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Y a continuación… Lo dije mientras contemplaba el cielo azul, las hojas de las palmeras y las gaviotas, tumbado en la arena de la playa Fort DeRussy. Yuki estaba a mi lado. Yo me había tumbado boca arriba sobre una estera y ella estaba boca abajo con los ojos cerrados. En el enorme radiocasete Sanyo que estaba a su lado sonaba un nuevo tema de Eric Clapton. Yuki, que se había embadurnado de la cabeza a los pies con aceite de coco, llevaba un pequeño biquini verde oliva. Su piel estaba resbaladiza como la de un joven y esbelto delfín. Un chico samoano pasó por delante de nosotros con su tabla de surf mientras un socorrista muy bronceado, en lo alto de su puesto, vigilaba la playa con una cadena al cuello que despedía reflejos dorados. Todo olía a flores, fruta y crema bronceadora. Hawai.

Y a continuación

Ocurrían cosas, entraban en juego otras personas y se sucedían las escenas. Poco tiempo atrás me paseaba sin rumbo por las calles nevadas de Sapporo. Y ahora miraba el cielo tumbado en una playa de Honolulu. Es lo que se llama el devenir. Trazar la línea siguiendo los puntos me había conducido a esto. Había llegado hasta ahí bailando al son de la música. ¿Estaría bailando bien? Hice un rápido repaso de todo lo que me había ocurrido y analicé mi comportamiento.

No lo he hecho tan mal, me dije para mis adentros. Desde luego, no he estado sublime, pero tampoco ha sido tan desastroso. Si volviera a vivir lo mismo, me comportaría igual. Es lo que se llama coherencia. Al menos sigo moviéndome. No dejo de marcar los pasos.

Ahora estaba en Honolulu. Se había impuesto un descanso.

Y a continuación… haremos un descanso.

Aunque mi intención era decirlo en un susurro, Yuki debió de oírme. Se volvió hacia mí, se quitó las gafas de sol y, entornando los ojos, escrutándome, me preguntó abruptamente:

—¿En qué estás pensando?

—En nada importante —contesté.

—Pues deja de farfullar. Si quieres hablar solo, hazlo cuando estés en tu habitación.

—Lo siento. Ya me callo.

—No te digo… Pareces tonto —dijo, más calmada.

—Sí —coincidí.

—Eres como uno de esos viejos que se pudren de soledad —dijo Yuki. Luego se volvió del otro lado.

Habíamos tomado un taxi para ir desde el aeropuerto hasta el aparthotel. Nada más llegar, había dejado el equipaje en el suelo, me había puesto unas bermudas y una camiseta. Después había ido al centro comercial más cercano para comprar un radiocasete grande. Me lo había pedido Yuki.

—Que sea muy grande y suene lo más alto posible.

Utilizando el cheque de viaje que Hiraku Makimura me había dado, compré un radiocasete Sanyo enorme, un montón de pilas y algunas cintas. Luego pregunté a Yuki si quería algo más. ¿No necesitaba ropa? ¿Un bañador? Ella hizo un gesto negativo con la cabeza. Nada, contestó. Cuando íbamos a la playa, ella siempre quería que nos lleváramos el radiocasete. Por supuesto, cargaba yo con él. Iba detrás de ella con el trasto al hombro, como el indígena que sale en las películas de Tarzán («Bwana, yo no querer seguir por ese camino. Ahí vivir diablo»). En la radio pinchaban un tema pop tras otro. Por eso recuerdo bien todas las canciones que estaban de moda aquella primavera: las de Michael Jackson arrasaban en todo el mundo como una epidemia aséptica; Hall & Oates, un tanto más mediocres, luchaban por abrirse camino. Y también unos Duran Duran faltos de creatividad; un Joe Jackson que, aunque poseía cierto brillo, no sabía (o eso opino yo) cómo hacerlo llegar al resto del mundo; unos Pretenders a todas luces sin futuro, y unos Supertramp y unos The Cars que siempre provocaban un rictus de indiferencia, entre un sinfín de piezas y grupos.

La habitación del aparthotel, como había dicho Makimura, estaba bien. Por supuesto, el mobiliario, la decoración y los cuadros que decoraban la pared distaban mucho de lo que se puede llamar chic (¿en qué lugar del archipiélago hawaiano hay algo chic?), pero resultaba acogedora y estaba cerca de la playa. Al hallarse en la décima planta, era tranquilo y tenía unas magníficas vistas. Desde la terraza se podía contemplar el océano mientras se tomaba el sol. La cocina también era amplia, limpia y funcional. Tenía de todo, desde microondas hasta lavavajillas. La habitación de Yuki, contigua a la mía, era un poco más pequeña y en lugar de cocina tenía una encantadora kitchenette. Todos los huéspedes con los que nos encontrábamos en el ascensor o en recepción eran elegantes.

Después de comprar la radio, me había ido solo a un supermercado de la zona donde compré cerveza, vino californiano, fruta y zumo en abundancia, así como todo lo necesario para preparar sándwiches. Luego Yuki y yo fuimos a la playa, nos tumbamos en la arena y nos pasamos el resto del día mirando el mar y el cielo. Apenas hablamos. Aparte de darnos la vuelta de vez en cuando, lo único que hicimos fue dejar pasar las horas. El sol quemaba la arena sin piedad. La brisa marina, cargada de una suave humedad, mecía, cuando se acordaba, las hojas de las palmeras. Yo, amodorrado, me adormecía hasta que la voz de alguien que pasaba a nuestro lado o el viento me despertaban. Entonces me preguntaba dónde estaba y tardaba un poco en caer en la cuenta de que estaba en Hawai. El sudor, mezclado con la crema bronceadora, me corría por las mejillas. Los sonidos, igual que las olas, iban y venían, confundidos con los latidos de mi corazón. Y éste volvía a ocupar un lugar en el vasto entramado del mundo.

Todos mis resortes se distendieron y me relajé. Se había impuesto un descanso.

En la expresión de Yuki se había operado un cambio desde el mismo momento en que se bajó del avión y entró en contacto con el tibio aire de Hawai. Al bajar la escalerilla, se quedó quieta, cerró los ojos como si no pudiera soportar la luminosidad, respiró hondo y volvió a abrirlos para mirarme. En ese instante la tensión que crispaba su rostro desapareció. Ya no había temor ni rabia. Incluso sus gestos habituales, como toquetearse el pelo, sacarse el chicle de la boca y envolverlo para tirarlo o encogerse de hombros sin ton ni son, parecían ahora naturales y despreocupados. Entonces me di cuenta de lo difícil que había sido su vida.

Al verla allí tumbada, con el cabello recogido en una coleta, las gafas de sol y aquel pequeño biquini, nadie habría adivinado cuántos años tenía. Aunque su constitución era todavía la de una niña, con aquella imagen nueva, natural y en cierta manera autosuficiente parecía mucho mayor. Sus brazos y sus piernas eran esbeltos pero vigorosos. Cuando se desperezaba, parecía que el espacio que la rodeaba se extendiera en las cuatro direcciones. Me di cuenta de que entraba en la fase más dinámica del crecimiento. Se hacía adulta a pasos agigantados.

Nos embadurnamos la espalda de crema. Ella me untó a mí primero. «Tienes una espalda enorme», me dijo. Era la primera vez que alguien me decía eso. Cuando se la unté yo, a ella le entraron cosquillas y empezó a retorcerse. El pelo recogido dejaba al descubierto su nuca y sus pequeñas orejas blancas. Al verla, yo sonreía. Cuando la miraba, allí tumbada, me parecía tan adulta que yo mismo me sorprendía. Sin embargo, la nuca era la de una niña de su edad, y precisamente de ese contraste se derivaba un candor infantil fuera de lugar. Pero todavía es una niña, pensaba yo. Por extraño que parezca, la nuca es la parte del cuerpo que envejece y cambia más de acuerdo con la edad. No sabría decir por qué, pero las niñas tienen nuca de niña, y las mujeres tienen nuca de mujer.

—Al principio hay que broncearse despacio —me dijo Yuki con cara de sabihonda—. Primero te pones a la sombra, después te tumbas un poco al sol y vuelves a la sombra. Hay que hacerlo así para no quemarse. Si te salen ampollas, luego te quedan marcas y es un horror.

—Sombra-sol-sombra —repetí mientras le embadurnaba la espalda.

Así fue como pasamos nuestra primera tarde en Hawai: básicamente, tumbados bajo una palmera escuchando las canciones de la radio. De vez en cuando iba a darme un chapuzón, nadaba y me tomaba una piña colada bien fría en el chiringuito de al lado. Ella no se bañó. Lo primero es el relax, me decía. Bebió un zumo de piña mientras, bocado a bocado, tomándose todo el tiempo del mundo, se comía un perrito caliente con mostaza y pepinillos. Permanecimos tumbados allí hasta que aquel sol inmenso se hundió en el horizonte, y el fulgor rojo, amarillo y naranja del cielo tiñó las velas de los catamaranes que salían al atardecer. No había quien moviera a Yuki de allí.

—Venga —dije yo—. Está anocheciendo y tengo hambre. Vamos a dar un paseo y a cenar una buena hamburguesa, de las de verdad, jugosa y tierna, con ketchup y cebolla dorada.

Ella asintió pero sin hacer ademán de levantarse. Seguía tumbada, en la misma posición, como si quisiera aprovechar hasta el último minuto del día. Yo enrollé la estera y cargué con el radiocasete.

—No te preocupes, que mañana habrá más. Y cuando mañana se acabe, vendrá pasado mañana, y luego otro día y otro y otro —le dije.

Ella alzó la cara con una sonrisa. Cuando le tendí la mano, la tomó y se levantó.