7

No tenía nada que hacer. Nada que debiera o quisiera hacer. Me había desplazado ex profeso hasta el Hotel Delfín para alojarme allí. Puesto que esa proposición fundamental que era el Hotel Delfín había desaparecido, no sabía qué hacer. Estaba atascado.

Al final bajé al vestíbulo, me senté en uno de aquellos estupendos sofás y empecé a planear lo que haría ese día. Pero no había ningún plan. No me apetecía salir a ver la ciudad ni ir a ningún sitio en particular. Pensé en entretenerme yendo al cine, pero no había ninguna película que me apeteciera ver y, al mismo tiempo, la idea de viajar hasta Sapporo para pasar el rato metido en un cine me parecía ridícula. ¿Qué podía hacer?

Nada.

¡Eso es! ¿Por qué no vas al peluquero?, se me ocurrió de repente. Bien pensado, en Tokio siempre andaba ocupado y nunca tenía tiempo de ir. Ya hacía casi un mes y medio que no me cortaba el pelo. Era una buena idea. Sana y provechosa. Estaba ocioso, ¿por qué no ir al peluquero? Tenía lógica. Era, en cualquier caso, una opción muy respetable.

Decidí ir a la barbería del hotel, un local pulcro y agradable. Aunque iba con la esperanza de que el establecimiento estuviese lleno y me obligaran a esperar, lo encontré vacío, pues era un día laborable por la mañana. De las paredes de color gris azulado colgaba algún óleo y de fondo, muy bajo, sonaba el Jacques Loussier Plays Bach. Era la primera vez en mi vida que entraba en una barbería como ésa. A aquello ni siquiera se le podía llamar barbería. Como nos descuidemos, van a empezar a poner canto gregoriano en los lavabos públicos y a Ryuichi Sakamoto en las salas de espera de las oficinas de las agencias tributarias. Me cortó el pelo un peluquero joven, de poco más de veinte años. Tampoco él conocía demasiado bien Sapporo. Cuando le conté que, años atrás, había otro hotelito con el mismo nombre en aquel mismo sitio, no se sorprendió demasiado. Parecía que le importaba un comino. Se quedó impertérrito. Encima, vestía una camiseta Men’s Bigi. Pero el tío era bastante competente y salí de allí satisfecho.

Después de cortarme el pelo, volví al vestíbulo y pensé de nuevo qué haría. Sólo habían pasado cuarenta y cinco minutos.

No se me ocurría nada.

Me quedé un rato ensimismado, sentado en un sofá, mirando a mi alrededor. En recepción estaba la chica de gafas de la víspera. Cuando nuestras miradas se encontraban, me pareció que se ponía un poco tensa. ¿La alteraría mi presencia? No lo sé. En éstas, el reloj marcó las once, una hora en la que ya se puede pensar en almorzar. Salí del hotel y di una vuelta con la intención de comer algo. Sin embargo, no tenía mucha hambre y ningún local me resultaba tentador. Al final entré en uno al azar y pedí un plato de espaguetis y una ensalada. También me tomé una cerveza. Parecía que iba a nevar de un momento a otro. Las nubes, inmóviles, cubrían pesadamente la ciudad, como el país flotante que aparece en Los viajes de Gulliver. Parecían teñirlo todo de gris. El tenedor, la ensalada, la cerveza, todo era gris. En días así no suelen ocurrírseme buenas ideas.

Tomé un taxi y me dirigí al centro de la ciudad; había decidido pasar el rato comprando algunas cosas en unos grandes almacenes. Me compré zapatos y calcetines, pilas eléctricas de repuesto, y un cepillo de dientes y un cortaúñas de viaje. Luego me compré un sándwich para la cena y una botellita de brandy. En realidad, no necesitaba nada. Lo hice sólo para matar el tiempo. Y sólo habían pasado dos horas.

A continuación di un paseo por una avenida, miré escaparates y, cuando me cansé, entré en una cafetería y seguí leyendo la biografía de Jack London delante de una taza de café. Y por fin anocheció. El día había transcurrido como si hubiera visto una larga y aburrida película. Malgastar el tiempo también puede ser agotador.

De vuelta en el hotel, alguien me llamó por mi nombre cuando pasaba por delante de recepción. Era la chica de gafas. Me llamó y, al acercarme a ella, me llevó lejos de la recepción, a una zona del mostrador donde se ocupaban del alquiler de coches, pero, aparte de un montón de panfletos al lado de un letrero, no había ningún encargado.

Durante un buen rato me miró como si se dispusiera a decirme algo, pero sin saber muy bien qué, mientras no paraba de darle vueltas a un bolígrafo que tenía en la mano. A todas luces se sentía confusa, perdida, avergonzada.

—Siento tener que pedirle esto, pero ¿podría fingir que me está pidiendo información sobre un coche de alquiler? —me dijo, y miró de reojo hacia recepción—. Las normas establecen que no se puede hablar en privado con los clientes.

—Por supuesto —dije yo—. Yo te pregunto cuánto cuesta alquilar un coche y tú me respondes. No es una conversación privada.

Ella se ruborizó ligeramente.

—Lo siento. En este hotel son muy estrictos con las normas.

Sonreí.

—Esas gafas te sientan de maravilla.

—¿Disculpe?

—Esas gafas te quedan de maravilla. Estás muy guapa —le dije.

Ella se tocó la montura con un dedo y carraspeó. Debía de ser de las que enseguida se ponen nerviosas.

—La verdad es que quería preguntarle algo —dijo, recuperando la compostura—, algo personal.

Me hubiera gustado acariciarle la cabeza para tranquilizarla, pero me quedé callado y la miré.

—Es sobre el hotel del que me habló usted ayer —prosiguió en voz baja—. El que tenía el mismo nombre que éste… ¿Cómo era el hotel? ¿Era un hotel decente?

Cogí un folleto sobre alquiler de coches y fingí que lo leía.

—¿Qué quieres decir con un hotel «decente»?

Ella se estiró las solapas de la blusa blanca y volvió a carraspear.

—Pues…, no sé cómo decirlo… ¿Era un hotel de mala nota o un sitio por el estilo? Es que me tiene intrigada lo de ese hotel…

Alcé la vista. Tal y como recordaba, tenía unos ojos bonitos y dulces. Cuando la miré fijamente, volvió a ruborizarse.

—No sé a qué te refieres con lo de que estás intrigada, pero el caso es que si me pusiera a hablar del tema tendría para rato. Creo que éste no es el lugar más adecuado para hacerlo. Además, tú debes de estar ocupada…

Ella miró de soslayo a los compañeros que atendían en recepción. Luego se mordió suavemente el labio con sus bonitos dientes. Parecía indecisa, pero al final asintió.

—Entonces, ¿podríamos hablar cuando termine el trabajo?

—¿A qué hora acabas?

—A las ocho. Pero es mejor que no quedemos en el hotel. Son muy estrictos con las normas.

—Si conoces algún sitio en el que se pueda hablar tranquilamente, podríamos quedar allí.

Ella asintió y, tras pensar unos instantes, escribió el nombre de un local y dibujó un mapa sencillo en una hojita de un bloc que había en el mostrador.

—Espéreme ahí. Llegaré a las ocho y media, a lo más tardar —me dijo.

Me guardé la hojita en el bolsillo de la chaqueta.

Esta vez fue ella quien me miró a los ojos.

—Le pido que no se haga ideas raras sobre mí. Es la primera vez que hago algo así, que rompo las normas. Pero le juro que tenía que hacerlo. Ya le contaré por qué.

—No me hago ninguna idea rara, así que no te preocupes —le contesté—. No soy mal tipo. No suelo caer simpático, pero no hago nada que pueda molestar a los demás.

Meditabunda, siguió dando vueltas al bolígrafo, pero no parecía haberme entendido bien. «Hasta después, entonces», dijo. Y tras hacerme una pequeña reverencia protocolaria, regresó a su puesto. Era encantadora, aunque un poco inestable o insegura.

Ya de vuelta en mi habitación, saqué una cerveza de la nevera para acompañar la mitad del sándwich de rosbif que había comprado en un puesto de comida de los grandes almacenes. Ya está, pensé. Con esto por fin me he puesto en acción. Llevo una marcha corta y no sé bien adónde voy, pero las cosas empiezan a moverse. No puedo quejarme.

Fui al baño, me lavé la cara y volví a afeitarme. Todo en silencio, sin canturrear. Me puse loción para después del afeitado y me cepillé los dientes. Luego me miré al espejo, como hacía tiempo que no hacía. No descubrí nada nuevo, y tampoco me dio fuerzas. Era la misma cara de siempre.

A las siete y media salí de mi habitación, me subí a uno de los taxis que había a la entrada del hotel y le enseñé al taxista la nota de la chica. El conductor asintió en silencio y me llevó hasta el local. Estaba a mil yenes de distancia. Era un bar pequeño y acogedor situado en los bajos de un edificio de cinco plantas. Al abrir la puerta, oí que sonaba un viejo y cálido disco de Gerry Mulligan. Era de la época en que Chet Baker y Bob Brookmeyer estaban en el grupo y Mulligan todavía llevaba camisas con botones en las puntas del cuello. Años atrás lo escuchaba a menudo. Estoy hablando de otra época, antes de que ese tal Adam Ant, o como se llame, apareciese.

Adam Ant, Adam Hormiga.

¡Qué nombres más estúpidos se ponen!

Me senté a la barra y me bebí despacio un J&B rebajado con agua, tomándome mi tiempo, mientras escuchaba los sublimes solos de Gerry Mulligan. Eran las nueve menos cuarto y ella todavía no había aparecido, pero no estaba preocupado. Seguramente la retenía el trabajo. Me sentía cómodo en aquel bar, y ya estaba acostumbrado a matar el tiempo solo. Mientras escuchaba la música, terminé la copa y pedí dos más. Como no había nada que mirar, contemplé el cenicero que tenía delante.

Llegó a las nueve menos cinco.

—Lo siento —se disculpó—, cosas del trabajo. De repente aquello se llenó de clientes y la persona que tenía que sustituirme no llegaba.

—No importa. No te preocupes —le dije—. Total, me daba igual matar el tiempo aquí que en otro lugar.

Propuso que nos sentáramos al fondo del local. Cogí mi copa y nos cambiamos de sitio. Cuando ella se quitó los guantes de piel, la bufanda a cuadros y la gabardina gris, y se quedó con un fino jersey de color amarillo y una falda de lana verde, me di cuenta de que tenía el pecho más grande de lo que parecía. Llevaba unos elegantes pendientes de oro. Pidió un bloody mary.

En cuanto le trajeron la bebida, tomó un sorbo. Le pregunté si había cenado. Me contestó que todavía no, pero que no tenía demasiada hambre, había comido algo a las cuatro. Di un sorbo a mi whisky y ella se tomó otro trago de su bloody mary. Debía de haber venido corriendo, porque se pasó medio minuto sin decir nada, recobrando el aliento. Mientras esperaba a que se relajara, yo cogía puñados de frutos secos, los inspeccionaba y los mordisqueaba.

Al final, soltó lentamente un suspiro larguísimo. Luego irguió la cabeza y me miró inquieta, como si también a ella le hubiera parecido demasiado largo.

—¿Un día duro? —le pregunté.

—Sí. Bastante. Todavía no me he adaptado del todo al trabajo y como el hotel, como quien dice, acaba de abrir, los de arriba también andan nerviosísimos.

Puso las manos sobre la mesa y entrelazó los dedos. En el meñique de la mano derecha llevaba un pequeño anillo de plata, corriente y sin adorno alguno. Los dos nos quedamos mirando el anillo un instante.

—Con respecto a lo del antiguo Dolphin Hotel —siguió—, ¿no andará usted recabando información o algo así?

—¿Información? —me sorprendí—. ¿Por qué?

—Sólo preguntaba —dijo ella.

Guardé silencio. Ella dirigió la mirada hacia un punto fijo de la pared mientras se mordía el labio.

—Al parecer, el hotel se ha visto envuelto en algún lío y los directivos están alarmados. Especulación, o algo por el estilo, con medios de comunicación de por medio… ¿Entiende? Si se escribiera sobre el asunto, el hotel podría verse en apuros. La imagen del establecimiento saldría perjudicada, ¿no cree?

—¿Se ha publicado ya algo en la prensa?

—Sí, en un semanario. Acusaron a la empresa de corrupción y de utilizar a la yakuza o a miembros de la derecha radical para echar a aquellos que se negaban a marcharse del terreno.

—¿Y el antiguo Dolphin Hotel tiene que ver con eso?

La chica se encogió ligeramente de hombros y dio otro sorbo al bloody mary.

—Imagino que sí. Por eso el encargado de recepción se puso nervioso cuando mencionaste el nombre del hotel. ¿No te pareció que estaba nervioso? Pero la verdad es que desconozco los detalles. Una vez oí decir que al Dolphin Hotel le pusieron ese nombre porque guarda alguna relación con el antiguo hotel.

—¿A quién se lo oíste?

—A uno de los de negro.

—¿Los de negro?

—Los jefes, que siempre visten de negro.

—¡Ah! —dije—. Aparte de eso, ¿has oído algo más sobre el Dolphin Hotel?

La chica negó con la cabeza y empezó a toquetearse el anillo del meñique con los dedos de la otra mano.

—Tengo miedo —murmuró—. Me muero de miedo. Tanto que no sé qué hacer.

—¿De qué tienes miedo? ¿De que salga en alguna revista?

Sacudió brevemente la cabeza y se quedó un rato con los labios apoyados contra el borde de la copa. Parecía inquieta por no saber cómo explicarlo.

—No es eso. Que aparezcan cosas en una revista no me incumbe, ¿no te parece? Eso sólo le quita el sueño a los jefes. Yo hablo de otra cosa. Del hotel en sí. Y es que en ese hotel pasan cosas extrañas. Anormales…

En ese punto se calló. Yo apuré el whisky y pedí otro más y, de paso, un segundo bloody mary para ella.

—¿Anormales…? —inquirí—. ¿Lo dices por algo en concreto?

—Claro que sí —respondió, un tanto molesta—, pero es difícil de explicar. Por eso no se lo he comentado a nadie. Lo que noté fue algo muy concreto, pero cuando lo intento describir, me da la impresión de que esa concreción se va diluyendo. Por eso no sé ni cómo empezar.

—¿Es como un sueño que parece real?

—No, tampoco. Cuando has soñado algo, con el paso del tiempo la sensación de realidad va desapareciendo. Pero con esto no pasa lo mismo. Siempre es igual, independientemente del tiempo. Siempre, siempre, siempre es real. Está ahí, tal cual, en todo momento. Salta de pronto ante mis ojos.

Me quedé callado.

—Está bien. Intentaré contártelo —dijo ella. Bebió un trago y se limpió los labios con una servilleta de papel—. Fue en enero, principios de enero, poco después de Fin de Año. Ese día me tocaba el turno de tarde; no suele tocarme, pero ese día no había gente para sustituirme y no me quedó más remedio, y el caso es que acababa a las doce de la noche. Cuando terminamos a esas horas, como ya no hay trenes, la empresa llama a taxis para que nos lleven a casa por orden. Acabé antes de las doce, me cambié de ropa y subí hasta la decimosexta planta en el ascensor de los empleados. Fui a esa planta, la decimosexta, donde está la sala de descanso para el personal, porque me había dejado olvidado un libro. Podría haberlo recogido al día siguiente, pero había empezado a leerlo y a la chica que iba a volver conmigo en taxi todavía le faltaba un poco para acabar. En la decimosexta, además de las habitaciones para clientes, hay esa salita destinada a los empleados, un cuarto donde descansar un rato, o tomarse un té, a la que voy de vez en cuando.

»Cuando llegué a la planta, se abrieron las puertas del ascensor y salí al pasillo, como siempre. No estaba pensando en nada. A todo el mundo le ocurre, ¿no? Cuando estás acostumbrada a algo o vas a menudo a cierto lugar, te mueves como un autómata, ¿verdad? Yo di un paso hacia delante, con toda naturalidad… Bueno, seguro que pensaba en algo, pero no recuerdo en qué… El caso es que estaba de pie en el pasillo, con las manos en los bolsillos del abrigo, y de pronto todo estaba negro a mi alrededor. Oscuro como boca de lobo. Me di la vuelta, sobresaltada, pero las puertas del ascensor se habían cerrado. Supuse que habría habido un apagón. Pero era imposible. Para empezar, el hotel cuenta con un generador eléctrico que, en caso de apagón, entraría en funcionamiento de manera automática y de inmediato. Al instante, seguro. Lo sé porque hicimos varios simulacros. Por lo tanto, en principio, el apagón queda descartado. En segundo lugar, aunque el generador estuviera averiado, están las luces de emergencia del pasillo, que permanecen siempre encendidas. Siempre tiene que haber una luz verde. Es así, ocurra lo que ocurra.

»Sin embargo, ese día el pasillo estaba negro. Las únicas luces eran las del indicador de la planta encima del ascensor, unos números digitales en rojo, y el botón de llamada. Por supuesto, le di al botón. Pero el ascensor iba hacia abajo y no volvía. Resignada, decidí inspeccionar la zona. Tenía miedo, por supuesto, pero al mismo tiempo empecé a agobiarme por todo el problema que eso representaba, ¿lo entiendes?

Negué con la cabeza.

—Pues porque, si de pronto se va la luz, quiere decir que existe algún problema en el funcionamiento del hotel, ¿no? A nivel eléctrico, estructural o lo que sea, lo cual provocaría un gran embrollo: tendríamos que sacrificar días festivos, aumentaría el número de simulacros, los jefes andarían con los nervios a flor de piel… Justo cuando empezaba a aclimatarme…

Le dije que la entendía.

—Cuanto más pensaba en los problemas que traería, más me cabreaba. El cabreo pudo más que el miedo, así que decidí ir a ver qué pasaba. Avancé dos, tres pasos. Lentamente. Y noté algo raro: mis pasos no sonaban como siempre. La sensación al pisar la alfombra no era la de siempre. Era más áspera. Yo soy muy sensible para esas cosas, así que no cabía duda. Además, también el aire era distinto. No sé cómo describirlo… Como estancado, y olía a moho. No tenía nada que ver con el aire de antes. El hotel tiene un excelente sistema de climatización. No se trata de un aire normal, sino de un buen aire que se distribuye por todo el edificio. Un aire natural, no como ese que hay en otros hoteles, que reseca la nariz. Era impensable tal peste a moho. Aquel aire era, en pocas palabras, aire viejo; de hace décadas. Olía como cuando, de pequeña, iba a casa de mis abuelos en el campo y abríamos el viejo granero. Como si muchos objetos antiguos hubieran permanecido encerrados y sin tocar durante una eternidad.

»Me volví hacia el ascensor, pero esta vez el botón y el número indicador de la planta en que estaba el ascensor también se habían apagado. No se veía nada. Nada funcionaba. Me quedé helada. Es lógico, ¿no te parece? Estar a oscuras da miedo, pero es que, además, todo a mi alrededor estaba demasiado silencioso. Todo había enmudecido. Ni el menor ruido. Muy extraño, ¿no? Si se produjera un apagón y todo quedase a oscuras, la gente empezaría a gritar. El hotel estaba completo, y sin duda se habría armado un buen jaleo. Y, sin embargo, el silencio era sepulcral. Me quedé petrificada.

Trajeron las bebidas. Los dos tomamos un trago. Ella dejó la copa sobre la mesa y se tocó las gafas. Yo aguardaba en silencio a que continuase.

—¿Me sigues?

—Sí, más o menos —asentí—. Subiste a la decimosexta planta y todo estaba oscuro. Olía raro. Estaba demasiado silencioso. Todo muy extraño.

Ella soltó un suspiro.

—Modestia aparte, no soy una cobarde. Es más, para ser chica soy más bien valiente. No me pongo a gritar cuando se apagan las luces de golpe, como hacen otras. Miedo sí tengo, pero no dejo que me domine. Por eso decidí comprobar qué sucedía, y empecé a avanzar por el pasillo a tientas.

—¿En qué dirección?

—Hacia la derecha —dijo ella, y acto seguido levantó la mano derecha y se cercioró de que había ido en esa dirección—. Sí, avancé hacia la derecha. Despacio. El pasillo seguía todo recto y, tras avanzar un trecho, torcía a la derecha. Al fondo vislumbré una luz tenue, muy débil. Parecía la luz de una vela muy lejana. Imaginé que alguien habría encontrado una vela y la habría encendido. Decidí acercarme y descubrí que la luz de la vela se colaba por la rendija de una puerta entreabierta. Una puerta rara, que yo nunca había visto; en todo caso, en el hotel no había puertas así. La cuestión es que de allí salía luz. Me quedé inmóvil delante de la puerta, sin saber qué hacer. No sabía si había alguien dentro; no quería encontrarme con ninguna persona rara, y aquella puerta no me sonaba de nada. Probé a llamar a la puerta con unos golpecitos. Sin embargo, sonaron mucho más fuerte de lo que había previsto, porque todo estaba en silencio. Pero nadie respondía. Esperé unos diez segundos, plantada delante de la puerta sin saber qué hacer. De pronto se oyó un ruido seco procedente del interior. Era como si alguien que vistiese prendas pesadas se levantase del suelo. También se oyeron pasos. Muy lentos. Ras…, ras…, ras… Como cuando se camina arrastrando las zapatillas. Paso a paso, se acercaba a la puerta. —La chica se quedó mirando al vacío, como recordando el ruido. Luego sacudió la cabeza—. En el momento en que oí ese ruido, me quedé aterrada. Me dio la sensación de que no eran pasos humanos. Me lo decía mi intuición, no podía basarme en nada concreto. Por primera vez supe qué es que se te hiele la sangre en las venas. Se me heló, pero de verdad. No es una figura retórica. Cogí y puse pies en polvorosa. Debí de caerme una o dos veces, porque luego vi que tenía carreras en las medias, pero de eso no me acuerdo. Sólo recuerdo que eché a correr despavorida. Mientras corría sólo pensaba en qué iba a hacer si el ascensor seguía averiado. Por suerte, funcionaba con normalidad. Los botones y el indicador de la planta estaban iluminados. El ascensor estaba en la planta baja y, cuando pulsé el botón, empezó a subir, aunque lentísimo. Subía con una parsimonia increíble. Segunda planta…, tercera planta…, cuarta… Yo pensaba «¡vamos, vamos!» y rezaba para que llegase enseguida, pero nada. Tardó una eternidad. ¡Parecía ir lento adrede!

Se tomó un respiro y le dio otro sorbo al bloody mary. Luego empezó a darle vueltas al anillo.

Yo esperé a que prosiguiese. La música había dejado de sonar. Alguien se estaba riendo.

—Pero, ¿sabes?, los pasos seguían oyéndose. Ras…, ras…, ras… Se acercaban. Sin prisa pero sin pausa. Ras…, ras…, ras… Eso había salido de la habitación y se dirigía hacia mí por el pasillo. Yo tenía miedo. En realidad, era un miedo distinto: el estómago empezó a subírseme casi hasta la garganta, toda yo estaba empapada en un sudor frío que apestaba, sentía escalofríos, como si una serpiente reptase por mi piel. Y el ascensor que no llegaba. Séptima…, octava…, novena… Y los pasos que se acercaban.

La chica se quedó callada veinte o treinta segundos. Entretanto, seguía dándole vueltas lentamente al anillo, como si girase un dial para sintonizar la radio. Una mujer sentada a la barra dijo algo y el hombre que la acompañaba volvió a reírse. Yo me pregunté por qué no volvían a poner música de una vez.

—Para saber cómo es ese miedo hay que vivirlo —dijo ella, y encogió un poco los hombros—. La puerta se abrió y de dentro emanó una luz eléctrica familiar. Me abalancé dentro y, temblando, pulsé el botón de la planta baja. Todos alucinaron cuando llegué a recepción: estaba muy pálida y tan temblorosa que apenas podía hablar. El encargado de recepción vino y me preguntó qué pasaba. Yo, conteniendo los nervios, le expliqué que algo raro estaba pasando en la decimosexta planta. Enseguida llamó a un compañero para que subiésemos los tres hasta la decimosexta, para comprobar qué ocurría. Pero resultó que en esa planta no pasaba nada. Las luces estaban encendidas y no olía raro. Todo estaba como de costumbre. Fuimos a la sala de descanso para los empleados y preguntamos a una persona que estaba allí. Había estado despierta todo el tiempo y dijo que no se había producido ningún apagón. Por si acaso, recorrimos la planta de punta a punta, pero no había nada extraño. Parecía obra del diablo.

»De nuevo en la planta baja, el encargado de recepción quiso hablar conmigo en su despacho. Pensaba que estaría cabreadísimo conmigo, pero no se enfadó. Me pidió que se lo explicase todo con más detalle, así que se lo conté con pelos y señales. Incluso lo del “ras, ras” de los pasos. Me sentí bastante estúpida, la verdad. Pensaba que me diría que lo había soñado y se mondaría de risa.

»Pero no se rió. Al contrario: se le veía muy serio. Y me tranquilizó amablemente: “No te preocupes. No voy a contárselo a nadie. Imagino que todo ha sido un error, pero no quiero que cunda el pánico entre los demás empleados, así que te pido por favor que no cuentes nada de todo esto”. El encargado no solía hablar con tanta amabilidad. Más bien se altera a las primeras de cambio. Entonces pensé que tal vez yo no era la única a la que le había ocurrido eso…

Guardó silencio. Traté de asimilar lo que acababa de contarme. Me dije que era el momento ideal para hacer preguntas.

—¿Nunca oíste hablar a otros empleados de algo así? —le pregunté—. ¿Algo anormal, extraño o inexplicable? Aunque sólo fuese un rumor.

Tras pensar un rato, negó con la cabeza.

—Pero sé que en ese sitio sucede algo raro. Lo noté en la reacción del encargado al oír mi historia, y lo noto cuando los empleados cuchichean a mis espaldas. Algo extraño que no soy capaz de explicar. En el hotel en el que trabajaba antes no pasaba nada ni remotamente parecido. Por supuesto, era un hotel más bien pequeño y siempre hay cosas, circunstancias, muy distintas. Y también corrían historias sobre fantasmas, en casi todos los hoteles hay leyendas, pero nos las tomábamos a broma. Aquí no. Aquí no hace ninguna gracia. Por eso me da aún más miedo. Ojalá el encargado se hubiera echado a reír, o se hubiera enfadado. Así seguramente todo me habría parecido un trastorno mío.

Con los ojos entornados, miró la copa que sostenía en la mano.

—¿Has vuelto a la decimosexta planta? —le pregunté.

—Sí, varias veces —contestó con voz monótona—. Trabajo en ese hotel, y no me queda más remedio que subir. Pero siempre voy de día, nunca de noche. No quiero que me vuelva a suceder. Así que he decidido no hacer turnos de tarde. Se lo dejé bien claro a mi jefe.

—Hasta ahora no le habías hablado de esto a nadie, ¿no?

La chica hizo un breve gesto negativo con la cabeza.

—Como te he dicho, salvo al encargado, es la primera vez que se lo cuento a alguien. Tampoco tenía a quién contárselo. Pensé que a lo mejor tú tendrías alguna explicación.

—¿Yo? ¿Por qué iba a saber yo algo?

La chica me miró confusa.

—No sé. Tú conociste el antiguo Dolphin Hotel, nos preguntaste por qué desapareció… Y me dio la impresión de que quizá podrías saber algo sobre lo que me pasó.

—Pues no —dije tras reflexionar un instante—. Además, apenas sé nada sobre el antiguo hotel. Era pequeño, tenía pocos huéspedes. Me alojé en él hace unos cuatro años, conocí al dueño y ahora he regresado. Eso es todo. El antiguo Dolphin Hotel era un sitio normal y corriente. Nunca oí que escondiese ningún secreto.

No creía en absoluto que el antiguo Hotel Delfín fuese un hotel normal y corriente, pero de momento no me parecía conveniente hablar de eso.

—Aun así, cuando esta tarde te he preguntado si el Dolphin Hotel era un hotel decente, me dijiste que era una larga historia. ¿Por qué?

—Es un tema muy personal —le expliqué—. Me llevaría tiempo explicártelo. Y no creo que tenga ninguna relación con lo que me has contado tú.

Mis palabras parecieron decepcionarla un poco. Torció los labios y se puso a mirar el dorso de sus manos.

—Siento que, después de haberme contado lo que te ocurrió, yo no te haya servido de ayuda —le dije.

—No pasa nada —respondió—. Tú no tienes la culpa. Además, me alegro de habértelo contado. Me he quitado un peso de encima. Cuando una se guarda estas cosas, se queda desasosegada.

—Así es. Y entonces las cosas empiezan a hincharse dentro de la cabeza —comenté, y con las manos imité un globo hinchándose.

Ella asintió en silencio y volvió a darle vueltas al anillo; se lo quitó y volvió a ponérselo.

—Dime, ¿tú me crees? ¿Crees que me pasó lo de la planta decimosexta? —me preguntó, mirándose los dedos.

—Claro que sí —contesté yo.

—¿En serio? Pero ¿no te parece una historia un poco peculiar?

—Sí, seguramente lo es. Pero a veces pasan cosas como ésa. A mí me ha ocurrido, y por eso te creo. Y acaban teniendo sentido.

Ella reflexionó un instante.

—¿Alguna vez has vivido algo parecido?

—Sí. Creo que sí —contesté.

—¿Y no tuviste miedo? —preguntó ella.

—No, no lo tuve. Es decir, las cosas no siempre tienen el mismo sentido. En mi caso… —Las palabras se desvanecieron de pronto. Era como si alguien, desde un lugar remoto, hubiera desenchufado el cable del teléfono. Tras tomar otro trago de whisky, añadí—: No sé. Y tampoco sé cómo explicarlo. Pero, sin duda, yo también he vivido cosas incomprensibles. Por eso te creo. Puede que los demás no te crean, pero yo sí. No te miento.

La chica irguió la cabeza y me sonrió. No era una sonrisa como las que había esbozado hasta entonces. No era una sonrisa profesional, me dije. Contándome todo aquello había conseguido relajarse un poco.

—No sé por qué, pero cuando charlo contigo me siento a gusto. Normalmente soy bastante cohibida y no suelo hablar con gente a la que acabo de conocer, pero contigo tengo la sensación de que puedo hablar con toda libertad.

—¿No se deberá a que los dos tenemos algún punto en común? —comenté yo con una amplia sonrisa.

Ella dudó unos instantes, pero al final no dijo nada. Sólo soltó un gran suspiro. No era de desagrado, sino simplemente para acompasar su respiración.

—¿No te apetece comer algo? —sugirió—. De pronto se me ha abierto el apetito.

Le propuse ir a alguna parte a cenar como es debido, pero ella dijo que prefería picar algo allí mismo. Llamé al camarero y pedí una pizza y una ensalada.

Mientras comíamos, charlamos de su trabajo en el hotel y de la vida en Sapporo. También me habló de sí misma. Tenía veintitrés años. Al terminar el instituto, tras estudiar dos años en una escuela de hostelería, había pasado dos años trabajando en un hotel de Tokio y luego se presentó para un puesto en el Dolphin Hotel. La contrataron y se vino a Sapporo. A ella le convenía, ya que su familia regentaba un ryokan[3] cerca de Asahikawa.

—Es un ryokan bastante bueno. Ya tiene sus años.

—Entonces, ¿ahora te estás formando para tomar las riendas del negocio familiar? —le pregunté.

—No —contestó, y volvió a llevarse la mano al puente de las gafas—. Todavía no he pensado a tan largo plazo. Trabajo en ese hotel porque me gusta. Los huéspedes vienen, se alojan durante un tiempo y se van. Eso me hace sentir bien, no sé, a gusto. Además, desde pequeña he vivido en ese medio.

—Ya lo entiendo —dije.

—¿Por qué dices que lo entiendes?

—Porque allí, detrás del mostrador, pareces el hada del hotel.

—¿El hada del hotel? —dijo, y se rió—. Qué maravilloso. Ojalá lo fuera.

—Estoy seguro de que, si te esfuerzas, lo conseguirás —dije yo, y sonreí—. ¿No te importa que nadie se detenga en el hotel? Todos llegan, pasan por él y se van.

—Es cierto —dijo ella—. Pero es que, cuando algo se detiene, me entra el pánico. No sé por qué será. Tal vez sea cobardía. El hecho de que vengan y se vayan me sosiega. ¿No te parece raro? Una chica normal no pensaría de ese modo. Normalmente buscan algo estable, ¿verdad? Yo, en cambio, no. No sé por qué.

—No creo que seas rara —dije yo—. Simplemente, todavía no quieres esa estabilidad.

—¿Y cómo sabes tú eso? —preguntó, sorprendida.

—De algún modo, lo sé.

Ella se quedó meditabunda.

—Háblame de ti —me pidió.

—Mi vida no tiene mucho interés —dije yo.

Como ella insistió, le conté que tenía treinta y cuatro años, estaba divorciado y me ganaba la vida con pequeños trabajos de redactor. Conducía un Subaru de segunda mano pero equipado con estéreo y aire acondicionado.

Autopresentación. Hechos objetivos.

Ella quiso saber más sobre mi profesión. Como no tenía nada que ocultarle, se lo expliqué. Le hablé de una entrevista que le había hecho recientemente a una actriz y del reportaje sobre los restaurantes de Hakodate.

—Me parece muy interesante —comentó ella.

—Pues a mí no. Escribir no me cuesta nada. Tampoco lo odio. Es más, yo diría que incluso me relaja. Pero escribo sobre tonterías, sobre cosas absurdas.

—¿Por ejemplo?

—Verás, para escribir el artículo de Hakodate, recorrí en un solo día quince restaurantes, caté cada plato que me sirvieron y lo dejé casi todo. Definitivamente, en lo que hago hay algo equivocado.

—Tampoco te lo vas a comer todo, ¿no crees?

—Claro que no. Si lo hiciera, en tres días estaría muerto. Sería un idiota. Aunque me muriera, nadie se compadecería.

—Entonces lo haces porque no te queda más remedio, ¿no? —dijo ella riéndose.

—Exacto. Por eso se puede decir que soy una especie de quitanieves cultural. Lo hago porque no me queda más remedio, no porque me guste.

—Un quitanieves —dijo ella.

—Un quitanieves cultural —añadí yo.

Luego me pidió que le hablase de mi divorcio.

—Yo no quería divorciarme. Fue ella la que, un buen día, se marchó con otro.

—¿Te dolió?

—Supongo que a cualquiera que se viera en esa situación le dolería.

Ella me miró a los ojos con las mejillas apoyadas en las manos.

—Lo siento, no debería haber sacado el tema. Pero la verdad es que me cuesta imaginarte dolido. ¿Qué ocurre cuando algo te hiere?

—Ocurre que me pongo chapas de Keith Haring en el abrigo.

Ella se rió.

—¿Sólo eso?

—Lo que quiero decir es que el dolor se vuelve crónico. Engullido por la vida diaria, uno deja de saber cuáles son las heridas. Pero están ahí. Así son las heridas: no se pueden coger y mostrar; las únicas que se pueden mostrar son heridas menores.

—Entiendo perfectamente lo que quieres decir.

—¿De verdad?

—Aunque quizá no lo parezca, yo también lo he pasado mal —dijo ella en voz baja—. A raíz de ello acabé dejando el trabajo en Tokio. Me dolió. Fue duro. Hay ciertas cosas a las que no sé enfrentarme como lo haría cualquier otra persona. Y todavía me duele. Cuando pienso en aquello, algunas veces desearía morirme.

Volvió a quitarse y ponerse el anillo. A continuación le dio un trago al bloody mary y se toqueteó las gafas. Luego esbozó una amplia sonrisa.

Yo había bebido bastante. Tanto que ni me acordaba de cuántas copas había pedido. El reloj marcaba más de las once. Ella consultó su reloj de pulsera y me dijo que tenía que irse, porque al día siguiente debía levantarse temprano. Me ofrecí a acompañarla en taxi hasta su casa. Su piso estaba a diez minutos en coche. Pagué la cuenta. Al salir, caían copos de nieve. No era una gran nevada, pero el pavimento estaba helado y resbaladizo. Agarrados del brazo, nos dirigimos a la parada de taxis. Ella, un poco ebria, se tambaleaba ligeramente al caminar.

—Dime, ¿te acuerdas de qué semanario publicó el artículo sobre el asunto de la especulación? —dije yo tras acordarme de repente—. ¿Y la fecha en que salió, más o menos?

Ella me dijo el nombre de la revista. Era el semanal de un periódico.

—Creo recordar que salió el otoño pasado. Yo no lo leí, así que no sé mucho más.

Durante unos cinco minutos, en medio de aquel revoloteo de pequeños copos de nieve, esperamos a que llegara un taxi. Ella seguía agarrada de mi brazo. Estaba relajada. Yo también.

—Hacía tiempo que no me sentía tan a gusto —me dijo.

Lo mismo me ocurría a mí. Volví a pensar que teníamos algo en común. Por eso me había caído simpática desde el primer momento en que la vi.

En el taxi charlamos de cosas anodinas, como la nieve, el frío, su horario de trabajo o Tokio. Mientras hablábamos, yo no paraba de pensar en qué haríamos a continuación. Sabía que, si insistía un poco, podría acostarme con ella. Simplemente lo sabía. Por supuesto, no sabía si ella quería acostarse conmigo. Pero sabía que no le importaría hacerlo. Me lo decía su mirada, su respiración, su manera de hablar y de gesticular. En cuanto a mí, qué duda cabe que quería acostarme con ella. Y sabía que eso no me traería ninguna complicación posterior. Como ella misma había dicho, sería sólo llegar y marcharme. Pero no acababa de decidirme. No podía quitarme de la cabeza la idea de que acostarme con ella en esas circunstancias sería injusto. Ella era diez años más joven que yo, un tanto inestable y, por si fuera poco, no conseguía caminar recto de lo borracha que estaba. Sería como jugar a los naipes con cartas marcadas. No, no era justo.

Me pregunté, sin embargo, qué importancia tenía la justicia en el terreno del sexo. Porque, efectivamente, si uno le pidiera ecuanimidad al sexo, más valdría convertirse en ese musgo verde que crece en las peceras. Así todo resultaría más fácil.

Todavía me debatía entre las dos opciones cuando ella, poco antes de que el taxi llegara a su edificio, resolvió el dilema: «Vivo con mi hermana», me dijo.

Ya no tenía que seguir dándole vueltas, y sentí que me había quitado un peso de encima.

Cuando el taxi se detuvo delante del edificio, me pidió que la acompañase hasta la puerta de su piso. Tenía miedo, me dijo. A veces pululaba gente rara por los rellanos y pasillos a altas horas de la noche. Le pedí al taxista que esperase, que volvería en cinco minutos, y tomándola del brazo enfilé el camino helado que conducía al portal. Luego subimos hasta el tercero por las escaleras. Era un sencillo edificio de hormigón. Al llegar a la puerta con el número 306, la chica abrió el bolso, metió la mano y sacó una llave. Entonces, volviéndose hacia mí, me sonrió con cierta torpeza y me dio las gracias por la velada.

Le contesté que yo también lo había pasado muy bien.

Abrió con la llave y volvió a guardarla en el bolso. El ruido seco de los cierres del bolso resonaron en el pasillo. Después me miró fijamente al rostro. Ella parecía estudiar un problema de geometría escrito en una pizarra. Estaba ofuscada. Desorientada. No era capaz de decirme adiós. Era evidente.

Con la mano apoyada en la pared, esperé a que tomase alguna decisión. Pero no lo conseguía.

—Buenas noches. Saluda a tu hermana de mi parte —me despedí.

Ella permaneció cuatro o cinco segundos con los labios sellados.

—Lo de que vivo con mi hermana era mentira —dijo en voz baja—. En realidad, vivo sola.

—Ya lo sé —le dije.

Ella empezó a ruborizarse.

—¿Cómo lo sabes?

—Simplemente lo sé —respondí.

—Eres detestable —me dijo sin perder la calma.

—Sí, es posible —contesté yo—. Pero, como te he dicho, no me dedico a molestar a la gente. Y no me aprovecho de las situaciones. Así que no hacía falta mentirme.

Ella se quedó desconcertada un instante para luego reírse, resignada.

—Es verdad. No era necesario.

—¿Pero…? —dije yo.

—Pero me salió con toda naturalidad. Yo también tengo mis heridas. Como te he dicho, he pasado por muchas cosas.

—A mí también me hirieron. Llevo una chapa de Keith Haring en el pecho.

Se rió.

—Oye, ¿por qué no entras y te tomas un té? Me gustaría hablar un rato más contigo.

Dije que no con la cabeza.

—Gracias. También a mí me gustaría. Pero, no sé por qué, creo que hoy es mejor que me vaya. Me da la impresión de que es mejor que no hablemos demasiado de una sola vez.

Ella me miró fijamente, como quien lee la letra pequeña de un anuncio.

—No sé cómo explicarlo. Es sólo una impresión —proseguí—. Cuando hay mucho que contarse, es mejor hacerlo poco a poco. Eso creo yo. Aunque puede que me equivoque…

Reflexionó unos instantes. Luego se dio por vencida.

—Buenas noches —dijo, y cerró la puerta despacio.

—Oye —la llamé. La puerta todavía estaba abierta unos quince centímetros, de modo que podía ver su cara—. ¿No podríamos volver a quedar un día de éstos?

Ella, con la mano en la puerta, soltó un profundo suspiro. «Quizá», contestó, y cerró la puerta del todo.

El taxista leía un periódico deportivo con aire de hastío. Cuando regresé al asiento trasero y le indiqué el nombre del hotel, pareció sorprendido.

—¿De verdad no se queda? —dijo—. Pensé que me diría que me marchase. Es lo que suele pasar.

—Entiendo —coincidí yo.

—Cuando uno lleva muchos años en este negocio, la intuición no suele fallar.

—Si se llevan muchos años, alguna vez fallará. Lo dice la ley de probabilidades.

—En eso tiene razón —dijo el taxista un tanto desconcertado—. Pero ¿no será que es usted también un poco raro?

—Puede que sí —dije. ¿De veras era tan raro?, me pregunté.

De vuelta en la habitación, me lavé la cara y me cepillé los dientes. Sentí cierto arrepentimiento mientras lo hacía, pero eso no me quitó el sueño y enseguida me quedé dormido. Mis arrepentimientos no suelen durar mucho.

Por la mañana, lo primero que hice fue llamar a recepción y prolongar mi reserva tres noches más. Era temporada baja y no hubo ningún problema.

Luego salí a comprar el periódico y entré en un Dunkin’ Donuts cercano al hotel, donde me tomé dos tazas grandes de café y dos marcadas. Los desayunos de los hoteles suelen cansar al primer día. Un Dunkin’ Donuts era lo que necesitaba. Es barato y se puede repetir café.

A continuación tomé un taxi y fui a una biblioteca. Le pedí al taxista que me llevase a la más grande de Sapporo. Allí busqué los viejos números de la revista que la chica me había indicado. Encontré el artículo sobre el Dolphin Hotel en el número del 20 de octubre. Lo fotocopié, entré en una cafetería cercana y, tras pedir un café, empecé a leerlo.

No se entendía bien. Había que leerlo varias veces para comprenderlo. El articulista se había esforzado en ser claro, pero el esfuerzo, dada la complejidad del asunto, parecía haber sido vano. Era muy enrevesado y había que leerlo con calma. El titular rezaba:

«SOSPECHAS DE ESPECULACIÓN EN SAPPORO: UNA MANO NEGRA EN EL PLAN DE REURBANIZACIÓN».

Junto al artículo, una foto tomada desde el aire mostraba el nuevo Dolphin Hotel poco antes de finalizar su construcción.

Contaba, en resumidas cuentas, lo siguiente: tiempo atrás se habían adquirido una serie de terrenos de gran extensión en una zona de Sapporo. En apenas dos años, todo ese terreno había sido transferido en circunstancias poco claras y subrepticias. El precio final que había alcanzado era exorbitante. El periodista decidió recabar información y, durante su investigación, descubrió que el terreno había sido comprado por varias empresas, la mayoría de las cuales eran compañías fantasma. Estaban registradas, pagaban impuestos, pero carecían de oficinas y empleados. Además, todas estaban vinculadas a otras compañías fantasma. En realidad, se trataba de una red de especulación ingeniosamente encubierta. Un terreno comprado al precio de veinte millones de yenes se vendía poco después a sesenta millones y se revendía a doscientos. Siguiendo con paciencia el hilo de aquel laberinto de compañías se llegaba al meollo: la inmobiliaria B. Esta vez se trataba de una empresa real, con sede en un edificio grande y moderno de Akasaka, en Tokio. Aunque no abiertamente, estaba ligada al gran consorcio A, que poseía desde líneas de ferrocarril, cadenas de hoteles, productoras de cine, industria alimentaria y grandes almacenes, hasta revistas, empresas de financiación y seguros contra daños. La empresa A contaba, además, con importantes contactos en el mundo de la política. El periodista siguió tirando del hilo y descubrió algo todavía más jugoso: los terrenos que la inmobiliaria B había acaparado se inscribían en un plan municipal de reurbanización. Se habían proyectado ciertas inversiones públicas en el área, como la construcción de una línea de metro o el traslado de oficinas de la administración. La mayor parte del capital procedía de las arcas del Estado. El plan había sido discutido y elaborado por el gobierno, la prefectura de Hokkaid y el municipio de Sapporo. Ya se había decidido el lugar, la dimensión y el presupuesto. Sin embargo, al correr el velo, uno se encontraba con que, en los últimos años, alguien había ido agenciándose todos los terrenos elegidos. A la empresa A le habían dado un chivatazo y la compraventa del terreno tuvo lugar de forma clandestina antes de que los políticos aprobaran el plan.

La avanzadilla de esa espiral de compraventa era el Dolphin Hotel. Primero se hicieron con un terreno de primera calidad. El enorme hotel desempeñaría la función de cuartel general de la empresa A. Cargaría con el liderazgo del área. Era un símbolo de la transformación de la zona, un foco que atraería un gran flujo de gente. Todo marchaba según lo planeado. Es lo que se conoce como capitalismo avanzado. Invertir capital implica obtener previamente información y asegurarse beneficios. Nadie hace nada malo: ése es el principio que subyace a las inversiones. Invertir dinero requiere que los beneficios sean parejos a la cantidad invertida. Al igual que alguien le da una patadita a los neumáticos o inspecciona el motor cuando va a comprar un coche de segunda mano, quien invierte cien mil millones de yenes estudia minuciosamente la rentabilidad de dicha inversión y, en ciertos casos, incluso realiza alguna maniobra. En ese mundo la palabra justicia no tiene ningún valor. Si se pretendiese ser justo, la inversión acabaría alcanzado una cifra astronómica.

En ocasiones también se utiliza la coerción.

Por ejemplo, supongamos que alguien no acepta la expropiación. El dueño de una zapatería con muchos años en el negocio se niega a irse de allí. En ese caso, aparecen unos tipos con aspecto intimidatorio. Las grandes empresas también recurren a esa vía cuando es necesario, y cuentan con el apoyo de cualquier bicho viviente: desde políticos, escritores y figuras del rock, hasta la yakuza. Una pandilla de matones con catanas acude en tropel. La policía no se involucra demasiado en esos casos. Hasta la jefatura está al corriente. No se trata de corrupción. Es el sistema. Así son las grandes inversiones. Desde luego, siempre las ha habido, en mayor o menor medida. Lo único que ha cambiado es que la red del capital ha adquirido un grado de elaboración y un empuje incomparablemente mayores. Las supercomputadoras lo han posibilitado. Y todas las cosas y fenómenos que existen en el mundo quedan prendidos dentro de sus mallas. El capital se sublima en forma de cierto concepto mediante condensación y fragmentación. Llevándolo al extremo, podría decirse que es un acto religioso. La gente venera el dinamismo del capital. Lo idolatran, lo mitifican. Veneran el precio del terreno en Tokio y aquello que los resplandecientes Porsche simbolizan. Son los restos de la mitología en este mundo de hoy.

Así es el capitalismo. Nos guste o no, vivimos en esa sociedad. Los criterios del bien y el mal también se han subdividido y se han vuelto más sofisticados. Dentro del bien hay un bien moderno y un bien demodé. Dentro del bien moderno lo hay formal, informal, «en la onda» y esnob. También se llevan las combinaciones. Se pueden probar estilos complejos, como quien se pone un jersey Missoni con unos pantalones Trussardi y unos zapatos Pollini. En tal mundo, la filosofía se va asemejando cada vez más a las teorías de la administración de un negocio. La filosofía se acerca al dinamismo de la época.

Aunque por entonces yo no lo veía así, antes, en 1969, el mundo todavía era bastante sencillo. En algunos casos, uno podía expresar su descontento arrojándole una piedra a un antidisturbios. Fue una época relativamente buena. Pero ahora, con esta sofisticada filosofía que nos gobierna, ¿quién le lanzaría una piedra a un antidisturbios? ¿Quién se expondría de buen grado a una ducha de gases lacrimógenos? Así es el presente. La red se extiende de punta a punta. Fuera de la red hay otra red. No se puede escapar. Cuando se lanza una piedra, ésta traza una elipse y se vuelve contra uno mismo. Ciertamente es así.

El periodista había fundamentado a conciencia sus sospechas. Pero el artículo resultaba poco convincente por mucho que alzase la voz, y lo cierto es que empeoraba cuanto más la alzaba. Le faltaba capacidad de denuncia. Él lo sabía. Ni siquiera resultaba sospechoso. Lo ocurrido formaba parte de un proceso capitalista muy natural. Todo el mundo lo sabía. De modo que nadie le prestaría atención. ¿A quién le preocupa que una empresa con un enorme capital adquiera información de manera ilegal y se dedique a comprar más y más terrenos, que se fuerce una decisión política y, con tal fin, la yakuza amenace al dueño de una pequeña zapatería o le dé una paliza al propietario de un hotelucho poco frecuentado? Las cosas son así. Los tiempos fluyen sin cesar, como las arenas movedizas. El lugar en el que ahora nos encontramos no es el lugar en el que estábamos poco antes.

Me pareció un espléndido artículo. Estaba bien documentado y desbordaba sentido de la justicia. Pero no estaba «en la onda».

Me guardé la fotocopia en el bolsillo y me tomé otro café.

Pensé en el dueño del antiguo Hotel Delfín, aquel desdichado nacido bajo el signo de la derrota. Él nunca habría sobrevivido a estos tiempos.

—No está en la onda —dije en voz alta.

La camarera pasó y me miró con cara rara.

Volví al hotel en taxi.