JUAN CARLOS Y LAS PISTAS
Abraham Lincoln habla en uno de sus escritos de una coincidencia de esas características (refiriéndose a cómo la sincronicidad participa en el destino) que le sucedió durante su juventud. En aquella época, Lincoln sentía que tenía que ser algo más que un mero granjero o un trabajador manual como los demás miembros de su comunidad de Illinois. Un día se encontró con un vendedor ambulante que estaba atravesando
una época difícil y que le ofreció a cambio de un dólar un viejo barril de objetos diversos, la mayoría sin valor. Lincoln podía haberse quitado de encima a aquel vendedor arruinado, pero en cambio le dio el dinero y guardó los objetos. Más tarde, cuando vació el barril, Lincoln halló entre los botes y los utensilios viejos una colección de libros de derecho, gracias a los cuales estudió hasta ser abogado y a partir de ahí prosiguió su célebre destino.
JAMES REDFIELD, La nueva visión espiritual 46
—¿Qué te parece todo esto? —le pregunté a Juan Carlos mientras le mostraba los dorjes “hermanos”, el phurbu, la bompa y la espada flamígera. Me había costado transportarlos por su tamaño y peso, y necesitaba cualquier tipo de explicación posible.
—Son todos antiguos —contestó—. Te estás conectando a algo que no sé bien de qué se trata. Dorjes como este, de cuatro puntas, los he visto sólo en altares budistas de templos de Oriente, pero nunca uno tan grande.
Vi que cerraba los ojos.
—Estos dorjes deben tener cuatrocientos o quinientos años —convino después de colocar sus manos sobre ellos por un rato, con los ojos cerrados, como si hubiera podido “sentir” a través de ellas la edad de esos objetos sagrados. Su comentario los remontaba a una época hipotética en 1400 o 1500. Tampoco yo estaba seguro de que sus manos pudieran tener la precisión del carbono 14. No parecía un método científico, pero siempre le daba crédito a sus comentarios.
—¿Qué más me podés decir? ¿Por qué estos objetos se conectaron conmigo? —le pregunté tratando de indagar sobre aparentes fronteras que no podían ser otra cosa más que incertidumbre.
—¿Cómo se llamaba el lugar donde compraste los dorjes? —me preguntó Juan Carlos.
—Conway of Asia —le respondí.
—¡Eso es! Creo que es ahí donde vas a poder encontrar alguna pista. Esperame un minuto.
Volvió al rato con un vídeo de una película muy vieja, “Horizontes perdidos 1923”, era lo que rezaba la leyenda adherida al vídeo casete.
—Mirala y después conversamos —concluyó.
Esa noche tuve la oportunidad de verla. Trataba sobre la historia de la ciudad mítica de Shangri-la. Ante mi sorpresa, el personaje oriundo de Inglaterra, que quedaba como regente de la ciudad, se llamaba Conway.
—Juan Carlos, vi la película —fue la introducción telefónica al día siguiente—. ¿Qué significa que el personaje se llame igual que el lugar donde compré los dorjes?
—Conway fue elegido para dirigir los destinos de Shangri-la. Shangri-la es también llamada Shambhalla en otras leyendas. En esa ciudad supuestamente se custodiaba la cultura y los objetos sagrados, como si fuese un reservorio para ser utilizado por futuras generaciones en caso de necesidad. Intentá conectarte con tu interior para ver si te dice algo el que hayas conseguido esos objetos sagrados tibetanos en un lugar que se llamaba Conway of Asia —me sugirió sin más explicaciones.