9
A las once de la noche volvía a estar mano sobre mano. Todo lo que podía hacer, ya lo había hecho. Me había cortado las uñas, me había dado un baño, me había limpiado los oídos, había visto las noticias. Había hecho flexiones y estiramientos, había cenado. Había terminado el libro. Aun así, no tenía sueño. Quería probar una vez más el ascensor para empleados, pero era demasiado temprano. Prefería esperar hasta pasadas las doce, cuando el personal dejaba de ir y venir.
Me decidí a subir al bar de la vigesimosexta planta. Pedí un martini y pensé en los egipcios mientras contemplaba, al otro lado de la cristalera, cómo los copos de nieve remolineaban sobre la inconmensurable oscuridad nocturna. Me pregunté qué clase de vida llevaban realmente los antiguos egipcios. ¿Quiénes de ellos irían a clases de natación? Seguramente sólo los de alta alcurnia, como la familia del faraón o miembros de la nobleza. Gente en la onda, del jet set. Se las habrían ingeniado para construir una especie de piscina privada en un tramo del Nilo, donde les enseñaban a nadar con estilo. Los instructores sin duda eran personas afables, como mi amigo el actor, que orgullosos y con aires de suficiencia les dirían a sus insignes alumnos: «Excelente, su alteza. Si pudiera tan sólo estirar un poquito más el brazo derecho cuando nade a crol…».
Me imaginaba ya la escena. El Nilo con sus aguas de un azul oscuro como la tinta, el sol cegador (aunque sin duda dispondrían de algún tejadillo de juncos para protegerse), los soldados armados con lanzas para ahuyentar a los cocodrilos y a la plebe, los juncos meciéndose, los ilustres hijos del faraón nadando… Pero ¿qué ocurriría con las hijas del faraón? ¿Aprenderían también ellas a nadar? Pongamos, por ejemplo, a Cleopatra. Una Cleopatra en sus años mozos, con un aire a Jodie Foster. ¿Se volvería ella también loca al ver a mi amigo, el instructor de natación? Seguro que sí. Estaba predestinado.
Si filmaran una película así, no me importaría ir a verla.
El instructor de natación no podía ser de origen humilde, sino el hijo del rey de Israel o de Asiria. Tras sufrir una derrota en la guerra, lo habían capturado y se lo habían llevado como esclavo a Egipto. Sin embargo, la esclavitud no hizo mella en su afabilidad. En eso no se parecía a Charlton Heston ni a Kirk Douglas. Esgrimía una sonrisa radiante, de dientes blancos, y meaba con elegancia. Le daban un ukelele y se arrancaba a cantar Rock-a-Hula Baby a orillas del Nilo. Era un papel hecho a su medida.
Un buen día, el séquito del faraón pasa por delante del mozo. Está cortando juncos en la ribera cuando, de pronto, vuelca una de las barcas que avanzan por el río. Sin dudarlo un instante, se arroja a las aguas, nada con un espléndido crol y, esquivando a los cocodrilos, devuelve a una niña a tierra firme. Todo ello con una elegancia tremenda. Con la misma elegancia con la que encendía el mechero bunsen en el laboratorio del colegio. El faraón, que ha presenciado la escena, se dice que aquel muchacho sería un buen instructor de natación para sus hijos. El anterior instructor había sido arrojado a un pozo sin fondo hacía apenas una semana, por impertinente. Y así se convierte en el profesor de natación de la corte. Como es un tipo simpático, todos lo adoran. De noche, las damas de honor ungen su cuerpo con bálsamos y se cuelan en su lecho. Tanto príncipes como princesas sienten devoción por él. Seguiría una espectacular escena coral, como las de Escuela de sirenas o Anna y el rey de Siam. Los príncipes y las princesas, junto al instructor, interpretan un brillante número de natación sincronizada con ocasión del cumpleaños del faraón. Su Alteza se regocija, con lo que la popularidad del instructor no hace sino aumentar. Él, con todo, nunca se jacta de ello. No es un engreído. Nunca pierde su sonrisa radiante y mea siempre con elegancia. Cuando se acuesta con alguna dama de honor, se tira una hora sólo con los preliminares, la hace correrse como es debido y al terminar le acaricia el cabello y le suelta: «¡Eres cojonuda!». Es todo un galán.
Intenté imaginarme cómo sería acostarse con una dama de honor del Antiguo Egipto. Pero por más que me esforzaba, sólo me venía a la mente la Cleopatra de la Twentieth Century Fox. Gran superproducción. Elizabeth Taylor, Richard Burton y Rex Harrison. Exóticas chicas de Hollywood de tez morena y larguísimas piernas que con larguísimos abanicos daban aire a Elizabeth Taylor. Deleitarían al instructor con atrevidas poses seductoras. Las egipcias son expertas en eso.
Entonces la Cleopatra con una retirada a Jodie Foster se queda prendida del muchacho.
Un topicazo, lo reconocía, pero así son las películas.
Él también esta coladito por la Jodie Cleopatra.
Sin embargo, no es el único que la desea. Un príncipe de Abisinia, negro como el ébano, también suspira por ella. Le gusta tanto que, cada vez que piensa en la princesa, se pone a bailar. Un papel hecho a la medida de Michael Jackson. El príncipe, impulsado por su amor, atraviesa el vasto desierto que separa la lejana Abisinia de Egipto. Durante la travesía en caravana, canta y baila Billie Jean frente a la hoguera que encienden de noche. Sus ojos resplandecen a la luz de la luna. Y, claro, entre el instructor y Michael Jackson surge el conflicto. Estalla una rivalidad amorosa.
Hasta ese punto había discurrido cuando el barman se acercó a mí y, con aire de lamentarlo mucho, me anunció que era hora de cerrar. Al mirar mi reloj vi que eran las doce y cuarto. Ya no quedaban clientes. El barman casi había terminado de recoger. Dios mío, ¿cómo he podido pasar tanto rato pensando en estas tonterías?, me sorprendí. Había sido estúpido y absurdo. Es algo que me ocurre a veces. Firmé la cuenta, apuré el martini y me levanté. Luego esperé el ascensor con las manos en los bolsillos.
Me dije entonces que Jodie Cleopatra estaba obligada a casarse con su hermano menor, conforme a la tradición. No conseguía quitarme ese guión de la cabeza. Las escenas se proyectaban en mi mente, una tras otra. El hermano era un tío pusilánime y retorcido. ¿Quién podría interpretarlo? A Woody Allen le iba que ni pintado. Ésa sería la parte cómica. Deambularía por la corte haciendo chistes sin gracia y dándose en la cabeza con un martillo de plástico. No, no era buena idea.
Ya pensaría en otro momento en el hermano. Al faraón lo encarnaría Laurence Olivier. Andaría siempre con jaquecas, presionándose las sienes con la punta de los dedos. A quien no le caía bien, lo arrojaba a un pozo sin fondo o lo echaba a luchar con los cocodrilos en el Nilo. Era inteligente y despiadado. También ordenaba que arrancasen los párpados a la gente y abandonasen a los desdichados en el desierto.
Cuando iba por esa parte, las puertas del ascensor se abrieron silenciosamente. Entré y pulsé el botón del decimoquinto. Volví a pensar en el argumento. No me apetecía, pero era superior a mis fuerzas.
El escenario cambiaba a un desierto yermo. Un profeta desterrado por orden del faraón vivía escondido en una cueva en medio del desierto. Aunque le habían arrancado los párpados, se las había arreglado milagrosamente para sobrevivir. Se cubría con una piel de carnero para protegerse del sol y vivía sumido en la oscuridad, comiendo insectos y mascando hierba. Profetizaba el futuro con su ojo interior: la caída del faraón, el ocaso de Egipto y el gran vuelco que sufriría el mundo.
Es el hombre carnero, pensé. ¿Por qué me venía ahora a la mente?
Las puertas se abrieron silenciosamente, como siempre. Absorto en mis pensamientos, salí del ascensor. ¿Existía ya el hombre carnero en el Antiguo Egipto? ¿No sería todo una fantasía absurda, producto de mi imaginación? Con las manos metidas en los bolsillos, me quedé pensando en medio de la oscuridad.
¿Oscuridad?
Entonces caí en la cuenta de que todo estaba a oscuras. No se veía el menor atisbo de luz. Al cerrarse las puertas del ascensor a mi espalda, una oscuridad negra como el carbón descendió sobre todo. Ni siquiera me veía las manos. El hilo musical había dejado de sonar. No se escuchaba El amor es azul ni A Summer Place. El aire era gélido y apestaba a moho.
Me quedé petrificado en medio de las tinieblas.