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No es excesivamente complicado encontrar trabajo en el gran hormiguero de la sociedad capitalista. Siempre y cuando, por supuesto, uno no sea exigente ni pida imposibles.
Seis meses atrás, cuando tenía la oficina con mi socio, solía corregir textos y, en ciertos casos, los redactaba. También tenía algunos contactos en el mundo editorial. Por lo tanto, no me costó empezar a ganarme la vida como redactor freelance. A mí siempre me ha bastado con poco para vivir.
Saqué una vieja libreta de teléfonos e hice unas cuantas llamadas. Les pregunté sin rodeos si tenían algún trabajo para mí. Les expliqué que, por cosas de la vida, había pasado una temporada a la deriva y que me gustaría volver a trabajar. Ellos enseguida me ofrecieron algún trabajillo. La mayor parte consistía en escribir artículos de relleno para revistas publicitarias y folletos de empresas. Me quedo corto si digo que la mitad de lo que escribía era infumable y no le serviría de nada a nadie. Un derroche de tinta y pasta de papel. Pero despachaba los encargos casi de forma automática, sin pensar. Al principio el volumen de trabajo era escaso. Trabajaba unas dos horas al día y luego me iba a pasear o al cine. En esa época vi un montón de películas. Viví totalmente relajado durante tres meses. El caso es que, al menos, me producía cierto alivio saber que volvía a estar integrado en la sociedad.
Todo se aceleró apenas entrado el otoño. De pronto, los encargos aumentaron a un ritmo vertiginoso. El teléfono de mi apartamento no dejaba de sonar y cada vez me llegaba más correo. Por motivos de trabajo, tenía que quedar y comer con mucha gente. Todos me trataban bien y me decían que en adelante me pasarían más trabajo.
Está claro por qué: yo no hacía distinciones en lo que respectaba al trabajo; aceptaba todos los encargos. Siempre terminaba antes de plazo, nunca me quejaba y tenía buena letra. Además, era cuidadoso. Me esmeraba en aquello en que los demás hacían chapuzas y, aunque me pagasen poco, nunca ponía mala cara. Si me llamaban a las dos y media de la madrugada y me pedían doce páginas de cuatrocientos caracteres para las seis de la mañana (sobre las ventajas de los relojes analógicos, el encanto de las cuarentonas o la belleza de la ciudad de Helsinki, en la que por supuesto no había estado), a las cinco y media lo tenía listo. Si me pedían que volviera a escribirlo, a las seis estaba reescrito. Es normal que tuviese buena fama.
Era lo mismo que quitar nieve.
Cuando nevaba, yo apartaba eficientemente la nieve acumulada al borde del camino.
No albergaba ni una pizca de ambición o de esperanza. Simplemente, me ocupaba de forma sistemática de todo lo que venía. Mentiría si dijese que nunca pensé que estaba desperdiciando mi vida. Pero siempre llegaba a la conclusión de que, como gastaba tanto papel y tinta, no podía decir que desperdiciaba mi vida. Vivimos en una sociedad altamente capitalista donde el derroche es la mayor de las virtudes. Los políticos lo llaman «refinamiento de la demanda doméstica». Yo lo llamo derroche absurdo. Son diferentes modos de verlo. Sea como sea, así es la sociedad en la que vivimos. Si no nos gusta, no queda otro remedio que irnos a Bangladesh o Sudán.
A mí Bangladesh y Sudán no me interesan demasiado.
Así que me callaba y seguía trabajando.
Al poco tiempo, empezaron a llegarme encargos no sólo relacionados con la publicidad, sino también de revistas. Por alguna razón, muchos para revistas femeninas. Empezaron a encargarme entrevistas y pequeños reportajes. Con todo, no era mucho más interesante que los encargos publicitarios. Dada la naturaleza de las publicaciones, la mayoría de los entrevistados eran artistas. No importaba qué les preguntaba ni a quién: las respuestas siempre eran trilladas. Podía imaginarme lo que iban a contestarme antes siquiera de haberles hecho la pregunta. En el peor de los casos, el mánager me llamaba con antelación y me pedía que le dijese qué iba a preguntar, de modo que los entrevistados ya llevaban preparadas las respuestas. En una ocasión, cuando improvisé una pregunta a una cantante de diecisiete años, el mánager, que estaba al lado, me espetó: «Eso no es lo que acordamos, así que no va a responder». Vaya, vaya; la verdad es que era preocupante. Si no fuera por su mánager, esa chica quizá no sabría responder ni qué mes viene después de octubre. A aquello ni se le podía llamar entrevistas. Pero yo me esmeraba. Antes de cada entrevista me informaba exhaustivamente y discurría preguntas que los demás no solían formular. Trabajaba la estructura del texto hasta el menor detalle. Nadie iba a mostrarme su aprecio o iba a elogiarme. Me volcaba porque disfrutaba haciéndolo. Autodisciplina. Forzar los dedos y la cabeza, que durante algún tiempo habían estado ociosos, mediante tareas prácticas y a ser posible fútiles.
Reinserción social.
Empecé a llevar un ritmo de vida ajetreado, algo nuevo para mí. No sólo tenía un flujo de trabajo regular, sino que además recibía un montón de ofertas puntuales. Cuando no encontraban a nadie que pudiese encargarse de cierto trabajo, me lo pasaban a mí. Cuando había algún trabajo complicado, de los que dan quebraderos de cabeza, me lo pasaban a mí. En la sociedad, yo ocupaba una posición semejante a la de un desguace en las afueras de la ciudad. Si algo funcionaba mal, me lo pasaban a mí, por lo general a altas horas de la noche, cuando todo el mundo duerme plácidamente.
Gracias a ello, las cifras de mi libreta de ahorros empezaron a inflarse como nunca, pero estaba tan ocupado que no tenía tiempo para gastar el dinero. Me deshice del coche que tantos problemas me había dado y un conocido me vendió un Subaru Leone a buen precio. No era el último modelo, pero tampoco pensaba utilizarlo para recorrer largas distancias y, además, disponía de equipo estéreo y aire acondicionado. Era la primera vez en mi vida que montaba en un coche con esas prestaciones.
Me mudé a un apartamento en el barrio de Shibuya, más céntrico. La ventana daba a la autopista, lo cual era un poco molesto, pero por lo demás era muy buen piso.
Me acosté con varias chicas que conocí a raíz de mi trabajo.
Reinserción social.
Yo sabía con qué clase de chicas debía acostarme. Con cuáles tendría alguna oportunidad y con cuáles no. También, con cuáles no me convenía en absoluto. Son cosas que uno aprende con el paso de los años. Sabía, además, cuándo había llegado el momento de dejarlo. Era algo que me resultaba natural, sencillo. Por una parte, no hería a nadie y, por la otra, yo tampoco salía herido. Simplemente no se producía esa sacudida en el corazón, esa sensación de que te lo estrujaban.
Con la que más relación tuve fue con la chica que trabajaba en la compañía telefónica. Nos conocimos en una fiesta de Fin de Año. Los dos estábamos borrachos, empezamos a bromear, congeniamos y acabamos acostándonos en mi piso. Era inteligente y tenía unas piernas preciosas. A veces salíamos a pasear en el Subaru de segunda mano. Cuando le apetecía, me llamaba y me preguntaba si podía pasar la noche conmigo. Únicamente con ella mantuve esa clase de relación una pizca más profunda que las demás. Ambos sabíamos que no conducía a ninguna parte, pero compartimos tácitamente esa especie de prórroga en nuestras vidas. Para mí también fue un periodo apacible, como hacía tiempo que no vivía. Charlábamos en voz baja, tiernamente abrazados; yo cocinaba para ella y por nuestros cumpleaños nos intercambiábamos regalos; solíamos tomar cócteles en clubes de jazz. Nunca discutimos. Los dos sabíamos qué deseaba el otro. Pero al final también se terminó. Se acabó de golpe, como cuando se acaba el carrete de una cámara fotográfica.
La ruptura me dejó una sensación de pérdida mayor de lo que me imaginaba. Durante un tiempo sentí dentro de mí un espantoso vacío. Al final, yo nunca iba a ninguna parte. Todos se marchaban, uno tras otro, y sólo yo permanecía dentro de esa dilatada prórroga. Una vida real a la par que irreal.
Pero no era ése el principal motivo por el que me sentía vacío.
El problema principal era que, en el fondo de mi corazón, no la quería. Me gustaba. Me gustaba estar con ella. Cuando estábamos juntos, siempre pasaba un rato ameno. Incluso me volvía afectuoso. Pero, a fin de cuentas, no la deseaba ni la necesitaba. Me di cuenta unos tres días después de que ella se fuera. Sí, al final resultó que, cuando estaba a su lado, efectivamente, estaba en la Luna. Cuando sentía el roce de su pecho en mi costado, en realidad yo buscaba otra cosa.
En suma, he tardado cuatro años en devolver el equilibrio a mi existencia. Despacho uno tras otro todos los trabajos que me asignan, la gente confía en mí. Algunos, no muchos, me tienen aprecio. Pero, evidentemente, no me basta con eso. En absoluto. En resumen: en estos cuatro años, lo único que he conseguido ha sido regresar al punto de partida.
Bueno, tengo treinta y cuatro años y estoy como al principio. ¿Qué hago ahora?, me pregunto. ¿Por dónde empiezo?
No tengo que pensar mucho: sé desde el principio lo que debo hacer. La conclusión flotaba sobre mi cabeza, como una nube sólida, desde hacía mucho tiempo. El único problema era que, debido a la falta de coraje para llevarlo a cabo, lo había postergado día tras día. Debo ir al Hotel Delfín. Allí empezó todo.
Y debo encontrarla a ella, a la prostituta de lujo que me condujo al hotel. Porque es Kiki quien me lo pide (al lector: ella necesita un nombre, aunque sea un nombre falso. Se llama Kiki. Yo lo supe más tarde y más adelante lo relataré con detalle, pero he decidido decir su nombre en este momento. Se llama Kiki. Al menos así la llaman en cierto mundillo extraño). Y Kiki tiene en su poder la llave que todo lo abre. Debo conseguir que vuelva una vez más a la habitación. A esa habitación en la cual, cuando algo sale de allí, nunca más vuelve a entrar. No sé si será posible, pero no me queda más remedio que intentarlo. Sólo así podré empezar un nuevo ciclo.
Así pues, he preparado las maletas y despachado a toda prisa el trabajo cuyo plazo estaba a punto de terminar. Luego he cancelado todos los encargos previstos para el mes siguiente que tenía anotados en la agenda. Llamé a todo el mundo y les dije que por motivos familiares debía ausentarme de Tokio durante un mes. Algunos editores se quejaron, pero era la primera vez que yo hacía algo así y, como los había avisado con suficiente antelación, sabía que podían arreglárselas. De modo que, al final, nadie se enfadó. Les prometí que en un mes regresaría y reanudaría el trabajo. Luego tomé el avión rumbo a Hokkaid. Estábamos a principios de marzo de 1983.
Naturalmente, la deserción del campo de batalla duró más de un mes.