22
Al día siguiente las cosas siguieron igual. Por la mañana volvimos a reunirnos los tres en la misma sala, tomamos un café espantoso y comimos unos cruasanes pasables en silencio. Luego el Literato me dejó una maquinilla de afeitar eléctrica. Aunque a mí las maquinillas eléctricas no me entusiasman, no tuve más remedio que afeitarme con ella. Como no tenía cepillo de dientes, me enjuagué bien la boca. Entonces se reanudó el interrogatorio. Me preguntaron todo lo imaginable. Una tortura legal. Las horas transcurrieron con mucha parsimonia, lentas como un caracol, hasta el mediodía.
—Bueno, hasta aquí hemos llegado —dijo entonces el Pescador, y dejó el bolígrafo sobre la mesa.
Los dos agentes liberaron simultáneamente un suspiro, como si se hubieran puesto de acuerdo. También yo suspiré. Me pregunté si sólo habían pretendido ganar tiempo, pero era evidente que no podían retenerme más. No conseguirían una orden de arresto sólo por haber encontrado una tarjeta de visita en el billetero de la víctima. Aunque yo no tuviera coartada. Pese a todo, tal vez me tendrían en el punto de mira hasta que los resultados de los análisis de las huellas dactilares y de la autopsia apuntara a otro sospechoso.
El caso es que ya habíamos terminado. Volvería a casa. Nada más llegar, me tomaría un baño, me cepillaría los dientes y me afeitaría como es debido. Me tomaría un café decente. Comería algo decente.
—¡Hala! —dijo el Pescador enderezando la espalda y dándose un par de golpecillos en la tripa—. Habrá que ir a comer, ¿no?
—Parece que el interrogatorio se ha terminado, así que yo me marcho —dije.
—Me temo que no será posible —dijo el Pescador con voz titubeante.
—¿Por qué?
—Necesitamos que firme su declaración.
—Muy bien, muy bien. Firmaré.
—Pero antes tiene que leerla atentamente para comprobar que no hay errores. Es muy importante.
Leí la pila de treinta o cuarenta folios de la transcripción. Mientras lo hacía no pude evitar pensar que, dentro de doscientos años, aquel escrito podría servir para documentar nuestra época. Era riguroso y detallado hasta lo enfermizo. Leyéndolo, cualquiera se haría una imagen perfecta de la vida de un hombre soltero de treinta y cuatro años en una ciudad. Aunque no representaba al hombre medio, cuando menos era hijo de mi época. Sin embargo, en la sala de interrogatorios de una comisaría, su lectura resultaba soporífera. Para animarme, pensaba que tras aquello ya habría terminado y podría irme a casa. Al acabar, coloqué bien los papeles dándoles unos golpecitos contra la mesa.
—Ya está —les dije—. Perfecto. No tengo nada que objetar. ¿Dónde firmo?
El Pescador miró al Literato mientras le daba vueltas al bolígrafo. El Literato cogió la cajetilla de Hope, sacó un cigarrillo, se lo llevó a la boca, lo encendió y, ceñudo, contempló el humo. Tuve un mal presentimiento. El caballo agonizaba mientras los tambores indios resonaban a lo lejos.
—No es tan sencillo —dijo el Literato muy lentamente, como un profesional que le explicara algo a un novato—. Este documento que aquí ve, ¿sabe?, no sirve de nada si no está escrito de su propio puño y letra.
—¿De mi puño y letra?
—Tiene usted que transcribirlo entero. Con su letra. Si no, legalmente no tiene validez alguna.
Eché un vistazo al montón de folios. Quería cabrearme, gritarles que aquello no podía ser. Golpear la mesa y decirles que no tenían derecho a hacerme eso, que yo era un ciudadano amparado por la Ley. Quería levantarme y regresar de inmediato a casa. Sabía que, con la Ley en la mano, no podrían impedírmelo. Pero estaba demasiado cansado. Ni siquiera me veía con ánimos de protestar. Haría lo que ellos quisieran. Me parecía que así todo sería más fácil. Me estoy doblegando, pensé. Estoy cansado y me estoy doblegando. Antes yo no era así. Antes me cabreaba mucho. En cambio, me habrían importado un pito la comida basura, el humo del tabaco y la maquinilla eléctrica. Los años no pasan en balde. Uno se vuelve débil.
—No —dije—. Estoy cansado. Me marcho. Estoy en mi derecho. Nadie puede impedírmelo.
El Literato emitió un ruido indescifrable, una especie de bostezo que parecía un gruñido. El Pescador golpeaba el bolígrafo contra la mesa mientras miraba hacia el techo. Lo hacía cambiando de ritmo: toc-toc-toc, toc; toc-toc, toc-toc, toc.
—Está poniéndonos las cosas muy difíciles —dijo el Pescador secamente—. Pero de acuerdo. Si insiste, pediremos la orden de arresto y lo retendremos aquí para investigarle a fondo. Le aseguro que no va a gustarle. Pero, claro, para nosotros será más sencillo —se volvió hacia su compañero—, ¿no te parece?
—Sí, eso lo agilizaría todo. Muy bien. Adelante —dijo el Literato.
—Como quieran —dije yo—. Pero mientras no se dicte la orden de arresto no pueden obligarme a quedarme. Yo me voy a casa, así que cuando la consigan ya vendrán a buscarme. Me da igual lo que hagan. Me largo.
—Podemos retenerlo provisionalmente hasta que dicten la orden —amenazó el Literato—. Lo dice la Ley.
Pensé pedirles un ejemplar de la Ley de enjuiciamiento criminal para que me señalasen dónde ponía eso. Estaban tirándose un farol, pero no me quedaban fuerzas para replicar.
—De acuerdo —me rendí—. Lo escribiré. A cambio, déjenme llamar por teléfono.
El Pescador me alcanzó el aparato. Yo volví a llamar a Yuki.
—Todavía estoy en la comisaría —le informé—. Me da la impresión de que voy a quedarme hasta que anochezca, así que hoy tampoco creo que podamos vernos. Lo siento.
—¿Pero cómo puede ser? —se sorprendió.
—Parezco idiota —le dije, adelantándome a ella.
—Tú no estás bien del coco —soltó. Hay muchas maneras de decir las cosas.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Nada especial —me contestó—. Sólo matar el tiempo. Escucho música tumbada en la cama, leo revistas o lo que sea y como pasteles. Esas cosas.
—Vale —dije yo—. En cuanto salga, te llamo.
—Eso si te dejan salir —dijo Yuki sin la menor expresividad.
También ahora los dos policías permanecieron atentos a la conversación. Pero no pareció que sacaran nada en claro.
—Bueno, ya es hora de comer —dijo el Pescador.
Trajeron soba[15]. Los fideos eran tan largos y estaban tan pasados que con sólo agarrarlos con los palillos ya se rompían. Parecía dieta blanda para enfermos. Y olía a enfermedad incurable. Sin embargo, los dos comían con ganas, así que no me quejé. Al terminar, el Literato trajo otra vez té tibio.
La tarde discurrió tan lentamente como un río lleno de cieno. El tictac del reloj era lo único que se oía en la sala. A veces, resonaba el timbre de un teléfono procedente de la habitación contigua. Yo simplemente escribía y escribía. Los dos agentes descansaban por turnos. De vez en cuando, ambos salían al pasillo y charlaban en voz baja. Yo, sentado a la mesa en silencio, no paraba de mover el bolígrafo. Copiaba de pe a pa aquel informe estúpido. «Alrededor de las seis y cuarto me dispuse a cenar. Primero saqué el konnyaku de la nevera…» Puro desgaste.
Me dije que había capitulado. Hacían de mí lo que querían y yo no replicaba. El problema era que las dudas me corroían y me quitaban la fe en mí mismo. Por eso no me imponía. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿No debía cooperar en la investigación y confesarlo todo en vez de encubrir a Gotanda? Estaba mintiendo, y eso me desazonaba, aunque lo hiciera por un amigo. Podía tratar de convencerme a mí mismo. Decirme que, hiciera lo que hiciese, no lograría devolverle a Mei la vida. Podía justificarme diciéndome muchas cosas. Pero no podía rebelarme.
Así pues, copiaba en silencio. Al atardecer había transcrito veinte páginas. Escribir en letra pequeña durante horas era duro. Poco a poco la muñeca y los dedos, sobre todo el dedo corazón, empezaron a dolerme. Me pesaban los codos. A veces me despistaba y entonces me equivocaba. Cada vez que me ocurría, tenía que tachar la palabra, empaparme el pulgar en tinta y estamparlo encima de la línea. Empecé a deprimirme.
Cuando trajeron la cena, apenas tenía apetito. El té me revolvió el estómago. Cuando fui al baño me miré en el espejo y vi que tenía un aspecto horrible.
—¿Todavía no tienen nada? —le pregunté al Pescador—. ¿Los resultados de la autopsia, los análisis de las huellas o los objetos hallados en la habitación?
—Todavía no —me dijo—. Aún se demorará un poco.
A las diez, cuando sólo me faltaban por copiar cinco páginas, estaba al límite de mis fuerzas. Pensé que ya no podía escribir más. Y lo dije. El Pescador volvió a llevarme al calabozo. Dormí como una marmota. No había podido cepillarme los dientes ni cambiarme de ropa, pero todo me daba igual.
A la mañana siguiente volví a afeitarme con la maquinilla, bebí café y comí cruasanes. Sólo me quedan cinco páginas, pensé. Las copié en dos horas. Luego firmé y estampé mi dedo pulgar en cada una. El Literato se cercioró de que todo estuviera en orden.
—¿Me van a soltar de una vez por todas?
—Sí, si contesta a un par de preguntas más —dijo el Literato—. No se preocupe, son muy sencillas. Acabo de acordarme de algún detalle que me gustaría aclarar.
Lancé un suspiro.
—Y, por supuesto, tendré que escribirlo en el informe, ¿no?
—Por supuesto —contestó el Literato—. Lo lamento, pero así funciona la administración pública. Los papeles lo son todo. Sin documentos ni sellos no existiría.
Me masajeé las sienes con las yemas de los dedos. Tenía la sensación de que, dentro de mi cabeza, algo, como un objeto, se había endurecido. Había conseguido alojarse de algún modo en mi cabeza y crecía dentro de ella. Y ahora no se podía extraer. «Es demasiado tarde, ¿sabe usted? Si se hubiera dado cuenta un poco antes, habríamos podido extraerlo fácilmente. Lo siento mucho.»
—No se preocupe. No nos llevará mucho tiempo. Enseguida terminaremos.
Estaba contestando con desgana a otra tanda de preguntas triviales, cuando el Pescador volvió a la sala y le dijo al Literato que saliera. Durante un buen rato, los dos hablaron en voz baja en el pasillo. Yo, apoyado en el respaldo, con la cabeza hacia atrás, observaba las humedades negras que habían aflorado en un rincón del techo. Parecían fotografías de vello púbico de cadáveres. Desde allí, en las grietas de la pared, se extendían unos puntos emborronados con los que, si se los seguía, podían trazarse dibujos. ¿Quién sabe?, quizá aquella mancha oscura se había formado con los sudores y olores corporales desprendidos por todos aquellos que habían entrado en aquella horrible sala a lo largo de décadas. Por todos aquellos a quienes habían intentado anularles el ego, despojarles de sus sentimientos, su dignidad y sus principios. Por todos aquellos a quienes habían coaccionado, maltratándolos psicológicamente y sin dejar marcas visibles, arrastrándolos por un laberinto burocrático semejante a un hormiguero para aprovecharse al máximo de su desazón. Por todos aquellos a los que habían privado de la luz del sol y alimentado con comida asquerosa. Sí, quizá aquella mancha húmeda y oscura la había formado el sudor hediondo que habían transpirado todos ellos.
Coloqué las manos sobre la mesa, cerré los ojos y recordé la ciudad de Sapporo bajo la nieve. Recordé el imponente Dolphin Hotel y a la muchacha de la recepción. ¿Qué haría en ese momento? ¿Estaría en el mostrador con aquella radiante sonrisa profesional en los labios? Quería llamarla y hablar con ella. Quería gastarle alguna broma estúpida. Pero ni siquiera sabía cómo se llamaba. Me dije que era muy guapa. Sobre todo, estaba estupenda cuando trabajaba. Era el hada del hotel. Y le gustaba su trabajo, no como a mí. Yo hacía bien mi trabajo, pero jamás había sentido el menor apego o entusiasmo por lo que hacía. Ella, en cambio, amaba su trabajo. Sin embargo, cuando la apartaban de su trabajo, se la veía frágil, insegura, vulnerable. Me dije que, si lo hubiera querido, habría podido acostarme con ella. Pero no lo había hecho.
Quería volver a hablar con ella.
Antes de que también a ella la asesinaran.
Antes de que también ella desapareciera.