RECUERDO DE UN SUEÑO DE LA ADOLESCENCIA: EL TÍBET COMO CAMINO PARA EL ENCUENTRO DEL ALMA
Fue alrededor de mis quince años cuando, a pesar de haber tenido una educación católica, tuve el primer contacto con la cultura tibetana. Por el lado de mi madre, la relación con el catolicismo era muy fuerte. Había antecedentes de obispos en la familia en Italia, con el nombre inscripto en la fachada de una iglesia en la región de la Magna Grecia y, lo más cercano durante el siglo XVIII, la venida desde Italia de la bisabuela de mi madre con la estatua de La Virgen del Carmen. Ella había dado nacimiento a una iglesia custodiada, desde entonces, por monjes agustinos.
Esa fuerte experiencia con lo tibetano, producida a través de un libro parecía ahora estar ligada, a través del tiempo, a todo lo que iba a suceder en Dharamshala. Como si el tiempo en esa historia no tuviera nada que ver con los años que habían transcurrido entre la adolescencia y el presente.
En esa época llegó a mis manos El filo de la navaja, de William Somerset Maugham. Su contenido despertó un sueño. El libro relataba la vida de un individuo cuya única misión en la vida parecía ser, solamente, la búsqueda incansable de su camino espiritual. Su fuerza interior y su determinación eran tales, que iba más allá de todos los obstáculos que le oponía la cultura en la cual se había criado. Había renunciado a un casamiento acomodado, por el cual su futuro laboral y económico parecían asegurados. Abandonándolo todo, el personaje viajó de su ciudad natal en Estados Unidos a París, donde estudió por años, sin cesar, filosofía, metafísica y religiones orientales.
Su alma parecía no dejarlo en paz y lo obligaba a buscar incansablemente. Lo obligaba a adquirir conocimientos en forma ininterrumpida como dirigiéndolo a encontrar su propia verdad. Por aquel entonces el personaje creía que adquirir conocimientos era su verdadero camino hacia la iluminación. Ante la insatisfacción del resultado obtenido o, tal vez, no comprendiendo que simplemente ese era el paso previo indispensable para lo que vendría después, decidió cambiar. Viajó a Oriente. En un lamasterio encontró un maestro que lo guió en su camino espiritual. Una vez que estuvo preparado, le sugirió que se retirara en soledad a una ermita en lo alto de la montaña.
No recuerdo si la imagen que tengo grabada en mi memoria pertenece al libro o a la película del mismo nombre, que años más tarde vi, pero nunca más la pude despegar del mundo de mis sueños. Estando el personaje en soledad, y a la intemperie en las gélidas alturas de los Himalayas, sufrió un cambio repentino, sin causa aparente, en su mirada y sus facciones. Su cara se transformó, instantáneamente, en un rostro que expresaba dulzura desbordante de bondad. Se parecía tal vez a los rasgos exteriores de alguien que logra alcanzar la santidad y la iluminación. En ese momento, y como gesto de corroboración de que el amor había trascendido el conocimiento, comenzó a arrojar todos sus libros a una fogata. Esto simbolizaba que no necesitaba adquirir más conocimientos. A partir de entonces su amor y su compasión hacia todos los seres sensibles habían dejado de tener límites. Su mirada era como la de una persona que se encuentra viendo a Dios en forma directa en la pantalla de su consciencia.
Lo interpreté como un camino heroico. La búsqueda de un verdadero “guerrero”. Por alguna razón ese libro marcó mis sentimientos y comencé a sentir una gran atracción hacia todo lo tibetano. Tuve, en aquel instante, la certeza intuitiva de que algún día viajaría en pos de alguna búsqueda hacia esa región del planeta. Pero durante más de treinta años no había tenido el coraje ni la decisión de hacerlo. Había quedado todo olvidado en algún lejano rincón de mi memoria. Parecía sólo el recuerdo de uno de los tantos sueños de la juventud. Sin duda, el Tíbet había dejado de formar parte de mi camino durante todo ese tiempo.
El encuentro con Ron y su ofrecimiento para ir a Dharamshala parecían su renacimiento. El renacimiento de un antiguo ideal y la revitalización de un “sueño dormido”. Ron me conectaba nuevamente con él. Y de la intuición emergía ahora una emoción placentera. Parecía abrirse un camino de búsqueda totalmente desconocido y abierto a todas las probabilidades.
¿Pero, qué era lo que iba a buscar en aquella mítica cultura?