LA MAGIA PERDIDA
Después del encuentro con Kucho, me encontraba contemplando el magnífico atardecer, en las afueras del hotel, con la vista dirigida hacia el cerro Media Naranja. Mientras tanto, el sonido del rápido fluir del río Urubamba masajeaba las percepciones de mi oído. Al tiempo, pensaba.
Kucho me había dicho que yo tenía que “escribir sobre algo que yo sabía”. ¿Debía hacerlo? ¿Cómo contar lo que había descubierto?
Un simple análisis mostraba que una fuerza “muy especial”, a la que algunos llamaban sincronicidad, me había arrastrado dentro de su movimiento, llevándome a vivir sucesos absolutamente inesperados. La había descubierto mucho tiempo más tarde de que todo comenzase a suceder y, sólo después de interpretar todos los signos, adquirí la plena convicción de que la sincronicidad quería que escribiese sobre ella. De lo contrario, habría gastado demasiada energía sólo para convencer a un ser.
Me había enterado de que la sincronicidad había sido descripta por las ciencias participando de “algo muy especial”: se la había encontrado funcionando como una fuerza utilizada por y para la creación, en todos los ámbitos de la naturaleza, incluso en nuestras propias vidas. Si esto era realmente así, que la mismísima creación se ocupaba diariamente de escribir el guión de nuestras vidas, sabiendo por lo tanto mejor que nadie cuál era nuestro camino y destino final, resultaba evidente que la mayoría teníamos mal conectado nuestro “cerebrovisor”.*
* Cerebro-visor: con esta palabra intento denominar al aparato-órgano que sirve para decodificar, y poner en la pantalla de la conciencia, todo lo emitido tanto por el mundo exterior como por el mundo interior de nuestra alma.
Teníamos el “cerebrovisor” sintonizado en otro canal, en uno que negaba la participación directa y constante de la creación sobre nuestra vida. Habíamos cambiado semejante creencia ancestral, sobre la existencia de esa “ayuda celestial” en nuestros destinos, por una nueva deidad. Esta era ahora una deidad numérica: la ley de probabilidades. A ella le atribuíamos la enorme inteligencia creativa y organizadora de las coincidencias que suceden casi diariamente en nuestras vidas. ¿Y cuál era el valor de dichas coincidencias? Ellas eran las que cambian nuestros rumbos y valores. Habíamos perdido la vivencia de ser buscadores de tesoros y detectives de las pistas en los eventos que se iban cruzando en nuestros caminos.
En ese mágico lugar, sentía que a pesar de esa moderna y desalmada manera de interpretar la realidad, la magia aún se encontraba al alcance de la mano. ¿Por qué? Porque a la naturaleza aún le gustaba seguir haciendo travesuras. La magia y el milagro no aparecían más que cuando ella se decidía a romper sus propias reglas dentro del mundo visible. La naturaleza parecía divertirse y sentirse más creativa cuando rompía su propia rutina.
Percibí claramente que si no cambiábamos el canal de nuestro “cerebrovisor”, el universo habría malgastado con nosotros parte de su energía y terminaríamos como un proyecto frustrado, tal vez como el de los dinosaurios (así lo explicó el astronauta de la Apolo XIV, Edgar Mitchell, en una conferencia). A pesar de todo esto, resultaba evidente que el universo no desperdiciaba energía, incluso al organizar las sincronicidades, sino que trataba siempre de tomar el camino más corto para concretar su intención. Existían algunos casos difíciles, como el mío, en los cuales él necesitaba clavar sus garras despiadadamente con el sólo fin de lograr despertarnos. Aun así, ese era su camino más corto.
¡No había opción! Kucho tenía razón. No lo podía eludir: sabía que tenía que escribir sobre la sincronicidad, aunque más no fuera para servirle a una única alma sobre este planeta.