19
Subimos al Mercedes y nos fuimos a tomar una copa a un bar situado en una callejuela del área de Azabu. Sentados en un extremo de la barra, acabamos bebiendo unos cuantos cócteles. Gotanda parecía aguantar bien el alcohol. Yo no le notaba borracho, y tampoco detecté ningún cambio en su voz o en su expresión. Mientras bebía, me habló de un montón de cosas. De la fatuidad de los canales de televisión, de los estúpidos directores de cadena, de famosillos tan vulgares que daban ganas de vomitar, de los críticos de pacotilla que participaban en las tertulias televisivas. Lo contaba con mucha gracias, y salpicado de observaciones mordaces.
Después me pidió que le hablase un poco más de mí. De modo que procedí a resumirle mi vida. Le hablé de la agencia que, tras licenciarme en la universidad, había abierto con un amigo, con el que me había dedicado a la publicidad y la edición. Luego, le comenté que me había casado, después divorciado, y que, aunque profesionalmente me iba bien, debido a ciertas circunstancias dejé el trabajo y me hice redactor freelance. No ganaba mucho dinero, pero, total, tampoco tenía tiempo para gastarlo… Vista en retrospectiva, había sido una vida bastante tranquila. No parecía mi vida.
Entretanto, el bar fue llenándose de gente y apenas se podía hablar. Algunos de los clientes, además, no paraban de mirar a Gotanda. «Vamos a mi casa», dijo él levantándose. «Está aquí al lado y tengo el bar bien provisto.»
Su edificio quedaba a dos o tres manzanas del bar. Despidió al chófer para el resto de la noche y entramos. El edificio, impresionante, tenía dos ascensores; para acceder a uno de ellos se necesitaba una llave especial.
—Lo compró la agencia cuando me divorcié —me explicó—. Un actor famoso como yo, expulsado de casa por su mujer y sin un céntimo, no podía meterse en un cuchitril, ¿no te parece? Eso habría acabado con mi reputación. Por supuesto, yo pago el alquiler. De cara a los impuestos, la agencia me cede el apartamento, el alquiler consta como gastos de representación y asunto arreglado.
Su apartamento estaba en la última planta. Tenía una espaciosa sala de estar, dos dormitorios y un cuarto de baño, además de un balcón con vistas a la Torre de Tokio. Estaba amueblado con bastante buen gusto. Era sencillo, pero se veía que había costado un dineral. El parqué de la sala de estar estaba cubierto de alfombras persas de elegantes dibujos. Los amplios sofás no eran ni demasiado duros ni demasiado blandos. Había grandes macetas con plantas ornamentales estratégicamente situadas. Las lámparas, de estilo italiano, eran muy modernas. Por toda decoración, una hilera de platos que parecían de la dinastía Ming en un aparador y alguna GQ y revistas de arquitectura sobre la mesa del café. En el piso no se veía ni una mota de polvo. Una asistenta debía de hacer la limpieza todos los días.
—¡Vaya apartamento! —dije yo.
—¿A que parece de película?
Le di la razón y volví a echar un vistazo a mi alrededor.
—Es lo que pasa cuando contratas a un interiorista. Te lo deja como un plató. Ha quedado muy fotogénico. De vez en cuando golpeo la pared para comprobar que no es de cartón piedra. Le falta vida, por decirlo así. Es todo fachada.
—Pues ponle vida tú.
—El problema es que apenas lo piso —dijo en tono inexpresivo.
Gotanda puso un elepé en el tocadiscos Bang & Olufsen y bajó la aguja. Los altavoces eran unos viejos JBL P88, espléndidos, fruto de una época en la que los altavoces todavía emitían un sonido decente, antes de que esos enervantes monitores de estudio se extendieran por todo el mundo. El disco era un viejo elepé de Bob Cooper.
—¿Qué te apetece? —me preguntó.
—Lo mismo que tomes tú.
Fue a la cocina y volvió con una bandeja con una botella de vodka y tónicas, además de una cubitera con hielo y tres limones partidos por la mitad. Mientras escuchábamos aquel jazz limpio y fresco de la Costa Oeste, nos bebimos unos vodka tonic con un chorrito de limón exprimido. Me di cuenta de que, efectivamente, al apartamento le faltaba vida. No sabría decir por qué. Era un lugar aséptico, pero a mí me parecía confortable. Me relajé y disfruté de la copa instalado en el cómodo sofá.
—Pues de todas las posibilidades, así es como he acabado —dijo Gotanda alzando la copa y mirando a través de ella la lámpara del techo—. Podría haberme hecho médico. En la universidad estudié magisterio. Pero las cosas han ido así. Es curioso. Tenía toda la baraja delante de mí. Podía escoger la carta que mejor me pareciera. Creía que con cualquiera me iría bien, y confiaba en mis posibilidades. Tanto que, al final, no elegí ninguna.
—Yo ni siquiera he visto una sola carta —le dije con franqueza.
Él me miró con los ojos entornados y luego sonrió. Debió de pensar que era una broma. Se sirvió otra copa, le exprimió limón y lanzó la cáscara a una papelera.
—Hasta mi matrimonio fue cosa del azar. Mi mujer y yo coincidimos en el rodaje de una película y trabamos amistad. Cuando filmábamos en exteriores, nos íbamos de copas o alquilábamos un coche para salir de paseo. Al acabar el rodaje, quedamos varias veces. Todos pensaban que éramos la pareja ideal y que deberíamos casarnos. Al final, siguiendo la corriente, nos casamos. No sé si te das cuenta, pero la verdad es que el mundo del cine es diminuto. Casi como vivir en una casucha al fondo de un callejón. No sólo ves la ropa sucia del vecino, sino que también, una vez que empieza a correr un rumor, es imparable. Con todo, yo la quería de verdad. Ella es una de las cosas más decentes con que me he topado en esta vida. Me di cuenta después de casarme. E intenté hacerla mía de verdad. Pero no sirvió de nada. Cuando trato seriamente de elegir algo, se me escapa de las manos. Si me viene dado, me sale a las mil maravillas. Pero cuando es algo que deseo, se me escurre entre los dedos.
Me quedé callado. No sabía qué decir.
—No veo sólo los aspectos malos —aclaró—. Todavía la amo. A veces pienso en lo maravilloso que sería si yo dejara de ser actor y ella de ser actriz y pudiéramos vivir juntos en paz. No necesitaría un apartamento moderno ni un Maserati. No necesitaría nada. Me conformaría con un trabajo digno y un pequeño hogar. Hijos. Ir con los amigos al salir del trabajo, beber una copa y quejarme. Y, al volver a casa, tenerla a ella. Con el sueldo me compraría un Civic o un Subaru. Cuanto más lo pienso, más claro tengo que ésa es la vida que deseo. Me bastaría con tenerla a ella. Pero es inútil. Ella desea otra cosa. Toda su familia ha depositado sus esperanzas en ella. La madre está volcada en organizar la vida de su hija artista, y el padre sólo vive para el dinero. El hermano mayor se dedica a la administración de empresas; el hermano menor está siempre metiéndose en problemas, lo cual les sale caro, y la hermana ha empezado a hacer carrera como cantante. La criaron para convertirla en una actriz, y ahora es una esclava de la imagen que fabricaron para ella. Nada que ver conmigo o contigo. No comprende el mundo real. Sin embargo, es toda corazón. Un alma pura. Pero no funcionó. No tiene remedio. ¿Sabes qué? El mes pasado me acosté con ella.
—¿Con tu ex mujer?
—Sí. ¿Te parece raro?
—Digamos que no me parece algo corriente —le dije.
—Se presentó aquí, no sé por qué. Me llamó y me preguntó si podía venir. Por supuesto que sí, le dije. El caso es que empezamos a beber y a charlar, como en los viejos tiempos, y acabamos acostándonos. ¡Fue genial! Me confesó que todavía me quiere. Yo le dije lo maravilloso que sería reconciliarnos. Ella no dijo nada, sólo sonrió. Le hablé de mis planes de formar un hogar normal y corriente, en fin, lo que te acabo de contar. Ella seguía escuchándome sin dejar de sonreír. Pero en realidad no me prestaba atención. Era como hablar con una pared. Sencillamente, se sentía sola y quería que alguien le hiciera el amor. Y ese día me tocó a mí. Suena terrible, pero es así. Ella no es como tú o como yo. Para ella la soledad es algo de lo que cualquiera puede librarla. Basta con que alguien lo haga y punto, no va más allá. Yo, en cambio, soy diferente.
El disco se terminó y se hizo el silencio. Gotanda levantó la aguja y se quedó pensativo.
—Oye, ¿y si llamo a un par de chicas? —propuso.
—Por mí bien. Haz lo que quieras —le dije.
—¿Te has acostado alguna vez con una de esas chicas? —me preguntó.
Le contesté que no.
—¿Por qué?
—Nunca se me ha pasado por la cabeza —le respondí con sinceridad.
Gotanda se encogió de hombros.
—Pues te recomiendo que esta noche me acompañes —me dijo—. Voy a llamar a la chica que solía venir con Kiki. Puede que ella sepa algo.
—Lo dejo en tus manos —le dije—. Pero no me digas que puedes cargarlo a los gastos de representación, ¿eh?
Se rió y echó más hielo en la copa.
—Quizá no te lo creas, pero sí puedo. Es todo un montaje. El club es una especie de empresa de ocio, gracias a lo cual pueden emitir facturas limpias y relucientes. Y por arte de magia, el sexo se convierte en «gastos de representación y regalos de empresa» fiscalmente deducibles. ¡Alucinante!
—Capitalismo altamente desarrollado —dije yo.
Mientras esperábamos a que llegasen las chicas, me acordé de pronto de las preciosas orejas de Kiki y le pregunté a Gotanda si alguna vez se había fijado en ellas.
—¿En sus orejas? No, nunca. Y si lo hice, no me acuerdo. ¿Qué les pasa a sus orejas?
—Oh, nada —contesté.
Llegaron poco después de las doce. Una era la que había acudido tiempo atrás con Kiki y a la que Gotanda había descrito como «soberbia». Tenía razón. Era una de esas chicas de las que, aunque no te hayan dirigido jamás la palabra, te acordarás el resto de tu vida. No pecaba de llamativa. Al contrario, era muy refinada. Bajo la gabardina llevaba un jersey de cachemira verde y una discreta falda de lana. Por toda joya, unos sencillos pendientes. Parecía una universitaria de exquisitos modales.
La otra chica llevaba gafas y un vestido de tonos apagados. Yo no sabía que existieran prostitutas con gafas. Pero resulta que sí que las había. Sin ser tan espectacular como su compañera, era muy atractiva. Tenía los brazos y las piernas largos y bronceados, como si la semana anterior hubiera estado en una playa de Guam. Llevaba el pelo corto y sujeto con pasadores. En el brazo lucía una pulsera de plata. De gestos vivos, tenía la piel tersa y era esbelta como una bestia carnívora.
Al verlas recordé mi época del instituto. Y es que, en cada clase, solía haber al menos dos chicas como ellas: la guapa y distinguida, y la atlética y atractiva con un toque pícaro. Aquello parecía ahora una reunión de antiguos alumnos, cuando, tras romper el hielo, se van a beber juntos; una asociación de ideas, si se quiere, estúpida, pero esa impresión me dio. También comprendí lo que quería decir Gotanda con relajarse. Y debía de haberse acostado con las dos en otras ocasiones, porque ambas lo saludaron con desenfado. Gotanda me presentó como un antiguo compañero del colegio que se dedicaba a escribir. «Encantadas», me saludaron ellas con una sonrisa que venía a decir: «Tranquilo, aquí estamos entre amigos». Una sonrisa que no se ve a menudo. «Encantado», les contesté.
Sentados en el suelo o tirados en los sofás, bebimos brandy con soda y escuchamos elepés de Joe Jackson, Chic y The Alan Parsons Project mientras charlábamos muy distendidos. Nosotros estábamos disfrutando y ellas también. Gotanda, en broma, interpretó su papel de dentista con la chica de gafas. Lo hacía genial. Parecía más profesional que un dentista de verdad.
Después, sentado al lado de la chica de gafas, le cuchicheó cosas al oído mientras ella soltaba risitas entrecortadas. Entretanto, la Soberbia se apoyó suavemente en mi hombro y me tomó de la mano. Olía maravillosamente. Tan bien olía que se me oprimía el pecho y me costaba respirar. Clavado a una reunión de antiguos alumnos, pensé. «En aquella época no me atreví a decírtelo, pero en realidad me gustabas.» «¿Por qué no me invitaste a salir?» Le rodeé los hombros con mi brazo. Ella cerró los ojos dulcemente y con la punta de la nariz rebuscó debajo de mi oreja. Luego me besó en el cuello y lo lamió con suavidad. Cuando me di cuenta, Gotanda y la otra chica habían desaparecido. Seguramente se habían ido al dormitorio.
—¿No te parece que hay demasiada claridad? —comentó ella.
Yo busqué el interruptor de la lámpara del techo, la apagué y sólo dejé encendida la de la mesa. De pronto, Bob Dylan cantaba It’s All Over Now, Baby Blue.
—Desnúdame despacio —me susurró ella al oído. Yo, siguiendo sus órdenes, le quité lentamente el jersey, la falda, la blusa y las medias. Sin pensar, me dispuse a doblar lo que le había quitado, pero luego lo dejé estar. Ella me desnudó a mí. La corbata de Armani, los Levi’s, la camisa. Luego se plantó delante de mí en bragas y con un pequeño sujetador.
—¿Te parezco atractiva? —me preguntó con una sonrisa.
—Me pareces magnífica —respondí. Tenía un cuerpo precioso. Bello, lleno de vitalidad, limpio y sexy.
—¿Magnífica? —me preguntó—. Explícate mejor. Si lo haces bien, me portaré bien contigo.
—Es como volver a los viejos tiempos, la época del instituto —me sinceré.
Ella, sin dejar de sonreír y con los ojos entrecerrados, me miró con curiosidad.
—¡Desde luego, eres único!
—¿Te parece una mala respuesta?
—En absoluto —dijo ella.
Entonces se acercó a mí y me hizo lo que nadie jamás me había hecho en mis treinta y cuatro años de vida. Cosas delicadas y atrevidas que a uno no se le ocurren así como así. Pero, obviamente, a alguien sí se le habían ocurrido. Cerré los ojos, toda mi tensión desapareció y me dejé llevar. Aquello era completamente distinto de cualquier forma de sexo que hasta entonces hubiera practicado.
—No ha estado mal, ¿no? —me susurró al oído.
—Nada mal —contesté.
Aquello me había serenado, como la buena música; había distendido dulcemente mi cuerpo; había suspendido la noción del tiempo. Y se había establecido una intimidad sosegada, una fusión espacio-temporal, una comunicación perfecta. Y, encima, fiscalmente deducible.
—Nada mal —repetí.
¿Qué cantaba Bob Dylan ahora? Hard Rain. La abracé con ternura. Ella se relajó y se pegó a mi pecho. Era extraño escuchar a Bob Dylan mientras abrazaba a una chica soberbia, con todos los gastos pagados. Algo inconcebible en la década de los sesenta.
Son imágenes, pensé, nada más. Al apretar un botón, todo desaparecerá. Una escena erótica en 3D. Un sexy olor a perfume, el tacto suave de una piel, un cálido suspiro.
Seguí la ruta que me marcaban y me corrí. Después, los dos nos duchamos. Regresamos al salón envueltos en dos grandes toallas de baño y escuchamos a Dire Straits y otros grupos mientras bebíamos brandy.
Ella me preguntó qué clase de cosas escribía. Yo le expliqué brevemente en qué consistía mi trabajo. Me dijo que no parecía demasiado divertido. Le respondí que dependía de lo que uno escribiera. Yo era, por así decirlo, un quitanieves cultural. Me dijo que, entonces, ella era una quitanieves sensual. Y se rió. Y me preguntó si no me apetecía que volviéramos a quitar nieve los dos juntos. Entonces volvimos a hacer el amor sobre la alfombra, despacio, sobriamente. Y ella parecía adelantarse a mis deseos. Era asombroso.
Más tarde, sumergidos en la enorme bañera de Gotanda, le pregunté por Kiki.
—¿Kiki? —dijo ella—. Ese nombre me trae muchos recuerdos. ¿La conoces?
Asentí.
Ella frunció los labios como una niña pequeña.
—Ella ya no está. Desapareció de repente. Nos llevábamos muy bien. A veces íbamos juntas de compras o de copas. Pero hace cosa de un mes, tal vez dos, se fue. Tampoco es tan raro. En este oficio no hace falta presentar cartas de renuncia; si una quiere dejarlo, lo deja y ya está. Es una pena que se haya ido. Las dos congeniábamos bastante. Pero ¿qué se le va a hacer? Esto no es un grupo de girl scouts. —Con sus largos y bellos dedos me acarició el vientre y rozó con suavidad mi pene—. ¿Te acostaste alguna vez con Kiki?
—Vivimos juntos una temporada hace cuatro años.
—¿Hace cuatro años? —Sonrió—. ¡Uf! Entonces yo todavía era una alumna de instituto muy aplicada.
—¿Qué crees que podría hacer para encontrarla? —le pregunté.
—Francamente, lo veo complicado. No tengo ni idea de dónde está. Como te he dicho, desapareció sin más, como si se la hubiera tragado la tierra. No dejó ni rastro, no hay manera de buscarla. ¿Todavía la quieres?
Me estiré lentamente dentro del agua y miré hacia el techo. ¿Seguía queriéndola?
—No lo sé. Pero debo encontrarla. Siento que me busca. Últimamente no dejo de verla en sueños.
—¡Qué raro! —me dijo mirándome a los ojos—. Yo también sueño a veces con ella.
—¿Cómo son esos sueños?
No me respondió. Sólo sonrió, pensativa. Después dijo que quería tomarse una copa. De vuelta en el salón, nos acomodamos en el suelo y bebimos mientras escuchamos música. Ella se apoyaba contra mi pecho y yo abrazaba sus hombros desnudos. Gotanda y la otra chica no habían salido de la habitación; quizá estuvieran dormidos.
—Sé que no me creerás, pero me gusta estar contigo. No tengo la impresión de estar trabajando o de interpretar una farsa. De verdad —dijo ella.
—Claro que sí —respondí—. A mí me pasa lo mismo. Me siento relajado. Es como una reunión de antiguos alumnos.
—¡Eres único! —volvió a decirme con una risa entrecortada.
—Con respecto a Kiki —le dije—, ¿crees que alguien sabrá algo de ella? Su dirección, su verdadero nombre, cualquier cosa…
Ella negó lentamente con la cabeza.
—Entre nosotras no solemos hablar de esas cosas. ¿Por qué crees, si no, que nos llamamos así? Ella se llamaba Kiki; yo, Mei, y la otra, Mami. Nombres de cuatro letras, a veces menos. No hablamos de nuestra vida privada ni hacemos preguntas. Cuestión de cortesía. Nos llevamos bastante bien, y a veces salimos juntas. Pero ésas no somos nosotras. No nos conocemos. Mei, Kiki. Nombres sin una vida real. Son cartelitos clavados en el vacío. Nosotras somos sólo una imagen. Seres etéreos. Y cada una respeta la imagen de las demás. ¿Me entiendes?
—Sí —contesté.
—Algunos clientes nos tienen lástima. Pero nosotras no hacemos esto sólo por dinero. Yo, por ejemplo, me lo paso bien. Nuestro club es muy estricto a la hora de aceptar nuevos clientes, no nos las vemos con chalados ni tipos raros, y todos tienen ganas de pasárselo bien. Todos, nosotras y ellos, disfrutamos de este mundo ficticio.
—Es un trabajo de quitanieves divertido —dije yo.
—Eso es, un trabajo de quitanieves divertido —afirmó ella. Y me besó en el pecho—. A veces hasta nos lanzamos bolas de nieve.
—Mei… —dije—. Hace tiempo conocí a una chica que se llamaba así. Trabajaba en la recepción de la clínica odontológica que había al lado de mi oficina. Procedía de una familia de campesinos de Hokkaid. Todos la llamaban Mei la Cabra[10]. Era delgada y de tez morena. Una buena chica.
—Mei la Cabra —repitió ella—. ¿Y tú cómo te llamas?
—Winnie the Pooh —contesté.
—Como en el cuento infantil —dijo ella—. Genial. Yo soy Mei la Cabra y tú Winnie el Oso.
—Como en el cuento infantil —repetí.
—Bésame —me pidió.
Yo la abracé y la besé. Fue un beso cargado de emoción, y también de nostalgia. Luego nos bebimos el enésimo brandy con soda escuchando a Police. Otro nombre absurdo para un grupo de música. ¿Por qué se llamarían así? Mientras pensaba en eso, Mei se quedó dormida entre mis brazos. Viéndola dormida pegada a mi pecho, ya no parecía tan soberbia, sino una chica frágil, normal y corriente, como las hay en todas partes. También en las reuniones de antiguos alumnos, volví a pensar. El reloj marcaba ya más de las cuatro. Todo estaba silencioso. Mei la Cabra y Winnie the Pooh. Puras imágenes. Un cuento infantil fiscalmente deducible. Police. Un día extraño, uno más. Por un momento creí conectar con algo, pero no había sido así. El hilo que seguía estaba cortado. Me había reencontrado con Gotanda, a quien empezaba a apreciar. Había conocido a Mei la Cabra. Me había acostado con ella. Había sido fantástico. Una quitanieves sensual. Me había convertido en Winnie the Pooh. Pero no había llegado a ninguna parte.
Me preparé café en la cocina y, hacia las seis y media de la mañana, los otros tres se despertaron. Mei apareció en albornoz. Mami vestía la parte de arriba de un pijama de Gotanda con estampado de cachemira, y Gotanda, la parte de abajo. Yo estaba en vaqueros y camiseta. Los cuatro nos sentamos a la mesa y desayunamos café y tostadas. Nos pasamos la mantequilla y la mermelada. En la radio sonaba el disco Barroco para ti. Un fragmento pastoral de Henry Purcell. Era como una mañana de acampada.
—Es como una mañana de acampada —dije.
—¡Cucú! —dijo Mei.
A las siete y media, Gotanda llamó a un taxi para que recogiera a las dos chicas. Cuando nos despedimos, Mei me besó.
—Si consigues encontrar a Kiki, dale recuerdos de mi parte —me dijo.
Discretamente, le di mi tarjeta de visita y le pedí que me llamara si se enteraba de algo. Me dijo que así lo haría.
—Espero que podamos volver a quitar nieve juntos en otra ocasión —me dijo guiñándome el ojo.
—¿Quitar nieve? —quiso saber Gotanda.
Cuando nos quedamos solos, nos tomamos otro café. También lo preparé yo; se me da bastante bien. El sol se alzó en la silenciosa mañana y la Torre de Tokio refulgió. Me recordó un viejo anuncio de Nescafé. «Las mañanas en Tokio comienzan con un café…» No, creo que no era así. Pero el caso es que la Torre de Tokio destellaba con los primeros rayos de sol mientras nosotros tomábamos café.
Era la hora en la que la mayoría de la gente se dirige a toda prisa al trabajo o a la escuela. Pero nosotros no. Habíamos pasado la noche de juerga con unas soberbias profesionales y ahora bebíamos café abstraídos. Luego, seguramente dormiríamos a pierna suelta. Con nuestras pequeñas diferencias, los dos —Gotanda y yo— vivíamos al margen del resto del mundo.
—¿Qué tienes pensado hacer hoy? —me preguntó Gotanda volviéndose hacia mí.
—Irme a casa y dormir —le contesté—. No tengo ningún plan.
—Yo también dormiré un rato. Al mediodía he quedado —me dijo.
Después contemplamos silenciosos la Torre de Tokio.
—¿Qué? ¿Lo has pasado bien? —me preguntó Gotanda.
—Sí, muy bien —le dije.
—¿Y cómo fue? ¿Has conseguido averiguar algo sobre Kiki?
—No. Sólo que desapareció de repente, como me habías dicho. No dejó el menor rastro, no hay donde buscar. Mei ni siquiera sabe cómo se llamaba.
—Preguntaré a los de la productora —dijo él—. A lo mejor saben algo más.
Torció ligeramente los labios y se rascó la sien con el mango de la cuchara. Encantador, habría dicho una chica.
—Por cierto, ¿qué harás cuando encuentres a Kiki? —me preguntó—. ¿Intentarás que vuelva contigo? ¿O es sólo para recordar juntos los viejos tiempos?
—No lo sé —le dije.
No lo sabía. Cuando la encontrase, ya pensaría qué haría.
Cuando nos terminamos el café, decidí irme a casa en taxi. Pero él insistió en llevarme en su impoluto Maserati marrón.
—¿Qué tal si te llamo un día de éstos? —me dijo—. Ha sido genial que nos viéramos. No conozco a mucha gente con la que pueda hablar tan a gusto. Si te apetece, podríamos quedar otra vez.
—Por supuesto —dije yo. Y volví a darle las gracias por la cena y por las chicas y por…
Gotanda sólo movió lentamente la cabeza. Aunque no había abierto la boca, entendí perfectamente lo que quería decir.