La historia secularizada
A partir del siglo XII, la historiografía occidental cambia de caracteres; se seculariza doblemente, por estar a la vez en el siglo y ser de su siglo.
Con las Cruzadas el espacio se dilata; al más allá sobrenatural de los milagros y de los prodigios sucede el más allá de los horizontes familiares franqueados de pronto por lejanas expediciones militares dignas de ser referidas. Como en los tiempos de Herodoto y de Jenofonte, Clío surge del Oriente recorrido y combatido. En la edad de los caballeros, la gloria de la proeza rivaliza con la de Dios, incluso si, por un tiempo, la Cruzada las confunde. Es al guerrero a quien corresponde humanizar la historia.
Constitúyense sólidos Estados, que administran hasta su propia memoria cuya gestión y fabricación confían a los archivistas y a los historiadores familiares del príncipe.
El latín y los eruditos pierden su monopolio; gentiles hombres y burgueses componen en lenguas vulgares obras cuyo carácter histórico se reconoce actualmente. Porque, mientras se desprende de la teología y sale de los scriptoria monásticos, la historia entra en la literatura. Por una singular paradoja, en el momento en que se reduce a crónica del tiempo vivido y renuncia, en mayor o menor medida, al intento de profunda perspectiva desde el alfa original, es cuando la historia adquiere un estatuto definido: distinta de la canción de gesta y de la poesía épica, se convierte en el relato en prosa de los hechos brillantes de que la historia da testimonio.
También ciertos géneros como los pequeños Anales, desparecen; otros, como las Historias eclesiásticas y las Vidas de santos, pierden el aliento. Sin embargo, las cronografías universales siguen siendo también apreciadas; en la primera mitad del siglo XII se las ve multiplicarse y difundirse (cronografías de Sigeberto de Gembloux, de Honorio de Autun, de Ekkehard de Aura y de Otto de Freisingen), y el siglo XIII, en sus extremos, fija el término de las cronografías de Robert d’Auxerre y de Guillaume de Nangis a las que los continuadores darán vida hasta el alborear del siglo XVII. Los cambios se operan, en efecto, lentamente. Es a unos monjes, los de Saint-Dennis, a quienes los reyes de Francia confían la tarea de escribir una historia oficial del reino, la Grande Chronique de France, cuya primera redacción en lengua francesa data de 1274; un benedictino, Guibert de Nogent, es quien escribe en latín, la única Historia de la primera cruzada; el obispo de Tolemaida, Jacques de Vitry es quien, en su Historia orientalis, deja la primera descripción de Tierra Santa convertida de nuevo en cristiana.
Sin embargo, ya han aparecido nueva historia y nuevos historiadores. Las literaturas nacionales que se constituyen entran en la edad de los cronistas y de las crónicas. La palabra «crónica» designa entonces dos géneros muy distintos, el uno del otro, y el uno y el otro de la venerable crónica universal. Se trata ya sea de la relación de sucesos muy contemporáneos en los que ha intervenido el autor, o bien de una síntesis más o menos elaborada de los documentos relativos al pasar de los grandes Estados que se crean o se afirman.
Militar, la crónica nace de la guerra santa. Es mediterránea. Un señor de la Champagne, Villehardouin (1150?-1213?), y un pobre caballero picardo, Robert de Clari, hacen el relato de la cuarta Cruzada y de la caída de Constantinopla; el senescal de Champagne, Joinville, compone en 1309 Le livre des saintes paroles et bonnes actions de notre saint roi Louis (El libro de las santas palabras y buenas acciones de nuestro santo rey Luis) gran parte del cual está consagrado a la séptima Cruzada. Veinte años más tarde, un aventurero catalán, Ramón Muntaner, celebra en su Crónica las hazañas italianas, griegas, bizantinas y marroquíes de Jaime I de Aragón. La guerra de los Cien Años inspira a Juan el Hermoso y a Froissart (1328-1400). Los dos son hombres de Iglesia, pero son «nuevos clérigos» que sirven a uno o a varios señores y que fijan su testimonio con tanta ingenuidad como servilismo sobre la vida de corte y las batallas que asuelan el siglo.
La crónica se hace así política. Esta evolución se ha dibujado muy pronto en la Italia de las ciudades mercantiles, la Nuova Cronica del negociante florentino Giovanni Villani (1280?-1348) señala el nacimiento de una historiografía burguesa, social y sobre todo política. Cierto es que la primera parte de la obra es una cronografía universal ab Adam; pero la segunda está consagrada a la evolución de Florencia entre 1265 y 1348. En Luca (Croniche de Sercambi), en Florencia, se prosigue a lo largo de todo el siglo XIV este discurso, desacralizado, realista y, en cierto modo, nacional, sobre el próximo pasado, que anuncia el humanismo y el Renacimiento. Análoga por sus curiosidades pero diferente por sus fines es la historiografía oficial de los jóvenes Estados. Los duques de Borgoña mantienen historiadores —«indiciarios»—, tales como Georges Chastellain (1404-1475) y Olivier de La Marche (1426-1502), encargados de relatar sus grandes hechos. En Francia, en Castilla, en Portugal, en Inglaterra, las funciones de los historiógrafos son más complejas. Archivistas, compilan un corpus de documentos relativos a las antigüedades del país; Alfonso X, que reinó de 1252 a 1284, hizo componer la Crónica general de España y en 1334 Alfonso IV de Portugal una Cronica geral; en Inglaterra y en Francia, donde las Grandes crónicas estaban ya reunidas, los historiógrafos les dieron una estructura más homogénea por una síntesis de diversas noticias que las componían.
Al consagrarse varias memorias, la Europa cristiana sella la muerte de la cristiandad. A la era de la fe sucede, en historia, la era de la razón, la del docto y la del Estado. Ocurre al parecer lo mismo en el mundo árabe, con la sola diferencia de que a la decadencia cultural del Islam sucedió no otra memoria, sino una amnesia.