14

Por extraño que parezca —aunque tal vez no fuera tan extraño—, esa noche me acosté a las doce y me dormí al instante. Cuando me desperté, eran las ocho de la mañana. Mis horas de sueño seguían un patrón disparatado, pero al menos me había despertado a las ocho, como si hubiera completado ya todo un ciclo. Me sentía bien. Incluso tenía hambre, de modo que fui otra vez al Dunkin’ Donuts, donde me tomé dos cafés y dos bollos, para luego dar un paseo sin rumbo fijo. Sobre el pavimento helado los copos de nieve caían en silencio como una lluvia de infinitas plumas. El cielo seguía encapotado. El día no estaba como para ir de paseo. Pero al caminar noté que se me despejaba la mente. La abrumadora opresión que había experimentado durante los últimos días desapareció y, por otra parte, me agradaba notar aquel intenso frío en la piel. ¿Qué me habrá pasado?, me sorprendí. ¿Cómo puedo sentirme tan bien, cuando nada se ha resuelto todavía?

Al cabo de una hora regresé al hotel. En el mostrador estaba la chica de recepción, junto a otra empleada que atendía a un cliente. Ella estaba hablando por teléfono. Esbozaba una sonrisa profesional con el auricular pegado a la oreja mientras le daba vueltas al bolígrafo que tenía entre los dedos. Al verla, me entraron ganas de charlar con ella. De cualquier trivialidad. Me acerqué y esperé a que terminara de hablar. Ella me miraba de reojo con recelo, pero sin dejar de esbozar aquella agradable sonrisa de manual.

—¿Qué desea? —me preguntó educadamente tras colgar el teléfono.

Carraspeé antes de contestar:

—He oído que anoche dos chicas murieron devoradas por un cocodrilo en las clases de natación del barrio. ¿Es cierto? —le solté con expresión seria.

—No sé. ¿Usted qué cree? —me contestó, todavía con esa sonrisa semejante a una minuciosa flor artificial. Sin embargo, al mirarla a los ojos, vi que estaba enfadada. Tenía las mejillas un poco coloradas y las aletas de la nariz tensas—. Lo lamento, pero no he oído nada al respecto. ¿No será un malentendido?

—Por lo que me han contado, el cocodrilo era enorme, del tamaño de una ranchera Volvo, y cayó de repente del techo, rompiendo el tragaluz, engulló a las dos chicas de un bocado, se comió medio cocotero de postre y luego huyó. ¿Lo habrán capturado ya? Porque si todavía no lo han capturado, me parece a mí que salir a la calle…

—Lo siento mucho —me interrumpió ella sin cambiar de expresión—, pero ¿ha considerado la posibilidad de telefonear a la policía? Ellos podrán atenderle y le informarán mejor. O, si quiere, tiene un puesto de policía cerca de aquí. Basta con que salga, doble a la derecha y siga todo recto.

—Gracias, lo haré —le respondí—. «¡Y que la fuerza te acompañe!»

—De nada —dijo ella con frialdad, y se tocó la montura de las gafas.

Poco después de haber vuelto a mi habitación, me llamó por teléfono.

—¿A ti qué pasa? —Su tono calmo apenas lograba disimular su enfado—. ¿No te he dicho que no me vengas con cosas raras mientras trabajo? Me pone mala que me hagan algo así cuando trabajo.

—Lo siento —me disculpé—. Sólo quería charlar contigo. Quería oír tu voz. Quizá haya sido una broma tonta. No quería molestarte. Tal vez no haya sido muy buena idea, pero…

—Me pongo nerviosa. Te lo he dicho, ¿no? Me pongo muy nerviosa cuando trabajo. Así que no quiero que me molestes. Me prometiste que no te pondrías a mirarme ni esas cosas, ¿recuerdas?

—No te miraba fijamente. Sólo te hablaba.

—Pues en adelante tampoco me hables de ese modo. Por favor.

—De acuerdo. No me dirigiré a ti. No te miraré ni te hablaré. Te lo prometo. Me quedaré quieto como un pedazo de granito y me portaré bien. Por cierto, ¿estás libre esta noche? ¿O era hoy el día que tenías clase de alpinismo?

—¿Alpinismo? —preguntó, y lanzó un suspiro—. ¿Es una broma? Alpinismo, dice. —Y soltó un ja, ja, ja monótono y serio, como si leyera letras escritas en una pared. Luego colgó.

Me quedé esperando media hora, pero no volvió a llamar. Decididamente, estaba enojada. A veces la gente no comprende mi sentido del humor. Y a veces no me comprenden cuando hablo en serio. Como no se me ocurría nada mejor que hacer, decidí salir a dar otra vuelta. Con un poco de suerte, quizá toparía con algo. Tal vez con algo nuevo. Mejor moverse que estar sin hacer nada. Que la fuerza me acompañe, me dije.

Caminé durante una hora, pero lo único que conseguí fue tiritar de frío. Todavía nevaba. A las doce y media entré en un McDonald’s y me tomé una hamburguesa con queso, patatas fritas y una Coca-Cola. No me apetecían nada, pero, no sé por qué, a veces como esas cosas aunque no tenga ganas. Creo que mi cuerpo me pide periódicamente comida basura.

Después de salir del McDonald’s, caminé otra media hora. No sucedió nada. La nevada arreció. Me subí la cremallera de la chaqueta de caza hasta bien arriba y me envolví en la bufanda por encima de la nariz. Aun así, tenía frío. Me entraron unas ganas terribles de mear. Eso me pasaba por beber Coca-Cola en un día tan frío. Di una vuelta en busca de algún sitio donde hubiera un lavabo. Al otro lado de la calle vi un cine. Estaba bastante destartalado, pero supuse que tendría uno. Me dije que, además, después de mear no estaría mal entrar en calor viendo una película. Después de todo, si algo me sobraba era tiempo. Curioso por saber qué echarían, me acerqué a mirar la cartelera. Había sesión doble con dos películas japonesas; una de ellas resultó ser Amor no correspondido. Era la película en la que salía mi antiguo colega de clase. Vaya, vaya, pensé.

Después de una buena meada, compré un café caliente en un puesto y entré a ver la película. Tal como imaginaba, apenas había un alma en la sala a oscuras, pero se estaba calentito. Me senté en una butaca y me dispuse a ver la película mientras me tomaba el café. Aunque hacía una media hora que había empezado, no me costó nada entender el argumento. Era como me lo había imaginado. Mi ex colega era un profesor de biología guapo y de piernas largas. La protagonista se enamoraba de él. Como era de esperar, estaba loquita por sus huesos. Por supuesto, un chico del club de kendo estaba enamorado de ella. El argumento era tan poco original que sentí que tenía un déjà-vu. Hasta yo podía escribir un guión como ése.

No obstante, tuve que admitir que mi compañero (utilizaba un imponente nombre artístico, porque su verdadero nombre, Ryichi Gotanda, no era lo bastante atractivo para el público femenino) interpretaba en esta ocasión un papel un poco más complicado de lo habitual. Además de ser guapo y afable, arrastraba una herida del pasado. Resulta que años atrás había participado en el movimiento estudiantil, etcétera, etcétera, había dejado embarazada a una chica, etcétera, etcétera, y la había abandonado: una herida bastante manida, aunque, bueno, mejor que nada. A veces metían flashbacks con la maña de un mono que lanzara arcilla contra un muro. Insertaban imágenes documentales de la lucha estudiantil en el auditorio Yasuda. Pensé en gritar a media voz: «¡Nada que objetar!»[4], pero me pareció una tontería.

El caso es que Gotanda interpretaba a ese personaje que arrastraba esa herida. Y lo hacía con bastante convicción. Pero la película era un bodrio y el director no tenía ni una pizca de talento. Los diálogos eran tan pueriles que daban vergüenza y se sucedían sin cesar escenas absurdas y, sin venir a cuento, primeros planos de la actriz protagonista. Así que, por más que él se esforzaba en interpretar dignamente su papel, apenas destacaba por encima del resto. Empecé a sentir lástima por él. Sin embargo, también tuve la sensación de que, en cierto sentido, él siempre había llevado una vida así de lastimosa.

En cierto momento había una escena de cama. Una mañana de domingo, Gotanda está haciendo el amor con una mujer en su piso, cuando la protagonista viene a traerle galletitas caseras. ¡Dios mío, era idéntico al guión que yo había imaginado! Gotanda se comportaba con amabilidad y galantería hasta en la cama, tal como yo había supuesto. Una escena de sexo filmada con buen gusto. Unas axilas que debían de oler de maravilla. El cabello alborotado de una forma muy sexy. Él acariciaba la espalda desnuda de la mujer. Después la cámara se desplazaba ciento ochenta grados y enfocaba el rostro de ella.

Un déjà-vu. Tragué saliva.

Era Kiki. Mi cuerpo se crispó sobre la butaca. Detrás de mí se oyó el ruido de una botella vacía rodando por el pasillo del cine. Era Kiki. La misma imagen que me había venido a la mente cuando avanzaba en la oscuridad de aquel otro pasillo, el de la planta decimosexta. Kiki se estaba acostando con Gotanda.

Entonces lo comprendí: todo estaba conectado.

Era la única escena en la que aparecía Kiki. Se acostaba con Gotanda un domingo por la mañana. Sólo eso. La noche del sábado, Gotanda se emborrachaba en algún lugar, se la ligaba y se la llevaba a su apartamento. Y a la mañana siguiente volvían a hacer el amor. En ese momento, aparecía la protagonista, su alumna. El muy torpe se había olvidado de cerrar la puerta con llave. Kiki tenía una sola frase: «¿Qué significa esto?». La decía cuando la protagonista ya se había marchado, a toda prisa y en estado de shock, dejando a Gotanda anonadado. Una frase espantosa. Pero eran las únicas palabras que pronunciaba:

—¿Qué significa esto?

No estaba seguro de que aquélla fuera la voz de Kiki. No recordaba muy bien su voz, y la acústica de los altavoces del cine era malísima. Pero sí me acordaba de su cuerpo. Las líneas de su espalda, su nuca y aquellos pechos tersos eran los de Kiki. No había podido despegar la mirada de la Kiki de la pantalla. La escena duraba unos minutos. Gotanda la abrazaba, la acariciaba; ella cerraba los ojos en un gesto de placer y sus labios temblaban ligeramente. También soltaba un pequeño suspiro. No habría sabido decir si estaba interpretando o no. Pero supuse que sería fingido; al fin y al cabo, era una película. Con todo, me costaba creer que Kiki supiera actuar. Eso me dejó turbado. Si no fingía, entonces Kiki estaba haciendo el amor con Gotanda completamente extasiada. Y si estaba fingiendo, la de la pantalla no era la Kiki que yo había conocido. El caso es que me embargaron unos celos terribles.

Primero las clases de natación y ahora una película. Cualquier cosa me provocaba. ¿Sería un buen presagio?

Entonces la chica protagonista abre la puerta. Los pilla a los dos in fraganti, desnudos, haciendo el amor. Traga saliva. Cierra los ojos. Y se va corriendo. Gotanda se queda pasmado. Kiki dice: «¿Qué significa esto?». Primer plano de Gotanda estupefacto. Fundido.

Ésa era la única aparición de Kiki en toda la película. Dejé de concentrarme en la historia y me quedé mirando fija y atentamente la pantalla, pero no volvió a salir ni de refilón. Conocía a Gotanda en alguna parte, se acostaba con él y asistía a una única escena de la vida de Gotanda para luego desaparecer. Ése era su papel. Lo mismo había ocurrido conmigo: Kiki aparecía de pronto, estaba presente y se esfumaba.

Al terminar la proyección, la sala se iluminó. Sonaba música de fondo. Pero yo permanecí inmóvil, con la mirada clavada en la pantalla blanca. ¿Era eso la realidad? La película se había terminado, pero me daba la sensación de que yo aún no había aterrizado. ¿Qué pintaba Kiki en una película? ¡Y con Gotanda! Era absurdo. Estaba claro que en algún punto yo había cometido una equivocación. Se me habían cruzado los cables. En algún momento, imaginación y realidad se habían mezclado y confundido. No se me ocurría otra explicación.

Salí del cine y caminé un rato por los alrededores. No dejaba de pensar en Kiki. ¿Qué significa esto?, me susurraba ella al oído.

Eso era: ¿qué significaba esto?

Y era ella. No cabía duda. Así era la expresión de su rostro cuando yo le hacía el amor; así fruncía los labios, así suspiraba. No actuaba. Era de verdad. Sin embargo, ¡era una película!

Ya no entendía nada.

Cuanto más caminaba, más desconfiaba de mi memoria. ¿Habría sido todo una alucinación?

Una hora y media después, volví a entrar en el cine. Y vi de nuevo Amor no correspondido, desde el principio. Domingo por la mañana; Gotanda hace el amor con una mujer. Se ve la espalda de ella. La cámara gira. Muestra su rostro. Es Kiki. Sin duda alguna. Entra la protagonista. Traga saliva. Cierra los ojos. Sale corriendo. Gotanda estupefacto. Kiki dice: «¿Qué significa esto?». Fundido.

Exactamente lo mismo, hasta en los menores detalles.

Aun así, al acabar la película, seguía sin creérmelo. Tenía que haber un error. ¿Qué hacía Kiki acostándose con Gotanda?

Al día siguiente regresé una vez más al cine. Y volví a ver Amor no correspondido, sentado muy recto en la butaca. Esperé pacientemente la escena. Por dentro me hervía la sangre. Por fin llegó. Domingo por la mañana; Gotanda hace el amor con una mujer. Se ve la espalda de ella. La cámara gira. Muestra su rostro. Es Kiki. Sin duda alguna. Entra la protagonista. Traga saliva. Cierra los ojos. Sale corriendo. Gotanda estupefacto. Kiki dice: «¿Qué significa esto?».

Solté un suspiro en medio de la oscuridad.

De acuerdo, es real. No cabe duda. Estamos conectados.