39
Intenté poner orden en mis pensamientos y emociones.
Primera pregunta: ¿podía creer lo que me había contado Yuki? Me lo planteé en términos de probabilidades, eliminando a conciencia todos los factores emotivos. No me resultaba excesivamente difícil, ya que mis sentimientos estaban tan atontados y paralizados como si les hubiera picado una avispa. Cabe esa posibilidad, me repetí. Y a medida que pasaban los minutos, esa posibilidad crecía más y más en mi interior, hasta rodearse de cierta verosimilitud. Una corriente impetuosa me impedía resistirme a esa idea. En la cocina, me tomé mi tiempo para preparar café: herví el agua, molí los granos. Cogí una taza de la repisa, me serví el café y me lo tomé lentamente, sentado en la cama. Para cuando me lo había terminado, la probabilidad se había transformado prácticamente en convicción. Seguro que fue así, me dije. Yuki había visto una imagen precisa. Gotanda la había matado, había transportado el cadáver en su coche y la había enterrado.
Era absurdo. No tenía ninguna prueba. Tan sólo lo que había percibido una adolescente sensible al ver una película. Pero, ignoraba por qué, no albergaba dudas sobre sus palabras. Eso sí: estaba conmocionado. No obstante, mi intuición había aceptado esa imagen sin cuestionarla. ¿A qué se debía? ¿Por qué estaba tan seguro?
No lo sabía.
Aun sin saberlo, decidí tirar de ese hilo.
Siguiente pregunta: ¿por qué había matado Gotanda a Kiki?
No lo sabía.
Siguiente pregunta: ¿acaso Gotanda también había matado a Mei? Y, si era así, ¿por qué?
Una vez más, no lo sabía. Por más vueltas que le daba, no se me ocurría ningún motivo por el que Gotanda hubiera asesinado a Kiki, o a las dos. Ni un solo motivo.
Ignoraba demasiadas cosas.
Al final, como le había dicho a Yuki, no me quedaba más remedio que quedar con Gotanda y preguntárselo. Pero ¿cómo se lo soltaría? Me imaginé preguntándole a la cara: «¿Mataste tú a Kiki?». Me resultaba ridículo y, lo mirara como lo mirase, grotesco. Inmundo, también. Tan inmundo que me entraban náuseas con sólo pensar en la situación. También pensaba que sería un error preguntárselo. Con todo, si no lo hacía, no avanzaría. No iba a quedarme mirando cómo la verdad se difuminaba en el aire. No tenía elección. Fuese grotesco o, en cierta medida, erróneo, debía hacerlo. No podía eludirlo.
Varias veces estuve a punto de telefonearle. Me sentaba en la cama, respiraba hondo, me colocaba el teléfono sobre las rodillas y marcaba despacio el número. Sin embargo, nunca terminaba de marcar. Finalmente, dándome por vencido, devolvía el aparato a su sitio y miraba el techo tumbado sobre la cama. Gotanda significaba para mí mucho más de lo que yo creía. Sí, éramos amigos. Era mi amigo aunque hubiera asesinado a Kiki. Y yo no quería perderlo. Ya había perdido demasiadas cosas. Imposible. No podía llamarlo.
Desactivé el contestador y decidí no responder aunque sonase. En ese momento, si Gotanda si me hubiera llamado, no habría sabido qué decirle. El teléfono sonó varias veces a lo largo del día. No sabía quién llamaba. Podía ser Yuki, podía ser Yumiyoshi. En cualquier caso, no respondí a las llamadas; no me apetecía hablar con nadie. Cada vez que sonaba, recordaba a la chica que trabajaba en una central telefónica. «Regresa a la Luna», me había dicho. Tenía razón. Debía regresar a la Luna. Aquí el aire era demasiado denso, la gravedad lo había vuelto todo demasiado pesado.
Pasé cuatro o cinco días reflexionando y preguntándome: «¿Por qué?». Apenas comía ni dormía, y no probé ni una sola gota de alcohol. Como ya no controlaba mi cuerpo, apenas salí del piso.
He ido perdiendo cosas, reconocí. Sigo perdiendo. Siempre acabo solo. Siempre es así. En cierto sentido, Gotanda y yo pertenecemos a la misma especie. Nuestras circunstancias, nuestra manera de sentir y pensar son diferentes. Pero somos de la misma especie: seres que no paran de perder. Y ahora estamos perdiéndonos el uno al otro.
Pensé en Kiki. Recordé su rostro cuando decía: «¿Qué significa esto?». Yacía en un agujero cubierto de tierra. Igual que Sardina. Al final, Kiki tenía que morir. Aunque pueda parecer extraño, no podía ver su muerte bajo otra perspectiva. Lo que sentí fue resignación. Una resignación serena como la lluvia que caía sobre el vasto océano. Ni siquiera sentí tristeza. Al pasar un dedo suavemente por la superficie de mi alma, la noté extrañamente áspera. Todo iba desapareciendo en silencio. Como una ráfaga de viento que borrara señales dibujadas sobre la arena. Nadie podía detenerlo.
El caso es que el número de cadáveres había aumentado: el Ratón, Mei, Dick North y Kiki. Cuatro en total. Faltaban dos. ¿Quién más iba a morir?
En última instancia, todos moriremos, pensé. Tarde o temprano, todos nos convertiremos en esqueletos blancos y nos llevarán a aquella sala en el centro de Honolulu, que estaba conectada con el frío y oscuro cuarto del hombre carnero en el hotel de Sapporo, un cuarto que, a su vez, estaba conectado con la habitación en la que, un domingo por la mañana, Gotanda le hacía el amor a Kiki. ¿Dónde terminaba la realidad?, me preguntaba. ¿Qué le pasaba a mi cabeza? ¿Estaba cuerdo o no? Parecía que todo sucedía en cuartos irreales que habían sido deformados e insertados en la realidad. ¿Había, a fin de cuentas, alguna realidad? Cuanto más lo pensaba, más me parecía que la verdad se alejaba de mí. ¿Había visto la ciudad de Sapporo bajo la nieve de marzo? Ahora me parecía irreal. ¿Había pasado una tarde en la playa de Makaha con Dick North? También me parecía irreal. Se asemejaba a la realidad, pero sentía que no lo era. Porque ¿cómo podía un manco cortar el pan con tanta perfección? ¿Cómo pudo una prostituta de Honolulu anotarme el mismo número de teléfono que encontré en el edificio de los esqueletos al que Kiki me había conducido? Sin embargo, tenía que ser real. Después de todo, era la realidad que yo recordaba. Si dejara de considerarla real, mi mundo se tambalearía desde sus cimientos.
¿Será que mi mente está enferma y manifiesta síntomas de locura?, me pregunté. ¿O es la realidad la que está enferma y manifiesta síntomas de locura? No lo sé. Ignoro demasiadas cosas. En cualquier caso, tengo que poner orden en este caos. Da igual si eso me causa tristeza, rabia o resignación; debo llegar hasta el final. Ése es mi cometido. Me lo dice todo lo que lo que he vivido últimamente. Por eso he conocido a distintas personas y he sido conducido hasta este extraño lugar.
Allá vamos, pensé. No perderé el paso. Tengo que bailar y dejarlos a todos deslumbrados. Los pasos: ésa es la única realidad. Ya están establecidos. No hace falta pensar. Están grabados con fuego en mi mente. Baila. Baila lo mejor que puedas. Llama a Gotanda y pregúntaselo: «Dime, ¿mataste tú a Kiki?».
En vano. Las manos no me respondían. El corazón me palpitaba en cuanto me sentaba delante del teléfono. Mi cuerpo se sacudía como si le azotara una fuerte racha de viento; me costaba hasta respirar. Y es que Gotanda me caía bien. Era mi único amigo y era yo mismo. Gotanda formaba parte de mi ser. Yo le comprendía.
Varias veces me equivoqué al marcar. Por más que lo intentaba, era incapaz de marcar las cifras correctas. A la quinta o la sexta vez, arrojé el teléfono al suelo. Era inútil, no podía. Era incapaz de seguir los pasos como es debido.
La tranquilidad en el interior del piso me agobiaba. Tampoco soportaba oír el timbre del teléfono. Cierto día, salí a dar un paseo por la calle. Prestaba atención a mis propios pasos al caminar y ponía cuidado al cruzar la calle, como un paciente en rehabilitación. Luego me mezclé con la muchedumbre, me senté un rato en un parque y me puse a observar a la gente. Me sentía terriblemente solo. Quería agarrarme a algo. Pero a mi alrededor no había nada a lo que sujetarme. Estaba en medio de un resbaladizo laberinto de hielo. Las tinieblas eran blancas y los ruidos no tenían eco. Me dieron ganas de echarme a llorar. Pero ni siquiera era capaz de llorar. Sí, Gotanda era yo. Y estaba a punto de perder una parte de mí mismo.
Nunca conseguí llamarlo. Al final, fue Gotanda quien vino a verme.
Era de nuevo una noche lluviosa. El actor vestía la misma gabardina que cuando fuimos a Yokohama, llevaba gafas y un gorro para la lluvia a juego con la gabardina. Aunque llovía bastante, iba sin paraguas. El gorro chorreaba. Nada más verme, me sonrió. Yo, como por un acto reflejo, también le sonreí.
—Tienes muy mala cara —me dijo—. He estado llamándote, pero como no cogías el teléfono he venido a ver qué pasaba. ¿Te encuentras mal?
—No demasiado bien —dije eligiendo las palabras con cuidado.
Me miró con los ojos entrecerrados.
—Entonces me parece que será mejor que vuelva otro día. En cualquier caso, siento haber venido así sin avisar. Cuando te recuperes, ya quedaremos.
Negué con la cabeza y tragué saliva. No me salían las palabras, pero Gotanda esperó pacientemente.
—No, no tengo ningún problema de salud —le dije—. Supongo que estoy cansado porque apenas he dormido ni comido. Estoy bien y tengo que hablarte de algo. Salgamos. Me apetece comer algo decente.
Gotanda condujo el Maserati por calles llenas de rótulos de neón emborronados por la lluvia. El coche no vibraba ni una pizca, y Gotanda cambiaba de marcha con suavidad y precisión, aceleraba con tranquilidad, frenaba despacio. Pese a todo, el coche me ponía nervioso. El alboroto nocturno de la ciudad nos rodeaba como si estuviéramos en el fondo de un abrupto valle.
—¿Dónde podríamos ir? —se preguntó—. Un restaurante en el que podamos charlar tranquilos sin toparnos con empresarios con Rolex —añadió mirándome de reojo.
Pero yo miraba el paisaje, ajeno a todo. Después de dar vueltas durante media hora, se dio por vencido.
—No se me ocurre ningún sitio. ¿Qué? ¿Conoces algún lugar?
—No, yo tampoco. No se me ocurre nada —le dije. Era cierto. Yo todavía no había vuelto del todo a la realidad.
—Vale, entonces hagámoslo al revés —decidió Gotanda, alto y claro.
—¿Al revés?
—Vayamos a un lugar muy ruidoso. ¿No te parece que así podremos hablar con tranquilidad?
—Buena idea. Pero ¿cuál?
—Shakey’s —dijo Gotanda—. ¿No te apetece una pizza?
—No me importa. No me disgustan las pizzas. Pero ¿no te reconocerán?
Gotanda sonrió débilmente. Una sonrisa como los últimos rayos de sol colándose entre las hojas de los árboles en un atardecer de verano.
—¿Has visto alguna vez a algún famoso en Shakey’s?
Como era fin de semana, el local estaba lleno de gente. También había mucho ruido. Sobre un escenario, un grupo de jazz estilo Dixieland, con todos los músicos vestidos con idénticas camisas de rayas, interpretaban Tiger Rag. Pandillas de estudiantes con pinta de haber bebido demasiada cerveza no se quedaban cortos a la hora de armar jaleo. Estaba un poco oscuro, por lo que nadie se fijó en nosotros. En todo el local olía a pizza recién horneada. Pedimos pizza y cerveza y nos instalamos en la mesa del fondo, bajo una llamativa lámpara Tiffany.
—¿Qué? ¿Qué te había dicho? ¿A que resulta cómodo? Aquí se está más tranquilo —dijo.
—Es cierto —reconocí. Sin duda, parecía fácil hablar allí.
La verdad, no me apetecía mucho la pizza, pero no bien le di el primer mordisco, me supo como si no hubiera nada más delicioso en el mundo. Debía de tener un hambre canina. Comimos los dos con apetito. Gotanda bebía cerveza y comía pizza en silencio, sin pensar en nada. Cuando terminamos la pizza, pedimos otra cerveza.
—¡Estaba buenísima! —dijo—. Tenía antojo de pizza desde hace tres días. Hasta soñé con el crepitar de las pizzas cociéndose en el horno. Yo no hacía nada más que mirarlas fijamente. En eso consistía el sueño. No había principio ni fin. ¿Cómo lo habría interpretado Jung? Yo lo interpreto como: «Quiero comer pizza». Pero, dime, ¿de qué querías hablarme?
Me dije que había llegado el momento. Pero no sabía cómo sacar el tema. Gotanda, muy relajado, parecía disfrutar de la velada. Al ver su inocente sonrisa, no fui capaz. Al menos de momento no lo haría.
—¿Cómo te va todo? —dije. ¡Eh! ¡Que no puedes seguir aplazándolo más tiempo!, pensé. Pero no podía, de ningún modo me veía capaz—. El trabajo, tu ex mujer…
—El trabajo, como siempre —dijo Gotanda con una sonrisa oblicua—. Sin novedad. Nunca me ofrecen trabajos que me gusten. En cambio, de los que no quiero hacer me llegan un montón. Una avalancha. Bajo la avalancha, nadie te oye aunque grites con todas tus fuerzas; sólo consigues que te duela la garganta. En cuanto a mi mujer, y es extraño que la siga llamando mujer después de habernos divorciado, la he visto una única vez desde nuestro último encuentro. Por cierto, ¿alguna vez te has acostado con alguien en un love hotel?
—Muy pocas veces.
Gotanda sacudió la cabeza.
—Es raro. Cuando lo haces con asiduidad cansa. Las habitaciones son muy oscuras, las ventanas están tapiadas. Es una habitación para follar, no hacen falta ventanas ni luz natural. En resumen: basta con un cuarto de baño y una cama, aparte de música de fondo, televisión y nevera. Muy práctico. Sólo ponen lo estrictamente necesario. Para follar es muy cómodo. Últimamente iba con mi mujer a esos love hotels. Sí, me encanta hacer el amor con ella. Es relajante, divertido. Hay mucha ternura. Cuando acabamos, siempre nos dan ganas de quedarnos abrazados y volver a empezar. El problema es que en esas habitaciones no entra luz, están herméticamente cerradas y todo es muy artificial. He acabado harto. Con todo, es el único sitio donde puedo quedar con ella. —Gotanda tomó un sorbo de cerveza y se limpió la comisura de los labios con una servilleta de papel—. No puedo llevármela a mi piso, porque acabaría saliendo en las revistas. Se lo huelen enseguida. No sé cómo, pero se enteran. Tampoco podemos irnos de viaje los dos juntos. No tengo tiempo, y además, vaya a donde vaya, acaban reconociéndome. Sería como perder nuestra intimidad. Así que no nos queda más remedio que ir a algún sitio cutre y… —se interrumpió y me miró sonriendo—. Ya estoy quejándome otra vez.
—No importa. Háblame de lo que te apetezca. Yo te escucho. Hoy casi prefiero escuchar que hablar.
—Bueno, no sólo hoy. En cambio, yo nunca te he oído quejarte. Hay poca gente que escuche a los demás. Todos, yo el primero, quieren hablar, aunque sólo digan tonterías.
Ahora tocaban Hello, Dolly. Gotanda y yo escuchamos un rato.
—¿No te apetece un poco más de pizza? —me preguntó—. ¿Nos partimos una? Hoy estoy hambriento.
—Vale, yo también me he quedado con hambre.
El actor se acercó a la barra y pidió una pizza de anchoas. Cuando estuvo lista, volvimos a comer en silencio, cada uno su mitad, mientras tocaba la orquesta y los grupos de estudiantes seguían armando barullo. Poco después, los músicos guardaron el banjo, la trompeta y el trombón en sus fundas y desaparecieron del escenario. Sólo quedó un piano vertical.
Tras terminarnos la pizza, nos quedamos contemplando el escenario vacío. Al no haber música, las voces adquirieron una dureza singular, ambigua. Parecían rígidas, pero al entrar en contacto con el cuerpo, se hacían blandamente añicos. Golpeaban mi conciencia como olas. Una y otra vez, se aproximaban despacio, golpeaban la conciencia y se retiraban. Presté atención al fragor de esas olas durante un rato. Mi conciencia se había ido alejando de mí, y ahora esas olas la golpeaban.
—¿Por qué mataste a Kiki? —le pregunté a bocajarro. No tenía previsto preguntárselo, pero mis palabras salieron repentinamente de mis labios.
Me miró como si avistara algo en la distancia. Sus labios se entreabrieron mostrando su bella y blanca dentadura. Mientras me miraba, el bullicio crecía y menguaba dentro de mi cabeza. Era como si el punto de contacto con la realidad se acercase y se alejase. Recuerdo cómo sus diez proporcionados dedos se unieron sobre la mesa. Al alejarse mi punto de contacto con la realidad, me parecieron una exquisita obra de artesanía.
A continuación, sonrió. Una sonrisa calma.
—¿Que yo maté a Kiki? —dijo lentamente, enfatizando cada palabra.
—Sólo era una broma —me excusé con una sonrisa—. Lo he dicho por decir.
Gotanda bajó la vista hacia la mesa y la posó sobre sus propios dedos.
—No, no es ninguna broma. Al contrario, es muy importante. Tengo que pensarlo con calma. ¿Maté yo a Kiki?
Lo miré a la cara. Aunque sus labios sonreían, su mirada era grave. Tampoco él bromeaba.
—¿Por qué mataste a Kiki? —lo interrogué.
—¿Por qué maté a Kiki? Yo tampoco lo sé. ¿La maté?
—Mira, yo sí que no lo sé —le dije sonriendo—. Pero, contesta, ¿la mataste o no la mataste?
—Te he dicho que lo estoy pensando. ¿Maté a Kiki o no?
Gotanda se tomó un trago de cerveza, dejó el vaso sobre la mesa y apoyó la mejilla en la palma de la mano.
—Es que no estoy seguro. Te parecerá absurdo, pero es así. No estoy seguro. Creo, quizá, que la estrangulé, pero no estoy seguro. En mi casa, me parece, en mi habitación. ¿Por qué lo hice? ¿Qué hacíamos los dos allí solos? Yo no quería quedarme a solas con ella. Pero es inútil, no consigo recordar. El caso es que los dos estábamos en mi piso… Llevé el cadáver en mi coche y lo enterré en alguna parte, en medio del monte. Pero no estoy seguro de que sucediera de verdad. Simplemente tengo la impresión de que la maté. No puedo demostrarlo. Le he estado dando vueltas durante todo este tiempo. Es inútil. No lo sé. Lo esencial del asunto es un gran vacío. He estado pensando si no existirá alguna prueba material. Por ejemplo, una pala. De haberla enterrado, debí de utilizar una pala. Si la encontrase, sabría qué ocurrió de verdad. Pero tampoco ha funcionado. Trato de reconstruir el desbarajuste de mi memoria. Yo compré una pala en una tienda de jardinería. La utilicé para cavar un agujero y enterrarla. La pala la tiré en alguna parte. Ésa es la sensación que tengo. Pero no recuerdo los detalles. ¿Dónde la compré y dónde la tiré? Lo único que recuerdo es el monte. Todo son flashes, como en un sueño. Cuando creo que la historia ha tirado hacia aquel lado, está de este lado. Se enmaraña. No puedo seguirla de manera ordenada. Todo lo que tengo son recuerdos. Pero ¿son reales o me los he inventado a mi antojo? Me estoy volviendo loco. Desde que me divorcié de mi mujer, voy de mal en peor. Estoy cansado. Y desesperado. Desesperadamente desesperado.
Yo guardaba silencio. Tras una pausa, Gotanda prosiguió:
—¿Dónde termina lo real y dónde empieza lo imaginado? ¿Dónde acaba la verdad y dónde empieza la interpretación? Yo quería averiguarlo. Supuse que, quedando contigo como hemos estado haciendo hasta ahora, encontraría la respuesta. Desde la primera vez en que me hablaste de Kiki pensé que acabarías ayudándome a resolver esta confusión. Como una bocanada de aire fresco al abrir la ventana. —El actor volvió a juntar los dedos y se quedó mirándolos fijamente—. Pero si maté a Kiki, ¿por qué lo hice? ¿Tenía algún motivo para asesinarla? Me gustaba. Me encantaba acostarme con ella. Cuando me sentía desesperado, ella y Mei eran mi único respiro. Entonces, ¿por qué matarla?
—¿Fuiste tú quien mató a Mei?
Gotanda no apartaba la vista de sus manos, apoyadas en la mesa.
—No, yo no la maté. Por suerte tengo una buena coartada. Esa noche estuve en los estudios de una televisión hasta las tantas trabajando en postsincronización y luego me fui con mi mánager a la ciudad de Mito, en Ibaraki. Así que no hay lugar a dudas. Si no hubiera nadie que pudiese testificar que esa noche estuve en esos estudios, seguramente estaría atormentándome con la posibilidad de haber matado a Mei. Sin embargo, no sé por qué, me siento responsable de su muerte. Pese a tener una coartada sólida, me siento como si la hubiera matado con estas manos. Como si hubiera muerto por mi culpa.
Sobrevino otro silencio. Él no dejaba de mirarse los dedos.
—Estás cansado —le dije—. Eso es todo. Seguramente no has matado a nadie. Kiki debió de desaparecer sin más. Cuando estaba conmigo también se esfumaba de vez en cuando sin decir nada. Así que no era la primera vez que lo hacía. A lo mejor sólo estás siendo demasiado severo contigo mismo y por eso lo relacionas todo contigo.
—No, no es sólo eso. No es tan sencillo. Seguramente maté a Kiki. A Mei no. Pero siento que asesiné a Kiki. Todavía noto en las manos la sensación de haberla estrangulado. Aún recuerdo lo que sentí al introducir la pala en la arena. La maté. Es un hecho.
—Pero ¿por qué ibas a matarla? ¿Tiene algún sentido?
—¿Quién sabe? —dijo él—. Quizá por alguna clase de instinto autodestructivo. Es algo que llevo dentro desde siempre. Un tipo de estrés. Me ocurre a menudo cuando se abre una brecha entre mi persona y el ser que interpreta un papel. Puedo ver esa brecha: es como una grieta en la tierra tras un terremoto. Una gran hendidura. Un agujero profundo y oscuro, tanto que da vértigo. Entonces, sin querer, destruyo algo. De pronto, estoy destrozando algo. Me pasa desde pequeño. Rompo algo a golpes, parto lápices, hago añicos un vaso, aplasto una maqueta. Pero no sé por qué lo hago. Por supuesto, nunca lo hago delante de los demás, únicamente cuando estoy solo. En primaria, sin embargo, empujé a un amigo por la espalda y lo tiré por un barranco. No supe por qué lo hacía. Cuando me di cuenta, ya lo había hecho. El barranco no era demasiado profundo y sólo se hizo heridas leves. Mi amigo creyó que había sido un accidente, que había chocado contra él o algo así. Porque nadie se imaginaba que yo pudiera hacer algo así. Se equivocaban. Yo sé que lo empujé adrede. Y como ésa, hice muchas otras cosas. En la época del instituto quemé varios buzones. Prendía fuego a un trapo y lo metía dentro del buzón. Son cosas abyectas y absurdas. Pero las hago. En el momento menos pensado, las estoy haciendo. No puedo evitarlo. Haciendo esas cosas abyectas y absurdas siento que vuelvo a ser yo mismo. Después, siempre recuerdo la sensación, pese a ser un acto inconsciente. Todas las sensaciones se adhieren a mis manos. No desaparecen por mucho que me las lave. Nunca desaparecerán. ¡Qué vida más terrible! No creo que pueda soportarlo mucho más.
Yo lancé un suspiro. Gotanda sacudió la cabeza.
—No hay manera de saber si maté a Kiki —siguió—. No hay pruebas que lo demuestren. No hay cadáver, pala, pantalones manchados de tierra ni manos encallecidas. Aunque por cavar un hoyo para enterrar a una persona no tiene por qué salir callos. No recuerdo dónde la enterré. ¿Me creerían si fuese a la policía y me autoinculpase? Sin cadáver no hay asesinato. Ni siquiera puedo expiar el crimen. Ella ha desaparecido, es lo único que sé a ciencia cierta. Intenté confesártelo en varias ocasiones. Pero no fui capaz. Tenía miedo de que esta intimidad que se ha creado entre los dos se desvaneciese al abrir la boca. ¿Sabes? Me siento a gusto cuando estoy contigo. No noto la brecha de la que te he hablado. Eso supone algo inestimable para mí. No quería perder esta relación. Así que lo he ido posponiendo. «Ya lo haré la próxima vez, puedo contárselo más tarde…» Así hasta ahora. Debería habértelo confesado antes…
—¿De qué habría servido que me lo confesaras si, como tú dices, no hay pruebas? —le dije.
—No es por las pruebas. Debiste enterarte por mí. Te lo oculté: ése es el problema.
—Aun en caso de que fuese verdad, aun suponiendo que la mataras, tú no tenías intención de hacerlo, ¿no?
Extendió las palmas de las manos y las observó.
—No, ninguna. ¿Por qué iba a querer matarla? Me gustaba. Aunque de una forma extremadamente limitada, los dos éramos amigos. Hablábamos de todo. Le hablaba de mi ex mujer. Kiki siempre me prestaba atención. ¿Para qué iba a matarla? Y sin embargo lo hice, lo hice con estas manos. No abrigaba ninguna intención. La estrangulé como si matase mi propia sombra. Mientras la estrangulaba creía que era mi sombra. Si mato a mi sombra, todo saldrá bien, pensé. Pero aquélla no era mi sombra. Era Kiki. Todo eso sucedió en el mundo de las sombras. Un mundo diferente a éste. ¿Entiendes? No fue aquí. Y fue Kiki la que me incitó. Estrangúlame, por favor, me dijo. Venga, mátame. Me invitó a que lo hiciera, me dio permiso. No te miento. En serio que fue así. No sé. ¿Habrá ocurrido de verdad? Todo parece un sueño. Cuanto más lo pienso, menos real me parece. ¿Por qué me incitaría a hacerlo? ¿Por qué me dijo que la matase?
Me bebí lo que me quedaba de cerveza, ya tibia. El humo del tabaco se había compactado sobre nuestras cabezas y oscilaba, arrastrado por el aire, igual que un fenómeno paranormal. Alguien chocó contra mi espalda y me pidió disculpas. Por los altavoces del local anunciaron el número de una pizza ya lista.
—¿Quieres otra cerveza? —le pregunté a Gotanda.
—Sí.
Fui hasta la barra y volví con dos cervezas. Bebimos en silencio, sin decirnos nada. El local estaba abarrotado, como la estación de Akihabara en hora punta, pero aunque la gente pasaba a menudo al lado de nuestra mesa, nadie se fijaba en nosotros. Nadie oía de qué hablábamos, nadie miraba a Gotanda a la cara.
—Te lo dije —comentó Gotanda con una agradable sonrisa en los labios—. Esto es un remanso de paz. La gente famosa no viene a Shakey’s.
El actor agitó el vaso de cerveza, del que se había bebido un tercio, como si agitara una probeta.
—Olvidémoslo —dije en tono pausado—. Yo puedo olvidarlo. Tú también podrás.
—No sé. Es fácil decirlo. Tú no la has estrangulado con tus propias manos.
—Mira, ya está bien. No existe ninguna prueba de que hayas asesinado a Kiki, así que deja de culparte. ¿No será que relacionas tu sentimiento de culpa con su desaparición y actúas inconscientemente? Cabría esa posibilidad, ¿no?
—Bien, hablemos entonces de posibilidades —dijo Gotanda, y colocó ambas manos boca abajo sobre la mesa—. Últimamente pienso en ellas. Existen diferentes posibilidades. Por ejemplo, la de que algún día mate a mi mujer, ¿no? Si ella me diera permiso, igual que Kiki, supongo que también la estrangularía. No paro de pensar en eso. Y cuantas más vueltas le doy, más posibilidades surgen. No soy capaz de controlar nada. No sólo he quemado buzones. También maté cuatro gatos, cada uno de distinta manera. Y otra vez, de noche, rompí la ventana de una casa del barrio con un tirachinas y huí en bicicleta. Nunca se lo he contado a nadie. Eres la primera persona con la que lo hablo. Es un alivio, pero eso no va a hacer que me detenga. Continuará mientras exista ese abismo entre el yo que interpreta un papel y mi yo verdadero. El abismo ha ido ensanchándose desde que me he hecho actor profesional. Cuanto más se abre el abismo, peores papeles interpreto. No tiene solución. Podría matar a mi mujer en cualquier momento. No podré controlarlo. Porque no sucede en este mundo. No puedo hacer nada: lo llevo en los genes.
—Le das demasiadas vueltas —dije yo con una sonrisa forzada—. Ponerte a reflexionar y remontarte hasta tus genes no te llevará a ninguna parte. Lo mejor es que te tomes unas vacaciones. Descansa y deja de verla por un tiempo. Es la única solución. Abandónalo todo. Vayámonos los dos a Hawai. Podríamos pasarnos el día tirados en la playa, bebiendo piña colada. Es un sitio estupendo. No tendrías que preocuparte por nada. Tomaríamos copas desde la mañana, nadaríamos y nos pagaríamos unas chicas. Podríamos alquilar un Mustang y conducir a ciento cincuenta mientras escuchamos a The Doors, a Sly & The Family Stone, a los Beach Boys, lo que sea. Te sentirías liberado. Si quieres reflexionar, puedes hacerlo después.
—Suena bien. —Sonrió y en las comisuras de los ojos se le formaron unas arruguitas—. Podríamos llamar a un par de chicas e irnos de juerga los cuatro todo el día. Aquella vez lo pasamos muy bien.
Quitanieves sensual. Cucú.
—Yo puedo ir cuando sea —dije—. ¿Y tú? ¿Cuánto te llevará finiquitar el trabajo?
Gotanda esbozó una extraña sonrisa.
—No te enteras. Si fuera cuestión de finiquitar el trabajo, nunca podría acompañarte. La única solución es abandonarlo todo por las buenas. Y si lo hiciera, me expulsarían del mundo del cine para siempre. Para siempre. No volverían a darme trabajo nunca más. Además, perdería a mi mujer, como te dije. Para siempre. —Apuró lo que le quedaba de cerveza—. Pero está bien. Ya no me importa renunciar y perderlo todo. Es lo que tú dices. Estoy cansado. Es hora de ir a Hawai y poner la mente en blanco. Sí, me voy contigo a Hawai. Ya pensaré luego, con la cabeza despejada. Yo…, sí, eso es, quiero convertirme en alguien normal. Quizá sea demasiado tarde. Pero merece la pena intentarlo. Confío en ti. De verdad. Así ha sido desde que me llamaste por teléfono aquella vez. No sé por qué… Tienes un punto muy cabal. Y eso es lo que siempre he deseado.
—Yo no soy cabal —le dije—. Simplemente trato de no perder el paso. Sólo bailo. No tiene ningún sentido.
Gotanda separó las manos unos cincuenta centímetros sobre la mesa.
—¿Y qué es lo que tiene sentido? ¿Qué sentido tienen nuestras vidas? —Se rió—. No pasa nada. Eso ya no importa. Renuncio a todo. He decidido aprender de ti. Saltemos de un ascensor a otro. No es imposible. Soy capaz de cualquier cosa si me lo propongo. Porque soy el guapo, inteligente y afable Gotanda. De acuerdo, vayámonos a Hawai. Mañana compra los billetes: dos en primera clase. Tiene que ser primera clase. Lo dice la norma. Coche BMW, reloj Rolex, casa en Minato y vuelo en primera clase. Pasado mañana hacemos las maletas y volamos. Ese mismo día estaremos en Honolulu. No sabes lo bien que me sientan las camisas hawaianas.
—A ti te sienta bien cualquier cosa.
—Gracias. Has animado el poco ego que me quedaba.
—Lo primero que haremos será ir a la playa y tomarnos unas piñas coladas bien frescas.
—Perfecto.
—Perfecto.
Gotanda me miraba fijamente a la cara.
—Escucha, ¿de verdad podrás olvidar que maté a Kiki?
—Creo que sí —le dije después de asentir con la cabeza.
—Hay cosas que todavía no te he contado. ¿Te dije que una vez me metieron en un calabozo y guardé silencio durante dos semanas?
—Sí.
—Pues era mentira. Lo conté todo y me soltaron enseguida. No porque tuviera miedo, sino porque no quería que me hicieran daño. No quería que me denigrasen. Es algo abyecto. Por eso me sentí tan feliz cuando mantuviste la boca cerrada por mí. Sentí que mi abyección había sido redimida. Supongo que es extraño, pero así fue como lo sentí. Es como si hubieras limpiado mi lado más infame. La verdad es que hoy no he parado de confesar cosas. Todo lo habido y por haber. Pero me alegro. Me siento aliviado. Aunque me imagino que habrá sido desagradable para ti.
—No creas —dije. Me siento más cercano a ti que antes, pensé. Y quizá debí decírselo. Pero decidí reservarlo para otro momento. Consideré que era lo mejor. Pensé que pronto llegaría una ocasión en la que el efecto de esas palabras sería más poderoso—. No creas —repetí.
Cogió el gorro para la lluvia que había colgado del respaldo de la silla, comprobó cuán húmedo estaba y lo devolvió a su sitio.
—Hazme un favor, por la amistad que nos une —dijo—. Quiero tomarme otra cerveza, pero no me apetece nada ir hasta la barra.
Le dije que no se preocupara.
Me levanté para ir a buscar un par de cervezas. Como había cola tardé un poco. Cuando regresé a la mesa del fondo con los vasos, Gotanda ya no estaba allí. El gorro de lluvia también había desaparecido. El Maserati no estaba donde lo habíamos dejado aparcado. Dios mío, pensé. Y negué con la cabeza. Pero no había nada que hacer: se había esfumado.