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Soñé con Kiki. Imagino que sería un sueño. Si no lo fue, fue un acto parecido a soñar. ¿Qué narices será «un acto parecido a soñar»? No lo sé. Pero al parecer existe. Como muchas cosas innombrables que hay en los confines de la conciencia.

Para abreviar he decidido llamarlo sueño, que es, en efecto, la expresión que más se aproxima a esa realidad.

Era de madrugada cuando soñé con Kiki.

En el sueño también era de madrugada.

Yo llamaba por teléfono. Una conferencia con el extranjero. Marcaba el número que la mujer idéntica a Kiki había dejado en el alféizar de la ventana de aquel piso en el centro de Honolulu. Se oyó el tac tac tac tac de la línea telefónica al conectar. Está conectando, pensé. Una por una, las cifras se conectaban. Un instante después, empezó a oírse el timbre telefónico al otro lado de la línea. Conté el número de tonos sordos con el auricular pegado a la oreja: cinco, seis, siete, ocho… Al duodécimo, alguien atendió la llamada. Y, al mismo tiempo, aparecí en aquella habitación, «la habitación de los muertos» de aquel edificio de Honolulu. Debía de ser mediodía, porque la luz penetraba recta por la claraboya del techo. Varios rayos se transformaban en gruesos pilares que llegaban hasta el suelo y, en medio, se veía flotar un polvo fino. Los pilares de luz eran angulosos, como si hubieran sido tallados con una herramienta afilada, y emitían a toda la habitación la intensidad del sol de los países meridionales. Las partes no iluminadas resultaban frías y oscuras. El contraste era demasiado acentuado. Da la sensación de que estoy en el fondo del mar, pensé.

Me senté en el sofá con el auricular pegado a la oreja. El cable del teléfono se prolongaba por el suelo. Atravesaba las zonas oscuras, cruzaba la luz y volvía a desaparecer en aquella vaga y confusa tiniebla. Era un cable larguísimo. Nunca había visto un cable tan largo. Eché un vistazo a la habitación con el teléfono en el regazo.

La distribución de los muebles era la misma que cuando había estado allí. Cama, mesa, sofá, sillas, televisión. Todos dispuestos en los rincones. El olor de la sala también era el mismo: olía como si hubiera permanecido cerrada durante mucho tiempo. El aire se había estancado, apestaba a moho. Pero los seis esqueletos habían desaparecido. No estaban en la cama, ni en el sofá, ni en las sillas delante de la televisión, ni sentados a la mesa. Se habían esfumado. La vajilla que había sobre la mesa también había desaparecido. Dejé el teléfono sobre el sofá y me levanté. Me dolía un poco la cabeza. Era un dolor punzante, como si me taladrara el oído un sonido muy agudo. Entonces volví a sentarme.

Sobre la silla más lejana, en medio de la penumbra, me pareció entrever que algo se movía. Agucé la vista. Estaba erguido y se acercaba a mí; al caminar, hacían ruido los tacones de sus zapatos. Era Kiki. Surgió lentamente de la oscuridad, atravesó la luz y se sentó a la mesa. Llevaba el mismo atuendo que cuando la divisé en la calle: un vestido azul y un bolso blanco.

Kiki se sentó y se quedó mirándome. Tenía un gesto muy sereno. Estaba situada justo en una zona que no pertenecía al territorio de la luz ni al de la sombra. Pensé en levantarme e ir hasta ella, pero cierta timidez me hizo cambiar de idea. Además, todavía me notaba ese ligero dolor en las sienes.

—¿Adónde se habrán ido los esqueletos? —pregunté.

—Quién sabe —me contestó Kiki con una sonrisa—. Han desaparecido.

—¿Los has quitado tú?

—No, simplemente han desaparecido. ¿No los habrás quitado tú?

Dirigí la mirada hacia el teléfono, a mi lado. Luego me presioné las sienes con las yemas de los dedos.

—¿Qué significaban esos seis esqueletos?

—Eran tú mismo —dijo Kiki—. Éste es tu lugar, y todo lo que hay aquí, todo lo que ves, eres tú.

—¿Mi lugar? —me extrañé—. Entonces, ¿el Hotel Delfín?, ¿qué pasa con él?

—También es tu lugar, por supuesto. Allí está el hombre carnero. Y aquí estoy yo.

Los pilares de luz no se movían. Eran sólidos, homogéneos. Sólo el aire que había dentro oscilaba ligeramente. Contemplé ese pequeño movimiento sin prestar atención.

—Mi lugar está en distintos sitios —dije—. Todo este tiempo he soñado. Con el Hotel Delfín. Allí alguien lloraba por mí. He soñado lo mismo cada día. El edificio era muy alargado y alguien lloraba por mí. Pensaba que eras tú. Por eso sentía que tenía que verte a toda costa.

—Todos lloran por ti —dijo Kiki con una voz muy tranquila, que calmaba los nervios—. Porque es tu lugar. Y en él todos lloran por ti.

—Pero tú me llamaste. Por eso fui hasta el Hotel Delfín. Y a partir de ese momento… sucedieron muchas cosas. Igual que la otra vez. Conocí a varias personas. Algunas murieron. Dime, me llamaste, ¿verdad? Y fuiste tú quien me guió, ¿no?

—No. Eras tú mismo el que llamaste. Yo no soy más que una proyección de ti. A través de mí te llamaste y te guiaste a ti mismo. Bailaste con tu propia sombra como compañera. Yo no soy más que tu sombra.

«La estrangulé como si matase mi propia sombra. Mientras la estrangulaba creía que era mi sombra», había dicho Gotanda. «Si mato mi sombra, todo saldrá bien», pensaba.

—Pero ¿por qué todo el mundo llora por mí?

No me respondió. Se levantó pausadamente y vino hasta mí, con su taconeo. Luego se hincó de rodillas en el suelo, estiró la mano y me tocó los labios con las yemas de los dedos. Tenía unos dedos finos y tersos. Después me acarició la sien.

—Lloramos por todo lo que tú no puedes llorar —dijo Kiki serena, y despacio, como si quisiera convencerme—. Derramamos nuestras lágrimas por todas las cosas por las que tú no puedes derramarlas, al llorar alzamos la voz por todo aquello por lo que tú no puedes alzarla.

—¿Tus orejas siguen siendo como antes? —le pregunté.

—Mis orejas… —dijo, y esbozó una amplia sonrisa—. Siguen siendo las de siempre.

—¿No podrías enseñármelas una vez más? —le pedí—. Quiero experimentar esa sensación de nuevo. Esa especie de renacer del universo que sentí cuando me las enseñaste la primera vez. No he dejado de pensar en eso durante todo este tiempo.

Dijo que no con la cabeza.

—En otro momento —añadió—. Ahora no. Sólo se pueden ver en el momento adecuado. Aquél lo era. Algún día volveré a enseñártelas. Cuando realmente lo necesites.

Volvió a levantarse y se adentró en uno de los pilares de luz que caían desde la claraboya, donde se detuvo. Tuve la sensación de que su cuerpo se disgregaría y se desvanecería en cualquier momento entre las intensas partículas de luz.

—Dime, Kiki, ¿estás muerta? —le pregunté.

Ella se volvió hacia mí en medio de la luz.

—¿Estás hablando de Gotanda?

—Sí —contesté.

—Gotanda creía que me mató —dijo Kiki.

—Sí, y yo también pensaba lo mismo.

—Quizá me haya matado. Para él es así. Para él, él me mató. Era necesario. Matándome consiguió recomponerse a sí mismo. Necesitaba hacerlo. Si no, no habría llegado a ninguna parte. Pobre hombre… —dijo Kiki—. Pero yo no estoy muerta. Sólo he desaparecido. Desaparezco. Me traslado a otro mundo. Como si me hubiera subido en un tren que corre paralelo. Eso es lo que significa desaparecer. ¿Lo entiendes?

Le contesté que no.

—Es muy fácil. Observa.

Dicho eso, Kiki cruzó la estancia en dirección a la pared. Pese a que ya estaba muy cerca de ella, no aflojó el paso. Entonces la pared se la tragó y desapareció. El taconeo también se apagó.

Yo permanecí con la vista clavada en la zona de la pared que se la había tragado. Era sólo una pared. La habitación quedó en silencio. Sólo el polvo de luz seguía flotando lentamente en el aire. Todavía me dolían las sienes. Me las masajeé con los dedos sin apartar la vista de la pared. Se la ha tragado igual que ocurrió aquella vez, en Honolulu, pensé.

—¿Ves qué fácil? —dijo la voz de Kiki—. ¿Por qué no lo intentas?

—¿Yo también puedo?

—¿No te acabo de decir que es fácil? ¡Prueba! Sólo tienes que caminar recto y podrás venir hasta aquí. No tengas miedo.

Cogí el teléfono, me levanté del sofá y, arrastrando el cable, caminé hacia la pared que se la había tragado. Al acercarme, me acobardé un poco, pero avancé sin aflojar el paso. Cuando mi cuerpo chocó con la pared, no se produjo ningún impacto. Fue como si me hubiera introducido en una capa opaca de aire. Tan sólo sentí que la calidad del aire había cambiado un poco. Atravesé esa capa con el teléfono en la mano y me vi de regreso a la cama de mi habitación. Me senté en la cama y coloqué el teléfono sobre mis rodillas.

Es fácil, me dije. Muy fácil.

Me pegué el teléfono al oído, pero la llamada se había terminado.

¿Habrá sido un sueño?, me pregunté.

Quizá lo había sido.

Pero ¿quién sabe?