1
Marzo de 1983
A menudo sueño con el Hotel Delfín.
Yo estoy en ese sueño. Es decir, «formo parte» de él como una especie de circunstancia continua. El sueño revela de manera manifiesta que pertenezco a la continuidad del sueño. En éste, el Hotel Delfín está deformado. Es más achatado y largo. Tanto que, en lugar de un hotel, parece un larguísimo puente techado. El puente se extiende desde tiempos pretéritos hasta los confines del universo. Y yo estoy en él. Allí, en ese hotel, hay alguien más, alguien que derrama lágrimas. Las derrama por mí.
El hotel me envuelve. Percibo con toda claridad sus latidos y su calor. En el sueño, yo soy una parte más del hotel.
Así es el sueño.
Me despierto. ¿Dónde estoy?, me pregunto. No sólo lo pienso, sino que me formulo la pregunta en voz alta: «¿Dónde estoy?». Pero es una pregunta absurda. E innecesaria, porque ya sé la respuesta: estoy aquí, y ésta es mi vida. Mi día a día. Ese apéndice del mundo que es mi existencia. Numerosos asuntos, cosas, circunstancias que, aunque no recuerdo haber consentido, se han vuelto atributos míos sin darme cuenta. A veces, una mujer duerme a mi lado. Pero, por lo general, duermo solo. Sólo yo y el rumor de la autopista que se extiende frente a mi apartamento, el vaso en la mesilla de noche (en cuyo fondo suelen quedar unos cinco milímetros de whisky) y la hostil –aunque quizá sea sólo indiferente– luz matinal cargada de polvo. En ocasiones llueve. Entonces me quedo en la cama, embobado. Si aún hay whisky en el vaso, me lo bebo. Y, mientras veo caer del alero las gotas de lluvia, pienso en el Hotel Delfín. Pruebo a desperezar lentamente los brazos y las piernas. Eso me confirma que yo soy sólo yo, y que no formo parte de nada. No formo parte de nada, me digo. Pero la sensación del sueño persiste todavía en mí. Hasta el punto de que juraría que puedo estirar la mano y tocarlo, y que todo eso que me engloba reacciona moviéndose. Cada elemento lo hace de manera ordenada, lenta y cuidadosa, produciendo en cada fase un leve ruido, como el de un pequeño artilugio automático que funcionara a base de agua. Si presto atención, oigo unos sollozos apagados. Una voz sofocada. Sollozos procedentes de algún lugar oscuro. Alguien llora por mí.
El Hotel Delfín existe en la realidad. Está en un rincón anodino de un barrio de Sapporo, en Hokkaid. Hace unos años me alojé en él durante una semana. Pero hagamos memoria. Quiero que quede claro: ¿cuántos años hace de aquello? Cuatro años. No, cuatro años y medio, para ser más exactos. Por entonces yo aún no había cumplido los treinta. Me alojé con una chica. Fue ella quien propuso que nos alojáramos allí. Tenemos que parar en ese hotel, dijo. Si ella no me lo hubiese pedido, yo jamás habría pisado ese lugar.
Era un hotelucho pequeño en el que apenas había clientes. Durante la semana en que nos alojamos allí, sólo llegué a ver a dos o tres personas en el vestíbulo. Ignoro si se trataba de huéspedes, pero dado que en el panel de recepción faltaba siempre alguna llave, imagino que habría otros clientes. No muchos, pero sí unos pocos. Sería inconcebible que un hotel bien señalado en una gran ciudad, cuyo número recoge la guía telefónica, estuviera vacío. No obstante, esos otros clientes debían de ser terriblemente tímidos y silenciosos. Apenas los veíamos, no los oíamos ni percibíamos su presencia. Todos los días, la distribución de llaves en el panel cambiaba ligeramente. ¿Acaso los huéspedes se desplazaban por los pasillos como finas sombras, arrimados a la pared y conteniendo el aliento? En ocasiones nos llegaba el ruido sofocado del ascensor en funcionamiento, traca traca traca traca, pero, cuando enmudecía, el silencio se tornaba aún más denso.
En cualquier caso, recuerdo que era un hotel extraño.
Evocaba en mí algo parecido a un estancamiento en la evolución biológica. Una regresión genética. Una criatura deforme que avanza en la dirección equivocada y no puede retroceder. Una criatura huérfana que se yergue paralizada en medio del crepúsculo de la Historia, una vez extinguidos los vectores de la evolución. Un valle anegado en el Tiempo. Nadie tiene la culpa de eso. No hay nadie a quien culpar, y tampoco nadie que pueda solucionarlo. Y es que, para empezar, nunca deberían haber construido ese hotel. El error estaba ya en su origen. Ése fue el primer desliz. Habían abrochado mal el primer botón y, a partir de ahí, se había producido un desbarajuste fatal. Los intentos por remediarlo habían dado pie a nuevos y pequeños desbarajustes; pequeños, pero no sutiles. Y, como resultado, poco a poco todo había ido deformándose. Si uno fijaba la vista en cualquier rincón del hotel, acababa inclinando la cabeza unos grados, extrañado. El ángulo de inclinación era muy pequeño, en absoluto pernicioso o poco natural, y quizá, si uno permaneciera en ese lugar mucho tiempo, se habría habituado (aunque es posible que después, al ver el mundo normal y corriente, hubiese tenido que inclinar otra vez ligeramente la cabeza).
Así era el Hotel Delfín. Y esa «ausencia de normalidad» —el hecho de que, desbarajuste tras desbarajuste, el hotel hubiera alcanzado un punto de saturación y pronto, en un futuro no muy lejano, habría de ser engullido por la vorágine del Tiempo— era evidente a los ojos de cualquiera. Era un hotel triste. Triste como un perro negro de tres patas empapado por la lluvia de diciembre. Sin duda hay muchos hoteles tristes en el mundo, pero el Hotel Delfín era un caso distinto. La tristeza del Hotel Delfín era más conceptual. Por lo tanto, casi trágica.
Huelga decir que, a excepción de los clientes desprevenidos, nadie se alojaría en él.
El Hotel Delfín no se llama así. En realidad, se le conoce por «Dolphin Hotel», pero su nombre produce una impresión muy distinta de la que causa el propio hotel (Dolphin Hotel me hace pensar en un hotel turístico, blanco como un caramelo, en el mar Egeo), yo, personalmente, lo llamo Hotel Delfín. En la entrada cuelga una placa de bronce con la inscripción DOLPHIN HOTEL, de lo contrario nadie hubiera dicho que se trataba de un hotel. Incluso con la placa, no lo parecía demasiado. Más bien se asemejaba a un museo venido a menos. Uno de esos museos peculiares que gente con una curiosidad peculiar visita para ver una exposición peculiar.
Pero no es descabellado pensar que alguien, al ver el Hotel Delfín, tuviese tal impresión. A decir verdad, una zona del hotel estaba habilitada como museo.
Sin embargo, ¿quién se alojaría en un lugar como ése? ¿Quién querría ir a un hotel que alberga un museo disparatado? ¿A un hotel en el fondo de cuyos oscuros pasillos se apilaban carneros disecados, vellones cubiertos de polvo, legajos mohosos y viejas fotografías de color sepia? ¿A un hotel en cuyos recovecos se adherían como barro seco pensamientos abortados?
Todo el mobiliario estaba deteriorado, todas las mesas crujían, las cerraduras eran inútiles. Los pasillos estaban rozados, las bombillas no iluminaban. Los tapones de los lavabos no ajustaban bien y el agua se escurría sin llegar a acumularse nunca. Una sirvienta rechoncha, de piernas como patas de elefante, tosía de manera inquietante por los pasillos. El dueño, siempre apostado tras el mostrador, era un hombre de mediana edad y mirada melancólica al que le faltaban dos dedos. A todas luces, era de esas personas a las que, hagan lo que hagan, todo les sale mal. Era exactamente así. El fracaso, la derrota y la frustración teñían todo su ser, como si lo hubieran sacado de una solución de tinta azul claro tras haberlo dejado un día entero en remojo. Un hombre al que uno le daban ganas de meterlo en una caja de cristal y dejarlo expuesto en el laboratorio de química de un colegio con una etiqueta que rezase: «HOMBRE AL QUE, HAGA LO QUE HAGA, TODO LE SALE MAL». Con sólo verlo, casi toda la gente sentía lástima, en mayor o menor medida, y no eran pocos los que se enfadaban. Y es que hay personas que se indignan de un modo irracional al ver a seres desdichados como ése. Así pues, ¿quién se alojaría en semejante hotel?
Nosotros, a pesar de todo, nos alojamos en él. Tenemos que parar aquí, dijo ella. Y después se esfumó. Desapareció y me dejó solo. Fue el hombre carnero[1] quien me informó de que ella se había ido. Se ha marchado, me dijo. El hombre carnero sabía que ella debía irse. Ahora también yo caigo en la cuenta: su propósito era conducirme hasta allí. Como si ése fuera su destino, por decirlo así. Del mismo modo que el Moldava acaba desembocando en el mar. Mientras contemplo las gotas de lluvia, pienso en eso, en el destino.
Cuando, hace poco, empecé a soñar con el Hotel Delfín, ella fue lo primero que me vino a la mente. Me está buscando, pensé de pronto. Si no, ¿por qué iba a soñar tanto con el hotel?
Ella. Ni siquiera sé su nombre, a pesar de que estuvimos juntos unos meses. De hecho, sé poco sobre ella. Sólo que trabajaba en un club de lujo muy exclusivo, en el que únicamente se admiten clientes con cierto estatus. Una prostituta de alto standing. Ejercía, además, otros trabajos. De día, estaba empleada a tiempo parcial como correctora en una pequeña editorial, y también era modelo de orejas. En suma, llevaba una vida muy ajetreada. Pero, por supuesto, que yo no supiera su nombre no quiere decir que no lo tuviese. En realidad, tenía varios. Y, al mismo tiempo, carecía de nombre. En ninguno de sus efectos personales —prácticamente inexistentes, por otra parte— constaba su nombre. Y no tenía bono de transporte ni permiso de conducir ni tarjetas de crédito. Sí tenía una pequeña libreta, pero en ella sólo había garabateado en bolígrafo palabras indescifrables. No había un solo vestigio de su identidad. Puede que las prostitutas tengan nombre, pero viven en un mundo que no necesita saberlo.
El caso es que apenas sé nada sobre ella. No sé dónde vive, ni cuántos años tiene. Tampoco la fecha de su cumpleaños. Desconozco a qué escuela fue y si tenía estudios universitarios. Ignoro incluso si tiene familia. No sé nada. Vino de alguna parte, como un aguacero, y desapareció. Tan sólo me queda su recuerdo.
Sin embargo, ahora tengo la impresión de que, a mi alrededor, ese recuerdo cobra de nuevo cierta aura de realidad. Me parece que me llama a través de esa circunstancia llamada Hotel Delfín. Sí, está buscándome. Y sólo la encontraré si vuelvo a formar parte del hotel. Además, es muy posible que sea ella quien esté derramando lágrimas por mí en ese hotel.
Mientras contemplo las gotas de lluvia, le doy vueltas a la idea de que formo parte de algo. Y de que alguien llora por mí. Me resulta un mundo extremadamente lejano. Como la Luna o un lugar parecido. Al fin y al cabo, es un sueño. Siento que, por más que estire el brazo, por más que corra, nunca lo alcanzaré.
¿Por qué iba alguien a llorar por mí?
Da igual: ella me busca. En algún lugar del Hotel Delfín. Y, en lo más profundo de mi corazón, yo también deseo formar parte de él. De ese lugar extraño y fatal.
Pero no es fácil regresar al Hotel Delfín. No basta con reservar una habitación por teléfono y tomar un avión hasta Sapporo. Es un hotel y, al mismo tiempo, una circunstancia. Una circunstancia bajo la forma de un hotel. Regresar al Hotel Delfín significa volver a enfrentarse a las sombras del pasado. Cuando pienso en eso, me invaden pensamientos de una tenebrosidad insoportable. Sí, durante estos cuatro últimos años he tratado con todas mis fuerzas de deshacerme de esa sombra gélida y lúgubre. Y regresar al Hotel Delfín significa renunciar definitivamente a lo que durante estos cuatro años he ido logrando de un modo callado y laborioso. No es que haya conseguido gran cosa, la verdad. La mayor parte son, se mire como se mire, trastos oportunos y provisionales. Pero, a mi manera, me he esforzado y, combinando todos esos trastos, he podido volver a la realidad y construir una nueva vida basada en mi humilde sistema de valores. ¿Regresar al vacío de antes? ¿Tirarlo todo por la ventana?
Sin embargo, todo empieza allí. Lo sé. Sólo allí uno puede empezar.
Me doy la vuelta en la cama y, mientras observo el techo, suelto un hondo suspiro. Simplemente, hazte a la idea, me digo. En este caso, pensar no sirve de nada. Nada de todo esto está en tus manos. Lo veas como lo veas, no puedes resistirte. Se ha decidido en otra parte.
Hablemos de mí.
Autopresentación.
Hace mucho tiempo, cuando yo iba a la escuela, al empezar el curso salíamos por orden de lista al frente del aula y hablábamos delante de los demás sobre nosotros mismos. A mí se me daba muy mal. No sólo se me daba mal: no le encontraba ningún sentido. ¿Qué demonios sé yo de mí mismo? ¿Acaso el yo que percibo a través de mis sentidos es el yo real? ¿No será la imagen de mí mismo una versión desfigurada por pura conveniencia? Algo así como nuestra voz registrada en una grabadora, que no nos parece la nuestra… Así pensaba yo. Cuando me llamaban y tenía que hablar de mí mismo ante los demás, tenía la impresión de reescribir mi expediente escolar a mi antojo. No podía evitar sentir esa desazón. Así que, en la medida de lo posible, intentaba dar sólo datos objetivos, datos que los demás no necesitasen interpretar ni buscar su significado (tengo perro, me gusta nadar, no me gusta el queso, etcétera); aun así, tenía la impresión de dar datos imaginarios de un ser imaginario. Y cuando escuchaba a los demás, me parecía que todos hablaban de terceras personas. Todos vivíamos en un mundo imaginario donde respirábamos aire imaginario.
En cualquier caso, voy a contar algo. Todo empieza siempre con alguien contando algo de sí mismo. Es el primer paso. Que sea o no correcto, eso se juzga después. Puede juzgarlo uno mismo u otra persona. El caso es que ha llegado el momento de contar algo. Y yo también debo retener en la memoria lo que voy a contar.
Soy una persona a la que, ahora, le gusta el queso; no sé desde cuándo, pero de pronto empezó a gustarme. Yo tenía un perro que murió de pulmonía bajo la lluvia el año en que empecé la secundaria; desde entonces jamás he vuelto a tener perro. Siempre me ha gustado nadar.
Fin.
Las cosas, sin embargo, no terminan tan fácilmente. Cuando alguien le pide algo a la vida (¿quién no lo hace?), la vida le exige muchos más datos, más información. Le exige más puntos para poder trazar una imagen clara. Si no, no se obtienen respuestas.
DATOS INSUFICIENTES, RESPUESTA DENEGADA. PULSE LA TECLA DE CANCELACIÓN.
Pulso la tecla de cancelación. La pantalla se pone en blanco. Mis compañeros de clase empiezan a lanzarme cosas. Habla más, piden, háblanos más de ti. El profesor frunce el ceño. Yo me quedo mudo, petrificado sobre la tarima.
Hablaré. Si no, nada podrá empezar. Hablaré todo lo que pueda. Más tarde ya se juzgará si es correcto o no.
A veces una chica pasaba la noche en mi apartamento. Desayunábamos juntos y luego ella se iba al trabajo. Tampoco tiene nombre. Eso se debe, sencillamente, a que no es un personaje principal de esta historia. Pronto va a desaparecer, así que para evitar complicaciones no diré cómo se llama. No estoy menospreciándola. Me gustaba y ese sentimiento no ha cambiado, ni siquiera ahora que ya no la veo.
Éramos amigos, por así decirlo. Al menos, ella era la única persona a la que podría llamar amiga. Aparte de mí, tenía un novio formal. Trabajaba en una central telefónica y se encargaba de calcular, con un ordenador, el coste de las llamadas en función de las tarifas. Nunca le pregunté nada en concreto sobre su trabajo y ella tampoco me contó nada, pero creo que consistía más o menos en eso. Calculaba los costes de las llamadas y preparaba las facturas. Por eso, cada vez que yo recogía una factura de teléfono en el buzón, tenía la impresión de que había recibido una carta personal.
Al margen de eso, ella se acostaba conmigo. Dos o tres veces al mes. Ella creía que yo era un selenita o algo por el estilo. «Oye, ¿cuándo regresas a la Luna?», me preguntaba con una risa entrecortada. Los dos estábamos desnudos, pegados el uno al otro, en la cama. Su pecho me presionaba el costado. Solíamos quedarnos hablando así hasta poco antes del amanecer. De fondo, se oía el ruido del tráfico de la autopista. En la radio emitían una monótona canción de The Human League. The Human League. Un nombre ridículo. ¿Cómo pueden ponerse nombres tan absurdos? Antiguamente, los grupos utilizaban nombres más normalitos: The Imperials, The Supremes, The Flamingos, The Falcons, The Impressions, The Doors, The Four Seasons, The Beach Boys.
Cuando le decía eso, ella se reía. Y me decía que estaba loco. La verdad, no sé por qué. Me considero una persona muy racional, con una forma muy racional de pensar. The Human League.
—Me gusta estar contigo —dijo ella un día—. A veces me entran unas ganas locas de verte. Por ejemplo, cuando estoy en el trabajo.
—Ah —dije yo.
—A veces —recalcó ella. Y se quedó callada unos segundos. La canción de The Human League se terminó y pusieron otra de un grupo que no conocía—. Ése es el problema —prosiguió ella—: Me encanta estar así contigo, pero no querría hacer el amor contigo todos los días, de la mañana a la noche. No sé por qué.
—Ah —dije yo.
—Eso no quiere decir que me sienta incómoda contigo. Pero cuando estamos juntos, a veces me parece que el aire se enrarece. Como si estuviéramos en la Luna.
—Un pequeño paso para el hombre…
—¡Eh, no bromeo! —Se incorporó y me miró fijamente—. Te lo digo por tu bien. ¿Alguien más te dice algo por tu bien? Contesta. ¿Hay alguien más que te diga cosas así por tu bien?
—No —reconocí yo.
Ella volvió a tumbarse y apoyó su pecho suavemente contra mi costado. Le acaricié la espalda con la palma de la mano.
—El caso es que a veces, cuando estoy contigo, el aire se enrarece como en la Luna.
—En la Luna no hay un aire enrarecido —señalé yo—. Simplemente, no hay aire en su superficie, así que…
—Sí —siguió ella en voz baja. Yo no sabía si estaba ignorándome o si no me había oído, pero ese modo de hablar me puso nervioso—. Se enrarece. Tengo la sensación de que respiras un aire completamente diferente del que yo respiro.
—Los datos son insuficientes —dije yo.
—¿Quieres decir que apenas sé nada de ti?
—Yo mismo no sé demasiado sobre mí —contesté—. En serio. No lo digo en un sentido filosófico, sino en un sentido más real. Los datos son insuficientes en términos generales.
—Pues ya tienes treinta y tres años. ¿O no? —me preguntó. Ella tenía veintiséis.
—Treinta y cuatro —corregí yo—. Exactamente, treinta y cuatro años y dos meses.
Ella movió el cuello hacia los lados. Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y apartó las cortinas. Fuera se veía la autopista, sobre la cual pendía la Luna de las seis de la mañana, blanca como un hueso. Ella llevaba puesto uno de mis pijamas.
—Regresa a la Luna —me dijo señalando el satélite.
—¿No hace frío? —pregunté yo.
—¿En la Luna?
—No. Me refiero a si no tienes frío —respondí. Era febrero. Junto a la ventana, la chica exhalaba su blanco aliento. Al oírme, por fin pareció darse cuenta de que hacía frío.
Volvió deprisa a la cama. La abracé. El pijama estaba helado. Ella presionó la punta de la nariz contra mi cuello. También estaba muy fría. «Me gustas», me dijo.
Pensé en decirle algo, pero no me salían las palabras. Me caía bien. Y cuando nos acostábamos juntos, pasaba un buen rato. Me gustaba darle calor a su cuerpo, acariciarle suavemente el pelo. Me gustaba oír su tenue respiración cuando dormía, acompañarla por las mañanas hasta el trabajo, recibir las facturas telefónicas que —según creía yo— ella preparaba tras calcularlas, verla vestida con mis pijamas, que le quedaban grandes. No obstante, llegado el momento me resultó imposible expresarlo con una frase. Sin duda no era un «te amo», pero tampoco un «me gustas».
¿Cómo podría expresarlo?
Al final, fui incapaz de decir nada. Las palabras no me venían a la mente. Y era evidente que, al no decir nada, estaba hiriendo sus sentimientos. Ella intentaba que no me diera cuenta, pero yo lo percibía. Lo percibí mientras recorría la forma de su columna vertebral bajo su piel blanda. Con toda claridad. Durante un rato estuvimos abrazados el uno al otro sin decirnos nada, mientras sonaba una canción cuyo título yo desconocía. Ella tenía la palma de la mano apoyada suavemente sobre mi vientre.
—Cásate con una selenita y ten unos hermosos niños selenitas con ella —dijo con una voz dulce la chica—. Es lo que más te conviene.
Al otro lado de la ventana abierta de par en par se veía la Luna. Yo la contemplaba abrazado a ella, por encima de su hombro. De vez en cuando, un camión de larga distancia, de los que transportan mercancías muy pesadas, pasaba a toda velocidad por la autopista provocando un ruido siniestro, como cuando se desprende parte de un iceberg. ¿Qué transportarán?, me preguntaba.
—¿Qué tienes para desayunar? —dijo ella.
—Nada especial. Prácticamente lo mismo de siempre. Jamón, huevos, tostadas, ensalada de patata que sobró de ayer al mediodía y café. Voy a calentarte leche y hacer un café —le contesté.
—Estupendo —dijo con una sonrisa—. ¿Podrías prepararme unos huevos fritos con jamón, café y tostadas?
—Por supuesto que sí —dije yo.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta?
—Sinceramente, no tengo ni idea.
—Lo que más me gusta —me dijo ella mirándome a los ojos— es saltar de la cama, en una de esas frías mañanas de invierno en las que no apetece nada levantarse, por no poder contenerme al oler el aroma del café y de los huevos con jamón, y al oír el ruido de la tostadora al saltar.
—Entendido. Vamos allá, pues —dije yo riéndome.
Yo no soy un tipo raro.
De veras lo creo.
Quizá tampoco pueda decirse que soy un tipo corriente, pero raro no soy. Soy una persona extremadamente cabal, a mi manera. Muy directa. Directa como una flecha. Soy yo mismo de un modo sumamente natural e inevitable. Dado que es un hecho evidente, no me importa demasiado lo que los demás piensen de mí. La manera en que los demás me ven no me atañe. Más bien, eso es algo que sólo les atañe a ellos.
Algunas personas me consideran más memo de lo que soy en realidad, y otras me estiman en mayor medida de lo que en realidad valgo. Pero me da igual. Además, la expresión «en realidad» sólo se funda en la imagen que he creado de mí mismo. Me consideran un verdadero memo o alguien digno de estima. En ambos casos, me trae sin cuidado. Eso carece de importancia. En este mundo no existen las malinterpretaciones. Apenas, la discrepancia de ideas. Así lo veo yo.
Por otra parte, hay personas que se ven arrastradas por esa cabalidad que llevo dentro. Son escasas, pero existen. Esas personas —sean hombres o mujeres— y yo nos atraemos y después nos alejamos con toda naturalidad, como astros errantes en el oscuro espacio del cosmos. Vienen a mí, se relacionan conmigo y un buen día se marchan. Se convierten en mis amigos, mis amantes, mi mujer. Algunos también pueden volverse enemigos. Pero, al final, siempre se alejan de mí. Se rinden o se desesperan o se quedan callados (aunque se abra el grifo, ya nada sale) y se marchan. Mi vivienda tiene dos puertas. Una de entrada y otra de salida. No son intercambiables. No se puede salir por la entrada o entrar por la salida. Así está establecido. La gente entra por la entrada y sale por la salida. Hay distintas formas de entrar y salir. Pero al final todos salen. Algunas personas lo hacen a fin de probar nuevas posibilidades y otras para ahorrar tiempo. Otras porque mueren. No queda nadie. En mi apartamento no hay nadie, aparte de mí. Y siempre noto la ausencia de los que se han marchado. Las palabras que pronunciaron, sus alientos, las canciones que susurraron, las veo flotar como polvo en cada rincón de mi apartamento.
Me da la impresión de que la imagen que todos ellos tenían de mí era bastante precisa. Por ese motivo todos se acercaron a mí y al poco tiempo se marcharon. Fueron testigos de mi cabalidad y de la honestidad –no se me ocurre otra palabra– con que intenté preservar esa cabalidad. Ellos intentaron decirme algo y abrirme sus corazones. Casi todos eran amables. Pero yo fui incapaz de ofrecerles nada. Y aunque hubiera sido capaz, no habría sido suficiente. Me esforcé en darles todo lo que podía. Hice cuanto estaba a mi alcance. A mi vez, buscaba algo en ellos. Pero nunca funcionaba y acababan marchándose.
Era penoso, sin duda.
Pero lo más penoso es que se marchaban mucho más tristes que cuando habían llegado. Algo en su interior se había gastado un poco más, y se iban. Yo me daba cuenta. Por extraño que pueda parecer, daban la impresión de haberse desgastado más que yo. ¿Por qué será? ¿Por qué siempre soy yo el que se queda? ¿Y por qué en mis manos permanece siempre la sombra de los que se han desgastado? No tengo ni idea.
Los datos son insuficientes.
Por eso siempre se me deniegan las respuestas.
Falta algo.
El caso es que, un buen día, cuando regresaba de una reunión de trabajo, encontré una postal en el buzón. Era la fotografía de un astronauta caminando sobre la superficie de la Luna con su traje espacial. No estaba firmada, pero al instante supe quién me la había enviado.
«Creo que es mejor que no volvamos a vernos», había escrito ella. «Es probable que un día de éstos me case con un terrícola.»
Se oyó un portazo.
DATOS INSUFICIENTES, RESPUESTA DENEGADA. PULSE LA TECLA DE CANCELACIÓN.
La pantalla se puso en blanco.
¿Hasta cuándo va a seguir así?, pensé. Ya tengo treinta y cuatro años. ¿Cuánto más va a durar todo esto?
No me sentía triste. Estaba claro que el responsable era yo. Era natural que se alejara de mí y lo sabíamos desde un principio. Los dos lo sabíamos. Pero ambos esperábamos un pequeño milagro. Pensábamos que cierta coyuntura podría traer un cambio radical. Sin embargo, como era de esperar, nunca llegó. Y ella se fue. Me entristeció que se hubiera marchado, pero era una tristeza que había experimentado en otras ocasiones. Y también sabía que podía vencerla fácilmente.
Me estoy acostumbrando.
Cada vez que pensaba en eso, me sentía mal. Como si en mis vísceras se exprimiese un humor negro que me subía hasta la garganta. Cierto día me miré en el espejo del baño y me dije: éste eres tú. Te has desgastado a ti mismo. Te has desgastado mucho más de lo que crees. Mi rostro me pareció más sucio y avejentado de lo habitual. Me lavé la cara con jabón, me puse una loción, y luego me lavé las manos lentamente y me las sequé con una toalla limpia. Al terminar, fui a la cocina y, con una lata de cerveza en la mano, puse orden en la nevera. Tiré los tomates podridos, coloqué las cervezas en fila, ordené lo que quedaba e hice la lista de la compra.
Al amanecer, mientras contemplaba absorto la Luna, me pregunté hasta cuándo seguiría así. Dentro de poco me encontraré en alguna parte con otra mujer, me dije. Nos atraeremos de forma natural, como dos astros errantes. Entonces volveremos a esperar en balde un milagro, perderemos el tiempo, desgastaremos nuestros corazones y nos despediremos.
¿Hasta cuándo iba a seguir así?