23

Cuando los dos agentes regresaron a la sala, ninguno de los dos se sentó. Yo había vuelto a observar la mancha de humedad.

—Ya puede marcharse —dijo el Pescador con indiferencia—. Gracias por su colaboración.

—¿Puedo irme? —Apenas podía creérmelo.

—El interrogatorio ha terminado —dijo el Literato.

—Algunas circunstancias han cambiado —dijo el Pescador—. Ya no podemos retenerlo más tiempo, así que puede marcharse. Muchas gracias.

Me puse la chaqueta, que apestaba a tabaco, y me levanté de la silla. Todo lo ocurrido me parecía absurdo, pero yo sólo quería largarme de allí cuanto antes, no fueran a cambiar de parecer. El Literato me acompañó hasta la entrada del edificio.

—Mire, anoche ya sabíamos que usted era inocente —me dijo—. Ya teníamos el resultado de los análisis del laboratorio y el informe del forense. Está usted limpio. Pero nos oculta algo. Llámelo intuición si quiere, pero sabemos que se muerde usted la lengua para no soltarlo. Queríamos apretarle las clavijas para que hablara. Usted sabe quién es esa chica, ¿verdad? Pero por algún motivo no quiere decírnoslo. A nosotros no se nos engaña tan fácilmente. Y esto no es un juego. Una persona ha sido asesinada.

—Disculpe, pero no sé de qué me habla —le dije.

—Es posible que lo hagamos venir otra vez —me advirtió mientras sacaba una caja de fósforos del bolsillo y con uno de ellos empujaba la cutícula de una uña—. Cuando nos proponemos algo, podemos ser muy tercos. La próxima vez lo tendremos tan cogido por los cojones que ni siquiera su abogado podrá ayudarlo.

—¿Mi abogado? —pregunté, extrañado.

Pero el hombre ya había desaparecido dentro del edificio.

Volví a casa en taxi. Llené la bañera y me sumergí un buen rato en el agua caliente. Me cepillé los dientes, me afeité, me lavé la cabeza. Todo el cuerpo me apestaba a tabaco. Había estado en un lugar inmundo.

Al salir del baño, herví coliflor y me la tomé con una cerveza mientras Arthur Prysock cantaba acompañado por Count Basie y su orquesta. Un disco rematadamente bueno. Lo había comprado en 1967, hacía dieciséis años. Durante todos esos años lo había escuchado muchísimas veces. Nunca me cansaba.

Luego me eché una siesta. Fue como si me hubiera ido a algún lado, hubiese dado media vuelta y hubiera desandado el camino. Quizá unos treinta minutos. Al despertarme miré el reloj y vi que todavía era la una. Metí una toalla y un bañador en una bolsa, fui en coche a la piscina cubierta de Sendagaya y nadé durante una hora. Empecé a sentirme otra vez una persona. Me entró algo de hambre. Probé a llamar a Yuki. La encontré en casa. Le dije que la policía por fin me había soltado. Impasible, dijo que se alegraba. Le pregunté si había almorzado. Me contestó que no. Luego me contó que en toda la mañana sólo había comido dos buñuelos rellenos de crema. Sigue alimentándose fatal, me dije. Le propuse pasar a recogerla e ir a comer algo. Aceptó.

Subí al Subaru, rodeé el área del Meiji Jing Gaien, pasé por la avenida, delante de la galería de arte, y de Aoyama Itchme salí al santuario Nogi. Cada día que pasaba, la primavera se hacía más presente. En los dos días que había pasado en la comisaría de Akasaka, la brisa se había vuelto más apacible, el verdor había aumentado y la luz se había hecho cálida y suave. Incluso el ruido de la urbe sonaba ahora dulce como el fliscorno de Art Farmer. El mundo era hermoso y yo tenía hambre. La rigidez alojada en el fondo de mis sienes había desaparecido.

Segundos después de pulsar el timbre del interfono, bajó Yuki. Se había puesto una sudadera de David Bowie bajo una cazadora de cuero marrón. Del hombro llevaba colgada un bolso bandolera de lona con chapas de Stray Cats, Steely Dan y Culture Club. Extraña combinación, pero qué importaba.

—¿Qué? ¿Te lo pasaste bien con los maderos? —me preguntó.

—Fue espantoso —dije—. Tanto como las canciones de Boy George.

—¿Ah, sí? —replicó, impasible.

—La próxima vez te voy a comprar una chapa de Elvis Presley, para que la cambies por ésa —dije señalando la chapa de Culture Club.

—Eres un tío raro —me dijo ella. Efectivamente, había muchas maneras de decirlo.

Primero la llevé a un restaurante donde los dos comimos un sándwich de pan integral con rosbif y una ensalada acompañados de un buen vaso de leche fresca. Yo, en vez de leche, pedí café. El sándwich estaba delicioso: la salsa era ligera; la carne, tierna y aderezada con auténtica mostaza de rábano picante. Infundía vitalidad. Era comida.

—¿Adónde vamos ahora? —le pregunté a Yuki.

—A Tsujid[16] —contestó ella.

—De acuerdo —dije—. Vayamos allí. Pero ¿por qué Tsujid?

—Porque allí vive mi padre. Me ha dicho que quiere conocerte.

—¿A mí?

—No es tan mal tipo como lo pintan.

Meneé la cabeza, mientras tomaba un sorbo de mi segundo café.

—Yo nunca he dicho que sea mal tipo. Pero ¿por qué querría tu padre conocerme? ¿Le has hablado de mí?

—Sí. Lo telefoneé y le conté que me habías acompañado desde Hokkaid y que te habían detenido y no te dejaban marchar. Papá pidió a un abogado conocido suyo que fuera a la policía para ver qué podía hacer por ti. Mi padre tiene contactos en todas partes. Lo soluciona todo rápidamente.

—Ahora lo entiendo —dije, atando cabos.

—¿Sirvió de algo?

—Claro que sirvió.

—Papá dijo que la policía no tenía derecho a retenerte así. Que si no querías quedarte, podías marcharte libremente. Lo dice la ley.

—Yo ya lo sabía —le confesé.

—Entonces, ¿por qué no te fuiste?

—Es un poco complicado —respondí tras pensarlo un instante—. Puede que me estuviera castigando a mí mismo.

—Lo tuyo no es normal —soltó ella con la mejilla apoyada sobre la mano. Hay muchas maneras de decirlo, sí.

Fuimos en el Subaru hasta Tsujid. Era bastante tarde y apenas había tráfico. Yuki sacó varias cintas que llevaba en la bandolera. Toda una selección, desde Exodus de Bob Marley hasta Mr. Roboto de los Styx. Había cosas interesantes y cosas espantosas. Igual que en el paisaje que desfilaba a toda velocidad a ambos lados de la carretera. Yuki escuchaba la música arrellanada en el asiento, sin abrir la boca. Cogió mis gafas de sol, que estaban sobre el salpicadero, se las puso y, a medio camino, se fumó un Virginia Slims. Yo también guardaba silencio, concentrado en la conducción. Cambiaba de marcha cuando el coche me lo pedía y prestaba atención a cada señal de tráfico.

Yuki me daba envidia. Tenía trece años y su mirada percibía la frescura de las cosas. La música, el paisaje, las personas. Nada que ver con mi mirada. Hacía mucho tiempo, yo también había tenido trece años, pero entonces el mundo era más simple. Tenías que esforzarte para conseguir algo, las palabras tenían significado, y las cosas, belleza. Pero yo no era feliz. Me gustaba estar solo, me sentía bien cuando lo estaba, pero pocas veces me dejaban a mis anchas. Me sentía aprisionado por dos marcos inquebrantables, el hogar y el colegio, que me exasperaban. Me enamoré de una chica pero, claro, aquello nunca funcionó. Y es que ni siquiera sabía qué significaba el amor. Apenas era capaz de cruzar cuatro palabras con ella. Era un chaval introvertido y torpe. Quería rebelarme contra lo que me imponían los profesores y mis padres, pero no sabía cómo. Me encontraba en el polo opuesto a Gotanda, ducho en todo. Aun así, yo sabía ver la frescura de las cosas. Era algo estupendo. Los olores olían como tenían que oler, las lágrimas eran tibias y auténticas, las chicas, de ensueño, y el rock and roll, eterno. La oscuridad de los cines resultaba dulce e íntima; las noches de verano, profundas y sensuales. Aquellos días de exasperación los viví rodeado de música, películas y libros. Me aprendía de memoria las letras de Sam Cooke y Ricky Nelson. Construía mi propio mundo. Así fueron mis trece años. Y Gotanda estaba en la misma clase de laboratorio que yo. Bajo la atenta mirada de las chicas, rascaba una cerilla y con un elegante gesto encendía el mechero bunsen. ¡Fuosh!

¿Cómo podía envidiarme Gotanda?

No lo entendía.

—Oye —le dije a Yuki—, ¿por qué no me hablas del hombre de la piel de carnero? ¿Dónde te lo encontraste? ¿Y cómo sabes que lo vi?

Ella se volvió hacia mí, se quitó las gafas de sol y las devolvió al salpicadero. Luego se encogió ligeramente de hombros.

—Vale. Pero antes tienes que contestarme a una pregunta.

—De acuerdo —le dije.

Después de tararear una canción de Phil Collins triste y oscura como una mañana de resaca, Yuki cogió otra vez las gafas de sol y se puso a juguetear con las patillas.

—¿Te acuerdas de lo que me dijiste en Hokkaid? Eso de que era más guapa que cualquier chica con la que hubieras salido nunca…

—Sí, me acuerdo —respondí.

—¿Iba en serio o era por piropearme? Dime la verdad.

—Es verdad. No te mentía —dije yo.

—¿Y con cuántas chicas has salido hasta hoy?

—Ni me acuerdo.

—¿Doscientas?

—Qué dices —contesté riéndome—. No tengo tanto éxito. He ligado, pero no tanto. Como mucho habré salido con unas quince.

—¿Sólo quince?

—Pues sí. Mi vida es bastante deplorable. Oscura, húmeda, angosta.

Yuki pareció meditar sobre eso, sin acabar de comprenderlo. Era lógico. Todavía era muy joven.

—Así que quince —dijo ella.

—Más o menos —dije yo. Y una vez más repasé rápidamente aquellos modestos treinta y cuatro años—. Quizá, como mucho, unas veinte.

—Vale, veinte —dijo Yuki resignada—. Bueno, pero yo soy más guapa que todas ellas, ¿no?

—Sí —contesté.

—Entonces, ¿a ti no te gustaban las chicas guapas? —preguntó mientras se encendía el segundo cigarrillo. De repente, en un cruce, divisé a un policía, y se lo quité de la boca y lo tiré por la ventanilla.

—Claro que sí, y he salido con algunas —le dije—. Pero tú eres más guapa que cualquiera de ellas. De verdad. Mira, no sé si me entenderás, pero eres guapa de un modo diferente al de las demás chicas. Y, por favor, no fumes dentro del coche. Podrían verte desde fuera y, además, el coche apesta. Ya te dije que las chicas que fuman demasiado acaban teniendo problemas con la menstruación.

—No seas pesado —se quejó Yuki.

—Ahora háblame de lo del hombre con la piel de carnero —le pedí.

—Lo del hombre carnero, ¿no?

—¿Cómo sabes su nombre?

—Me lo dijiste por teléfono. Dijiste «hombre carnero».

—¿Ah, sí? —Había un atasco y tuve que esperar dos veces a que el semáforo se pusiera en verde—. Háblame de él. ¿Dónde te lo encontraste?

Yuki se encogió de hombros.

—Nunca me lo he encontrado. Simplemente, mientras te miraba, me lo imaginé. —Se enrolló un mechón de aquel cabello liso en el dedo—. Una persona vestida con una piel de carnero. Me pasaba cada vez que te veía en el hotel. Por eso te lo dije. Pero no sé nada de ese hombre.

Reflexioné sobre lo que acababa de decir. Tenía que pensar. Darle cuerda a la cabeza, raca-raca.

—Te lo imaginaste… —le dije—. ¿Quieres decir que viste cómo era?

—No sé explicarlo bien… —dijo Yuki—. Pero no, no sé cómo es ese hombre. Son sensaciones. Es como si lo que siente quien lo ha visto, se me transmitiera igual que un soplo de aire. Es algo invisible. Invisible, pero cuando me llega puedo darle una forma. O algo así como una forma. Si pudiera enseñártelo tal como lo veo, tú no lo reconocerías. O sea, una forma que sólo yo comprendo. ¿Ves? No sé cómo explicártelo. Pero ¿lo entiendes, más o menos?

—No muy bien —contesté con sinceridad.

Frunciendo el ceño, Yuki mordió una patilla de mis gafas de sol.

—A ver si lo he entendido —dije—: Tú captas mis emociones, o mis cavilaciones, lo que tengo dentro de mí, y puedes visualizarlas, por ejemplo como en un sueño simbólico.

—¿Cavilaciones?

—Cosas en las que he pensado.

—Sí, puede que sí. Cosas en las que has pensado… Pero es más que eso. Esas cosas en las que pensabas han creado algo fuertísimo. Y yo lo que noto es esa fuerza que crean los pensamientos. Creo que soy sensible a ella. Y, en cierta manera, la veo. Pero no es como un sueño. En todo caso, es un sueño vacío. Eso es. Un sueño vacío. No hay nadie, no se ve nada. ¡Ya sé! Como cuando pones el contraste de la televisión muy oscuro o muy claro. No ves nada. Pero hay alguien, ¿a que sí? Si fuerzo la vista lo veo: es una persona cubierta con una piel de carnero. No es mala. De hecho, ni siquiera es una persona. Y, sin embargo, no puedes verlo. Estar está ahí, como un dibujo hecho con tinta invisible. Aunque no se vea, está ahí. Se ve sin verse. Es una forma sin forma. —Yuki chasqueó con la lengua—. ¡Menuda explicación tan embrollada!

—No, te estás explicando muy bien.

—¿De verdad?

—Claro que sí —dije yo—. Y creo que entiendo lo que quieres decir. Sólo que me cuesta asimilarlo.

Después de atravesar la ciudad y llegar a la costa de Tsujid, aparqué en una zona de estacionamiento delimitada por una raya blanca al lado de un pinar. Había muy pocos vehículos. Le propuse a Yuki dar un paseo antes de ir a ver a su padre. Hacía una agradable tarde de abril. Corría una suave brisa y, cerca de la orilla, el mar estaba en calma. Mar adentro, pequeñas olas, silenciosas y regulares, iban y venían, como si alguien sacudiera ligeramente una sábana. Los surfistas que, resignados, habían vuelto a tierra firme fumaban sentados en la arena con los bañadores mojados. El humo blanco de una hoguera en la que quemaban desperdicios ascendía casi recto hacia el cielo y, a la izquierda, como un espejismo, se divisaba débilmente la isla de Enoshima. Un gran perro negro recorría la orilla de izquierda a derecha, a un trote uniforme, como si estuviera obsesionado por algo. En alta mar, una bandada de gaviotas sobrevolaba unas barcas dibujando en el cielo remolinos blancos. La primavera también se dejaba sentir en el mar.

De camino a Fujisawa por el paseo que había a lo largo de la playa, nos cruzamos con gente que hacía footing y alumnas de instituto en bicicleta. Cuando nos apetecía, nos sentábamos en la arena y contemplábamos el mar.

—Dime, eso que me has contado, ¿lo sientes a menudo? —le pregunté.

—No. Muy de vez en cuando —contestó Yuki—. Me pasa con muy pocas personas. Y, si puedo, intento evitarlo. Si siento algo, intento con todas mis fuerzas no pensar en eso. Cuando me da la impresión de que voy a empezar a sentirlo, intento cerrarme, así no lo noto tan profundamente. Es como cuando estás viendo una película y, al presentir que va a pasar algo que te va a dar miedo, cierras los ojos hasta que pasa del todo.

—Pero ¿por qué lo evitas?

—Porque es horrible —dijo ella—. Hace tiempo, cuando era más pequeña, no me cerraba. Cuando sentía algo lo decía, incluso en la escuela. Pero lo único que conseguía era que todos me despreciaran. Por ejemplo, me daba cuenta de que alguien se iba a lastimar. Entonces se lo decía a mis amigas, y al final fulanita o fulanito se lastimaba. Sucedió varias veces y entonces todos empezaron a tratarme como si fuera un monstruo. De hecho a veces me llamaban «Monstruo». El rumor se extendió por toda la escuela. Lo pasé fatal. Y decidí no volver a decir nada. Siempre me cerraba cuando parecía que iba a ver o a sentir algo.

—Pero conmigo no lo hiciste, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

—Ocurrió de pronto y me pilló desprevenida. Me pasó de repente. Fue la primera vez que te vi, en el bar del hotel. Estaba escuchando música…, no sé si era Duran Duran o David Bowie, da igual… Sí, siempre me pasa cuando escucho música: me relaja. Por eso me gusta la música.

—Entonces, ¿eres una especie de adivina? —le pregunté—. Por ejemplo, presientes que alguien se va a lastimar.

—No lo sé. Pero creo que es algo un poco diferente. Yo no adivino nada; sólo siento que hay algo. Cuando va a pasar algo, lo noto. ¿Me entiendes? Por ejemplo, con alguien que va a hacerse daño haciendo ejercicio en una barra fija, noto su distracción o que está demasiado seguro de sí mismo, o que está disfrutando de lo que hace y se deja llevar por la euforia. Yo soy muy sensible a esa especie de olas emocionales. Y las olas se transforman en algo así como trozos, como bolsas de aire. Entonces lo sé, sé que hay un peligro. Y surge esa especie de sueño vacío. Y cuando surge…, ocurre lo que me esperaba. No es una predicción. Es algo más… complicado. Pero sucede. Lo puedo ver. Sin embargo, ahora me lo callo. Porque cuando digo algo, me toman por un monstruo. Me limito a mirar. Siento que tal persona se va a lastimar y se lastima, pero no puedo decirle nada. ¿No te parece horrible? Me odio por eso. Por eso me cierro. Así no me odio a mí misma. —Yuki cogía puñados de arena y los dejaba escurrir entre los dedos—. ¿Existe el hombre carnero? —preguntó.

—Sí —le dije—. Vive en un lugar de ese hotel. Dentro del hotel hay otro hotel. No se ve, pero está allí. Permanece para mí. En él vive el hombre carnero, que conecta distintas cosas para mí. El hombre carnero vela por mí, y es para mí como un operador telefónico, lo controla todo. Sin él, yo no podría conectarme.

—¿Conectarte?

—Sí. Cuando busco algo, cuando deseo algo, quiero conectarme a esa cosa. Entonces él lo conecta.

—No lo entiendo.

También yo empecé a coger arena y a dejarla caer entre los dedos.

—Tampoco yo acabo de entenderlo. Pero eso fue lo que me explicó el hombre carnero.

—¿Siempre ha estado ahí?

—Sí, durante años. Desde que yo era pequeño. Pero hasta hace poco no me di cuenta de que tenía esa forma. El hombre carnero fue adquiriendo una forma definida poco a poco, a medida que yo me hacía mayor, y al mismo tiempo definió la forma del mundo en el que vive. No sé a qué se debe. Quizá sea necesario. A lo mejor surgió esa necesidad porque con los años uno pierde distintas cosas. Supongo que uno necesita ese apoyo para poder vivir. Pero no lo sé. He pensado mucho sobre eso. Pero no sé. A veces me parece extraño, y a veces hasta estúpido.

—¿Se lo has contado a alguien?

—No. ¿Quién iba a creerme? Además, tampoco sé bien cómo explicarlo. Es la primera vez que lo hablo con alguien. Me pareció que a ti sí que podía contártelo.

—Para mí también es la primera vez que se lo cuento a alguien. Siempre me lo he callado. Papá y mamá saben algo, aunque yo nunca se lo conté. Desde que me pasó eso en la escuela, pensé que sería mejor no hablarlo con nadie.

—Me alegro de haberlo hablado contigo —le dije.

—Bienvenido al Club de los Monstruos —dijo Yuki mientras jugaba con la arena.

Mientras regresábamos al coche, Yuki me habló de sus problemas en la escuela secundaria.

—No he vuelto desde las vacaciones de verano —me dijo—. No odio estudiar, no. Lo que pasa es que aborrezco ese sitio. No puedo soportarlo. Cuando voy al colegio me pongo enferma y vomito. Vomitaba todos los días. Y cuando vomitaba se metían conmigo. Todos. Hasta los profesores.

—Si yo hubiera sido compañero tuyo en clase, nunca me habría metido con una niña tan guapa como tú.

Yuki contempló el mar.

—Pues quizá se metieran conmigo precisamente por ser guapa. Además, yo soy hija de gente famosa. Cuando eres hija de famosos, una de dos: o te tratan muy bien o no paran de meterse contigo. A mí me pasa lo segundo. Nunca consigo llevarme bien con nadie. Por eso soy así, tan cerrada, pero también tímida. Cuando tengo miedo soy una presa fácil. Se meten conmigo de mala manera, es muy desagradable. Me hacen cosas muy humillantes. Cosas impensables. Es que…

La tomé de la mano.

—Tranquila —le dije—. Olvida todas esas tonterías. No tienes por qué ir si no quieres. Te entiendo perfectamente. Es un lugar espantoso. Siempre hay algún imbécil que va de chulo. Y profesores de pacotilla que se lo tienen muy creído. A decir verdad, el ochenta por ciento de los profesores son sádicos o incompetentes. O unos sádicos incompetentes. Van acumulando estrés y luego se desquitan con los alumnos. Hay cientos de pequeñas normas absurdas. Se crea un sistema en el que se aplasta la personalidad del individuo y sólo los idiotas sin una pizca de imaginación sacan buenas notas. Antes era así. Imagino que seguirá siéndolo. Esas cosas nunca cambian.

—¿En serio piensas eso?

—Claro. Podría pasarme una hora hablando de lo absurda que es la escuela.

—Pero la enseñanza secundaria es obligatoria.

—Eso es algo que se le ha ocurrido a otra persona, no a ti. Nadie tiene la obligación de ir a un sitio a que lo maltraten. Tienes derecho a odiarlo. Puedes decirlo en voz alta: ¡Lo odio!

—Pero ¿y qué voy a hacer? ¿Seguir así siempre?

—A tu edad yo también me preguntaba si tendría que seguir así toda la vida. Pero no. Sales adelante. Y si en algún momento las cosas no salen bien, ya se te ocurrirá algo. Cuando crezcas un poco más te enamorarás. Te comprarán tu primer sujetador. También cambiará tu manera de ver las cosas.

—Pareces tonto, de verdad —soltó de pronto—. Ahora todas las chicas de trece años llevan sujetador. Parece que vayas con medio siglo de retraso.

—¿Ah, sí? —dije yo.

—Sí —dijo ella y lo aseveró una vez más—: eres tonto de remate.

—Quizá —dije.

Yuki echó a andar delante de mí hacia el coche sin añadir nada más.