11

Hablamos sentados a una vieja mesita, el uno frente al otro. Sobre el tablero redondo tan sólo había una vela, colocada, a su vez, sobre un tosco plato sin barnizar. Ése era todo el mobiliario de la habitación. Como no había asientos, utilizamos los rimeros de libros que se amontonaban en el suelo a modo de silla.

Aquélla era la habitación del hombre carnero. Angosta y alargada. Las paredes y el techo se parecían a los de las habitaciones del antiguo Hotel Delfín, pero, si uno se fijaba bien, también daba la impresión de que no tenían nada que ver. Al fondo había una ventana cegada por dentro con tablones. Debían de haber pasado muchos años desde que la cegaron, ya que las rendijas entre los tablones acumulaban polvo gris y las cabezas de los clavos estaban oxidadas. No había nada más. Era una habitación semejante a una caja rectangular. No había bombillas. Ni armarios. Ni baño. Ni cama. Seguramente dormía en el suelo, con el disfraz de carnero puesto. Pero apenas había suficiente espacio para que pasara una persona: en el suelo se hacinaban viejos libros, periódicos y álbumes de recortes. Todos amarilleaban; la polilla había roído algunos volúmenes, y otros ya estaban hechos trizas. De un vistazo comprobé que todos trataban de la historia del ganado lanar en Hokkaid. Quizá habían juntado allí lo que había en el Hotel Delfín. En el viejo Hotel Delfín contaban con una especie de sala de documentación sobre ovejas y carneros, de la que se ocupaba el padre del dueño. ¿Adónde se habrían ido padre e hijo?

El hombre carnero me miró fijamente al rostro a través de la llama trémula de la vela. Tras él, en la pared manchada, se agitaba su sombra desproporcionadamente agrandada.

—¡Cuánto tiempo! —me dijo mirándome desde detrás de su máscara—. Pero no has cambiado. Quizá te veo un poco más delgado…

—Es verdad. Puede que haya adelgazado un poco —dije.

—¿Y qué? ¿Cómo está el mundo ahí fuera? ¿No hay ninguna novedad? Aquí no me entero de lo que ocurre allá —me dijo.

Yo crucé las piernas e hice un gesto negativo con la cabeza.

—Todo está como siempre. No ha ocurrido nada especial. Quizá las cosas se han ido complicando. Y el ritmo al que avanzan se acelera. Por lo demás, todo sigue como siempre. No, realmente no hay nada nuevo.

El hombre carnero asintió.

—Entonces todavía no ha estallado la siguiente guerra, ¿no?

No sabía qué guerra tenía en mente el hombre carnero, pero sacudí la cabeza.

—Todavía no —contesté—. Aún no ha estallado.

—Pues lo hará un día de éstos —dijo él con voz monótona, sin inflexiones, mientras frotaba las manos, que llevaba enfundadas en guantes—. Ten cuidado. Te recomiendo que lo tengas si no quieres morir. La habrá, con toda certeza. Siempre las hay. No puede dejar de haberlas. Aunque parezca que no, la habrá, sin duda alguna. A los seres humanos, ¿sabes?, en el fondo les gusta matarse. Se matan entre sí hasta que se hartan. Cuando se cansan, paran durante un tiempo. Luego vuelven a empezar. Está establecido. No se puede confiar en la gente, no hacen nada bueno, te matan, se matan entre sí, y nada va a cambiar. Y no hay solución. Si no te gusta, no te queda más remedio que huir a otro mundo.

La zalea de carnero con que se cubría parecía ligeramente más sucia que la última vez. La lana estaba hirsuta y mugrienta. La máscara negra que le ocultaba el rostro también parecía más ajada de lo que yo recordaba. Era como un burdo disfraz improvisado. Tal vez se debiese a aquella habitación húmeda como un sótano y a la luz macilenta. Y a que la memoria es siempre imprecisa y uno la manipula a su conveniencia. Pero el cambio no sólo afectaba a la indumentaria; el propio hombre carnero parecía extenuado. Me dio la sensación de que, en los últimos cuatro años, había envejecido y se había achicado. Su respiración resultaba insólitamente áspera al oído. Un rugido desagradable, como el ruido de una cañería atascada.

—Pensaba que vendrías antes —me dijo el hombre carnero mirándome a la cara—. Por eso servidor lleva tanto tiempo esperándote. El otro día vino alguien. Pensé que eras tú. Pero no. Debía de ser alguien que se perdió. Es extraño, porque no es tan fácil llegar hasta aquí. En todo caso, pensé que vendrías antes.

Me encogí de hombros.

—Siempre supe que acabaría volviendo. Sabía que debía venir, sólo que me costó tomar la decisión. Soñé mucho con el Hotel Delfín. Sin embargo, tardé en decidirme.

—¿No será que intentabas olvidarlo?

—Hasta cierto momento, sí —respondí con sinceridad. Entonces me miré las manos, iluminadas por la luz titilante de la vela—. Al principio pensé que debía tratar de olvidar todo lo que pudiera. Quería vivir ajeno a todo esto.

—¿Tal vez a raíz de la muerte de tu amigo?

—Sí. Fue por la muerte de mi amigo.

—Pero al final has vuelto —dijo el hombre carnero.

—Es cierto, al final he vuelto —dije yo—. No fui capaz de olvidar este sitio. Cada vez que empezaba a olvidar, algo me lo recordaba. Tal vez éste sea un lugar especial para mí. Me guste o no, siento que formo parte de él. Ignoro qué puede significar eso, pero lo percibo con toda claridad. Sobre todo cuando soñaba. Aquí alguien lloraba por mí y me buscaba. Por eso decidí acudir. Dime, ¿dónde diablos estamos?

El hombre carnero siguió escrutándome el rostro durante un rato. Luego meneó la cabeza.

—Ni siquiera un servidor lo sabe todo. Esto es muy vasto y oscuro, pero ignoro hasta qué punto. Servidor sólo conoce esta habitación. Del resto no sé nada. Así que no puedo darte mucha más información. Pero si estás aquí es porque había llegado el momento de que vinieras. O eso creo yo. Así que no le des más vueltas. Puede que alguien llore por ti, y que te llame a través de este lugar. Puede que alguien esté buscándote. Si lo sientes, significa que es así. En cualquier caso, es lógico que hayas regresado, muy natural. Como las aves que vuelven a su nido. Te lo diré con otras palabras: si no quisieras venir, este lugar no existiría. —El hombre carnero volvió a frotarse las manos. Su sombra temblaba sobre la pared siguiendo sus movimientos. Parecía un fantasma negro a punto de abalanzarse sobre él. Como en las viejas películas de dibujos animados.

«Como las aves que vuelven a su nido», me repetí. Y me di cuenta de que era cierto. Tal vez mi vida entera había seguido su curso sólo para llegar hasta aquí.

—Vamos, habla —dijo el hombre carnero—. Háblame de ti. Éste es tu mundo. No tengas reparos y háblame con calma de lo que quieras. Estoy seguro de que hay algo que me quieres contar.

En medio de la luz mortecina, mientras contemplaba la sombra proyectada sobre la pared, le hablé de la situación en la que me encontraba. Abrí mi corazón, como hacía tiempo que no lo abría, y le hablé con franqueza sobre mí mismo. Lo hice tomándome todo el tiempo del mundo, con la lentitud de un pedazo de hielo que va derritiéndose. Le conté que más o menos preservaba mi modo de vida. Pero que no conseguía ir a ninguna parte. Envejecía sin llegar a nada. Le conté que no era capaz de amar de verdad a nadie. Que había perdido esa sacudida en el corazón. Que ya no sabía lo que era importante. Pero que me involucraba a fondo en cosas nimias, y que eso no servía de nada. Que tenía la sensación de que mi cuerpo se anquilosaba. Que todo se iba agarrotando, del hueso a los tejidos. Y eso me daba miedo. Y que me costaba conectarme a este lugar, este lugar del que yo sentía que formaba parte. No sabía dónde me encontraba, pero el instinto me decía que sí, que formaba parte de él.

El hombre carnero me prestaba atención sin decir una palabra. Se me pasó por la mente que quizá estuviera dormido. Cuando acabé de hablar, sin embargo, sus ojos se abrieron.

—Tranquilo, no te preocupes. Es cierto que formas parte del Hotel Delfín —dijo el hombre carnero con suavidad—. Siempre has formado parte y así será en el futuro. Aquí todo comienza y todo termina. Éste es tu sitio. Eso no cambiará. Estás conectado a él. Es el nudo. Lo une todo.

—¿Todo?

—Todo. Lo que uno ha perdido. Lo que uno todavía no ha perdido. Este lugar lo une todo.

Reflexioné un instante sobre lo que el hombre carnero acababa de decir. No entendía nada. Era muy vago, se me escapaba. Le pedí que se explicara. Pero no me contestó. Se quedó en silencio. Se trataba de algo que no tenía más explicación. Agitó la cabeza en silencio y, al hacerlo, las orejas postizas se le sacudieron. Detrás de él, la sombra tembló con tanto ímpetu que pensé que la pared iba a derrumbarse.

—Eso es todo lo que puedo decirte. Cuando llegue el momento, lo entenderás —me dijo.

—Hay otra cosa que quisiera saber —le comenté—. ¿Por qué el dueño del viejo Hotel Delfín quiso que le pusieran el mismo nombre al nuevo hotel?

—Lo hizo por ti —me contestó el hombre carnero—. Dejó el mismo nombre para que pudieras volver cuando quisieras. Porque si lo hubieran cambiado, no habrías sabido adónde ir, ¿verdad? El Hotel Delfín sigue aquí, en su sitio. Cambie el edificio o cambie lo que sea. Permanece al margen de todo. Aquí está, esperándote. Por eso quiso conservar el nombre.

Me reí.

—¿Por mí? ¿Me estás diciendo que este hotelazo se llama «Dolphin Hotel» sólo por mí?

—Eso es. ¿Te parece raro?

Moví la cabeza hacia los lados.

—No, raro no. Pero me sorprende un poco. Es desmesurado. Como si no fuera una historia real.

—Es real —me aseguró el hombre carnero con calma—. El hotel existe realmente. El letrero de «Dolphin Hotel» existe, ¿no es cierto? ¿Acaso no es real? —dijo golpeteando la mesa con los dedos, con lo que la llama de la vela tembló—. Servidor también está aquí, y te esperaba. Todo está conectado. Está pensado para que puedas regresar. Para que todo se conecte como es debido.

Me quedé mirando un rato la llama trémula de la vela. Todavía no podía creérmelo.

—Dime, ¿por qué molestarse en hacer todo esto por mí, sólo por mí?

—Porque éste es tu mundo —contestó el hombre carnero como si fuera lo más natural—. No le des más vueltas. Si buscas este lugar, aquí está. La cuestión, ¿sabes?, es que este lugar está hecho para ti. Debes comprenderlo. Es algo especial. Y nosotros nos hemos esforzado para que volvieras sin problemas. Para que no se desmoronara. Para que no lo perdieras de vista. Eso es todo.

—¿De veras formo parte de esto?

—¡Claro que sí! Tú también formas parte. Servidor también forma parte. Todos formamos parte. Y éste es tu mundo —dijo el hombre carnero, y levantó el dedo. Un dedo gigantesco se perfiló sobre la pared.

—¿Qué es lo que haces aquí? ¿Y quién eres?

—Servidor es el hombre carnero —contestó con voz ronca, y se rió—, ya lo ves. Me cubro con una piel de carnero y vivo apartado de la gente. Me perseguían y decidí penetrar en el bosque. Aunque de eso hace ya mucho tiempo. Tanto que apenas lo recuerdo. Servidor también ha olvidado qué era antes. El caso es que desde entonces he pasado inadvertido entre la gente. Y, con el tiempo, el pasar inadvertido se vuelve algo natural. Un buen día, no recuerdo cuándo, dejé el bosque para venir a vivir aquí. Me permitieron quedarme y lo que hago es vigilar. Servidor también necesita un lugar donde refugiarse de las inclemencias del tiempo. Hasta las alimañas del bosque tienen su guarida, ¿no?

—Por supuesto —asentí.

—Mi función aquí es conectar distintas cosas. Para que lo entiendas, soy como un cuadro de distribución. Este lugar es el nudo, y yo soy quien lo ata todo para que no se disperse. Lo conecto todo. Ésa es mi misión. Tú buscas algo, yo conecto y tú lo encuentras. ¿Entiendes?

—Más o menos —respondí.

—Bien —dijo el hombre carnero—. Ahora tú me necesitas, porque te sientes confuso. No sabes qué quieres. Te sientes perdido. Deseas ir a algún lado, pero no sabes adónde. Varios nudos se han deshecho. Has perdido cosas, pero no has encontrado nada que las reemplace. Por eso te sientes desorientado. Tienes la impresión de que no estás atado a nada. Y en realidad no lo estás. Éste es el único lugar al que estás unido.

Reflexioné sobre ello.

—Quizá sea así. He perdido cosas y estoy perdido. Me siento confuso. No estoy atado a nada. Sólo tengo la impresión de que formo parte de este lugar. —Enmudecí y me miré las manos, iluminadas por la luz de la vela—. Pero siento algo. Algo intenta conectarse conmigo. Por eso en el sueño alguien me buscaba y lloraba por mí. Estoy convencido de que yo también trato de atarme a algo. Tengo esa impresión. ¿Sabes? Me gustaría intentarlo una vez más. Y para eso necesito tu ayuda.

El hombre carnero se quedó callado. Parecía no tener nada más que decir. El silencio se volvió plúmbeo, como si hallara en el fondo de un agujero muy hondo. La gravedad del silencio pesaba sobre mis hombros. También oprimía mis pensamientos, que, bajo esa húmeda gravedad, parecían peces abisales de aspecto inquietante. De vez en cuando, la llama de la vela temblaba con un débil crepitar. El hombre carnero contemplaba la llama. El silencio se prolongó. Al cabo de un rato, el hombre carnero irguió lentamente la cabeza y me miró.

—Haré lo posible para que logres atarte a algo —dijo—. Ignoro si funcionará. Servidor también tiene una edad. No creo que disponga del mismo poder de antes. Ni siquiera sé hasta qué punto podré ayudarte. Haré lo que esté en mis manos. Pero es posible que, aunque funcione, no llegues a ser feliz. En ese sentido, no te garantizo nada. Puede que en el otro mundo ya no haya lugar para ti. No te prometo nada. No obstante, como dijiste antes, da la impresión de que te has endurecido. Y lo que se endurece nunca vuelve a ser como antes. Ya no eres tan joven.

—¿Y qué hago yo?

—Tú has perdido muchas cosas, cientos de cosas valiosas. No se trata de buscar culpables. El problema es que, cada vez que has perdido algo, has abandonado cosas que se hallaban prendidas a ese algo. Eran como una especie de señal. No debiste hacerlo. Abandonaste incluso cosas que te convenía conservar. Al hacerlo te has ido desgastando. ¿Por qué? ¿Por qué crees que lo hiciste?

—No lo sé.

—Quizá era inevitable. Cosas del destino, o algo así. No sé cómo expresarlo…

—¿Propensiones? —apunté.

—Eso es. Propensiones. Un servidor cree que, aunque volvieras a empezar, al final acabarías haciendo lo mismo. Es una propensión. Y rebasado cierto punto, ya no hay marcha atrás. Es demasiado tarde. En eso no puedo ayudarte. Lo único que servidor puede hacer es vigilar este lugar y conectar cosas. Nada más.

—¿Y qué hago yo? —insistí.

—Te he dicho ya antes que haré lo que pueda. Me cuidaré de que no haya ningún problema con tu conexión —dijo el hombre carnero—. Pero con eso no basta. Tú también tienes que hacer todo lo que puedas. Quedarse sentado pensando no conduce a ninguna parte. ¿Te das cuenta?

—Sí —contesté—. Entonces, ¿qué diablos hago?

—Baila —dijo el hombre carnero—. No dejes de bailar mientras suena la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar. No pienses por qué lo haces. No le des vueltas ni le busques significados. En realidad, no significa nada. Si te pones a pensar, las piernas se detienen. Y si eso sucediera, servidor no podría hacer nada para ayudarte. Tu conexión desaparecería. Para siempre. Entonces ya sólo podrías vivir en este mundo. Te verías arrastrado desde aquel mundo hasta este mundo. Así que no permitas que tus piernas se detengan. Por muy ridículo que te parezca, no dejes de bailar. Lograrás que lo que ya está endurecido empiece a distenderse. Todavía deberías estar a tiempo. Utiliza todos tus recursos. Echa el resto. No tienes nada que temer. Estás cansado, lo sé. Cansado y asustado. A todos nos sucede. A veces sentimos que todo es un gran error. Y entonces las piernas se detienen.

Alcé la mirada y observé la sombra proyectada en la pared.

—Pero no queda más remedio que bailar —prosiguió el hombre carnero—. Y hacerlo lo mejor que puedas. Deslumbrando a todos. Si lo haces así, quizá pueda ayudarte. Así que baila, baila mientras no cese la música.

Bailamientrasnoceselamúsica.

Mis pensamientos volvían a reverberar.

—Dime, ¿a qué te refieres con «este mundo»? Has dicho que si me paro, me veré arrastrado de «aquel mundo» hasta «este mundo». Pero ¿este mundo no era para mí? ¿No existía para mí? En ese caso, ¿por qué no puedo entrar en mi mundo? ¿No decías que este lugar es real?

El hombre carnero meneó la cabeza. La sombra volvió a agitarse.

—Ésta es una realidad diferente de aquélla. Tú todavía no puedes vivir en este mundo. Es demasiado vasto y oscuro. No es fácil explicarlo con palabras. Además, como te he dicho hace un instante, servidor tampoco lo sabe todo. Por supuesto, este lugar es real. Ahora mismo estamos los dos aquí, hablando, de verdad. Pero hay muchas realidades. Yo elegí ésta. Lo hice porque aquí no hay guerras. Además, servidor ya no tenía nada que perder. Pero tu caso es diferente. Tú todavía tienes un rescoldo de vida. Por lo tanto, este lugar es demasiado frío para ti. Y es que aquí no hay ni para comer. No debes volver a este lugar.

Cuando el hombre carnero dijo eso, me di cuenta de que la temperatura en la habitación era muy baja. Me metí las manos en los bolsillos con un escalofrío.

—¿Tienes frío? —me preguntó el hombre carnero.

Yo asentí con la cabeza.

—No nos queda mucho tiempo —me dijo—. Cuanto más corra el tiempo, más frío hará. Creo que es mejor que te vayas.

—Espera, aún me queda una pregunta por hacerte. Me he dado cuenta hace un momento. Tengo la impresión de que toda mi vida te he estado buscando y de que he visto tu sombra en diferentes lugares. Me parece que estabas allí, bajo distintas formas. Tu presencia era muy vaga. Quizá no fuese más que una pequeña parte de ti. Pero ahora que lo pienso, me parece que eras tú, decididamente.

El hombre carnero dibujó una forma imprecisa con los dedos de las manos.

—No te equivocas. Estás en lo cierto. Un servidor siempre estaba allí. En forma de sombra, en forma de fragmento.

—Pues no lo entiendo —dije yo—. Ahora mismo te tengo delante, te veo con toda claridad. Puedo ver lo que antes no veía. ¿Por qué?

—Porque has perdido muchas cosas —dijo con voz calma—. Y no tienes adónde ir. Por eso me ves.

No entendí bien qué quería decir.

—¿No será éste el mundo de los muertos? —le pregunté sin ambages.

—No —dijo el hombre carnero, y exhaló aire sacudiendo con fuerza los hombros—. Éste no es el mundo de los muertos. Tanto tú como un servidor estamos vivos. Los dos respiramos, hablamos. Es real.

—No logro entenderlo.

—Baila —dijo él—. No existe otra manera. Me gustaría poder explicártelo mejor, pero me es imposible. Esto es todo lo que un servidor te puede enseñar. Baila. Baila lo mejor que puedas, sin pensar en nada. Tienes que bailar.

La temperatura descendió bruscamente. Mientras temblaba, pensé que aquel frío me resultaba familiar. En algún lugar había experimentado aquella humedad gélida que calaba los huesos. En un pasado muy lejano, en un lugar muy distante. Pero no recordaba dónde. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero mi mente estaba paralizada. Paralizada y rígida.

Paralizadayrígida.

—Será mejor que te marches —me dijo el hombre carnero—. Si te quedas, te congelarás. Podemos volver a vernos más adelante. Si es lo que deseas, servidor estará aquí. Ya sabes dónde encontrarme.

Arrastrando los pies, produciendo un ras, ras, ras…, me acompañó hasta la esquina del pasillo. Luego me dijo adiós. Ni me dio la mano ni se despidió con ceremonia. Simplemente dijo adiós. Y nos separamos en medio de la oscuridad. Él regresó a su habitación larga y estrecha, y yo me dirigí hacia el ascensor. Al pulsar el botón, la cabina subió lentamente. Las puertas se abrieron sin hacer ruido y una luz clara y apacible alumbró el pasillo y envolvió mi cuerpo. Nada más entrar, apoyé la espalda contra la pared del ascensor y me quedé quieto. Tampoco me moví cuando la puerta se cerró de forma automática.

Bueno, pensé. Pero tras el «bueno» no vino nada. Mi mente estaba en blanco. Todo era un gran vacío interminable. Estaba cansado y asustado, como había dicho el hombre carnero. Y solo. Como un niño perdido en el bosque.

Baila, me había dicho el hombre carnero.

Baila, reverberó mi pensamiento.

—Baila —repetí yo en voz alta.

Entonces pulsé el botón de la planta decimoquinta.

Al llegar, Moon River de Henry Mancini me dio la bienvenida a través de los altavoces integrados en el techo. Estaba en el mundo real…, un mundo en el que probablemente nunca sería feliz, en el que probablemente nunca llegaría a ninguna parte.

Miré el reloj por inercia. Eran las tres y veinte de la madrugada.

Bueno, me dije.

Buenobuenobuenobuenobuenobuenobuenobueno…, respondió el eco de mi pensamiento. Yo lancé un suspiro.