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En espera de que llegara la noche, me di una vuelta por el hotel para matar el tiempo. Inspeccioné los restaurantes y bares, me pasé por la piscina, el sauna, el club de fitness y la cancha de tenis, fui al centro comercial y me compré un libro… Me paseé por el vestíbulo y eché unas partidas al Pac-Man en el salón de juegos. Entre una cosa y otra, empezó a anochecer. Me pareció que había estado en un parque de atracciones. En este mundo hay quienes matan así el tiempo.
Entonces salí del hotel y me fui a caminar por las calles en penumbra. A fuerza de andar, fui recordando la geografía de la zona. La última vez que me había alojado en el Hotel Delfín, había paseado por los alrededores hasta el hartazgo. Poco a poco empecé a recordar lo que me encontraría al doblar la esquina. Dado que en el antiguo Hotel Delfín no había comedor —y, aunque lo hubiese habido, seguramente no nos habría apetecido comer en él—, ella (es decir, Kiki) y yo siempre comíamos juntos en cualquier local de la zona.
Durante aproximadamente una hora vagué sin rumbo fijo por todas esas calles que me eran familiares, con la sensación de recorrer un barrio en el que había vivido hacía tiempo. Cuando se hizo de noche, empecé a sentir el frío. La nieve que quedaba como adherida al pavimento crujía bajo mis pies. Pero no soplaba viento y disfrutaba del paseo. El aire era claro y límpido, e incluso la nieve teñida de gris por los gases de escape, que se apilaba como hormigueros en cada rincón, tenía un aspecto pulcro y fantasmagórico bajo la iluminación nocturna de la ciudad.
La zona en la que se encontraba el Hotel Delfín había cambiado visiblemente. Como habían pasado cuatro años, la mayoría de los locales en los que habíamos entrado se conservaban tal cual. El ambiente del barrio era básicamente el mismo. Con todo, uno captaba a primera vista que algo se estaba moviendo en la zona. Varios locales habían cerrado y junto a ellos habían colocado rótulos en los que se anunciaban nuevos planes de edificación. De hecho, había un enorme edificio en plena construcción. Uno tras otro, habían ido surgiendo nuevos locales y edificaciones que habían arrinconado los viejos y sucios edificios de dos plantas, los restaurantes populares con cortinilla en la entrada y las confiterías en las que siempre hay un gato que duerme la siesta delante de una estufa. Por ejemplo, vi una hamburguesería con drive-through, una boutique con prendas de marca, un concesionario de automóviles europeos, una cafetería de diseño muy moderno y con un jardín interior decorado con árboles o un elegante y acristalado complejo de oficinas. En las calles se observaba esa extraña y temporal coexistencia, como cuando a los niños les cambian los dientes. Los bancos también abrían nuevas sucursales. Quizá se debiera a un efecto onda provocado por la inauguración del nuevo Dolphin Hotel. Cuando un hotel de tales dimensiones surge de pronto, como caído del cielo, en un rincón anodino de la ciudad, el barrio suele sufrir una gran transformación. Los habitantes del barrio cambian y el área se revitaliza. En consecuencia, el precio del terreno también aumenta.
Pero quizá había sido al contrario. Es decir, que tal vez no había sido la construcción del Dolphin Hotel lo que había provocado esos cambios, sino que el Dolphin Hotel no era sino un paso más en esa transformación. Y ésta, por ejemplo, podría ser fruto de un proyecto de reurbanización de la ciudad planeado tiempo atrás.
Entré en un bar en el que había estado la última vez y comí algo ligero, regado con un poco de alcohol. Era un local sucio, bullicioso, bueno y barato. Cuando salgo a comer, siempre procuro elegir establecimientos con pinta de bulliciosos. Me resultan cómodos. Nunca me siento solo y, como nadie me presta atención, puedo hablar conmigo mismo.
Al terminar de cenar, sentí que todavía no estaba satisfecho, así que pedí un poco más de alcohol. Mientras mandaba sin prisas el sake caliente al estómago, me pregunté qué demonios hacía allí. El Hotel Delfín ya no existía. No importaba lo que buscase, porque el Hotel Delfín había desaparecido. No existe, me dije. En su lugar habían construido un ridículo hotel equipado con alta tecnología que parecía la base secreta de La guerra de las galaxias. Todo era un mero sueño periclitado. Simplemente había soñado con el Hotel Delfín, que había sido derribado y se había extinguido, y con Kiki, que había desaparecido para siempre por la puerta de salida. Seguro que alguien había llorado por mí. Pero ya había terminado todo. En ese lugar no quedaba nada. ¿Qué más buscas aquí?, me pregunté.
Es cierto pensé. Creo que incluso llegué a decirlo en voz alta. Tienes razón. Aquí ya no queda nada. No hay nada que buscar.
Mis labios se cerraron con firmeza y durante un rato clavé la mirada en la jarrita de salsa de soja que había sobre la barra.
Cuando uno vive solo durante mucho tiempo, suele quedarse mirando fijamente las cosas. De vez en cuando también hablas contigo mismo. Comes en locales concurridos. Sientes un cariño especial por un Subaru de segunda mano. Y poco a poco te vas quedando anticuado.
Salí del local y me dirigí al hotel. A pesar de que me había alejado bastante, no me costó encontrar el camino de regreso. El Dolphin Hotel se divisaba desde cualquier lugar elevado de la zona. Llegué sin problemas, como los Reyes Magos de Oriente llegaron a Belén guiados por la estrella.
Una vez en mi habitación, me di un baño y, mientras me secaba la cabeza, contemplé la ciudad de Sapporo, que se extendía ante mí al otro lado de la ventana. Recordé que, la última vez que me había alojado en el Hotel Delfín, por la ventana se veía una pequeña empresa. No tenía ni idea de a qué se dedicaba, pero los empleados trabajaban afanosamente. Todos los días asistía a la misma escena. ¿Qué habría sido de la empresa? Entre los empleados había una chica muy guapa. ¿Qué habría sido de ella? ¿Y a qué se dedicaban?
Como no tenía nada que hacer, me puse a dar vueltas por la habitación. Luego me senté y vi la tele. Sólo echaban basura. Me sentí como si me estuvieran mostrando vómitos artificiales. Al ser artificiales, no ensucian, pero cuando uno se para a mirarlos, tiene la sensación de que está viendo vómito de verdad. Apagué la tele, me vestí y subí al bar de la vigesimosexta planta. Me acomodé en la barra y pedí un vodka con soda y un poco de limón exprimido. A través de las paredes de cristal se admiraba el paisaje nocturno de Sapporo. Decididamente, todo me recordaba a las ciudades espaciales de La guerra de las galaxias. Por lo demás, era un bar tranquilo y agradable, y sabían preparar las copas. El vidrio de las copas también era de buena calidad. Cuando una chocaba con otra, producía un tintineo delicioso. Aparte de mí, había otros tres clientes. Dos hombres de mediana edad bebían whisky sentados a una mesa del fondo, mientras charlaban en voz baja para que no se les oyera. No sé de qué hablarían, pero parecía una conversación importante. Quizá estuviesen pergeñando un plan para asesinar a Darth Vader.
En una mesa situada a mi derecha, una niña de unos doce o trece años, con los auriculares del walkman puestos, se tomaba una bebida con una pajita. Era guapa. Su cabello, largo y de un liso poco natural, caía suavemente y con encanto sobre la mesa; tenía las cejas largas y sus ojos eran diáfanos. La niña tamborileaba con los dedos sobre la mesa al ritmo de lo que escuchaba; de toda su persona, tan sólo esos dedos finos y delicados resultaban un tanto infantiles. Tampoco podía decirse que fuese madura para su edad. Pero algo en ella permitía entrever que todo lo miraba desde lo alto. No con malicia o con agresividad, sino, simplemente, con indiferencia. Como quien admira el paisaje nocturno por una ventana situada en lo más alto de un edificio.
En realidad, sin embargo, la niña no miraba a ningún lado. Daba la impresión de que nada entraba en su campo de visión. Llevaba unos vaqueros azules, unas Converse blancas y una sudadera con el logo de Genesis remangada hasta los codos. Mientras tamborileaba con los dedos, concentrada en la cinta del walkman, de vez en cuando esbozaba con sus pequeños labios vagos fragmentos de palabra.
—Bebe sólo zumo de limón —me dijo el barman, como justificándola—. Está esperando a su madre.
—¡Ah, vaya! —dije, sin comprometerme demasiado.
Desde luego, no es habitual encontrarse a una niña de doce o trece años, sola, a las diez de la noche en el bar de un hotel, escuchando música en un walkman mientras se toma algo. Pero tampoco me resultaba tan extraño como para que el barman tuviera que dar explicaciones. Yo la miraba como podría mirar cualquier otra cosa normal y corriente.
Pedí otro vodka y charlé un poco con el barman. Del tiempo, la ciudad y esas cosas. Luego le solté con toda naturalidad que aquella zona había cambiado bastante. El barman sonrió, un poco desconcertado, y me contó que, antes de trabajar allí, había estado empleado en un hotel de Tokio y apenas conocía nada de Sapporo. Como en ese instante entraron más clientes, la conversación concluyó sin dar mayor fruto.
Me bebí cuatro vodkas con soda. Sentía que habría podido seguir bebiendo sin límite, y por lo tanto lo dejé en cuatro y firmé la cuenta. Cuando me levanté y me alejé de la barra, la niña seguía sentada a la mesa escuchando su walkman. Su madre todavía no había llegado y el hielo del zumo se había derretido por completo, aunque a la niña eso no parecía preocuparle demasiado. Al levantarme, alzó la vista y me miró. Lo hizo durante dos o tres segundos y luego me sonrió ligeramente. Aunque a lo mejor sólo le habían temblado un poco los labios. A mí, sin embargo, me pareció una sonrisa. Aunque pueda resultar extraño, lo cierto es que por un instante sentí una sacudida en el corazón. Tenía la sensación de que la niña me había elegido. Nunca había experimentado una agitación tan extraña. Y sentí como si mi cuerpo levitara cinco o seis centímetros por encima del suelo.
Todavía confuso, bajé en ascensor hasta la decimoquinta planta y volví a mi habitación. ¿Por qué estoy tan aturdido?, pensé. Tan sólo me ha sonreído una niña de unos doce años. Podría ser mi hija…
Genesis…, otro nombre estúpido para un grupo.
Sin embargo, el hecho de que llevara esa palabra en la sudadera me pareció tremendamente simbólico. La génesis.
Pero ¿por qué tienen que ponerse los grupos de rock nombres tan grandilocuentes?, me pregunté.
Me tumbé en la cama sin descalzarme y, con los ojos cerrados, intenté recordarla. El walkman. Los dedos blancos tamborileando sobre la mesa. Genesis. Hielo derretido.
La génesis.
Así, inmóvil y con los ojos cerrados, sentí cómo el alcohol circulaba lentamente por mis entrañas. Me desaté los cordones de las botas, me desnudé y me metí en la cama. Me notaba mucho más cansado y ebrio de lo que imaginaba. Esperé a que, a mi lado, la chica me dijese: «¡Eh! ¿No te estarás pasando con la bebida?». Pero nadie me dijo nada. Estaba solo.
La génesis.
Estiré el brazo y apagué la luz. A oscuras, de repente pensé que quizá esa noche soñaría con el Hotel Delfín. Pero al final no soñé con nada. A la mañana siguiente, al despertar, me sentí irremediablemente vacío. Nada de nada, pensé. Ni sueño ni hotel. Estoy haciendo lo equivocado en el lugar equivocado.
Las botas, que había arrojado la víspera al pie de la cama, parecían dos cachorros extenuados tirados al borde de un camino.
En el exterior, nubes bajas y oscuras cubrían un cielo gélido. Parecía que en cualquier momento empezaría a nevar. Al verlo, se me quitaron las ganas de hacer nada. Las agujas del reloj marcaban las siete y cinco. Encendí la tele con el mando y vi las noticias desde la cama. La presentadora hablaba de las próximas elecciones. Unos quince minutos después, me obligué a levantarme y fui al baño, donde me lavé la cara y me afeité. Para espabilarme, me puse a tararear la obertura de Las bodas de Fígaro. De pronto, dudé; tal vez estaba tarareando la obertura de La flauta mágica. Cuanto más lo pensaba, más parecidas se me antojaban. Presentí que no iba a ser un buen día. Al afeitarme me corté en el mentón y, mientras me vestía, se me cayó un botón del puño de la camisa.
Cuando fui a desayunar, volví a encontrarme con la niña a la que había visto la noche anterior en el bar. Estaba con una mujer que debía de ser su madre. Esta vez no llevaba los auriculares. Y al igual que la noche anterior, vestía la sudadera de Genesis y bebía té con pinta de estar muy aburrida. Apenas había tocado el bollo y los huevos revueltos. Su supuesta madre era una mujer menuda de poco más de cuarenta años. Llevaba el cabello recogido por detrás y vestía un jersey de cachemira beis sobre una blusa blanca. Sus cejas eran idénticas a las de su hija. Tenía una nariz fina y elegante, y había algo cautivador en el ademán fatigado con que untaba la mantequilla sobre las tostadas. Hacía gala de un porte que sólo adquieren las mujeres acostumbradas a ser el centro de atención.
Cuando pasé al lado de su mesa, la niña levantó de pronto los ojos y me miró. Y volvió a sonreírme. Esta vez fue una sonrisa en toda regla, no como la de la noche anterior. No había error.
Mientras desayunaba, a solas, intenté pensar en algo, pero aquella sonrisa me impedía concentrarme. Todo lo que me venía a la cabeza se quedaba dando vueltas, inútilmente, así que me limité a desayunar con la mente en blanco y la mirada posada en el pimentero.