La historia en la Edad Clásica
Del siglo X al XIII, aproximadamente, la historiografía árabe presenta rasgos originales que Macudi (m. 956) ha definido bien.
La historia, escribe en sus Praderas de oro, trasmite las sentencias de los sabios, refiere sus virtudes y sus talentos, y enseña a los reyes los secretos del gobierno y de la guerra. Todo lo que encanta, todo lo que asombra, lo recoge. Cautiva el oído del docto y del ignorante. Es el ornato de las asambleas… Todas las inteligencias le conceden el primer lugar.
La historia, de hecho, ocupa «el primer lugar», aunque no sea sino por el número de cuantos se consagran a ella —Macudi hace referencia en su obra a 80 historiadores árabes, sus predecesores— y por su notoriedad: en su Necrología de los hombres ilustres, todos musulmanes, Ibn Kallikan (m. 1282) consagra a los historiadores un centenar de las 805 reseñas que componen su diccionario biográfico.
La historia «cuenta, hechiza, cautiva…». Es una diversión que debe mucho al arte del recitador, que se complace en multiplicar las anécdotas y los diálogos, y al del escritor al que tientan muy a menudo la prosa rimada, los juegos de palabras, la acrobacia gráfica y las ampulosidades ornamentales. ¿Quién adivinaría que El roborativo de decaimiento de Imad al-din (m. 1211) y La esfera del deseo de Ibn Said (m. 1274) tratan respectivamente de la historia de los seléucidas y la de los tulunidas?
La historia recoge «todo lo que asombra»: la proeza, el cataclismo, lo fantástico. Si hemos de creer a Abd al Hakam y a Wassif Shah, la historia del Egipto antiguo se explica por el uso de los talismanes…
La historia, en fin «enseña». No porque sea una ciencia legislando en el pasado; sino porque, donadora de lecciones, es el mejor preceptor de los reyes y de sus servidores. De ahí el aspecto didáctico (diccionarios) y enciclopédico (compilaciones) de ciertas obras consideradas históricas que están compuestas, en la mayoría de los casos, para uso de los empleados de la administración.
Así, la historia oscila entre dos polos, y esto porque, de hecho, su género se mantiene vago, pues raros son los historiadores verdaderos. Unos son viajeros —y los árabes fueron grandes nómadas del conocimiento— que más que interesarse por el pasado, dan fe de su época. Así Al-Maqqadasi (m. hacia 1000) y Yaqut (m. 1229); otros son cortesanos de panegírico fácil, como Suli (m. 946), Otbi (m. 1036) e Imad al-din (m. 1211); otros en fin son polígrafos, como Ibn Miskawaih, filósofo, médico y alquimista, que escribió una obra universal titulada Las experiencias de las naciones, e Ibn Djauzi, él también autor de una historia universal, teólogo, astrólogo y médico.
Por diversos que sean los hombres y las obras, es, sin embargo, posible admitir en éstas una doble unidad, de tema y de estructura.
Ya adopte la forma de monografía urbana, de genealogía, de historia tribal o dinástica, de biografía, la obra se interesa esencialmente por los hechos militares y políticos. Del Libro de las conquistas de Baladhuri (m. 892), el relato profano más antiguo, hasta las obras maestras de Ibn Jaldún, no hay por doquier más que expediciones, asedios, batallas…, rebeliones, complots, desgracias…, ejecuciones, saqueos, matanzas. Al contar su propia historia, los historiadores árabes no podían ignorar el djihad, el qhazi, la razzia. Mucho antes que los cronistas cristianos de las Cruzadas, los árabes descubrieron las seducciones de la historia-batalla. En cuanto a la estructura de la obra, se mantiene durante mucho tiempo caracterizada por la discontinuidad. Se trata de una serie de notas, de anécdotas deshilvanadas, introducidas por los nombres de quienes las han referido o por vagos «se pretende», «se cuenta»:
Al-Hasan ben Alí me ha referido que Ahmad ben Sa’id ad-Dimachqui le había contado, según az-Zobair ben Bakkar, que lo sabía a su vez por su tío paterno, que la causa de la matanza de los Omeyas fue la siguiente: habiendo oído recitar un poema en el cual se hacía su panegírico, Abu-1’ Abbas se dirigió a uno de los Omeyas diciéndoles: —Compara este elogio con los que os han sido dedicados. —¡Vamos!, respondió el otro. Nadie, por Alá, ha hecho de ti alabanza comparable con la que compuso de nosotros el hijo de Qaisar-Roqqayt. —Tú que bebiste todos tus méritos en la leche de tu madre, respondió Abu-l’ Abbas, ¿crees poseer todavía el poder califal? ¡Que los ataquen! Los atacaron y los mataron a todos.
Así Abul-Faraj’Ali ben al-Hosain (nacido en 967) refiere el nacimiento del califato abasida, del que da otras dos versiones. Porque el historiador árabe, generalmente, no se preocupa ni por llenar las lagunas, ni por resolver las inevitables contradicciones entre sus fuentes. Yuxtapone en un orden cronológico riguroso episodios sin enlace. En su Historia de los sultanes mamelucos de Egipto, al-Maqrizi (1364-1442) refiere a continuación los preparativos militares del soberano de Siria, la prohibición de la venta de vino en Egipto, el nombramiento del patriarca copto, la muerte del emperador Federico de Hohenstaufen, una crisis de hambre en La Meca, la percepción de nuevos impuestos en Egipto, el incendio de Alepo, el nombramiento de una serie de funcionarios y el encarcelamiento de otros, etcétera.
Esta estructura no tiene únicamente su origen en una pereza del compilador; remite a una actitud filosófica ampliamente extendida entre los intelectuales musulmanes, el atomismo ocasionalista que maridaba el pensamiento de Epicuro, con la concepción musulmana de Dios, Voluntad pura y arbitraria. «Según este sistema, el mundo, constituido por un conjunto de átomos aislados, no perdura y no subsiste sino por la voluntad de Dios, único agente; no hay causas segundas, no hay encadenamiento causal ni ley natural, sino tan sólo costumbres» (D. Sourdel, L’Islam). Más poeta, Louis Massignon decía del tiempo en el Islam que era una «vía láctea de momentos».
Del seno de esta corriente historiografía, surge cuando se degrada en ejercicio de estilo y colecciones de historietas, un historiador de excepción, el tunecino Ibn Jaldún (1332-1406), cuya obra es más anuncio de Bodin y Vico que recuerdo de sus predecesores. En su Historia de los bereberes hace uso constantemente de un espíritu crítico con respecto a sus fuentes y desarrolla de un tirón un relato de una gran riqueza de información. Pero sobre todo en la primera parte —Muqaddimah, es decir Prefacio o Prolegómenos— de su Introducción a la historia universal[4] se eleva, único en su época, hasta una auténtica filosofía de la historia asociando a la reflexión metodológica de una gran modernidad una explicación global de la historia de los imperios y reinos árabes.
Afirma su deseo de hacer una historia total:
Has de saber que el verdadero objeto de la historia es instruir acerca del estado social del hombre, de la civilización, de las costumbres, de las manifestaciones del espíritu de cuerpo, de las diferencias de poder y de fuerza entre los hombres…, del trabajo, de las riquezas, de las ciencias y de las artes…
Funda un método para distinguir lo verdadero de lo falso. Para ello, enumera todos los tipos de errores y de embustes (por espíritu de partido, credulidad, presunción, espíritu cortesano, ignorancia…) y define el criterio de verdad, a saber el de Verosimilitud.
Cuatro siglos antes de Montesquieu y Gibbon, filosofa sobre las causas de la grandeza y de la decadencia de los imperios —aquí de los imperios y reinos árabes. La raíz de la primera es el espíritu de cuerpo (asabiyya) de la tribu que se trasmite a la dinastía; la razón de la segunda es la persistencia del espíritu y del género de vida beduinos, nómadas, que desarrollan el anarquismo, el parasitismo, el saqueo.
De hecho, Ibn Jaldún no pasa por las consideraciones teóricas. Apenas si sigue él mismo las reglas que ha dado, ni somete su relato a la coherencia lógica de una explicación general de los hechos. Acompaña la decadencia historiográfica del mundo árabe de un análisis lúcido e impotente. Su diagnóstico alumbra la noche pero no la disipa. Su método ignorado será, más tarde y progresivamente, el que empleará la historiografía de la Europa renaciente.