Los progresos de la erudición
A lo largo de todo el siglo se prosigue y se amplía la investigación documental que habían interrumpido las guerras de la Revolución y del Imperio. En 1815, Boeckh propone a la Academia de Berlín la publicación de una colección de todas las inscripciones de la Antigüedad clásica. En 1816, Alexander de Laborde comienza la publicación en fascículos de los Monumentos de Francia clasificados cronológicamente. Dos rasgos, sin embargo, modifican las condiciones de la investigación erudita: el predominio adquirido por Alemania, de una parte, y el papel dominante desempeñado por el Estado, de otra.
Recién terminada la guerra franco-alemana con la derrota de Francia, un publicista francés, Joseph Reinach, observaba, amargo:
La influencia de Alemania es general, se ejerce en todas las ciencias del razonamiento y las ciencias de la observación, historia y filosofía, gramática y lingüística, paleografía y crítica de textos, lexicografía y arqueología, jurisprudencia y exégesis… Sin duda contábamos ya con una Academia de Inscripciones y Bellas Letras, con diccionarios, repertorios, mapas; pero los nuevos métodos, precisos y rigurosos, el arte de las pacientes y seguras reconstituciones, los lentos análisis que hacen que brote la verdad histórica de una estela funeraria o de un trozo de ánfora, vienen de Alemania.
Valida de la organización de sus universidades, las primeras que en Europa enseñaron la historia; de sus academias que en su mayoría tomaban en serio la advertencia de Federico II a «sus académicos»: «Die Akademie ist nicht zur Parade da» (La Academia no está aquí para la ostentación); de una ausencia de centralización cultural y de la existencia de numerosas metrópolis intelectuales: Gotinga, Heidelberg, Bonn, Jena, Berlín, Leipzig, Munich…; del adelanto que ha adquirido en la exégesis bíblica —cuya audacia acostumbra a la mente al manejo iconoclasta de la crítica— y en gramática comparada —realmente fundada por Bopp en 1816 y convertida rápidamente en una rama esencial de la filología—; valida de la voluntad (¿de saber?, ¿de poder?) de sus príncipes, la «sabia Alemania» (Renan) recoge, reúne, publica o expone, perfecciona las ciencias auxiliares y las enseña a quienes, en sus seminarios, practican la peregrinación a las fuentes.
Si Alemania suele ser la iniciadora y siempre el modelo, la Europa erudita entera está acometida de fiebre documental. Mientras la Academia de Berlín confía a Boeckh la publicación de todas las inscripciones de la Grecia antigua —misión terminada en 1859— y a Mommsen la enorme del Corpus inscriptionum Latinarum cuyo tomo I aparece en 1862, la Academia de Ciencias de Viena lanza el Corpus de los escritores eclesiásticos (40 volúmenes en 1900) y la Academia de la Historia de Madrid un Memorial histórico español (43 volúmenes a fines del siglo XIX) que rivaliza con la Colección de documentos inéditos (112 volúmenes de 1842 a 1895), debida a la generosidad del marqués de Fuensanta del Valle. En Inglaterra, la serie de los Calendars of State Papers —un Calendar es un inventario donde los documentos analizados y a veces copiosamente citados por resúmenes, son presentados en el orden cronológico—, inaugurada en 1856 excede los 150 volúmenes medio siglo después. En Francia, se crea en 1834 el Comité de Trabajos Históricos, que se convierte en el maestro de obras del más amplio taller historiográfico que jamás se haya abierto: se trata de publicar todos los Documentos inéditos de la historia de Francia susceptibles de interesar a los historiadores; al alborear el siglo XX la colección tenía 240 in cuarto y hoy su número excede de 400. Dos hechos, en apariencia nimios, revelarán la loca ambición y el ardor de la empresa. Encargado por el Comité de hacer el inventario analítico de todos los manuscritos de la Biblioteca Real, un conservador apunta:
Aproximadamente 20 mil volúmenes de 50 documentos por volumen o sea un millón de documentos. Un millón de boletines, a 25 boletines por día y por empleado: 250 mil días. Si 12 personas: 20 900 días que divididos por 300, número de días de trabajo, dan 70 años.
Bajo el impulso del Comité, las sociedades doctas de provincia comenzaron a colaborar. En 1850, una sola había publicado documentos relativos a la historia local; en 1860 eran siete; en 1870, cuarenta y tres.
Dentro de este inmenso esfuerzo, el papel del Estado no cesa de aumentar. Clío goza del encanto del Estado providencia antes de sucumbir —¿consentidora?— a la autoridad del Estado patrón. Indudablemente, existen aún aventureros del intelecto solitarios: un J.-F. Champollion, que, expulsado de la Universidad por la reacción ultrarealista, descifra, en 1822, los jeroglíficos; un Schliemann, mecenas egoísta y terco, que, contra todos, encuentra el emplazamiento de Troya… ¿Pero no se debe su celebridad, en parte, a que sus condiciones de trabajo fueran excepcionales?
—El Estado ayuda a los investigadores con subvenciones anuales: 2 mil thalers concedidos por el rey de Prusia para la publicación del C. I. Latinarum; 120 mil francos votados por los diputados para la impresión de los Documentos inéditos sobre la historia de Francia.
—El Estado mantiene historiadores funcionarios. No ya literatos pensionados a caprichos del Príncipe para entonar sus alabanzas, sino profesionales de la historiografía, seguros de la estabilidad del empleo: profesores de Universidad (a comienzo del siglo XIX se contaban en Alemania una docena de cátedras de historia; en Francia, ninguna. A fines del siglo su número se eleva, respectivamente, a 175 y 71), archivistas conservadores de bibliotecas y museos. Ellos son los que forman los batallones de élite del ejército de los eruditos.
—El Estado dirige también la investigación y, por intermedio de institutos, se hace él mismo historiador. Podría afirmarse que Guizot hombre de Estado desempeñó un papel más importante en la historiografía que Guizot historiador. Ministro de Instrucción Pública —porque en este siglo de la historia, numerosos historiadores fueron ministros—, crea el Comité de Trabajos Históricos respecto del cual escribe:
Al gobierno únicamente corresponde, en mi opinión, poder llevar a cabo este gran trabajo. Sólo el gobierno posee los recursos de todo género que exige esta vasta empresa.
Crea también la comisión de monumentos históricos y el cuerpo de inspectores de monumentos históricos. Ministro de Negocios Extranjeros, funda en 1846 la Escuela francesa de Atenas. El historiador de la civilización daba aquí la mano al diplomático enfrentado con la difícil cuestión de Oriente.
En cuanto a la creación, en 1873, de la Escuela francesa de Roma, es ejemplo del aumento de las tensiones internacionales y de las intervenciones gubernamentales en el campo historiográfico. Viene en respuesta a la nacionalización —por un decreto firmado en Versalles el 2 de marzo de 1871 por el emperador de la nueva Alemania, Guillermo I— de un instituto internacional, cada vez más germanizado, es cierto, que habían fundado en 1829 con el nombre de «Instituto de correspondencia arqueológica de Roma», el filólogo danés Kellermann, el «anticuario» italiano Borghesi y, junto con otros sabios de nacionalidades diversas, el príncipe heredero de Prusia.
Así se manifiesta, a través de un episodio que no es en modo alguno aislado, cómo toma la historia a su cargo el Estado. Protector del patrimonio, poseedor de los depósitos de documentos, cada vez más dispensador de la enseñanza —fija sus programas, retribuye un número creciente de maestros—, mecenas, protector, fuera de las fronteras, de sus nacionales, para los cuales conquista algunos privilegios de extraterritorialidad científica en algunas concesiones arrancadas sobre las rutas imperiales, el Estado es omnipresente, omnipotente. ¿Cómo el discurso de los historiadores podía no ser, desde entonces un discurso sobre el Estado?