25

A las siete, Yuki volvió de pronto. Dijo que había ido a dar un paseo por la playa. Hiraku Makimura le propuso que se quedara a cenar. Yuki rehusó con un gesto de la cabeza. Le dijo que no tenía hambre. Quería irse a casa.

—Bueno, ven a visitarme cuando te apetezca. Pasaré casi todo el mes en Japón —le dijo su padre al despedirse. Luego se volvió hacia mí y me agradeció las molestias que me había tomado por llevarla hasta allí y se disculpó por no haber sido más hospitalario.

Viernes, el aprendiz, nos acompañó hasta la salida. En el aparcamiento situado a un lado del jardín vi un Jeep Cherokee, una Honda 750 cc y una bicicleta todoterreno.

—Por lo que veo, lleva una vida movida —le dije a Viernes.

—No lo sabe usted bien —me respondió tras pensárselo un instante—. No es el típico escritor. Vive para la aventura.

—¡Qué idiota! —dijo Yuki en voz baja.

Tanto Viernes como yo fingimos no haberla oído.

Poco después de subirnos al Subaru, Yuki dijo que tenía hambre. Paré en un Hungry Tiger junto al mar y nos comimos unos bistecs. Yo acompañé el mío con una cerveza sin alcohol.

—¿De qué habéis hablado? —inquirió mientras se comía un flan de postre.

Dado que no tenía motivos para callármelo, se lo conté por encima.

—Ya me lo imaginaba —dijo con gesto torcido—. Así es él. ¿Y tú qué le dijiste?

—Que no lo aceptaba, por supuesto. No me gustan los acuerdos de ese tipo. No me parecen serios. Con todo, no estaría mal que nos viésemos de vez en cuando. Nos vendría bien a los dos. Somos muy diferentes, pero tengo la impresión de que podríamos hablar de muchas cosas. Sin acuerdos.

Se encogió de hombros.

—Cuando tengas ganas de verme —proseguí —, me llamas y ya está. No tenemos que quedar a la fuerza, sólo cuando nos apetezca. Hemos hablado de cosas que no hemos contado a nadie, hemos compartido secretos. ¿No es cierto?

Tras titubear, me respondió que sí.

—A veces, si uno no se libera de esas cosas, acaban hinchándose dentro de uno. No somos capaces de controlarlo. Si no dejamos escaparlas, ¡bam!, acaban explotando. Vivir con eso es más complicado, como si llevaras a la espalda una carga pesada. No se lo puedes contar a nadie, nadie te comprende. Pero nosotros nos entendemos. Podemos sincerarnos el uno con el otro.

Yuki asintió.

—No te quiero obligar a nada. Si te apetece hablar, no tienes más que llamarme. Esto no tiene nada que ver con tu padre. Tampoco pretendo hacer de hermano mayor o de adulto comprensivo. En cierto sentido, los dos somos iguales. Creo que podríamos ayudarnos mutuamente.

Sin decir nada, se terminó el postre y bebió unos tragos de agua. Luego se quedó mirando de soslayo a la familia de gordos —los padres, la hija y un niño pequeño— que comía a dos carrillos en la mesa contigua. Yo, acodado en la mesa, observaba el rostro de Yuki mientras me tomaba un café. Me repetí que era muy guapa. Y sentí como si hubieran lanzado un guijarro a las aguas más hondas de mi corazón. El agujero era sinuoso, se retorcía en todas las direcciones y el fondo quedaba muy, muy abajo, pero ella había sido capaz de enviar el guijarro hasta allí. Por vigésima vez, me dije que, si hubiera tenido quince años, me habría enamorado perdidamente de ella. No obstante, a los quince años no habría entendido sus sentimientos. Ahora la entendía, hasta cierto punto. A mi manera, podía protegerla. Pero, a mis treinta y cuatro años, no me enamoraba de chicas de trece. Nunca habría funcionado.

Podía entender por qué sus compañeros de clase se metían con ella. Era tan guapa que se salía de lo ordinario. Demasiado perspicaz. Encima, ella nunca intentaba acercarse a ellos. Por eso la temían y la rechazaban. Nada que ver con Gotanda, que era consciente de la impresión que provocaba en los demás. Había aprendido a controlarla, a administrarla, y no infundía miedo. Ahora que su presencia había crecido hasta alcanzar las proporciones de una estrella, sonreía y bromeaba. Y todos sonreían y se ponían de buen humor. «¡Qué tío más simpático!», pensaban, y quizá lo era. Yuki, en cambio, era diferente. Ella tenía de sobra consigo misma como para andar pensando y enfrentándose a los sentimientos de los que la rodeaban. Acababa por herir a los demás, al tiempo que se hería a sí misma. Era radicalmente diferente a Gotanda. Tenía una vida difícil. Demasiado difícil para su edad. Incluso difícil para un adulto.

No podía prever qué sería de ella en el futuro. Quizá encontrara una manera de expresarse, igual que su madre, y se dedicara al arte. Ignoraba qué haría, pero si su actividad se ceñía a sus capacidades, todo saldría bien. O al menos eso creía yo. Como había dicho su padre, Yuki poseía talento, fuerza, un aura. Algo extraordinario. No se trataba de quitar nieve.

Pero también, al llegar a los dieciocho o los diecinueve años, podía transformarse en una chica normal y corriente. No habría sido la primera a la que le ocurriera eso. Había conocido a chicas perspicaces y de una belleza transparente que durante la adolescencia habían perdido poco a poco su brillo. Languidecían. Se convertían en chicas guapas, pero que no llegaban a resultar despampanantes. Y sin embargo se las veía felices.

Obviamente, yo no tenía ni idea de qué camino tomaría Yuki. Todo ser humano alcanza su cúspide, cada uno a su manera. Una vez que ha ascendido, no le queda más remedio que bajar. Nadie sabe dónde está esa cúspide. Uno se pregunta si todavía no la ha alcanzado y, de pronto, ya has cruzado la divisoria. Nadie lo sabe. Unos la alcanzan a los doce años y luego arrastran una vida insulsa. Otros no paran de ascender toda su vida. Otros aún mueren en la cúspide. Muchos poetas y compositores viven a merced de una furiosa racha de viento, y ascienden a tales alturas que no logran sobrepasar la treintena. Pero otros, como Pablo Picasso, siguen pintando con intensidad cumplidos los ochenta años.

¿Y yo?, me pregunté.

La cúspide, pensé. ¿La habré alcanzado ya?, me pregunté. Si miro atrás, me parece que apenas he vivido. Pequeñas vicisitudes. Altibajos. Sólo eso. No he creado nada. He amado y he sido amado, pero ya no queda nada. Un paisaje extrañamente llano y monótono. Es como si caminara dentro de un videojuego. Como el Pac-Man. Engullo una línea de puntos dentro de un laberinto. Lo único seguro es que un día tendré que morir.

Es posible que no llegues a ser feliz, había dicho el hombre carnero. No tienes más remedio que bailar. Tan bien que deslumbres a todos.

Dejé de pensar y cerré los ojos un momento.

Al abrirlos, Yuki me miraba fijamente desde el otro lado de la mesa.

—¿Estás bien? —preguntó, preocupada—. Pareces enfadado. ¿He dicho algo que te haya molestado?

Yo sonreí y negué con la cabeza.

—No, no has dicho nada.

—¿Pensabas en algo malo?

—Quizá.

—¿Piensas mucho en eso?

—Sólo a veces.

Yuki suspiró, doblando y desdoblando la servilleta de papel sobre la mesa.

—¿Nunca te has sentido muy solo? Te has despertado en medio de la noche y de pronto te has sentido así…

—Claro —le dije.

—Oye, ¿y por qué de repente te ha venido eso a la cabeza?

—A lo mejor porque eres demasiado guapa —le respondí.

Yuki me dirigió una mirada ausente, idéntica a la de su padre. Luego meneó la cabeza hacia los lados. No dijo nada.

Yuki pagó la cena. Después de decir que su padre le había dado un montón de dinero, cogió la cuenta y fue hasta la barra; sacó cinco o seis billetes de diez mil yenes del bolsillo, pagó con uno de ellos y se guardó el cambio en el bolsillo de la cazadora sin contarlo.

—Se cree que con darme dinero ya ha cumplido —dijo ella—. Es un idiota. Además, siempre me invitas tú, así que si yo te invito de vez en cuando no pasa nada.

—Muchas gracias —le dije—. Pero que quede claro que quebranta los principios clásicos de la cita.

—¿Ah, sí?

—En una cita, al acabar de comer, la chica nunca coge la cuenta y paga. Deja que pague él y después ella le da el dinero. Cuestión de protocolo. Si no, herirías el orgullo masculino. A mí, por supuesto, me da igual. Yo no soy ningún machista. Pero a muchos hombres sí les importa. En este mundo todavía hay mucho machista.

—¡Qué idiotez! —dijo ella—. Yo paso de salir con un tío así.

—Bueno, es una manera de verlo —dije mientras maniobraba para sacar el Subaru del aparcamiento—. Pero cuando uno se enamora no se guía por la razón. A veces uno no elige. Así es el amor. Cuando tengas suficiente edad para que te compren tu primer sujetador, lo entenderás.

—¡Te he dicho que ya uso! —Yuki me golpeó con fuerza en el hombro. Estuve a punto de chocar contra un gran contenedor rojo.

—Era una broma —le dije tras parar el coche—. En el mundo de los adultos todos nos reímos cuando alguien dice una broma. Aunque quizá no haya tenido demasiada gracia. Vas a tener que acostumbrarte, de todas formas.

—Hum.

—Hum.

—Pareces tonto —dijo ella.

—Pareces tonto —repetí yo.

—¡No me imites! —dijo ella.

Dejé de imitarla. Y saqué el coche del aparcamiento.

—Y ni se te ocurra volver a pegarle a alguien mientras conduce. Esta vez no bromeo. Podríamos chocar y morir los dos. Es la segunda regla del protocolo de citas: Sobrevive, nunca mueras.

—Mmm.

Apenas habló en el trayecto de vuelta. Parecía reflexionar, recostada en el asiento. A ratos dormitaba, pero era difícil saber cuándo estaba despierta y cuándo dormida. No puso ninguna de sus cintas. Por probar, puse Ballads de John Coltrane. No hizo ningún comentario. Ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que sonaba algo. Yo canturreaba los solos.

De noche, el trayecto de Shnan a Tokio es tedioso. Yo iba concentrado en las luces traseras de los coches que nos precedían. Una vez que entramos en la autopista, Yuki se incorporó y estuvo mascando chicle todo el tiempo. También se fumó un cigarrillo. Le dio tres o cuatro caladas y lo tiró por la ventanilla. Pensé en regañarla si fumaba otro, pero no hubo ocasión. Me leía el pensamiento.

Cuando aparqué delante de su edificio en Akasaka, dije:

—Hemos llegado, princesa.

Estrujó el chicle en su envoltorio y lo dejó sobre el salpicadero. Luego abrió desganadamente la puerta, se apeó y se alejó sin más. No dijo adiós, no cerró la puerta, no volvió la vista atrás. Estaba en una edad conflictiva. Eso, o simplemente tenía la regla. Me recordó a las películas de Gotanda. Muchacha sensible en edad complicada. Gotanda habría interpretado mi papel con más tacto que yo. Yuki se habría quedado prendida de él. Si no, la película no tendría éxito. Y… Madre mía, ya estaba pensando otra vez en Gotanda. Después de sacudir la cabeza, me pasé al asiento de al lado y cerré la puerta. ¡Pam! Acto seguido, regresé a casa tatareando Red Clay de Freddie Hubbard.

A la mañana siguiente me levanté temprano y fui a la estación de Shibuya a comprar algún periódico. Todavía no eran las nueve y la gente, camino del trabajo, se apelotonaba a la entrada de la estación. Pese a ser primavera, las personas risueñas podían contarse con los dedos de una mano. Y es que a lo mejor ni siquiera eran sonrisas lo que esbozaban, sino que la cara se les había crispado. Compré dos periódicos en el quiosco y me los leí mientras desayunaba en un Dunkin’ Donuts. En ninguno de los dos encontré nada sobre el asesinato de Mei. Hablaban de la inauguración de Tokyo Disneyland, del conflicto entre Vietnam y Camboya, de las elecciones para el gobernador de Tokio y de algún caso de delincuencia juvenil. Sin embargo, ni un solo renglón sobre el estrangulamiento de una joven y bella mujer en un hotel de Akasaka. Como había dicho Hiraku Makimura, era un suceso como tantos otros. No podía rivalizar con la apertura de Tokyo Disneyland. Pronto caería en el olvido. Aunque, por supuesto, habría quienes lo recordaran. Yo era uno de ellos. El asesino era otro. Tampoco lo olvidarían los dos policías.

Me apetecía ir al cine, así que abrí las páginas de la cartelera. Ningún cine daba ya Amor no correspondido. Entonces me acordé de Gotanda. Debía avisarle de lo de Mei. Si lo interrogaban y salía a relucir mi nombre, me vería en un grave aprieto. Sólo recordar a los policías me entraba dolor de cabeza.

Utilicé el teléfono rosa[18] que había en el Dunkin’ Donuts para llamar a Gotanda a su apartamento. Como era de esperar, saltó el contestador. Le pedí que me llamase, que tenía algo urgente que contarle. Luego tiré los periódicos en una papelera y regresé a casa. Mientras caminaba, me pregunté por qué luchaban Vietnam y Camboya. No lo sabía. Vivimos en un mundo complicado.

Fue una jornada de reajuste.

Tenía un montón de cosas que hacer. Hay días así. Debía coger la realidad por los cuernos.

Primero llevé unas cuantas camisas a la tintorería y salí de allí con otras tantas limpias. Luego me acerqué hasta el banco, saqué dinero y pagué las facturas del teléfono y el gas. El pago del alquiler lo había domiciliado. Fui a un zapatero a que me cambiasen las suelas de unos zapatos. Compré pilas para el despertador y seis cintas vírgenes. Volví a casa y recogí todo lo que estaba desordenado mientras escuchaba la FEN[19]. Empecé a limpiar y dejé la bañera reluciente. Saqué todo el contenido de la nevera, limpié el interior, inspeccioné los alimentos y los coloqué ordenadamente. Fregué los hornillos, limpié el extractor, fregué el suelo, limpié las ventanas y junté toda la basura. Cambié las sábanas y la funda de la almohada. Pasé la aspiradora. En total me llevó dos horas. Estaba limpiando las persianas con una bayeta mientras escuchaba Mr. Roboto de los Styx, cuando sonó el teléfono. Era Gotanda.

—¿Podemos vernos para charlar de un asunto con calma? Será mejor que hablarlo por teléfono —le dije.

—Claro. Pero ¿corre prisa? Estoy desbordado. Se me han acumulado rodajes de cine y televisión. En dos o tres días estaré más tranquilo. ¿No podríamos quedar entonces?

—Siento molestarte, sobre todo si estás tan ocupado, pero alguien ha muerto —le dije—. Es una conocida de los dos y la policía está investigando.

Siguió un silencio elocuente. Hasta entonces yo siempre había pensado que el silencio consistía simplemente en callarse. Pero el silencio de Gotanda era distinto: refinado, inteligente, igual que todo en él. Parecía que, si uno prestaba atención, podía oír la mente del actor trabajando a toda velocidad.

—De acuerdo. Creo que tendré un rato esta noche. ¿No te importa que nos veamos tarde?

—No.

—Te llamaré sobre la una o las dos. Lo siento, pero antes me será imposible.

—Está bien, no importa. Te espero levantado.

Una vez que colgué, intenté recordar la conversación.

«Alguien ha muerto. Es una conocida de los dos y la policía está investigando.»

Era como en un thriller, me dije. Cuando uno trataba con Gotanda, todo se convertía en una película. Lo real parecía retirarse poco a poco. Uno se sentía como si estuviera interpretando un papel. Quizá se debía a esa aura que lo rodeaba. Me imaginé a Gotanda bajándose de su Maserati con gafas de sol y el cuello de la gabardina levantado. Fascinante. Parecía un anuncio de neumáticos. Meneé la cabeza y terminé de limpiar las persianas. Olvídalo, me dije, hoy toca día realista.

A las cinco salí a dar un paseo por Harajuku y busqué una chapa de Elvis en la calle Takeshita. Me costó encontrarla. Había montones de chapas de Kiss, Journey, Iron Maiden, AC/DC, Motörhead, Michael Jackson o Prince, pero ninguna de Elvis. Por fin encontré una que decía ELVIS THE KING y la compré. En broma le pregunté a la dependienta si no tenían chapas de Sly & The Family Stone. La chica, de unos diecisiete o dieciocho años, con un lazo en el cabello del tamaño de un pañuelito, me miró con estupor.

—Nunca lo había oído. ¿Es new wave o punk?

—Bueno, algo entre los dos, por así decirlo.

—Últimamente salen muchísimos grupos nuevos, ¿verdad? —Chasqueó con la lengua—. Cuesta estar al día.

—Y que lo digas —convine.

A continuación me tomé una cerveza y comí tempura en el restaurante Tsuruoka. Así transcurrió el día, ociosamente, hasta que el sol se puso. Sunrise, sunset. Mi Pac-Man plano seguía engullendo sin sentido la hilera de puntos. No progresaba. No iba a ninguna parte. Entretanto, aumentaban las líneas. Y la línea principal, la que conectaba con Kiki, se había cortado. Cada vez me desviaba más. Malgastaba mi tiempo y mis energías en el espectáculo previo, antes de llegar al acto principal. Pero ¿dónde tenía lugar ese acto principal? ¿Realmente lo había?

Como no tenía nada que hacer, a las siete fui a ver Veredicto final, protagonizada por Paul Newman, en un cine de Shibuya. No estaba mal, continuamente me perdía en cavilaciones y no seguía bien el argumento. Al mirar la pantalla me daba la sensación de que en cualquier momento aparecería la espalda desnuda de Kiki y pensaba en ella. ¿Qué quieres de mí?, le preguntaba.

Salí del cine sin haberme enterado bien de qué iba la película. Caminé un poco, entré en un bar al que iba de vez en cuando y me tomé dos vodka gimlets con unos frutos secos para picar. Pasadas las diez volví a casa y esperé leyendo un libro. A veces miraba de soslayo al teléfono: tenía la impresión de que el aparato no dejaba de mirarme. Estaba neurótico.

Llegado cierto punto, lancé el libro, me tumbé boca arriba en la cama y pensé en Sardina, mi gato, al que había enterrado. Ahora será ya sólo huesos, pensé. Bajo tierra debía de estar tranquilo. Sus huesos sin duda descansaban en paz. Los huesos eran blancos y no apestaban, había dicho el agente. No hablaban. Lo había enterrado en una arboleda, metido en una bolsa de supermercado.

No hablaban.

Cuando volví en mí, una sensación de impotencia inundaba silenciosamente la habitación, como a oleadas. Abriéndome paso en medio de esa sensación, fui al baño, me duché mientras silbaba Red Clay y luego, de pie en la cocina, me bebí una lata de cerveza. Conté después hasta diez en español con los ojos cerrados, dije «fin» en voz alta y di una palmada. La impotencia se desvaneció de inmediato, como si se la hubiera llevado el viento. Era mi conjuro. Quien vive solo acaba aprendiendo ciertos trucos. Son indispensables para sobrevivir.