LOS “DOS MUNDOS” Y LAS LÁGRIMAS

Para algo aún no había obtenido respuesta. Me estoy refiriendo a lo que había sucedido en aquella profunda movilización del alma relatada en la introducción del libro, bajo el nombre “Los ‘dos mundos’ y las lágrimas”. La misma había surgido después de una meditación, ante la vívida sensación de no poder unir el mundo interior con el exterior. En aquel momento no había atinado a decir otra cosa más que: “Qué difícil es unir los dos mundos”.

Ya que me parecía un planteo compartido por la mayoría de los mortales, lo lógico era pensar que encontraría respuestas. Alguien se debía haber referido a lo mismo. Parte de la contestación la hallé en claras palabras de Peat 40:

Cada uno de nosotros enfrenta un misterio. Nacemos en este universo y luego crecemos, trabajamos, jugamos, nos enamoramos, y al final de nuestras vidas enfrentamos la muerte. A pesar de ello, en el medio de toda esa actividad estamos continuamente confrontados con preguntas trascendentales: ¿Cuál es la naturaleza del universo y cuál es nuestro lugar en él? ¿Cuál es su propósito? ¿Quiénes somos y cuál es el sentido de nuestras vidas?”

Continuaba explicando que la ciencia y las religiones intentaban ofrecer respuestas a estas preguntas. Por un lado teníamos el saber de las vivencias a partir de la poesía, el arte, la música y el misticismo; y por el otro, los descubrimientos objetivos y las explicaciones de la ciencia. Aparecía, por lo tanto, una brecha infranqueable entre los abordajes subjetivos y objetivos sobre la cuestión del universo y nuestro papel en él. Él pensaba que esos dos mundos parecían muy distantes entre sí, pero que se podía construir un puente (entre los mundos exterior e interior) a partir de la sincronicidad, ya que ella nos permitía una mirada más allá de nuestras nociones de tiempo y causalidad dentro de los patrones de la naturaleza:

Con la sincronicidad como punto de partida es posible comenzar la construcción de un puente que conecte mente y materia, psiquis y física... La danza subyacente que conecta todas las cosas.40

No había duda de que el planteo de Peat reflejaba lo que me había pasado y, seguramente, lo que la mayoría de quienes están leyendo estas palabras habrán sentido alguna vez. Se insinuaba así que podía existir un propósito oculto detrás de todo lo que me había ocurrido: debía comprender el funcionamiento de la sincronicidad para que fuese el principio de una nueva visión sobre la vida, que me ayudaría a unir esos “dos mundos” que sentía completamente separados.

El psicoterapeuta Robert Hopcke también tenía opinión al respecto:

Estamos habituados a dividir el mundo entre lo exterior y lo interior, lo objetivo y lo subjetivo, y aunque esta división no tiene por qué ser necesariamente conflictiva, los occidentales formamos parte de una tradición que valora y exalta lo exterior y objetivo en perjuicio de lo interior y subjetivo. Y no hay nada más interno, individual y subjetivo que los sentimientos.

Por desgracia nuestra cultura se resiste a reconocer los sentimientos, como se resiste al abandono del pensamiento causal. 31

Su comentario me resultó absolutamente coherente con lo que había sentido en aquella meditación. Pero la intuición que más me impactó fue la de otro gran pensador Peter Russell*.50 Él utilizaba la palabra “Mente” (con mayúscula) de un modo un tanto diferente al que estábamos acostumbrados. Con ella designaba todo el ámbito de la experiencia subjetiva, tanto consciente como inconsciente. Creía que no debíamos confundir esa “Mente” con el significado común de la palabra “mente”, que se refería a nuestros pensamientos e ideas como algo opuesto a los sentimientos y emociones.

Su visión me pareció magnífica, como proviniendo de otro plano de comprensión. Decía que nuestros cuerpos y órganos sensoriales eran parte de este mundo: objetos físicos con masa que existían en puntos bien definidos del espacio y del tiempo. Sin embargo, nuestras percepciones, pensamientos, sentimientos, intuiciones y, en definitiva, todo el contenido de nuestra conciencia, pertenecían al mundo de la Mente.

Russell, a veces, se imaginaba la Mente (carente de materia física y más allá del espacio y del tiempo) conectándose con el mundo físico por unos pequeños agujeros o poros: nuestros sentidos. Esos poros funcionaban así como la interfase entre los dos mundos: el mundo de la Mente podía ver el mundo de la materia a través de esos orificios.

La riqueza de esa experiencia era tan hechizante, que la Mente, cautivada por ella, se olvidaba de sí misma. No se daba cuenta de que era la mismísima conciencia observando este mundo, y se imaginaba, en cambio, que se encontraba únicamente en ese orificio a través del cual podía mirar. Creía que despertarse era darse cuenta de que el mundo de la Mente era igualmente real y que cada uno de nosotros existía en ambas realidades, dentro y fuera del tiempo.

Son dos mundos completamente separados (...) Hay un ser que mira a través de los sentidos el mundo material: un ser que conoce el tiempo, que se percibe como un individuo singular, encarnado en un cuerpo. Y está el ser que está fuera del espacio y el tiempo, que es conciencia pura y que está detrás de toda experiencia, en ningún tiempo y en ningún lugar.50

Un comentario del filósofo Michel Cazenave conectaba lo antedicho con el fenómeno de la sincronicidad, diciendo que en un evento sincronístico desaparecía la dualidad que habitualmente sentimos como sucesos “interiores” o “exteriores”, pasando a experimentar que toda cosa está contenida en la misma totalidad. 47

Lo expresado por Cazenave aclaraba algo difícil de comprender hasta que lográbamos vivenciarlo: que lo que existía en el alma, como idea, llegaba a materializarse haciéndose “uno” con el evento del mundo físico. Como si estuviéramos practicando magia.

* Peter Russell: autor de El agujero blanco en el tiempo. Estudió en Cambridge matemáticas, física teórica y psicología experimental y luego informática. Entre los años 1971 y 1974 investigó en el campo de la psicología de la meditación en la Universidad de Bristol.