JUEVES 7 DE MAYO: INSTITUTO NURBULINGKA

Eran las diez y media de la mañana. Habíamos tardado cuarenta minutos en el taxi para llegar. Preguntamos por Johnny y al reunirnos con él nos llevó a otro pabellón para encontrarnos con Mr. Penba Dorji. Nuevamente Dorji, un nombre que me parecía que derivaba de los dorjes. ¿Se llamaría todo así? Lo saludé con un “Namasté” acompañado de una reverencia con las manos en posición de plegaria. Respondió de la misma manera.

—Estamos muy agradecidos de que haya accedido a recibirnos. Nos sentimos muy honrados por ello, también por poder estar ante su presencia —le dije respetuosamente mientras un artesano tibetano que hablaba inglés le traducía.

El Maestro Mayor era una persona baja, de unos setenta años, que demostraba una majestuosa bondad mezclada con humildad.

—Es un placer intentar ayudarlo —fue la traducción de lo que él había dicho dulcemente en tibetano.

—Desearía saber si me puede decir algo sobre el origen de estos dorjes —continué mientras le mostraba las fotografias que les había tomado antes de partir.

—¿Cuál es su interés? —inquirió con amabilidad a través del traductor.

—Quiero saber si tuve alguna conexión con el Tíbet en alguna vida pasada y siento que, si es así, estos dorjes podrían darme alguna pista sobre cuándo y dónde estuvimos juntos —traté de explicarle.

Mi comentario al respecto le debió haber parecido completamente normal ya que no gesticuló ni hizo ningún intento por replicar. Se quedó varios minutos observando detenidamente cada una de las fotos, que volvió a mirar en varias oportunidades. Al rato comenzó una larga explicación que el traductor escuchaba atentamente.

—Mr. Penba Dorji dice que está muy impresionado por los dorjes que usted le ha mostrado. Son muy antiguos y el diseño es el característico de los construidos hace quinientos años. Él no ha tenido contacto personal con ellos pero recuerda haber leído, hace unos veinticinco años, un libro donde figuraban referencias sobre ellos —fue la traducción mientras el Maestro Mayor de Arte señalaba en las fotografías los dragones ubicados en los brazos del dorje de cuatro puntas.

—Si Penba Dorji se muestra así de interesado, es porque son piezas muy significativas —agregó Johnny.

A continuación el Maestro tomó un pequeño papel y anotó el nombre, en tibetano, de unos antiguos papiros para que los buscase en la biblioteca. Después de un agradecimiento que provenía de las profundidades de mi alma nos despedimos.

Johnny nos llevó a conocer el resto del Instituto. En un taller estaban montando dos deidades para el templo de Kalachacra. La femenina, con veinticuatro brazos y la masculina, con ocho. En otro recinto tallaban madera para ornamentos y muebles. Luego nos llevaron a otra sala donde estaban los pintores del arte Tangka. Había cuatro o cinco de ellos y nos explicaron que cada pintura les demandaba casi un año para completarla.

—¿Saben algo del dios Nechung? —nos preguntó Johnny.

—Sí, vimos un pequeño templo en el Lingkor y nos hablaron algo sobre el oráculo —respondió Martín.

—Bueno, en ese atril, y tapado por esa sábana, se encuentra el cuadro del dios Nechung. El oráculo recomendó que se lo pintara y se lo colocase en la residencia del Dalai Lama para protegerlo de posibles atentados contra su vida. Ya está terminado —nos contó Johnny mientras lo destapaba para que lo viésemos y pudiésemos sacarle una foto.

Mientras caminábamos por los jardines nos contó que él había visto la construcción del “casco” para el Oráculo de Nechung. El Oráculo era un ser pequeño que se colocaba dicho “casco” cuando estaba “conectado” en los momentos en que adivinaba. Dijo que el “casco” estaba construido en metales y que en su parte superior se colocaban plumas y otros elementos. Lo que más nos sorprendió fue su peso. Nos comentó que no pesaba menos de ¡100 kilos! y que, para cualquier mortal, resultaba imposible sostenerlo con el cuello. El Oráculo lo lograba sólo en estado de trance y conseguía mover su cabeza en sentido giratorio durante las adivinaciones, como si se tratase de un aparato que funcionaba como una antena. Johnny concluyó el magnífico relato diciendo que había escuchado comentar a varias personas que el casco que había tenido en el Tíbet pesaba alrededor de 300 kilos.

Finalmente entramos a un museo donde, detrás de las vitrinas, estaban representados diferentes momentos de la historia del budismo en el Tíbet, con muñecos artísticamente diseñados y vestidos. Fue allí donde encontré una de las posibles explicaciones a la razón kármica por la cual el Tíbet había sido invadido por China. Una de las escenas mostraba a uno de los regentes tibetanos que allá por el año 800 había invadido China y la había sometido a pagar tributo. Creo que lo tuvieron que hacer por alrededor de cien años.

Tenía ahora una explicación para una de las inquietudes con que había venido al viaje: tratar de entender el porqué de la invasión china al Tíbet a mediados del siglo XX. Si la ley del karma funcionaba como la describían, los tibetanos deberían sentir, en carne propia, lo que ellos le habían hecho a otros antes (o algo semejante). A ese antecedente, pensé, se le había agregado otra causa. El Tíbet se había cerrado mucho sobre sí mismo, limitando tanto la entrada de extranjeros como la salida de sus maravillosas enseñanzas. El mundo exterior necesitaba imperiosamente acceder a sus conocimientos para poder evolucionar y lograr unir las culturas de Oriente y Occidente. Con la invasión china, su habían conectado con las máximas autoridades disponibles para la contestación de las preguntas que formulábamos: el maestro Mayor de Arte del Estado del Tíbet y la Biblioteca Tibetana. Y todo estaba allí, en Dharamshala. No podía olvidar el signo encontrado en el altar del templo de Kalachacra. Había sido harto elocuente como señal de que estaba caminando por un sendero que parecía el correcto.