Nuevos temas

La extensión del campo historiográfico procede por etapas. En los años treinta el historiador anexiona la economía y la sociología. Se constituyen una historia económica concebida más como la de los precios y de las monedas, la de los intercambios, la de los ritmos, de los ciclos (trebd secular, ciclo de Kondratieff, fases A y B…) que como la de la producción, de sus modos y de sus medios, terreno privilegiado de los historiadores marxizantes, y una historia social que no se limita a la historia de las clases y de sus relaciones conflictivas, sino que se extiende a la de los grupos y de sus encuentros multiformes: la célula familiar, las comunidades rurales y urbanas, los «círculos de sociabilidad» (academias, salones, cafés, sociedades deportivas), las minorías, los marginados, los encerrados también. Viene después la geo-historia que puede ser estudio de un fenómeno natural (historia del clima), que es sobre todo interrogación sobre la dialéctica del espacio y del tiempo, e investigación del área donde, mejor que en el interior de los «deslindes artificiales» (F. Braudel), vive una sociedad en equilibrio dinámico con el medio que ella misma transforma. Después emerge a partir de los años 50 una historia demográfica, al principio cuantitativa, hoy más cualitativa; se ha pasado de una historia de la mortalidad a una historia de la muerte, de una historia de la natalidad a una historia de los comportamientos sexuales, de los partos, de la madre, del niño… Se ha llegado así «a lo más secreto y a lo más profundo del hombre» (Ph. Aries), a las mentalidades, es decir —y se alarga la lista que remite al hombre inagotable— a los sentimientos y pasiones colectivas (el amor, el miedo), a las representaciones, a los sueños, a los mitos, esos sistemas de cifrado social que permiten al grupo humano sumido en una misma cultura aprehenderse a sí mismo, comprender el mundo y actuar sobre él. Paralelamente se ha elaborado una historia del cuerpo, de la enfermedad, del consumo de los gestos…

Así, lo cotidiano, cesando de ser una decoración para «gran historia», «grandes hechos» y «grandes hombres», es el objeto privilegiado del conocimiento histórico. La palabra «cultura» no evoca ya una élite o una obra maestra, sino una producción, una difusión, una recepción. Los historiadores de la cultura material «trasladan la curiosidad de los lugares célebres a los lugares cotidianos, de la ciudad y del palacio al pueblo y la casa, del objeto de arte al instrumento». (J. Le Goff). Así se prolonga el cuestionario. Un cuestionario que había lanzado, impaciente y soberbiamente, hace medio siglo, Lucien Febvre en una reseña famosa de la Historia de Rusia de Seignobos (¡el del método!) y Miliukov:

Abro la Historia de Rusia: zares grotescos escapados de Ubu Roi; tragedias de palacio; ministros concusionarios; burócratas-papagayos; ukases y prikases a discresión. Pero la vida intensa, original y profunda de ese país; la vida de la selva y de la estepa, el flujo y el reflujo de las poblaciones en movimiento, la gran marea, por encima del Ural corre hasta el Extremo Oriente siberiano; y la vida pujante de los ríos, los pescadores, los barqueros, el tránsito; y la práctica agrícola de los campesinos, sus instrumentos, su técnica, la rotación de los cultivos, el pastoreo, la explotación forestal y el lugar del bosque en la vida rusa; la fortuna rural de la nobleza y su modo de vida; el nacimiento de las ciudades, su origen, su desarrollo, sus instituciones, sus características; las grandes ferias; la constitución de lo que nosotros llamamos una burguesía —¿pero es que hubo alguna vez una burguesía en Rusia?—, la toma de conciencia de toda esta gente de una Rusia que evoca en ellos, ¿qué representaciones precisas y de qué orden?, ¿étnico?, ¿territorial?, ¿político?, el papel de la fe ortodoxa en la vida colectiva rusa y, si tal es el caso (de no serlo, dígase), en la formación individual de las conciencias; las cuestiones lingüísticas; las oposiciones regionales y sus principios ¿y qué más, todavía? Sobre todo esto que se plantea ante mí en forma de preguntas, sobre todo esto que para mí es la historia misma de Rusia; casi menos que nada, en estas 1 400 páginas (Revue de Synthese, VII, 1934).

Porque el nuevo proceso del historiador, del interrogatorio inicial a la conclusión abierta, es ante todo esto: el objeto bombardeado por una curiosidad sin cesar despierta y colocado en una relación nueva con el espacio-tiempo.