35

A finales de mayo me encontré por azar —aunque eso no podría asegurarlo— con el Literato, uno de los dos agentes que me habían interrogado. Había ido al centro comercial Tokyu Hands de Shibuya a comprar un soldador eléctrico y en la salida me vi empujado hacia él. Pese a que hacía un calor propio del verano, él vestía una gruesa chaqueta de tweed. Quizá los agentes de policía tienen una sensibilidad térmica distinta que el resto de los seres humanos. Cargaba con una bolsa de Tokyu Hands igual que la mía. Yo intenté hacerme el despistado y seguir mi camino, pero el Literato me llamó al instante.

—Eh, no me rehúya —dijo el Literato medio en broma—. No pretendería marcharse fingiendo que no me conoce, ¿verdad?

—Tengo prisa —repliqué brevemente.

—¿Ah, sí? —dijo, incrédulo.

—Tengo mucho trabajo que hacer —añadí.

—Ya veo. Pero no le vendrá de unos minutos, ¿no? Tal vez me permita invitarle a tomar algo. Serán diez minutos. Me gustaría hablar con usted. De veras, serán sólo unos minutos.

Lo seguí hasta una cafetería atestada. Ignoro qué me llevó a aceptar la invitación. Habría podido rechazarla y marcharme. En cambio, acepté y me senté a tomar un café con él. A nuestro alrededor había algunas parejas jóvenes y grupos de estudiantes. El café era vomitivo y el aire, infecto. El Literato sacó un cigarrillo y lo encendió con un mechero.

—Quiero dejar de fumar, pero… —dijo él—. Pero mientras me dedique a mi trabajo, no podré. Es imposible. No puedo evitar fumar. Me calma los nervios.

Yo callé.

—En mi trabajo se te ponen los nervios de punta. Todos te odian. Cuando llevas años de agente en Homicidios, te odian de verdad. La vista empeora, la piel se te mancha. No tengo ni idea de por qué, pero es así. Y te avejentas. También cambia tu manera de hablar. No tiene ningún aspecto positivo.

El agente le echó leche y tres cucharaditas de azúcar al café, lo removió con cuidado y se lo bebió despacio, saboreándolo.

Yo miré mi reloj.

—¡Ah, es cierto! La hora —dijo el Literato—. Todavía deben de quedar cinco minutos, ¿no? No se preocupe. No le voy a robar mucho más tiempo. Quería hablarle de la chica asesinada. Se llamaba Mei.

—¿Mei? —repetí. No iba a dejar que me pillara fácilmente.

Él sonrió torciendo un poco los labios.

—Sí, eso es, Mei. Hemos descubierto cómo se llamaba. Aunque, por supuesto, ése no era su verdadero nombre. Era una prostituta, tal y como sospechábamos, no una aficionada, como parecía a primera vista. Últimamente resulta difícil identificarlas. Antes era más fácil. Con sólo verlas enseguida sabías que eran prostitutas. Por la ropa que llevaban, el maquillaje, la expresión de la cara. Hoy en día es imposible. Chicas de las que nunca te lo imaginarías se prostituyen. Por dinero o por curiosidad. Eso no está bien. Además, es peligroso, ¿no le parece? Encontrarse con desconocidos en habitaciones cerradas… En este mundo hay toda clase de pervertidos y tarados. Muy peligroso, ¿no cree?

No tuve más remedio que darle la razón.

—Pero las muchachas no se dan cuenta. Creen que tienen la suerte de su lado. Pero no hay remedio: así es la juventud. Cuando uno es joven, siempre cree que todo va a salir bien. Pero para cuando uno se da cuenta de que no es así, ya es demasiado tarde: una media te oprime el cuello. Penoso…

—¿Y ya han encontrado al asesino? —inquirí.

El Literato negó con la cabeza y frunció el ceño.

—Por desgracia, todavía no. Eso sí, hemos averiguado ciertos detalles. Sin embargo, no se han publicado en la prensa. Y seguimos investigando. Por ejemplo, ahora sabemos que se llamaba Mei y que se dedicaba a la prostitución. Su verdadero nombre…, bueno, su verdadero nombre no importa. Nació en Kumamoto. El padre es funcionario. Como la ciudad es pequeña, tenía un puesto importante. Ella venía de una buena familia, sin problemas económicos. De hecho, le enviaban dinero de vez en cuando. Una o dos veces al mes, su madre venía a Tokio y le compraba ropa o lo que necesitara. Al parecer, ella les había dicho que trabajaba en algo relacionado con la moda. Tenía una hermana mayor y un hermano pequeño. La hermana está casada con un médico. El hermano estudia derecho en la Universidad de Kysh. En suma, una familia estupenda. ¿Por qué se prostituiría? Cuando les informamos de su muerte, se quedaron horrorizados. Les evitamos el dolor de saber que se prostituía. Pero lo del estrangulamiento en el hotel los ha dejado destrozados.

Yo guardé silencio y dejé que hablara.

—Hemos descubierto que pertenecía a una red de «acompañantes». Fue bastante complicado dar con la pista. ¿Sabe cómo lo conseguimos? Montamos vigilancia en la recepción de un hotel de lujo de la ciudad y nos llevamos a dos o tres chicas con pinta de dedicarse a la prostitución. Luego les enseñamos las mismas fotos que a usted. Una acabó largando. No todos son tan duros de roer como usted. Además, ellas tienen su punto débil. Fue así como supimos que trabajaba para esa organización. Una red de prostitutas de lujo, con derecho de admisión, es decir, para clientes selectos. Por desgracia, nunca aceptarían a tipos como usted o como yo. Además, dudo que esté usted dispuesto a pagar setenta mil yenes por acostarse con una de ellas, ¿me equivoco? Yo, desde luego, no los pagaría. No bromeo: por esa cantidad, prefiero acostarme con mi mujer y comprarle a los críos bicicletas nuevas. Ya sé que suena cutre, pero… —Se rió y me miró a la cara—. Y aunque no me importase pagar esa suma, a mí nunca me aceptarían. Porque te investigan. Indagan a fondo. La seguridad es lo primero. No admiten a tipos sospechosos. Nunca dejarían entrar a un agente de Homicidios. Lo cual no quiere decir que la policía esté proscrita. Si ocupas un alto cargo no hay problema. Pero ha de ser un altísimo cargo, claro, porque en caso de apuro siempre podría echarles una mano. Un subalterno como yo no tiene ninguna posibilidad. —Se terminó el café, se llevó otro cigarrillo a los labios y lo encendió—. Así pues, solicitamos a nuestros superiores una orden para registrar el club. Tres días después emitieron la orden de registro. Cuando entramos en el club, dentro no había nada. Estaba limpio como la muda de un insecto. Vacío. Alguien había dado el chivatazo. ¿Quién cree usted que filtró la información?

Le contesté que no lo sabía.

—¿De veras no se lo imagina? Pues alguien de la policía. Nuestros superiores están involucrados en el asunto. Y dieron el chivatazo. No hay pruebas, pero nosotros, los que estamos al pie del cañón, lo sabemos. Hubo un soplo. Alguien se puso en contacto con ellos para decirles que se esfumasen antes del registro. Es vergonzoso. Indignante. Los del club también estarán acostumbrados, así que se trasladaron en un abrir y cerrar de ojos. Si fuera necesario, pueden desaparecer en una hora. Alquilan otras oficinas, compran unos cuantos teléfonos y abren otro negocio idéntico. Es muy sencillo. Tienen todos los datos de los clientes y, mientras dispongan de chicas, pueden establecerse en cualquier parte. Ahora esa red está fuera de nuestro alcance, ilocalizable. No han dejado nada detrás de ellos. Si supiéramos a qué clientes atendía la chica, la investigación avanzaría un poco, pero a día de hoy no hemos averiguado nada. Estamos encallados.

—No sé… —dije.

—¿Qué es lo que no sabe?

—Aun suponiendo que fuera una prostituta de lujo de un club con derecho de admisión, como usted dice, ¿por qué iba a matarla un cliente? Y si hubiera sido así, ¿no sabría de inmediato la red quién la mató?

—En efecto —dijo el Literato—. Por lo tanto, la persona que la mató no debe de estar en la lista de clientes. O era su amante, o ella se citaba con otros hombres al margen de la red para ganarse algún dinero extra. Registramos su piso, pero no encontramos ninguna pista. Estamos totalmente perdidos.

—Escuche, yo no la maté —le aseguré.

—Eso ya lo sabemos —dijo el Literato—. ¿Acaso no se lo dije? Usted no es de los que van por ahí asesinando a nadie. Salta a la vista. Pero usted sabe algo. Sabe más de lo que deja entrever. Me lo dice mi olfato y toda mi experiencia profesional. ¿Qué? ¿No me va a contar nada? Basta con que hable. Si habla, no nos cebaremos en usted. Se lo prometo.

Le dije que no sabía nada.

—Vaya… —murmuró—. Así no llegaremos nunca a ninguna parte. La verdad es que nuestros superiores tampoco están por la labor. Total, para ellos sólo es el caso de una prostituta estrangulada en un hotel. Los cabrones piensan que las prostitutas están mejor muertas. Apenas han visto un cadáver en su vida. Ni se imaginan lo que es ver a una chica guapa desnuda estrangulada. Lo impresionante, lo triste que es. Encima, entre los clientes de ese club, además de capitostes de la policía, también hay personajes del mundo de la política: de vez en cuando refulgen insignias de oro en la oscuridad. Y los policías son muy sensibles a esos destellos. Cuando algo brilla un poco, sacan el cuello como las tortugas. Sobre todo los altos cargos. Por lo tanto, todo apunta a que la muerte de Mei va a quedar impune. Por desgracia.

La camarera retiró la taza del Literato. Yo tan sólo me había tomado la mitad de mi café.

—¿Sabe? No sé por qué, pero me siento muy cercano a la tal Mei —me confió—. Me pregunto por qué será. Lo cierto es que cuando la vi desnuda en la cama del hotel, estrangulada, me prometí que atraparía al asesino. Naturalmente, nosotros estamos hartos de ver cadáveres. A estas alturas ya no me quita el sueño ver un muerto. He visto cuerpos despedazados, calcinados. Sin embargo, este caso es especial. Era de una belleza singular. La luz matinal entraba por la ventana, la chica estaba ahí tumbada, helada. Tenía los ojos abiertos de par en par, la lengua retorcida dentro de la boca y las medias alrededor del cuello, como una corbata. Además, tenía las piernas ligeramente abiertas y se había orinado. Al verla sentí que me estaba pidiendo un ajuste de cuentas. Que mientras no lo solucionase, seguiría allí yerta, en la misma postura, envuelta en esa luz matinal. Sí, ella sigue helada, y seguirá así hasta que no detengamos al asesino y se resuelva el caso. Imagino que le extrañará el apego que siento.

Le dije que no lo sabía.

—Ha estado un tiempo ausente. ¿Se ha ido de viaje? Está usted muy moreno —remarcó.

Le respondí que había ido a Hawai por motivos de trabajo.

—¡Qué suerte la suya! Me da usted envidia. ¡Quién me ofreciera a mí un trabajo parecido! Ver cadáveres todo el día le deprime a uno. Por cierto, ¿alguna vez ha visto un cadáver?

Le dije que no.

Él negó con la cabeza y consultó su reloj.

—Muy bien. Disculpe por haberle robado algo de su tiempo. Pero, en fin, dicen que hasta el encuentro más azaroso está predestinado. Hágase a la idea. De vez en cuando a mí también me apetece tener alguna charla personal con alguien. Por cierto, ¿qué ha comprado en Tokyu Hands?

Le contesté que un soldador eléctrico.

—Yo, un producto para limpiar cañerías. El fregadero de mi casa se atasca a menudo.

Pidió la cuenta. Yo insistí en pagar mi parte, pero él no cedió.

—Déjelo. Invito yo. Total, sólo es un café.

Al salir de la cafetería, de pronto me acordé y le hice una pregunta: ¿eran frecuentes los casos de homicidios de prostitutas?

—Pues la verdad es que sí, muy frecuentes —dijo, lanzándome una mirada inquisitiva—. No todos los días, pero bastante a menudo, sí. ¿Por qué lo pregunta? ¿Le interesan los asesinatos de prostitutas?

Le dije que no particularmente. Que sólo preguntaba por curiosidad.

Luego nos despedimos.

Cuando se fue, me quedó una desagradable sensación en el estómago. A la mañana siguiente, seguía ahí.