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Reservé un taxi para que estuviera a nuestra disposición durante dos días y, junto con el fotógrafo, recorrí distintos restaurantes de una Hakodate cubierta de nieve.

Recabé información de manera eficiente y metódica. En reportajes de esa índole lo más importante es la investigación previa y organizar bien la agenda. Podría decirse que en eso radica la clave del éxito. Antes de un reportaje, me documento a fondo. Hay empresas que realizan pesquisas para gente que se dedica a trabajos como el mío. Con inscribirse y pagar la tarifa anual, te buscan cualquier cosa. Por ejemplo, si les pides documentación sobre restaurantes en Hakodate, reunirán un montón de información. Utilizan ordenadores muy potentes para extraer con eficacia del laberinto de información exactamente lo que necesitas. Luego lo imprimen y te lo envían. Cuesta bastante dinero, por supuesto, pero teniendo en cuenta que con ese dinero acabas ahorrando tiempo y esfuerzo, merece la pena.

También recabo mi propia información. Existen bibliotecas especializadas en viajes, y otras que están suscritas a periódicos y publicaciones locales. A partir de ese material ingente, selecciono los restaurantes que parecen interesantes. Después llamo por teléfono para asegurarme de antemano de los horarios de apertura y días festivos. Con eso, una vez llegados al lugar en cuestión, se ahorra mucho tiempo. Dibujo una tabla en un cuaderno y dispongo el programa para cada día. Consulto el mapa y trazo la ruta que seguiré. Procuro reducir al mínimo las incertidumbres.

Una vez en la zona, el fotógrafo y yo recorremos uno tras otro los locales. Hasta un total de treinta. Lógicamente, comemos un poco y dejamos el resto. Sólo degustamos la comida. Consumo refinado. En esa fase ocultamos el hecho de que vamos a realizar un reportaje. Tampoco tomamos fotos. Al salir, el fotógrafo y yo discutimos sobre la calidad del local y la calificamos del uno al diez. Si está bien, lo dejamos en la lista; si no, lo eliminamos. Por lo general, intentamos descartar la mitad. Paralelamente, contactamos con revistas de la zona y les pedimos que nos recomienden unos cinco locales que no estén en la lista. Los recorremos y volvemos a cribar. Terminada la última fase de la selección, telefoneamos a cada local, les damos el nombre de la revista y les pedimos permiso para hacer el reportaje y tomar las fotografías.

Hacemos todo eso en dos días. Por las noches, en la habitación del hotel, voy redactando el artículo.

Al tercer día, el fotógrafo toma rápidamente algunas fotos de los platos mientras yo entrevisto al dueño del local. Brevemente. Lo finiquitamos todo en tres días. Por supuesto, algunos compañeros de oficio lo hacen más rápido, pero ellos no investigan. Sólo recorren locales reputados elegidos al azar. Escriben sin haber probado los platos. Y es que, puestos a escribir, se puede escribir lo que sea. A decir verdad, no debe de haber mucha gente que haga los reportajes con tanto celo como yo. Bien hecho, es un trabajo laborioso, pero si lo que se pretende es sólo zafarse, se puede despachar de cualquier manera. Y el caso es que en el artículo final apenas se nota la diferencia, esté bien hecho o sea una chapuza. Pero, si uno lo lee detenidamente, observará ligeras diferencias.

Esto no lo cuento por fardar.

Sólo pretendo que se comprenda en qué consiste mi oficio. A qué clase de desgaste me enfrento.

Ese fotógrafo y yo habíamos trabajado juntos en varias ocasiones. Hacemos buenas migas. Ambos somos profesionales: como esos encargados de deshacerse de los cadáveres que se presentan en el lugar de autos con guantes blancos impolutos, una gran máscara en la cara y zapatillas de deporte inmaculadas. Desempeñamos nuestro trabajo con desenvoltura y agilidad. No hablamos más de la cuenta y sentimos un respeto mutuo. Ambos sabemos que realizamos ese aburrido trabajo para ganarnos la vida. Sin embargo, ya que tenemos que hacerlo, lo hacemos bien. En ese sentido, somos profesionales. A la tercera noche, había terminado el artículo.

El cuarto día lo habíamos dejado libre, por si surgían imprevistos. Como ya no teníamos nada que hacer, nos fuimos a las afueras en un coche alquilado y pasamos el día haciendo esquí de fondo. De noche cocinamos nabe[2] y bebimos distendidos. Fue un día de relax. Le entregué el texto al fotógrafo. A partir de ahí, otra persona se encargaría del trabajo posterior de edición. Antes de acostarme llamé a información y pedí el teléfono del Dolphin Hotel. Me lo dieron sin tardanza. Me acomodé sobre la cama y solté un suspiro de alivio. Al menos ya sabía que el Hotel Delfín seguía abierto. La verdad, no me hubiera extrañado que hubiese quebrado. Tras respirar hondo una vez más, llamé. Alguien atendió al instante, como si esperara la llamada. Ese detalle me escamó un poco. Demasiada eficiencia.

La que atendió la llamada era una chica joven. ¿Una chica? Pero ¿qué narices…? Al Hotel Delfín no le pegaba nada que hubiera una joven en recepción.

Dolphin Hotel, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo ella.

Extrañado, pedí que me confirmara la dirección. Era la misma de siempre. Debían de haber contratado a una nueva empleada. Bien pensado, tampoco era como para preocuparse.

—Quiero reservar una habitación —dije.

—Muy bien. Espere un momento, por favor. Ahora mismo le paso al encargado de las reservas —dijo ella en tono alegre y resuelto.

¿El encargado de las reservas? Eso volvió a escamarme. ¿Qué narices le había ocurrido al Hotel Delfín?

—Buenas noches. Soy el encargado de las reservas. —Parecía también un hombre joven. Una voz cordial y vivaz. Sin lugar a dudas, la voz de un profesional del negocio hotelero.

Reservé una habitación individual para tres noches. Le di mi nombre y mi número de teléfono de Tokio.

—Perfecto. Una habitación individual para tres noches a partir de mañana —corroboró el empleado.

Como no se me ocurrió nada más que decirle, le di las gracias y, aturdido, colgué. Tras colgar, mi aturdimiento aumentó y me quedé un rato observando fijamente el teléfono, pensando que a lo mejor alguien llamaría para darme una explicación. Pero no hubo explicaciones. En fin, que sea lo que tenga que ser, pensé resignado. Al día siguiente se aclararía todo. No quedaba más remedio que ir hasta allí. Después de todo, estaba obligado a ir. No veía otra opción.

Llamé a la recepción del hotel en el que me alojaba para que me diesen el horario de trenes hacia Sapporo. Por la mañana partía un expreso a una buena hora. Luego llamé al servicio de habitaciones para que me trajesen hielo y una botella mediana de whisky, que me bebí mientras veía una de esas películas que suelen poner en la televisión a medianoche. Un western en el que salía Clint Eastwood. No se rió ni una vez. Ni siquiera esbozó una sonrisa o una mueca forzada. Yo sonreí en varias ocasiones, pero él no perdió la compostura. Terminada la película, y prácticamente vaciada la botella de whisky, apagué la luz y dormí como un tronco hasta la mañana siguiente. No soñé.

Desde la ventana del tren sólo se veía un paisaje cubierto de nieve. El cielo estaba completamente despejado y, si uno miraba un rato por las ventanillas, acababan escociéndole los ojos. Ningún otro pasajero contemplaba el paisaje. Todos sabían que sólo verían nieve.

Como no había desayunado, antes de las doce fui al vagón restaurante y almorcé. Comí una tortilla francesa acompañada de una cerveza. Frente a mí se había sentado un hombre de unos cincuenta años, trajeado y con corbata, que bebía, cómo no, una cerveza y comía un sándwich de jamón. Tenía pinta de ingeniero y, de hecho, lo era. Se dirigió a mí y se presentó como ingeniero encargado del mantenimiento de aeronaves en las Fuerzas Armadas de Autodefensa. Luego me dio una clase sobre las incursiones de bombarderos y cazas soviéticos en el espacio aéreo nipón. La ilegalidad de esas violaciones del espacio aéreo parecía traerle sin cuidado. Lo que sí le preocupaba, en cambio, era la autonomía del F-4 Phantom. Me explicó cuánto consumía en un despegue de emergencia. Era un derroche de combustible, dijo. «Si los fabricara una empresa de aeronáutica japonesa, saldrían mucho más económicos. Nosotros podríamos fabricar un caza más económico y con las mismas prestaciones.»

Entonces yo le dije que, en la sociedad capitalista, el derroche es la mayor virtud. Comprándole cazas Phantom a Estados Unidos y despilfarrando combustible con despegues de emergencia, Japón contribuía al aceleramiento de la economía mundial, lo cual a su vez provocaba un crecimiento del capitalismo. Si se dejase de derrochar de golpe, se produciría una Gran Depresión y la economía mundial se iría a pique. Añadí que el derroche era el combustible de las contradicciones, que las contradicciones revitalizaban la economía y que esa revitalización producía aún más derroche.

Tras reflexionar unos instantes, el hombre me contestó que quizá tuviera razón, pero que debido a que de pequeño había vivido la guerra y la consiguiente extrema escasez, le costaba forjarse una imagen real del funcionamiento de la sociedad actual.

«Nuestra generación es distinta de la suya y no estamos familiarizados con esos temas tan complicados, ¿sabe?», dijo el hombre con una sonrisa amarga.

Tampoco yo estaba familiarizado con nada, pero como no me apetecía prolongar la conversación, no le llevé la contraria. Y es que, efectivamente, no domino esas materias. Simplemente las capto, veo cómo son, lo cual es muy diferente. Al final, al terminar la tortilla me despedí y me levanté del asiento.

En el tren hacia Sapporo me eché una siesta de unos treinta minutos y leí la biografía de Jack London que me había comprado en una librería cercana a la estación de Hakodate. Comparada con la azarosa vida de Jack London, mi vida era apacible como la de una ardilla que, encaramada en lo alto de un nogal, hiberna con una nuez por almohada en espera de la primavera. Al menos así me lo pareció durante un tiempo. ¿Quién leería sobre la sosegada y poco agitada vida y muerte de un empleado de la Biblioteca Municipal de Kawasaki? En definitiva: lo que buscamos es una compensación de lo que no tenemos.

Al llegar a la estación de Sapporo decidí pasear hasta el Hotel Delfín. Hacía una agradable tarde sin viento, y llevaba un bolso bandolera por todo equipaje. Un manto de nieve cubría hasta el menor rincón de la ciudad. Hacía mucho frío y la gente caminaba con pequeños pasos, prestando atención a dónde pisaba. Las estudiantes de mejillas sonrosadas de un instituto femenino exhalaban su aliento blanco. Tan blanco y espeso era que daba la impresión de que se podría garabatear sobre él. Paseé con calma mientras contemplaba el paisaje urbano. Hacía cuatro años y medio que no pisaba Sapporo, pero me dio la impresión de que había transcurrido mucho más tiempo.

Más o menos a mitad de camino entré en una cafetería para fumarme un cigarrillo y tomarme un café bien caliente y cargado con unas gotas de brandy. A mi alrededor se desarrollaba la actividad cotidiana propia de cualquier ciudad: una pareja charlaba en voz baja, dos hombres de negocios repasaban cuentas delante de unos documentos extendidos sobre la mesa, y un grupo de estudiantes hablaba de ir a esquiar y del nuevo elepé de Police. Son escenas que se repiten a diario en cualquier ciudad japonesa. Los escenarios son los mismos que uno encontraría en cualquier cafetería de Yokohama o de Fukuoka. Y sin embargo, o tal vez precisamente porque son idénticos en cualquier parte, allí sentado, tomando café, sentí una intensa y abrasadora soledad. Estaba solo, y me sentía un completo forastero. No pertenecía a esa ciudad ni formaba parte de su vida diaria.

También es cierto que no pertenezco a ninguna cafetería de Tokio. Pero en las cafeterías de Tokio nunca he sentido esa intensa soledad. Puedo tomarme un café, leer y pasar el tiempo sin más, porque formo parte de la vida cotidiana de la ciudad, sin necesidad de mayores reflexiones.

En la ciudad de Sapporo, en cambio, me sentía terriblemente solo, como si me hubieran abandonado en una isla situada en los confines de la Tierra. El paisaje era el mismo de siempre. Podía encontrarlo en cualquier parte. Pero cuando le quitaba la máscara, me encontraba con un panorama que no guardaba relación con ninguno de los lugares que yo conocía. Se parecía… pero era distinto. Como si fuera otro planeta. El idioma, la ropa y los semblantes eran los mismos, pero algo decisivo variaba. En ese otro planeta, ciertas funciones no eran válidas, pero para saber cuáles eran válidas y cuáles no, no quedaba más remedio que ir probándolas una por una. Y si metía la pata, todos descubrirían que procedía de otro planeta. Todos se levantarían y me señalarían con el dedo: ¡Eres distinto! ¡Eres distinto eres distinto eres distinto!

En eso pensaba mientras me tomaba el café. Un delirio.

Lo cierto, sin embargo, era que estaba muy solo. Nada me ataba a nadie. El problema era mío. Estoy intentando recuperarme a mí mismo, me decía, pero no estoy atado a nadie.

¿Cuándo había sido la última vez que había amado de verdad a alguien?

Hacía una eternidad. En algún momento entre una era glaciar y otra. Muchísimo tiempo, en cualquier caso. En un pretérito histórico. Por ejemplo, el jurásico o una de esas épocas. Todo había desaparecido: los dinosaurios, los mamuts, los smilodontes…, las bombas de gas lanzadas en el parque Miyashita de Tokio. Y entonces llegó el capitalismo avanzado. Me habían dejado solo en medio de esa sociedad.

Pagué la cuenta y me fui. Sin pensar en nada más, me dirigí hacia el Hotel Delfín.

Como no recordaba exactamente dónde estaba, dudaba si sabría encontrarlo, pero no estaba especialmente preocupado. Enseguida di con él.

Se había transformado en un colosal edificio de veintiséis plantas. Modernas líneas curvas al estilo Bauhaus, grandes cristaleras y acero inoxidable resplandeciente, una serie de postes alineados a lo largo del soportal de la entrada, con sus banderas ondeantes, un aparcacoches con un uniforme impecable dirigiendo con gestos a un taxi, un ascensor de cristal que conducía directamente al restaurante de la última planta… ¿A quién podía pasarle inadvertido? Bajo los relieves de delfines esculpidos en los pilares de mármol de la entrada, leí:

DOLPHIN HOTEL

Durante largos segundos permanecí inmóvil, boquiabierto, mirando atentamente el hotel. Después exhalé un suspiro tan largo y hondo que, si se hubiera prolongado en línea recta, habría llegado hasta la Luna. Me había quedado estupefacto, por decirlo de algún modo.