34

El lunes por la tarde, en Hakone, Dick North había ido a hacer la compra y había salido del supermercado cargado de bolsas cuando un camión que en ese instante pasaba a toda velocidad por la calle lo atropelló. El conductor del camión no se explicaba cómo no había pisado el freno tratándose de una pendiente con tan mala visibilidad, y declaró que lo único que se le ocurría es que fuera cosa del diablo. Dick North también tenía su parte de culpa: antes de cruzar miró hacia la izquierda, pero tardó demasiado en comprobar que no venía ningún vehículo por la derecha. Suele ocurrir cuando uno pasa mucho tiempo en el extranjero y regresa a Japón. Uno no se acostumbra al sentido del tráfico por la izquierda y mira primero hacia el lado equivocado. En la mayoría de los casos, todo termina con un pequeño susto, pero a veces se producen graves accidentes. Es lo que le ocurrió a Dick North. El camión se lo llevó por delante y lo lanzó al otro carril, donde lo arrolló una camioneta que venía en sentido contrario. Falleció en el acto.

Cuando me lo comunicaron, lo primero que me vino a la mente fue la imagen de él haciendo la compra en el supermercado de Makaha: seleccionaba expertamente los productos, examinaba atentamente la fruta, lanzaba sin cohibirse las cajas de Tampax al carrito de la compra. Sentí lástima por él. La verdad es que la desgracia lo perseguía. Perdió un brazo por culpa de una mina que otro soldado había pisado. Se pasaba el día intentando eliminar el olor de los cigarrillos encendidos de Ame. Y murió atropellado por un camión mientras cargaba con las bolsas del súper.

Para el funeral, enviaron su cadáver a su verdadera familia, su mujer y sus hijos. Naturalmente, ni Ame ni Yuki ni yo asistimos.

El martes por la tarde recogí a Yuki con el Subaru, que Gotanda ya me había devuelto, y fuimos a Hakone. Yuki me había dicho que no podíamos dejar sola a su madre.

—No sabe arreglárselas sola. Tiene una asistenta, pero ya es muy mayor y de noche se va a su casa.

—Es mejor que te quedes un tiempo con tu madre.

Yuki asintió. Luego se puso a hojear el mapa de carreteras.

—El otro día hablé muy mal de él.

—¿De Dick North?

—Sí.

—Pues sí. Dijiste que era tonto de remate —le recordé.

Yuki devolvió el mapa a la guantera de la puerta, apoyó el codo en el marco de la ventanilla y se puso a contemplar el paisaje por el parabrisas.

—Pero no era mala persona —rectificó—. Siempre fue muy amable conmigo, me trató muy bien. También me enseñó muchas cosas de surf. A pesar de ser manco, se las arreglaba mejor que mucha gente con dos brazos. Y se preocupaba por mamá.

—Lo sé.

—Dije cosas horribles de él. Era como si necesitara criticarlo.

—Lo sé —dije—. No podías evitarlo.

La muchacha no dejaba de mirar hacia delante. No se volvió hacia mí ni una sola vez. El viento de comienzos de verano que entraba por la ventanilla abierta de par en par le revolvía el flequillo como si fuera hierba.

—Es una lástima, pero sí, era una buena persona —dije—. Y creo que merece nuestro respeto. Sin embargo, a veces la gente lo trataba como un bonito cubo de la basura. La gente tiraba de todo en él. Quizá siempre le había ocurrido eso, como si fuera algo inherente a él. Igual que, en tu madre, esa capacidad para captar la atención de todo el mundo. La mediocridad es como una mancha en una chaqueta blanca; una vez adherida, nadie puede quitarla.

—Es injusto.

—La vida siempre es injusta —le dije.

—De todas formas siento que he hecho cosas horribles.

—¿A Dick?

—Sí.

Yo lancé un suspiro, paré el coche en la cuneta y apagué el motor. Solté el volante y me volví hacia ella.

—Creo que pensar así es una tontería —le dije—. En vez de sentir ahora remordimientos, deberías haberlo tratado bien desde un principio. Al menos tendrías que haberte esforzado en ser justa con él. Pero no lo hiciste, así que no tienes derecho a sentirlos. En absoluto.

Yuki me miró con los ojos entornados.

—Quizá esté siendo demasiado severo. Pero es que no quiero que la gente piense de esa manera tan estúpida, ni tú ni nadie. Mira, ¿sabes qué?, hay ciertas cosas que es mejor no decirlas tan a la ligera, porque no resuelven nada. Tú sientes remordimientos por tu conducta hacia Dick North. Imagino que son auténticos, pero quizá no lo sean. Lo único cierto es que, si yo fuera Dick North, no querría que te remordiese la conciencia. No querría que dijeses a otros: «Oh, qué cruel he sido». Es una cuestión de cortesía. Deberías aprender la lección.

Yuki no contestó. Se presionaba las sienes con la yema de los dedos y tenía los párpados cerrados, como si estuviera dormida. De vez en cuando, sus pestañas se movían de arriba abajo y los labios le temblaban ligeramente. Quizá lloraba por dentro. Lloraba sin hacer ruido ni lagrimear. ¿Estaba pidiéndole demasiado a una niña de trece años? ¿Era yo el más indicado para dar lecciones? Pero así son las cosas: frente a ciertas actitudes, no sé andarme con miramientos. Si algo me parece estúpido, me parece estúpido, y cuando no puedo reprimirme, no me reprimo.

Yuki permaneció en esa posición, inmóvil, durante largos minutos. Yo estiré la mano y toqué su brazo con suavidad.

—Tranquila. Tú no tienes la culpa de nada —le dije—. Quizá sea yo, que soy demasiado estrecho de miras. Para ser justos, debo decir que lo estás llevando todo muy bien. No te preocupes.

Una lágrima corrió por su mejilla hasta caerle en la rodilla. Pero eso fue todo. No derramó ni una lágrima más. Era extraordinario.

—¿Qué puedo hacer? —dijo al cabo de un rato.

—No tienes que hacer nada —le dije—. Sólo guardarte para ti aquello que no se puede expresar con palabras. Por cortesía hacia los muertos. Con el tiempo entenderás muchas cosas. Lo que tenga que permanecer, permanecerá; lo que no, no permanecerá. El tiempo soluciona la mayor parte de las cosas. Lo que no pueda solucionar el tiempo, lo solucionarás tú. ¿Te resulta muy difícil de entender lo que digo?

—Un poco —dijo Yuki, y esbozó una tímida sonrisa.

—Claro que es difícil —reconocí, riéndome—. La mayoría de las personas que conozco no lo comprenden. Porque piensan de distinto modo que yo. Pero estoy convencido de que mi manera de pensar es la correcta. La gente se muere así, sin más, continuamente. La vida es mucho más frágil de lo que crees. Por lo tanto, debemos tratar a los demás de manera que, a su muerte, no nos queden remordimientos. Con justicia y, a ser posible, honradez. A mí no me cae bien la gente que, sin haber hecho nunca el esfuerzo, cuando alguien muere llora y se arrepiente. No, no los soporto.

Yuki, apoyada contra la puerta, me miró.

—Pero a mí eso me parece muy complicado —dijo.

—Sí, es complicado, mucho —respondí—. Pero merece la pena intentarlo. Incluso un niño obeso mariquita que canta mal como Boy George ha conseguido convertirse en una estrella. El esfuerzo lo es todo.

Yuki sonrió.

—Sí, creo que, de alguna manera, te entiendo —dijo.

—Me alegro —repliqué, y arranqué de nuevo.

—Pero ¿por qué le tienes tanta tirria a Boy George?

—¿Por qué será?

—¿No será que, en el fondo, te gusta mucho?

—Consideraré lo que dices con calma —dije.

La casa de Ame estaba en medio de un extenso complejo urbanístico. Se accedía por un portalón enorme, y cerca de la entrada había una piscina y una cafetería. Junto a ésta, vi una especie de mini supermercado en el que se apilaban montones de comida basura. Alguien como Dick North se habría negado a comprar nada en una tienducha como ésa. Yo también. Mi querido Subaru sudó para subir por aquella sucesión de cuestas serpenteantes. La casa de Ame se encontraba en mitad de la colina. Era enorme para tan sólo una madre y una hija. Estacioné delante, cargué con el equipaje de Yuki y subimos unas escaleras laterales de piedra. Desde los cedros que se alzaban en la pendiente se divisaba el mar de Odawara: la atmósfera estaba brumosa y el mar brillaba con los tonos opacos de la primavera.

Ame se paseaba por el amplio y soleado salón con un cigarrillo encendido en la mano. Un gran cenicero de cristal contenía las colillas dobladas y aplastadas de Salem. Había ceniza por toda la mesa, como si alguien hubiera soplado con fuerza en el cenicero. Apagó el cigarrillo en éste, se acercó a Yuki y le acarició la cabeza hasta despeinarla. Ame llevaba puesta una amplia sudadera naranja, llena de manchas de productos químicos para revelado, y unos vaqueros descoloridos. Tenía el pelo alborotado y los ojos enrojecidos. Seguramente no había dormido nada y no había parado de fumar.

—Ha sido horrible —me dijo Ame—. ¿Cómo pueden pasar cosas tan espantosas?

Le di mis condolencias y le pregunté por los detalles del accidente, que había ocurrido la víspera. Dijo que todo había sucedido de manera tan repentina que todavía estaba desconcertada. En todos los sentidos.

—Encima, hoy la asistenta tiene fiebre y no ha podido venir. Justo ahora. ¿Cómo puede ponerse enferma en un momento así? Creo que me voy a volver loca. Ha venido la policía, la mujer de Dick me ha llamado… Ya no sé qué hacer.

—¿Qué le ha dicho la mujer de Dick? —le pregunté.

—No sé —contestó Ame después de suspirar—. Se ha echado a llorar. A veces murmuraba cosas en voz baja. Apenas la entendía. Además, ¿qué podía decirle en un momento así?

Asentí.

—Al final le dije que le enviaría todas las cosas de Dick que estaban en nuestra casa. Pero ella no podía parar de llorar.

Volvió a suspirar y se hundió en el sofá.

—¿Quiere beber algo? —le ofrecí.

Contestó que le apetecía un café caliente.

Primero recogí el cenicero, limpié con un paño las cenizas esparcidas sobre la mesa y retiré una taza con restos de cacao adheridos. Una vez en la cocina, lo lavé todo, puse agua a hervir y preparé café cargado. A pesar de que Dick siempre se había esforzado por mantener impoluta la cocina, no había pasado ni un día desde su fallecimiento y ya se notaba un claro estado de abandono. La vajilla había sido arrojada al fregadero sin ton ni son, el tarro del azúcar estaba abierto. En el hornillo de acero inoxidable había manchas pegajosas de cacao. Habían dejado un cuchillo sin lavar después de haber cortado queso o algo parecido.

Pobre hombre, pensé. Seguro que había puesto su empeño en mantener el orden y, sin embargo, en un solo día todo se había esfumado sin dejar rastro. Las personas van dejando su impronta en los lugares que más se avienen consigo. Para Dick North era la cocina. Y su tenue impronta se había desvanecido en un instante.

Pobre, me repetí. No se me ocurría otra palabra.

Cuando llevé el café al salón, me encontré a Ame y a Yuki sentadas muy juntas en el sofá. Ame, con la mirada vidriosa y perdida, descansaba la cabeza en el hombro de Yuki. Parecía ida, como si se hubiera tomado algún medicamento. A Yuki, inexpresiva, no parecía desagradarle o preocuparle que su madre se apoyase en ella en ese estado de postración. ¡Qué madre y qué hija más raras!, pensé. Cuando se juntaban, se creaba un ambiente extraño, diferente de cuando uno estaba a solas con cualquiera de ellas. Había, además, un punto de inaccesibilidad. ¿Qué narices sería?

Ame se tomó el café sujetando la taza con ambas manos. «Está rico», dijo, agradecida. Cuando lo terminó, parecía un poco más sosegada. La luz volvió a sus ojos.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunté a Yuki.

Yuki negó con la cabeza, inexpresiva.

—¿Ya ha terminado todas las diligencias? Asuntos administrativos, legales y ese tipo de trámites… —pregunté a Ame.

—Sí, ya está. No hubo ninguna complicación; al fin y al cabo, fue un accidente de tráfico normal y corriente. Un agente de policía se presentó en casa y me informó de lo ocurrido. Él llamó por mí a la mujer de Dick. Fue ella quien se encargó de todos los trámites. Yo, administrativa y legalmente, no tengo ningún vínculo con Dick. Más tarde su mujer me llamó. Ya sabes, apenas dijo nada; sólo lloraba. Pero tampoco me echó nada en cara.

Yo asentí, mientras pensaba: Un accidente de tráfico normal y corriente. Dentro de tres semanas se habrá olvidado por completo de Dick North. Ella era olvidadiza y él fácil de olvidar.

—¿Hay algo que pueda hacer yo? —le pregunté a Ame.

Ella me miró de reojo y luego posó la vista en el suelo. Estaba pensativa, pero no excesivamente seria, y el color de sus ojos se volvió opaco para luego recuperar poco a poco la luminosidad. Era como si se hubiera ido alejando tambaleante y de pronto, tras cambiar de opinión, hubiera regresado.

—Las cosas de Dick —murmuró entonces—. Hace un momento le comenté que le prometí a su esposa que se las devolvería, ¿no?

—Sí.

—Anoche lo preparé todo. Reuní sus manuscritos, la máquina de escribir, sus libros y su ropa y lo metí todo en una maleta. No es mucho. No tenía demasiadas cosas. Cabe todo dentro de una maleta grande. Si me hicieras el favor de llevársela a su casa…

—Claro. La llevaré. ¿Dónde vive?

—En Tokio, en el barrio de Gtokuji —me dijo—. Desconozco la dirección exacta. ¿Podrías encargarte de averiguarlo? Tal vez esté en la maleta.

La había dejado en una habitación situada al fondo de la segunda planta. Efectivamente, la dirección de Gtokuji y el nombre de Dick North aparecían escritos con letra impecable en una etiqueta. Yuki me había conducido hasta ese cuarto. Era estrecho y alargado como una buhardilla, pero resultaba acogedor. Yuki me dijo que años atrás lo había ocupado la asistenta, en la época en que vivía con ellas. Dick North la había arreglado. Encima de un pequeño escritorio había una goma y cinco lápices bellamente afilados, dispuestos como en una naturaleza muerta. El calendario de pared estaba lleno de anotaciones. Yuki observó en silencio la habitación, apoyada en el marco de la puerta. Todo estaba en calma. No se oía nada salvo el trino de los pájaros. Recordé la casa de Makaha. Aquello también era tranquilo. Y sólo se oía el canto de los pájaros.

Agarré la maleta y bajé las escaleras. Debía de estar llena de papeles y libros, porque pesaba más de lo que parecía. El peso de la maleta me hizo pensar en el sino de Dick North.

—Voy a llevársela ahora mismo —informé a Ame—. Estas cosas es mejor hacerlas cuanto antes. ¿Hay algo más en que pueda ayudarle?

Ame, desconcertada, cruzó una mirada con Yuki, y ésta se encogió de hombros.

—La verdad es que no tenemos demasiado para comer —dijo Ame en voz baja—. Precisamente él había salido a hacer la compra cuando pasó lo que pasó…

—Está bien. Ya me encargo de ir a comprar.

A continuación inspeccioné la nevera e hice una lista de lo que creía que necesitaban. Me dirigí a la ciudad e hice la compra en el supermercado delante del cual Dick North había sido atropellado. Tendrían suficiente para cuatro o cinco días. Al regresar, envolví cada alimento en film transparente y lo guardé todo en la nevera.

Ame me dio las gracias. No ha sido nada, le dije. Era verdad. Sólo había despachado lo que la muerte había impedido que Dick North terminara.

Las dos salieron a despedirse desde lo alto de las escaleras de piedra, como habían hecho en Makaha cuando me fui de Hawai. Sólo que esta vez nadie agitó la mano. Eso le correspondía a Dick North. Ellas dos se quedaron quietas, mirándome sin moverse apenas. Parecía una escena mitológica. Metí la maleta de plástico gris en el asiento trasero del Subaru y subí al coche. Ellas permanecieron quietas hasta que tomé la primera curva. El sol estaba a punto de ponerse y al oeste el mar empezó a teñirse de naranja. Pensé en qué harían las dos esa noche.

El esqueleto sin brazo que había visto en aquel extraño y penumbroso cuarto de Honolulu era, ahora lo veía claro, el de Dick North. Quizá era allí donde se reunían los muertos. Seis esqueletos, seis muertos. ¿A quién pertenecerían los otro cinco? Uno al Ratón [29], tal vez, mi difunto amigo, el Ratón. Y otro quizá a Mei. Faltaban tres. Tres muertos más.

Pero ¿por qué me había guiado Kiki hasta allí? ¿Por qué me había mostrado esas seis muertes?

Bajé hasta Odawara y tomé la autopista Tmei. Luego me apeé en Sangenjaya y, confiando en el mapa, serpenteé por las sinuosas carreteras de Setagaya hasta llegar por fin a la casa de Dick North. Era una vivienda normal y corriente, sin nada que llamara la atención, edificada por una constructora para luego venderla. En aquella pequeña y acogedora casa de dos plantas, todo parecía diminuto: las ventanas, las puertas, el buzón, la luz de la entrada. Junto a la puerta había una caseta alrededor de la cual daba vueltas un perro mestizo atado con una cadena. Había luz en el interior de la casa. Se oían voces. Dentro yacían los restos mortales de Dick North y se celebraba el velatorio. Por lo menos, al morir había encontrado un lugar adonde regresar.

Saqué la maleta del coche y la llevé hasta la entrada. Llamé al timbre y salió un hombre de mediana edad. Le dije que me habían pedido que les entregase la maleta de Dick North. Y puse cara de no saber nada más. El hombre examinó la etiqueta de la maleta y pareció comprender la situación.

—No sabe cuánto se lo agradezco —dijo, muy cortés.

Mientras regresaba a mi piso en Shibuya no pude evitar sentir desazón. Faltaban tres.

¿Significaría algo la muerte de Dick North?, reflexionaba mientras saboreaba un whisky, a solas en mi habitación. Tenía la impresión de que aquel fallecimiento repentino apenas significaba nada. Aquella pieza no encajaba en los espacios todavía en blanco de mi rompecabezas. No entraba aunque diese la vuelta a la pieza o la girara. Quizá perteneciera a otro orden de cosas completamente distinto. Con todo, presentía que su muerte provocaría un cambio, pero en una dirección poco favorable. No sabía por qué, pero me lo decía la intuición. Dick North era un buen hombre. Y su presencia aglutinaba lo que le rodeaba. Ahora había desaparecido. Algo iba a cambiar, estaba seguro. Quizá las cosas se complicaran.

¿Por ejemplo?

Por ejemplo, no me gustaba nada el rostro inexpresivo de Yuki cuando estaba con Ame. Tampoco la mirada vidriosa de Ame cuando estaba con Yuki. Eso no auguraba nada bueno. Yo adoraba a Yuki. Era una chica lista. A veces muy terca, pero en el fondo dulce. También sentía cierta simpatía por Ame. Cuando hablé a solas con ella, me pareció una mujer fascinante. Poseía talento a raudales y estaba indefensa. En cierto sentido, era mucho más infantil que Yuki. Pero la combinación de ambas se me antojaba devastadora. De alguna forma entendí a Hiraku Makimura cuando dijo que las dos habían consumido su talento.

Sí, las dos juntas emanaban una especie de poder.

Hasta entonces Dick North había mediado entre ellas. Pero ahora ya no. En cierto sentido, yo era el único que quedaba para mediar entre ellas.

Eso, por poner un ejemplo.

Llamé a Yumiyoshi y quedé con Gotanda en varias ocasiones. Con respecto a Yumiyoshi, aunque por lo general se mostraba fría, notaba en el tono de su voz que se alegraba un poco cuando la telefoneaba. Por lo menos, mis llamadas no parecían importunarla. No faltaba nunca a sus clases de natación y en los días de descanso salía a veces con un chico.

—El domingo pasado fuimos de paseo en coche hasta un lago —me dijo—, pero no hay nada entre los dos. Sólo somos amigos. Fuimos compañeros de clase en el instituto y ahora trabaja en Sapporo. Sólo eso.

Le dije que no estaba preocupado.

Lo cierto era que, a mí, que fuera a un lago o subiera una montaña con ese noviete me daba igual. Lo que me inquietaban eran las clases de natación.

—Pensé que sería mejor decírtelo —siguió—. No me gusta ocultar nada.

—No te preocupes, de verdad —repetí—. Yo lo que quiero es poder volver a Sapporo para verte y hablar contigo. Tú puedes salir con quien te dé la gana. No tiene nada que ver con nuestra relación. Yo no dejo de pensar en ti. Como ya te he dicho alguna vez, entre nosotros existe algún nexo.

—¿Un nexo?

—Por ejemplo, el hotel —le dije—. Es tu sitio y el mío. Por así decirlo, es un lugar especial para los dos.

—Mmm —dijo. Ese «Mmm» ni afirmaba ni negaba, sino que era más bien neutro.

—Desde que nos despedimos he conocido a varias personas. Me han ocurrido muchas cosas. Pero nunca he dejado de pensar en ti. Tengo muchas ganas de verte. De todas formas, aún no puedo ir. Todavía tengo un asunto que arreglar. —Había emoción contenida en mis palabras, pero la explicación resultaba poco lógica. Propio de mí.

Se hizo un silencio de duración media. Un silencio de cariz ligeramente más positivo que neutro. Pero, al fin y al cabo, un silencio. Quizá estaba siendo demasiado optimista.

—¿Y va bien ese asunto pendiente? —inquirió.

—Creo que sí. Sí. Es lo que quiero pensar —contesté.

—Ojalá lo hayas resuelto antes de la próxima primavera.

—Sí, ojalá —dije.

Gotanda parecía cansado cuando nos veíamos. Debido a que su agenda de trabajo era muy apretada, tenía que hacer malabarismos para poder verse con su ex a escondidas, siempre tratando de pasar inadvertido.

—No podemos seguir así: es lo único que tengo claro —suspiró—. No estoy hecho para esta vida tan agitada, siempre en los límites. Soy un tipo más bien hogareño. Por eso estoy rendido. Tengo la sensación de que se me tensan los nervios —dijo, y abrió ambos brazos como si tensara un cordón elástico.

—Deberías tomarte unas vacaciones y marcharte con ella a Hawai —le dije.

—Si pudiera… —sonrió débilmente—. Si pudiera, sería maravilloso. Poder pasar el día los dos tumbados en la playa, distraídos, sin pensar en nada… Cinco días estaría bien. No, no quiero ser exigente. Con tres días sería suficiente. Creo que con tres días me quitaría de encima todo el cansancio.

Esa noche estábamos en su apartamento en Azabu. Nos habíamos acomodado en su sofá chic y, con una copa en la mano, estábamos viendo un vídeo que recogía sus anuncios de televisión. Uno era de un medicamento para el estómago. Era la primera vez que lo veía. Unos ascensores en una oficina. Cuatro ascensores totalmente abiertos, sin paredes ni puerta de ningún tipo, subiendo y bajando a bastante velocidad. Gotanda, con traje negro y un maletín en la mano, iba en uno de ellos. Tenía el aspecto de un hombre de negocios y saltaba ágilmente de un ascensor a otro. Cuando uno de sus superiores subía a un ascensor, él iba hasta allí y le consultaba cosas relacionadas con el trabajo; cuando una bella secretaria subía a otro, acordaban una cita; cuando en uno de los ascensores había trabajo pendiente, iba hasta allí y lo despachaba a toda velocidad. En el otro sonaba un teléfono. No debía de ser fácil saltar de un ascensor a otro moviéndose a tal velocidad. Gotanda brincaba, pero su gesto impasible nunca se alteraba.

Entonces se oía un comentario en off: «La agotadora rutina del día a día. El cansancio que se acumula en el estómago. Un medicamento que lo aliviará en momentos de estrés…».

Me eché a reír.

—¡Qué gracioso!

—Lo mismo opino yo. Es una imbecilidad, pero tiene gracia. Los anuncios suelen ser todos una basura. Pero éste no está mal. Es de mejor calidad que la mayoría de las películas en las que he actuado. Estos anuncios cuestan mucho dinero, sobre todo por el plató y los efectos especiales. Pero en publicidad no se escatima en gastos. La idea es interesante.

—Y casi es como tu biografía.

—Tienes razón —admitió riéndose—. Se parece mucho. Hago malabarismos para saltar de un lado a otro. Me juego la vida haciéndolo. El cansancio se me concentra en el estómago. Pero ese medicamento no surte efecto: me dieron una docena de cajas y lo probé, y no funciona en absoluto.

—Con todo, saltas con mucha agilidad —dije yo, mientras rebobinaba el anuncio con el mando a distancia y volvía a verlo—. Me recuerda el humor de Buster Keaton. Puede que te vaya bien este tipo de papeles.

Gotanda asintió con una sonrisa.

—Es cierto. Me gustan los papeles cómicos. Siempre me han interesado. Siento que tengo alguna posibilidad en ese campo. Sería interesante lograr sacar el lado humorístico a un tipo serio que interpreta papeles serios como yo. Intento conservar la seriedad en este mundo intrincado y tortuoso. Sin embargo, ese modo de vida resulta cómico. ¿Entiendes a qué me refiero?

—Sí.

—No hace falta que haga nada especialmente gracioso. Sólo tengo que comportarme con naturalidad. Lo que ya de por sí resulta bastante gracioso. Me interesa ese tipo de interpretación. Hoy en día no hay en el país actores que se dediquen a esto. Cuando se trata de hacer comedia, la mayoría de la gente exagera y sobreactúa. Yo quiero hacer lo contrario: no interpretar. —Gotanda se tomó un trago y miró al techo—. Pero nadie me ofrece papeles así. Porque no tienen ninguna imaginación. Lo único que les presentan a mis agentes son papeles de médico, profesor o abogado. Ya estoy harto. Me gustaría rechazarlos, pero no puedo. Y el cansancio se me concentra en el estómago.

A raíz de las buenas críticas que el anuncio había recibido, se habían rodado varias secuelas. El patrón era siempre el mismo: Gotanda, un joven apuesto ataviado con un traje de hombre de negocios, saltaba en el último minuto a trenes, autobuses y aviones. O se agarraba a las paredes de un rascacielos con los documentos debajo del brazo, trepaba por una cuerda y se desplazaba de una oficina a otra. Todos estaban bien rodados. Lo mejor era que Gotanda se mantenía siempre impertérrito.

—Al principio, el director me dijo que pusiera cara de estar muy cansado. Que lo hiciera como si estuviera tan rendido que fuera a morirme. Pero yo le dije que no. Que no era así, que quedaría mejor si me mostraba impasible. Naturalmente, como son unos imbéciles, no se fiaron de mí. Pero yo no di mi brazo a torcer. Si salía en el anuncio no era porque me gustara. Lo hacía solamente por dinero. Aun así, tenía la sensación de que haciéndolo a mi manera se obtendría un buen resultado. Monté un número. Al final hicimos dos versiones. Cómo no, la versión que yo proponía tuvo mayor éxito. Pero cuando el anuncio triunfó, el director y los productores se llevaron todos los elogios, e incluso algún premio. A mí eso me importa poco. Yo sólo soy un actor. Me trae sin cuidado cómo valoren a los demás. Eso sí, me toca las narices que esa chusma campe a sus anchas con esos humos. Me juego lo que sea a que hoy ya se creen que la idea del anuncio se les ocurrió a ellos. Así son. Tipos tan faltos de imaginación que enseguida se autoengañan. Y que creen que soy un pésimo actor, sólo que guapo, al que le gusta montar numeritos.

—Pues a mí me parece que tienes algo especial, y no lo digo por hacerte la pelota. Sinceramente, no me había dado cuenta hasta verte en persona y hablar contigo. Había visto varias de tus películas y, para serte franco, todas me habían parecido unos bodrios, en mayor o menor medida. Hasta tú estabas mal.

Gotanda apagó el reproductor de vídeo, se preparó otra copa y puso un disco de Bill Evans; luego volvió al sofá y se tomó un trago. Como siempre, lo hizo todo con elegancia.

—Tienes razón. Toda la razón. Me doy cuenta de que salir en toda esa basura ha hecho mella en mi interpretación. Me veo lamentable. Pero, como sabes, no tengo elección. No puedo permitirme rechazar papeles. Ni siquiera me dejan escoger el color de la corbata. Son una panda de imbéciles que se creen muy listos, unos animales que se tienen por exquisitos y hacen de mí un pelele. Vete a tal sitio, ven aquí, haz esto, conduce este coche, acuéstate con ésa. Escoria tan deplorable como esas películas. Y no veo el final. ¿Hasta cuándo durará? Ni yo mismo lo sé, y eso que ya tengo treinta y cuatro años. Dentro de un mes cumplo los treinta y cinco.

—¿Por qué no lo abandonas todo y empiezas de cero? Tú puedes conseguirlo. Deja la agencia, dedícate a lo que te guste y ve pagando poco a poco las deudas.

—No creas que no lo he pensado. Si estuviera solo, seguro que lo haría. Seguramente podría hacer teatro del que a mí me gusta con alguna compañía. Con eso sería feliz. En cuanto al dinero, me las apañaría de alguna forma. Pero ¿sabes?, si empezara de cero, ella me dejaría, de todas todas. Ella sólo sabe respirar en este mundo. Si yo me fuera, y ella conmigo, tendría dificultades para respirar. No es algo bueno ni malo. Ha nacido así. Siempre ha vivido bajo la presión del star system y exige la misma presión a su compañero. Y yo la amo. Nunca podría separarme de ella. Ése es el único problema.

No había solución.

—Estoy en un callejón sin salida —dijo Gotanda sonriendo—. Cambiemos de tema. Aunque hablásemos de esto toda la noche, no llegaría a ninguna parte.

Hablamos de Kiki. Él me preguntó por mi relación con ella.

—Pese a que Kiki ha sido el eslabón que ha permitido que nos reencontremos, he caído en la cuenta de que apenas hablas de ella —me dijo Gotanda. Y me preguntó si me resultaba complicado hablar de ese asunto. Porque, si era así, no me preguntaría por ella.

Le contesté que no, que no me resultaba complicado.

Le hablé del día en que Kiki y yo nos conocimos, y le dije que acabamos viviendo juntos. Se coló en mi vida como un gas que se infiltra calladamente y de forma natural en un espacio vacío.

—Fue todo muy natural —le conté—. No sé cómo explicarlo. Todo transcurrió con toda naturalidad. Por eso en aquel momento no me pareció extraño. Pero más tarde comprendí que muchas cosas habían sido ilógicas e irreales. Absurdas, dicho de otra manera. Por eso hasta ahora no se lo he contado a nadie. —Bebí un trago y agité los cubitos del vaso—. En esa época, Kiki trabajaba de modelo publicitaria de orejas, y fue mirando fotos de sus orejas como me fijé en ella. Tenía unas orejas perfectas. Yo trabajaba para agencias de publicidad, y hacía anuncios a partir de ese tipo de fotos. Mi trabajo consistía en ponerles un eslogan. No recuerdo de qué iba el anuncio, pero alguien me había enviado fotos. Unas fotos ampliadas a gran tamaño de las orejas de Kiki. Hasta se veía la pelusilla de la piel. Las colgué en la pared de la oficina y todos los días las contemplaba. Primero lo hacía para inspirarme, pero al poco tiempo observarlas se convirtió en una rutina. Aun después de terminar aquel trabajo, seguí observándolas. Eran unas orejas preciosas. Me habría gustado mostrártelas. Eran perfectas.

—Ahora que lo dices, recuerdo que comentaste algo acerca de sus orejas —me dijo Gotanda.

—Sí. Y entonces me dije que tenía que conocer a toda costa a la chica que tenía aquellas orejas. Sentía que, si no la conocía, mi vida no avanzaría ni un paso. No sé por qué, pero tenía esa fijación. La llamé por teléfono. Ella accedió a quedar conmigo. Y el primer día que quedamos Kiki me enseñó las orejas en privado, no por nada relacionado con el trabajo, sino en privado. En carne y hueso eran mucho más fabulosas que en fotografía. Eran realmente preciosas. Cuando las enseñaba por trabajo, es decir, cuando hacía de modelo, las bloqueaba, me dijo. Por eso la impresión que daban en privado era muy distinta: daba la sensación de que se transformaba todo lo que las rodeaba. El mundo entero cambiaba. Quizá te parezca exagerado, pero no sé expresarlo de otro modo.

Gotanda se quedó pensativo.

—¿Qué quieres decir con que bloqueaba las orejas?

—Que separaba orejas y conciencia, en otras palabras.

—Ajá —dijo él.

—Las desenchufaba.

—Ajá.

—Parece un disparate, pero es cierto.

—Te creo, te creo. Sólo intento comprenderlo. No estoy burlándome de ti.

Recostado en el sofá, observé los cuadros colgados de la pared.

—Además, sus orejas poseen un poder especial: perciben algo y guían a las personas al lugar adecuado.

Gotanda volvió a quedarse pensativo.

—Entonces —dijo—, ¿Kiki te guió a alguna parte? ¿Al lugar adecuado?

Asentí. Pero no dije nada al respecto. Era una historia larga y no tenía demasiadas ganas de contarla. Gotanda tampoco hizo más preguntas.

—Ahora también intenta guiarme a algún lado —le dije—. Lo percibo con claridad. No he dejado de sentirlo en los últimos meses. Tirando del hilo, he ido aproximándome poco a poco. Como si me arrastrara. El hilo es fino y varias veces ha estado a punto de romperse. Sin embargo, al final he conseguido llegar hasta aquí. Entretanto, he vuelto a ver y he conocido a varias personas. Tú eres una de ellas. Una de las principales. Pero todavía no sé lo que pretende. Y dos personas han muerto: Mei y un poeta manco. Hay movimiento, pero no llego a ninguna parte.

Como los cubitos de las copas se habían derretido, Gotanda trajo una cubitera llena y preparó otros dos on the rocks. Cuando lo sirvió en los vasos vacíos, produjeron un agradable tintineo. Igual que en la escena de una película.

—Así que yo también estoy atascado —le dije—. Igual que tú.

—No, nuestros casos son distintos —replicó—. Yo amo a una mujer. Y es una pasión sin salida. Pero tú no. Al menos a ti están guiándote hacia algo. Quizá ahora te sientas desorientado, pero, comparado con el laberinto emocional al que me he visto arrastrado, lo tuyo es más liviano, más esperanzador. Al menos podría tener una salida. Lo mío no tiene solución.

Le dije que quizá tuviera razón.

—En todo caso, lo único que puedo hacer es sujetar el hilo que me ha tendido Kiki. Ella trata de enviarme alguna señal, algún mensaje. Yo aguzo el oído.

—Dime —saltó de pronto Gotanda—, ¿tú crees que también asesinaron a Kiki?

—¿Igual que a Mei?

—Sí. Se esfumó también de forma repentina. Cuando me enteré de que habían matado a Mei, enseguida me acordé de Kiki. Me pregunté si ella no habría corrido la misma suerte. No te lo comenté porque no me apetecía hablar de ello, pero ¿cabría esa posibilidad?

Guardé silencio. Yo la había visto en el centro de Honolulu, bajo aquel atardecer gris pálido. Yo sabía que era Kiki, y Yuki también lo sabía.

—Sólo es una idea que se me ha pasado alguna vez por la mente —añadió.

—Por supuesto, podría ser. Con todo, sé que Kiki intenta enviarme un mensaje. Alto y claro. Ella es especial en todos los sentidos.

Gotanda cruzó los brazos y se quedó pensando. Parecía tan cansado que creí que se había quedado dormido. A veces, sin embargo, juntaba los dedos de las manos. Sentí cómo la oscuridad nocturna penetraba en la habitación e, igual que un líquido amniótico, envolvía por completo su esbelta figura.

Tomé otro trago de whisky después de hacer girar los hielos en el vaso.

Y de pronto sentí una presencia, como si hubiera alguien más en la habitación. Percibí con nitidez su calor corporal, su respiración, el tenue olor que desprendía. Pero no era humano. Era como la perturbación que ciertos animales provocan en el ambiente. Animales, pensé. Erguí la espalda, alerta. Miré rápidamente a mi alrededor, pero no vi nada. Sólo era una sensación, la sensación de que algo se había filtrado en aquel espacio. En la sala sólo estábamos Gotanda, que meditaba con los ojos cerrados, y yo. Respiré hondo y presté atención. ¿Qué animal será?, me pregunté. Fue inútil. El animal debía de haberse agazapado en alguna parte; esperaba, conteniendo el aliento. Luego desapareció.

Relajé los hombros y me tomé otro trago.

Dos o tres minutos después, Gotanda abrió los ojos y me sonrió.

—Lo siento. Al final la velada ha resultado bastante deprimente —dijo.

—A lo mejor es porque los dos somos tipos deprimentes —le contesté riéndome.

Gotanda también se rió, pero no dijo nada más.

Luego charlamos de música durante una hora y, cuando se me despejó la borrachera, volví a casa en el Subaru. Al acostarme, me pregunté qué demonios era aquel animal.