18

«¡Eh! ¡Cuánto tiempo!» Gotanda lo decía con voz clara y jovial. Una voz que no era atropellada ni arrastrada; ni muy alta ni muy baja; ni nerviosa ni adormilada. Una voz perfecta. Al instante la reconocí. Era de esas voces que, una vez que las has oído, no se te olvidan jamás. Igual que su sonrisa, su cuidada dentadura y el esbelto perfil de su nariz. Hasta entonces nunca me había fijado en su voz, pero en ese momento resurgió con fuerza su recuerdo, que había estado adherido a un rincón de mi cabeza, como si alguien hubiera golpeado una campana en un silencioso amanecer. ¡Asombroso!, me dije.

«Esta noche voy a estar en casa, así que llámame. Total, no voy a acostarme hasta la madrugada», decía, y repitió dos veces su número de teléfono. «Venga, ¡hasta la noche!», se despedía. A juzgar por el prefijo, no debía de vivir muy lejos de mi apartamento. Tras anotar el número, lo marqué despacio. Al sexto tono, saltó el contestador. Una voz femenina dijo: «En estos momentos no podemos atenderle. Si lo desea, puede dejar un mensaje después de la señal». Dejé mi nombre, mi número de teléfono y la hora. También le dije que estaría en ese número toda la noche. ¡Qué mundo tan complicado! Colgué y fui a la cocina; tras lavar un apio, lo corté fino y añadí mayonesa y, justo cuando empezaba a picotear, con una cerveza delante, sonó el teléfono. Era Yuki. ¿Qué estaba haciendo?, quiso saber. Mi respuesta: Comiendo apio y bebiendo cerveza en la cocina. Ella: ¡Qué patético! Yo: Oh, vamos, no es para tanto.

Y es que, efectivamente, en la vida puede haber cosas mucho más patéticas, pero ella era demasiado joven para saberlo.

—¿Dónde estás tú? —le pregunté.

—Sigo en el piso de Akasaka —me dijo—. ¿Por qué no me llevas de paseo en coche?

—Lo siento, pero hoy no puedo —contesté—. Estoy esperando una llamada importante relacionada con el trabajo. Si te parece, lo dejamos para otra ocasión. Por cierto, con respecto a lo de ayer, ¿viste a esa persona cubierta con una piel de carnero? Quiero que me lo cuentes. Necesito saber más.

—La próxima vez —dijo ella, y colgó de inmediato.

Me quedé anonadado, observando el auricular que sostenía en la mano.

Cuando me terminé el apio, empecé a pensar en qué podía cenar. Pues unos espaguetis, me dije.

«Se pelan y se cortan gruesos dos dientes de ajo y se echan en una sartén con aceite de oliva. Ladeando la sartén para que el aceite se acumule, se sofríen a fuego lento durante un buen rato. Después se añade una guindilla y se saltea junto con el ajo. Es necesario apartar la sartén del fuego antes de que el aceite adquiera un sabor demasiado picante. Sólo la experiencia enseña el punto exacto. Entonces se corta jamón y se fríe hasta que empieza a adquirir una textura crujiente. En ese punto se añaden los espaguetis previamente hervidos y escurridos, se mezcla todo rápidamente y se espolvorea con perejil cortado fino. Como entrante, recomendamos una refrescante ensalada de mozzarella y tomate.»

De acuerdo, vamos para allá. Pero justo cuando el agua de los espaguetis rompía a hervir, sonó el teléfono. Apagué el gas, fui hasta el teléfono y descolgué.

—¡Eeeeh! ¡Cuánto tiempo! —saludó Gotanda—. Dios mío, qué recuerdos. Dime, ¿qué tal te va?

—Bueno, tirando —respondí.

—Mi agente me ha dicho que querías hablar conmigo. Imagino que no pretenderás que volvamos a diseccionar ranas juntos, ¿no? —dijo, y se echó a reír.

—No, sólo quería preguntarte algo. Supongo que estarás muy liado, pero, verás, es un tema un poco delicado que…

—Oye, ¿haces algo ahora mismo? —preguntó.

—No, nada. Estaba a punto de prepararme algo para cenar.

—Perfecto. Entonces, ¿por qué no salimos un rato los dos? Justamente estaba buscando a alguien para salir a cenar. La comida no me sabe tan buena cuando como a solas.

—Pero ¿seguro que no te molesto? Quiero decir…

—No te preocupes. Cuando hay hambre, algo hay que comer, ¿no? No lo hago por ti, y no me siento obligado. Venga, vamos a tomar algo y a charlar de los viejos tiempos. Hace una barbaridad que no veo a nadie del colegio. Si a ti te parece bien, me gustaría verte. ¿O acaso estoy dándote la lata?

—No, no, en absoluto. Soy yo el que quería hablar contigo.

—Entonces, salgo ahora y paso a recogerte. ¿Dónde vives?

Le di mi dirección.

—Sí, cae cerca de mi casa. Llegaré en unos veinte minutos. Estate preparado, que tengo mucha hambre. No me hagas esperar, ¿eh?

Le dije que no se preocupara, que estaría listo, y colgué. Luego torcí el cuello, extrañado. ¿Charlar de los viejos tiempos?

No lograba entender qué viejos tiempos compartíamos Gotanda y yo. En el colegio nunca fuimos amigos íntimos; ni siquiera hablábamos mucho. Él pertenecía a lo mejorcito de la clase; yo, en cambio, pasaba más bien inadvertido. Me parecía un milagro que todavía se acordara de mí. ¿A qué se refería con los viejos tiempos? ¿Acaso teníamos algo que mereciera la pena recordar? Sea como sea, prefería eso a que me tratara con frialdad y desprecio.

Me afeité a toda prisa, me puse una chaqueta de tweed de Calvin Klein sobre una camisa de rayas naranjas y la corbata de punto que me había regalado por mi cumpleaños una de las chicas con las que había salido. También me puse unos vaqueros recién lavados y las deportivas blancas Yamaha que había comprado hacía poco. Esperaba que comprendiera que ésa era la indumentaria más chic que tenía en el armario. Era la primera vez en mi vida que iba a cenar con un actor de cine. Aun así, ¿cómo se supone que tiene que vestir uno en esas ocasiones?

Llegó en veinte minutos exactos. Alguien que se identificó como el chófer de Gotanda, con unos modales exquisitos y al que le calculé unos cincuenta años, llamó al interfono de mi apartamento y me dijo que Gotanda me esperaba abajo. Supuse que, si venía con chófer, traería un Mercedes o un cochazo parecido, y no me equivoqué. Era un Mercedes inmenso de color plata metalizada. Parecía una lancha motora. Los cristales estaban tintados. El chófer me abrió la puerta, produciendo un agradable ruido, y yo entré. En el interior estaba Gotanda.

—¡Hombre! ¡Cuánto tiempo sin vernos! —exclamó con una sonrisa. Sentí cierto alivio al ver que no me estrechaba la mano.

—Sí hace tiempo, sí —comenté.

Él vestía un jersey muy normal con cuello en pico, una cazadora azul marino y pantalones de pana color crema un poco raídos. Calzaba unas viejas zapatillas de deporte ASICS desgastadas. Sin embargo, todo le sentaba muy bien. Pese a que las prendas eran muy corrientes, en él parecían elegantes. Perfectas. Miró mi indumentaria y sentenció:

¡Très chic!

—Gracias —le respondí.

—Pareces una estrella de cine —añadió. No era ironía, sino una simple broma.

Los dos nos reímos y la atmósfera se distendió. Miré admirativamente el interior del vehículo.

—Menudo cochazo, ¿verdad? —repuso—. Me lo presta la agencia cuando lo necesito. Con chófer y todo. Así me evito accidentes o conducir borracho. La seguridad es lo primero. Ellos están tranquilos, y yo también.

—Ya veo —le dije.

—Si por mí fuera, nunca conduciría uno como éste. Prefiero los coches más pequeños.

—¿Un Porsche? —apunté.

—Un Maserati —contestó.

—Pues a mí me gustan aún más pequeños —le dije.

—¿Un Civic? —preguntó.

—Un Subaru —contesté.

—Un Subaru… —repitió, asintiendo con la cabeza—. ¿Sabes que hace tiempo tuve uno? Fue el primer coche que compré con mi dinero, no pagado por la agencia. Era de segunda mano y lo compré con lo que me pagaron por mi primera película. Tío, me encantaba. Pero en mi segunda película, una en la que me dieron un papel secundario, iba en el Subaru al rodaje y todo el mundo empezó a decirme: «¡Eh, tú! ¡Si quieres ser una estrella de cine, no andes en un Subaru!». Entonces lo cambié. Así es este mundo. Pero era un buen coche, sí señor. Práctico. Seguro. Me gustan los Subaru, sí.

—A mí también —dije yo.

—¿Por qué crees que llevo un Maserati?

—Ni idea.

—Porque necesito gastar el dinero que me da la agencia —dijo frunciendo el ceño, como si me confesara una fechoría—. Mi agente me insiste en que gaste más y más. ¡Me dice que gasto poco! Así que me compro coches caros y todo el mundo contento.

Joder, me dije, ¿nadie piensa en otra cosa que en gastar para deducir en el pago de impuestos?

—Tengo mucha hambre —dijo con un ademán de la cabeza—. Me apetece un buen bistec. ¿Te animas?

Cuando le respondí que lo dejaba en sus manos, indicó una dirección al chófer. Éste asintió en silencio. Gotanda me miró, sonrió y dijo: «Vamos allá».

—Disculpa que me entrometa, pero ¿has dicho que ibas a prepararte la cena? Entonces imagino que estás soltero, ¿no?

—Exacto —respondí—. Estuve casado y me divorcié.

—Pues igual que yo —me dijo—. Me casé y me divorcié. ¿Y tienes que pagar alguna pensión?

—No —le dije.

—¿Ni un céntimo?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—No quiso nada.

—Tienes suerte —me dijo. Y volvió a sonreír—. Yo tampoco le pago nada, pero es que estaba pelado. ¿Oíste comentarios sobre mi divorcio?

—Vagamente —le dije, y él no contó nada más.

Cuatro o cinco años atrás se había casado con una actriz famosa y, al cabo de poco más de dos años, se divorciaron. En las revistas corrieron ríos de tinta. Como de costumbre, todo eran rumores. Se decía que las relaciones entre la familia de la actriz y él no eran buenas. Suele ocurrir. La actriz estaba todavía muy unida a su familia, y ésta no la dejaba ni a sol ni a sombra, fuera en actos públicos o en su vida privada. Él, en cambio, era más bien un niño mimado que siempre había ido a su bola. Estaba claro que aquello no funcionaría.

—Es curioso. Nos separamos cuando todavía hacíamos experimentos en el laboratorio y ahora los dos hemos pasado por un divorcio. Curioso, sí —dijo sonriente. Y se frotó suavemente el párpado con el dedo índice—. Por cierto, ¿por qué te divorciaste tú?

—Muy simple. Un buen día, mi mujer se largó.

—¿Así, de repente?

—Sí. Sin decirme nada. Se marchó de pronto. Ni siquiera me lo olí. Al llegar a casa, no estaba. Pensé que había salido de compras o algo así. Preparé la cena y la esperé. Pero a la mañana siguiente aún no había aparecido. Pasó una semana, un mes, y no volvió. Al cabo de un tiempo me llegó la demanda de divorcio.

Gotanda caviló un rato. Luego suspiró.

—Espero —dijo— que no te moleste lo que voy a decirte, pero tengo la impresión de que a ti te fue mejor que a mí.

—¿Por qué? —quise saber.

—En mi caso, mi mujer no se marchó. Me echó a mí a patadas. Literalmente. Un buen día, ¡zas!, me dio puerta. —Se volvió hacia su ventanilla y miró fijamente a lo lejos—. Fue espantoso. Lo peor fue que ella lo había organizado todo, hasta el menor detalle. Como una especie de fraude. Resultó que había puesto a su nombre los títulos de propiedad de todo lo que teníamos. Te juro que fue increíble. No me enteré de nada. Se ocupaba de todo lo nuestro, desde el sello legal[8] hasta las escrituras, acciones, cuentas corrientes o el pago de impuestos, el mismo asesor fiscal. Un tipo de confianza que no hacía preguntas. A mí se me dan mal esas cosas y prefería dejar todo eso en sus manos. Sin embargo, resultó que el cabrón estaba compinchado con la familia de ella. Cuando me di cuenta, me habían dejado sin blanca. Luego ella me echó como a un perro inútil. Pero aprendí la lección —dijo, y volvió a sonreír—. Me hizo madurar de golpe.

—Ya tenemos más de treinta años. Todos tenemos que madurar, nos guste o no —dije yo.

—Tienes razón. Antes creía que me haría mayor poco a poco, año tras año —dijo Gotanda con la mirada clavada en mis ojos—. Pero no. Uno se hace adulto de golpe y porrazo.

Gotanda me llevó a una Steak House situada en un tranquilo rincón en las afueras de Roppongi. El local parecía carísimo. Cuando el Mercedes aparcó a la entrada, el encargado y un camarero salieron a recibirnos. Gotanda le dijo al chófer que regresara en una hora. El Mercedes desapareció en la oscuridad sin hacer ruido, como un pez gigante y dócil. Nos llevaron a unos asientos algo apartados, situados junto a la pared. En la sala todos los clientes vestían con mucha elegancia, pero los pantalones de pana y las zapatillas de deporte de Gotanda resultaban de lo más chic. No sé por qué, pero el caso es que destacaba. Al entrar, todos los clientes alzaron la vista, lo miraron de reojo y volvieron a sus asuntos. A lo mejor, mirarlo más rato habría sido descarado. ¡Qué mundo tan complicado!

Lo primero que hicimos fue pedir dos whiskies escoceses con agua.

—¡Por nuestras ex! —brindó Gotanda, y tomamos un trago—. Te pareceré un idiota —comentó él—, pero todavía la quiero. A pesar de todo lo que me ha hecho, sigo amándola. No consigo olvidarla. No logro enamorarme de otra.

Yo asentí mientras contemplaba los cubitos de hielo elegantemente quebrados dentro del vaso de cristal.

—¿Y tú qué?

—¿Si aún siento algo por mi ex? —le pregunté.

—Sí.

—No lo sé —me sinceré—. No quería que se marchase. Pero lo hizo. No sé quién tuvo la culpa. El caso es que ocurrió y ya no hay nada que hacer. Durante todo este tiempo he intentado resignarme a eso; es lo único que, en mi opinión, puedo hacer. Así que no sé qué decirte.

—Entiendo —dijo—. Oye, ¿te duele hablar de todo esto?

—¡Qué va! —le dije—. Es lo que hay, y no hay más remedio que afrontarlo. De modo que no, no me duele ni me amarga. Es sólo una sensación extraña.

Él chasqueó los dedos.

—Eso es, una sensación extraña. Te sientes como si el centro de gravedad hubiera cambiado. Pero no, no duele.

Cuando el camarero vino a tomar nota, pedimos ensalada y un par de bistecs, ambos poco hechos. Y otro par de whiskies.

—¡Ah, sí! —dijo él—. Querías hablarme de algo, ¿no? Cuéntamelo antes de que me emborrache, anda.

—Es una historia un poco rara —me excusé.

Él me dedicó una sonrisa encantadora. Debía de haberla ensayado cientos de veces, y no tenía ni una pizca de malicia.

—Me gustan las historias raras —dijo.

—Verás, resulta que hace poco vi tu última película —empecé.

—¿Amor no correspondido? —preguntó en voz baja, frunciendo el ceño—. Es espantosa: el guión, el director, todo. La misma mierda de siempre. Todos los que trabajaron en ella quieren olvidarla.

—La he visto cuatro veces.

Sus ojos se abrieron como si tuviesen que escudriñar en un vacío cósmico.

—Me apuesto lo que quieras a que eres la única persona en el mundo que ha visto esa película cuatro veces.

—Alguien a quien conozco sale en la película —le dije—. Aparte de ti, quiero decir.

Gotanda se presionó la sien ligeramente con el índice. Acto seguido me miró con los ojos entornados.

—¿Quién?

—No sé cómo se llama. La chica…, la actriz secundaria que se acuesta contigo un domingo por la mañana.

Tomó un sorbo de whisky y después asintió varias veces con la cabeza.

—Kiki.

—Kiki —repetí. Un nombre peculiar. De pronto, me pareció que era una persona distinta de la que yo conocí.

—Se llama así. Al menos, todo el mundo la conoce por ese nombre.

—¿Y podrías ponerte en contacto con ella?

—Imposible —dijo él.

—¿Por qué?

—Dejemos las cosas claras desde el principio: Kiki no es una actriz profesional, así que es un poco complicado. La mayoría de los actores, sean famosos o no, tienen una agencia que los representa y, por lo tanto, son fáciles de localizar. Casi todos están sentados junto al teléfono esperando a que los llamen. Pero Kiki no. Entró en el mundo del cine por casualidad. Para ella sólo fue un trabajillo.

—¿Cómo consiguió el papel?

—Fue cosa mía —afirmó sin más—. Le propuse participar en una película y se la recomendé al director.

—¿Por qué?

Tras beber otro trago de whisky, Gotanda torció un poco los labios.

—Porque tenía…, no sé cómo decirlo… Presencia. No sé, algo. Cualquiera podía sentirlo. No era un bellezón, y le fallaba la técnica. Pero comprendí que, si salía en alguna película, sería capaz de llenar la pantalla. Y eso, ¿sabes?, es una clase de talento, diferente, sí, pero talento al fin y al cabo. Así que lo intenté y la recomendé. Dio buen resultado. A todos les gustó. Y no es por nada, pero esa escena es estupenda, la mejor de toda la película. Ella le dio un toque de realismo, ¿no crees?

—Sí —contesté—. Tiene realismo, sin duda.

—Entonces pensé en introducirla en serio en el cine. Estaba convencido de que podría triunfar. Pero fue imposible. Desapareció. Como el humo, como el rocío en cuanto sale el sol.

—¿Que desapareció, dices?

—Como lo oyes. Hace cosa de un mes no se presentó a un casting. Yo había movido todas mis influencias y lo amañé para que le dieran un buen papel en una nueva película. Bastaba con que se presentase al casting. La víspera la llamé y quedamos. Le dije que fuera puntual. Pero no se presentó y ya no dio más señales de vida. Ahí termina todo. Punto final. No tengo ni la más remota idea de dónde puede estar. —Alzó un dedo para llamar al camarero y pidió otros dos whiskies—. Una pregunta, aunque ya sé que no es asunto mío —dijo Gotanda—, ¿te acostaste alguna vez con Kiki?

—Sí —respondí.

—Entonces, en fin, es un suponer, pero si te dijera que me acosté con ella, ¿te molestarías?

—No especialmente —contesté.

—Bien —dijo Gotanda aliviado—. Porque no se me da bien mentir. Así que te diré sin rodeos que me acosté con ella varias veces. Era estupenda. Un poco rara, pero tiene algo que te cautiva. Ojalá se hiciera actriz. Podría llegar muy alto. Es una lástima.

—¿No sabes su dirección? ¿O su verdadero nombre?

—Nada. Lo siento, nadie lo sabe. Sólo que se llama Kiki.

—¿Y lo que le pagaron por aparecer en la película? En el departamento de contabilidad de la productora bien tiene que haber algo, alguna factura —dije yo—. Para eso se necesita el verdadero nombre y la dirección, siquiera por la retención de impuestos y eso.

—¿Crees que no lo investigué? Claro que sí. Pero nada, ya te digo. No se molestó en cobrar por el trabajo. Y si no cobras, no hay factura. Cero.

—¿Por qué no fue a cobrar?

—Ni idea —dijo Gotanda, que iba ya por su tercer whisky—. Quizá no quería que se supiera su nombre ni su dirección. No lo sé. Esa mujer es un misterio. Pero, dejando eso de lado, si te fijas, tú y yo tenemos ya tres cosas en común. Primero, compartimos el grupo del laboratorio de ciencias en secundaria. Segundo, los dos hemos estado casados. Y tercero, los dos nos hemos acostado con Kiki.

Al poco rato nos trajeron la ensalada y los bistecs. Era una carne excelente, y estaba poco hecha, como aparecía en la imagen de la carta. Gotanda comía con fruición. Se tomaba bastante a la ligera la etiqueta, y seguro que en una clase de buenos modales en la mesa no sacaría muy buena nota, pero daba gusto compartir la mesa con él. Verlo comer con tal apetito hacía que todo pareciese exquisito. Una chica lo habría encontrado encantador. Eso no se aprendía. Era innato.

—Por cierto, ¿dónde conociste a Kiki? —le pregunté mientras cortaba mi bistec.

—Pues no sé… —Se lo pensó un rato—. ¡Ah, sí! La llamé y vino. Era, ya sabes, de las que llamas por teléfono. Me entiendes, ¿no?

Asentí.

—Después del divorcio, prácticamente sólo me acostaba con chicas así. Resultaba mucho más cómodo, y de paso evitaba el escándalo. No soporto a las aficionadas, y cuando son compañeras de oficio, las revistas siempre acaban aireándolo. Basta con una llamada para que vengan. Sale caro, eso sí. Pero guardan el secreto. Son muy discretas. Un tipo de mi agencia me habló de estos servicios. Todas las chicas son preciosas. Y buenas profesionales. Dóciles. Además, ves que ellas también disfrutan. —Se llevó un trozo de carne a la boca y la masticó, saboreándola lentamente—. No está mal, ¿eh? —comentó.

—La verdad es que no. Es un buen restaurante.

Él asintió.

—Pero si vienes seis veces al mes, te acabas hartando.

—¿Y por qué vienes tanto?

—Porque me he acostumbrado. Aquí nadie me molesta. No tengo que aguantar los cuchicheos del personal. Los clientes están acostumbrados a ver famosos, de modo que no se pasan la cena mirándote. Y no vienen a pedirte un autógrafo mientras trinchas la carne. En fin, que puedo comer tranquilo.

—Parece una vida complicada —concluí—. Entre eso y la necesidad de gastar dinero…

—Sí —dijo él—. Pero ¿por dónde íbamos?

—Me estabas contando que pedías chicas por teléfono.

—Eso —dijo Gotanda, y se limpió los labios con el extremo de la servilleta—. Pues un buen día llamé y pedí por la chica de siempre. Pero no estaba y, en su lugar, vinieron otras dos, para que yo eligiera a una de ellas. Piensa que soy un buen cliente, de modo que me atienden muy bien. Una de las chicas era Kiki. Fui incapaz de decidirme por una, así que me acosté con las dos.

—Ajá —dije yo.

—¿Seguro que no te importa?

—No, de verdad. A lo mejor, en la época del instituto…

—En aquella época yo no hacía estas cosas —dijo Gotanda con una carcajada—. El caso es que me acosté con las dos. Era una combinación peculiar. Porque la otra chica era soberbia, un bellezón con un cuerpo que valía su peso en oro. No es un farol. Te juro que he visto muchas mujeres hermosas en este mundo, y sé lo que me digo. Además, era inteligente. Se podía hablar con ella. Kiki, en cambio, no era tan despampanante. Guapa, sí. Pero es que, amigo, las chicas de ese club son todas unas preciosidades. Ella era…, ¿cómo decirlo?…

—Más corriente —apunté.

—Sí, eso es. En el fondo era una chica muy corriente. No vestía de manera llamativa, no conversaba mucho y apenas se maquillaba. Parecía que todo le importara un pito. Lo curioso es que empecé a sentirme atraído por ella. Después de montarnos el trío, nos apalancamos en el suelo y bebimos y charlamos mientras escuchábamos música. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Era como en mi época de estudiante. Apenas recordaba la última vez que me había sentido tan bien. Desde ese día, volví a acostarme con las dos unas cuantas veces.

—¿Cuándo fue eso?

—Más o menos, a los seis meses de haberme divorciado, así que debe de hacer un año y medio —contestó—. Con las dos, creo que me acosté unas cinco o seis veces. Nunca lo hice solo con Kiki. No sé por qué. Y la verdad es que me habría gustado.

—Entonces, ¿por qué no? —pregunté.

Gotanda dejó por un momento el cuchillo y el tenedor y volvió a presionarse la sien con el índice. Debía de ser un gesto habitual en él cuando pensaba. También encantador, habría dicho una chica.

—Quizá tuviera miedo —dijo Gotanda.

—¿Miedo?

—A quedarme a solas con ella —explicó. Volvió a coger el cuchillo y el tenedor—. Kiki tiene algo que desafía a la gente, que la asusta. Al menos esa impresión tenía yo. No, en realidad no era asustar. No sé cómo explicarlo…

—¿Insinuar? ¿Arrastrar? —probé a decir.

—Sí, tal vez. No lo sé. Fuera lo que fuese, el caso es que no me apetecía quedarme a solas con ella. ¿Comprendes más o menos de lo que hablo?

—Creo que sí.

—En otras palabras, temía no sentirme relajado con ella. Cuando hacía el amor con Kiki, me daba la impresión de que iba a arrastrarme a un lugar más profundo. Y yo no buscaba eso. Yo sólo quería acostarme con mujeres para relajarme. Por eso nunca lo hice sólo con Kiki. A pesar de lo mucho que me atraía.

Comimos un rato en silencio.

—Cuando supe que no se había presentado al casting, llamé al club —dijo Gotanda al cabo de un rato, como si lo hubiera recordado de pronto—. Pregunté por Kiki, pero me dijeron que no estaba. Había desaparecido. Se había esfumado de la noche a la mañana. Aunque a lo mejor era mentira y ella no quería que me dijeran dónde estaba. No lo sé. Tampoco tenía manera de comprobarlo. El caso es que no volví a verla.

El camarero se acercó a retirar los platos y nos preguntó si queríamos café.

—En vez de café, prefiero otra copa —me dijo Gotanda—. ¿Y tú?

—Yo también me apunto.

Nos trajeron el cuarto whisky.

—¿A que no adivinas qué he estado haciendo hoy? —me preguntó Gotanda.

Le dije que no tenía ni idea.

—Me he pasado el día ayudando a un dentista. Lo hago para preparar un papel en una serie de televisión. Yo soy dentista y la actriz Ryko Nakano, oculista. Nuestras clínicas están en el mismo barrio y somos amigos de la infancia, pero no conseguimos entendernos… Una historia bastante manida, pero así son las series de televisión. ¿Has visto algún episodio?

—No —respondí—. No veo la televisión. Sólo las noticias, y dos veces por semana como mucho.

—Eres un tipo inteligente —se admiró Gotanda—. La serie no vale nada. Si no fuera porque salgo yo, nunca la vería. Aun así, tiene mucho éxito, ¿sabes? La audiencia adora las historias poco originales. Recibo un montón de correspondencia cada semana. Me llegan cartas de dentistas de todo el país quejándose de todo: que si no me manejo bien con el instrumental, que si aplico tratamientos inadecuados. Otros se ponen de mala leche al ver tanta negligencia junta. Pues si no les gusta, que no la vean, ¿no te parece?

—Supongo —dije yo.

—Es que siempre me llaman para hacer papeles de médico o de profesor. He interpretado a toda clase de especialistas. Lo único que no he hecho es de proctólogo, porque eso quedaría mal en televisión. Pero me han dado papeles de ginecólogo y hasta de veterinario. He sido también profesor de todas las asignaturas. No te lo vas a creer, pero una vez di clase de labores del hogar. ¿Por qué será?

—A lo mejor es porque inspiras confianza.

Gotanda asintió con la cabeza.

—Tal vez. Hace un tiempo interpreté en una serie el papel de un vendedor de coches usados un poco retorcido. Un tipo con un ojo artificial y mucha labia. Me encantaba. Era un personaje muy interesante, y creo que lo hacía bastante bien. Pero, nada, llegaron montañas de cartas diciendo que cómo me había rebajado a eso, que les daba lástima, y que si seguía interpretando a personajes como ése dejarían de comprar los productos del patrocinador de la serie. Por cierto, ¿quién era el patrocinador? Dentífrico Lion o algo así… No, Sunstar… No sé, no me acuerdo. El caso es que mi personaje desapareció de pronto de la serie. Lo eliminaron de un plumazo. ¡Con lo interesante que era! Desde entonces, vuelta a hacer de médico, de profesor, de médico, de profesor…

—Una vida complicada, ya veo.

—O sencilla, según se mire —dijo riéndose—. Hoy, en la consulta del dentista, he aprendido bastantes cosas mientras lo ayudaba. He ido ya unas cuantas veces y he hecho muchos progresos. Hasta el dentista me ha felicitado. Ahora incluso sabría hacer curas sencillas. Al llevar la mascarilla, ningún paciente sabe que soy yo. Y, ¿sabes?, cuando hablan conmigo, los pacientes se sienten relajados.

—Sienten que pueden confiar en ti —dije yo.

—Sí —convino Gotanda—. Opino igual que tú. Y no sólo se sienten a gusto los pacientes, también yo. Últimamente pienso si no me habré equivocado y, en realidad, lo mío es la medicina o la docencia. Quizá sería feliz si me dedicara a eso. No es tan descabellado: si me lo propusiera, podría conseguirlo.

—¿No eres feliz ahora mismo?

—Es un poco más complicado que eso —contestó, y esta vez apoyó la punta del dedo índice en medio de la frente—. Se trata, resumiendo, de una cuestión de confianza, como has dicho. De si puedo confiar en mí mismo o no. La audiencia confía en mí. Pero eso es una ilusión, una mera imagen. Cuando pulsan el botón de apagado y la imagen se desvanece, yo ya no soy nada. Es así, ¿verdad?

—Sí.

—En cambio, si fuera médico o profesor de verdad, no habría botones que pulsar. Siempre sería yo mismo.

—Pero uno siempre actúa, hasta cierto punto —sugerí.

—A veces uno acaba agotado de todo eso. Te entra dolor de cabeza. Dejas de saber quién eres, no sabes dónde acaba el personaje y dónde empieza la persona. La frontera entre mi sombra y yo se diluye.

—Pero eso nos pasa a todos, en menor o mayor medida. No sólo a ti —le dije.

—Sí, lo sé. Todos perdemos la cabeza de vez en cuando. Sólo que, en mí, esa tendencia es muy acusada. ¿Cómo te lo explico? Es algo fatal. Y siempre ha sido así. Si te soy franco, te envidio.

—¿A mí? —me sorprendí—. Pero ¿qué dices?

—Pues sí. Me parece que haces siempre lo que te gusta, sin preocuparte de lo que otros opinen de ti. Por decirlo de algún modo, te conservas íntegro. —Levantó un poco el vaso de whisky y miró a través de él—. ¿Sabes? Siempre fui un estudiante modélico. Sacaba buenas notas, era popular, tenía buena presencia. Los profesores y mis padres confiaban en mí. Nunca llegaba tarde y siempre fui el líder de la clase. Para colmo, se me daba bien el deporte: en béisbol, cada vez que bateaba conseguía un extrabase. ¿Entiendes cómo me siento?

Le contesté que no.

—Cada vez que había partido de béisbol me llamaban. Cada vez que organizaban un concurso de oratoria, me elegían para representar al colegio. Hazlo, me decían los profesores. No podía negarme. Lo hacía y vencía. Siempre tenía que presentarme a las elecciones para presidente de la asociación de alumnos. Todos daban por supuesto que sacaría buenas notas, que jugaría bien, que ganaría. Era como si no fuera yo mismo. Porque yo hacía todo eso solamente para no defraudar las expectativas que otros tenían con respecto a mí. Después, en el instituto, más de lo mismo. Tú fuiste a un instituto público, y yo, a uno privado donde principalmente nos preparaban para el examen de ingreso a la universidad pero que tenía un equipo de fútbol muy competitivo. Me seleccionaron, y casi nos clasificamos para el campeonato nacional. Volví a ser un alumno aventajado, excelente deportista y líder en todos los grupos. Todas las chicas del instituto femenino de al lado me iban detrás. Salía con una chica preciosa a la que conocí porque siempre venía a apoyarme durante los partidos. Pero nunca llegamos a nada serio, sólo algunos magreos, ya sabes. Iba a su casa cuando sus padres no estaban, o nos citábamos en la biblioteca, y lo pasábamos bien. En fin, que volví a ser, como te decía, un estudiante ejemplar. Como en las series juveniles del canal NHK. —Gotanda dio otro sorbo al whisky y meneó la cabeza—. En la universidad, las cosas cambiaron un poco. Era la época del movimiento estudiantil, y entré en el Zenkyt[9], donde, cómo no, destaqué como líder. Participé en las barricadas, viví con una mujer, fumé marihuana, escuché a Deep Purple. En esa época, todos lo hacíamos. Cuando los antidisturbios entraron en la universidad, pasé un tiempo en el calabozo. Luego me quedé sin nada que hacer y, a propuesta de la mujer con la que vivía, probé suerte en el teatro. Empecé por diversión, pero pronto me interesó de verdad. Aunque era un simple aficionado, me ofrecieron buenos papeles. Me di cuenta de que valía para eso: en mí, la interpretación era algo natural. Al cabo de dos años gozaba ya de cierta fama. Fue la locura: bebía mucho, me acostaba con una mujer tras otra… Pero ¿quién no lo hacía en esa época? Un día me vio alguien de una productora y me propuso trabajar en una película. Me interesó y acepté. El papel, un vulnerable estudiante de instituto, no estaba mal. Enseguida me ofrecieron otro, y también me llamaron de la televisión. El resto ya te lo imaginas. Estaba tan liado que tuve que dejar la compañía teatral; no iba a pasarme la vida haciendo teatro independiente. Yo aspiraba a un mundo más amplio. Y acabé especializándome en papeles de médico y profesor. Salí en dos anuncios: uno de un medicamento para el estómago y otro de café soluble… Ya ves tú: ¡qué mundo más amplio!, ¿eh? —Gotanda lanzó un suspiro. Lo hizo con mucho encanto, como habría dicho cualquier chica, pero no dejaba de ser un suspiro—. ¿Te parece una vida ejemplar?

—Hay mucha gente que no llega tan alto —repliqué.

—Sí, reconozco que he tenido suerte. Pero, en el fondo, pienso que nunca he elegido nada por mí mismo, que todo me ha venido dado, que simplemente he interpretado los papeles que me han caído en las manos. Cuando de noche me despierto y pienso en eso, me entra pánico. ¿Quién soy yo? ¿Cómo soy, en esencia? ¿Quién lleva las riendas de mi vida?

Fui incapaz de decir nada. Me dio la impresión de que sería en vano.

—Quizá estoy hablando demasiado de mí mismo.

—No. Puedes hablar todo lo que quieras. No pienso ir contándolo por ahí.

—Eso no me preocupa —siguió Gotanda mirándome a los ojos—. En ningún momento me ha preocupado. He confiado en ti desde el principio. No sé por qué, pero contigo siento que puedo hablar libremente, y no es algo que me ocurra a menudo. Es más, no lo hago con casi nadie. Con mi ex sí que hablaba, con total franqueza. Nos comprendíamos el uno al otro, nos amábamos. Hasta que la gente a nuestro alrededor se metió por medio y lo lió todo. Si nos hubieran dejado a nuestro aire, todavía estaríamos juntos. Por otra parte, ella era una persona muy insegura, criada en una familia muy estricta de la que dependía demasiado. Y yo… Vaya, ya estoy yéndome otra vez por las ramas. En fin, quería decirte que siento que puedo hablar contigo en confianza. Pero creo que estoy dándote la tabarra con toda esta historia.

Le respondí que no.

Después me habló de cuando íbamos al laboratorio. Me contó que allí siempre se ponía muy nervioso. Por un lado, se esforzaba por que el experimento saliera bien. Por otro, tenía que explicárselo todo a las chicas que no lo entendían a la primera. Y a mí me envidiaba porque, entretanto, yo podía trabajar a mi ritmo.

Sin embargo, no me acordaba ni remotamente de lo que yo hacía en la hora del laboratorio. Así que no comprendía por qué me tenía envidia. Sólo recordaba que él lo hacía todo con mucha maña. Y que encendía el mechero Bunsen o manejaba el microscopio con gran elegancia. Todas las chicas seguían sus movimientos como si fueran a presenciar un milagro. Si yo podía despreocuparme era, simplemente, porque él se encargaba de todo lo difícil.

Pero no le conté nada de eso. Sólo lo escuché en silencio.

Poco después se acercó a nuestra mesa un hombre elegante, de unos cuarenta años escasos, seguramente un conocido suyo, que, dándole un golpecito en el hombro, le dijo: «¡Mira a quién tenemos por aquí!». En el brazo llevaba un formidable Rolex, tan resplandeciente que sin querer aparté la vista. Me miró de reojo durante una décima de segundo y luego se olvidó de mí. Lo hizo como quien mira el felpudo a la entrada de una casa, y en esa décima de segundo advirtió que, pese a mi corbata Armani, yo no era un tipo famoso. Charlaron durante un rato. «¿Cómo te va?», «Muy ocupado, la verdad», «A ver si vamos a jugar al golf un día de éstos»… Luego, el hombre del Rolex le dio a Gotanda otro golpecito en el hombro y se despidió con un «¡Venga, hasta pronto!».

Al marcharse el hombre, Gotanda frunció unos milímetros el ceño y, levantando dos dedos, llamó al camarero para que le trajese la cuenta. Cuando le llevaron la nota, él firmó con bolígrafo sin mirarla siquiera.

—No te preocupes, corre a cuenta de la agencia —me dijo—. Esto no es dinero. Sólo son gastos de representación.

Le di las gracias por haberme invitado.

—No es una invitación. Son gastos de representación —insistió.