Yuki me dijo que le había entrado un poco de hambre, fuimos a una pastelería y comimos panqueques y un parfait de fruta. Después cogimos el metro y nos fuimos a ver una película.
A la semana siguiente, Dick North murió.