Pasiones nacionales y servicio del príncipe

La época tuvo sus filólogos eruditos; también tuvo sus falsarios. Annius de Viterbo publicó en 1498 pretendidos fragmentos de Beroso. Manetón, Catón… que había forjado a su gusto. Ligorio fabricó millares de inscripciones piadosamente recogidas por los compiladores posteriores. Román de la Higuera (m. 1611) atestó la historia eclesiástica de España de invenciones complacientes. La afición a los plagios y la competencia entre editories no bastan para explicar el fenómeno. En él tuvieron su parte las pasiones políticas. Mientras mueren los mitos demasiado arcaicos, nacen otros que no tienen otro mérito que el de la novedad.

Como lo observa G. Gusdorf, «el advenimiento de la historiografía humanista va asociado a la conciencia cívica de los intelectuales que intervienen en la vida de la ciudad». No son los historiadores que, abandonando su gabinete, se hacen hombres de acción; son embajadores —Maquiavelo, Guichardini—, ministros —Thomas Moro, Francis Bacon en Inglaterra—, hombres de leyes, actores en Francia de un drama político y religioso —Jean Bodin cuyas relaciones con Enrique III y después con Enrique IV fueron borrascosas; F. Hotman que sirve a Catalina de Médicis antes de huir a Ginebra; E. Pasquier, abogado general del Tribunal de Cuentas, diputado a los Estados Generales de Blois, partidario celoso de Enrique III y de Enrique IV…— que se hacen historiadores. Algunos trabajan sobre encargo, están pensionados y reciben el título de historiógrafo. El imprudente Valla fue el historiógrafo de Alfonso de Nápoles; Lorenzo el Magnífico hizo a Maquiavelo el de Florencia; en la corte de Francia no se cuentan menos de catorce historiógrafos que se hayan beneficiado de gratificaciones entre 1572 y 1621. El mecenazgo cesa aquí de ser desinteresado. Ya se trate de las repúblicas y de los principados italianos o de las monarquías centralizadas de España, de Francia y de Inglaterra, «la historia está históricamente vinculada a la construcción del Estado» (P. Chaunu). La excepción alemana confirma la regla: en ausencia de Estado, la historia se vacía siempre en el molde arcaico de las crónicas universales y el nacionalismo toma en él una tonalidad racial.

Este nacionalismo historiográfico se manifiesta de numerosas maneras, por la elección del tema, por el patrioterismo del discurso, por el ardor de polémicas internacionales. Se ha acabado el largo caminar de la historia sagrada; el estudio se trocea y se encoge. Biondo, compone una Roma triumphans donde repercute la exclamación de Petrarca: «¿Qué hay en toda la historia, como no sea la alabanza de Roma?», el milanés Tristan Cachi escribe una Historia patriótica: el español Juan de Mariana, una Historia general de España: el protegido del emperador Maximiliano, Conrad Celtes, descubridor del famoso mapa del Imperio romano llamado Tabla de Peutinger, una Germania illustrata; en Francia se suceden el De rebus gestis Francorum de Paul-Emile, las Investigaciones de Francia de Pasquier, la Franco-Gallia de Hotman…

La búsqueda de las «antigüedades» nacionales pone de manifiesto las contradicciones de una historia erudita y fabuladora a la vez, al servicio del príncipe y subversiva. Envidiosos de los italianos, franceses y alemanes se buscan antepasados remotos a porfía. Etienne Pasquier descubre «nuestros antepasados los galos»; el reinado de Faramundo no constituye ya el primer capítulo de la historia de Francia —una historia que cesa de confundirse con la de la realeza, afirmación cuyas implicaciones republicanas no tardarán en aparecer. Pasquier se apoyó en la De bello Gallico, pero corrigiéndola patrióticamente: los defectos denunciados por César —insubordinación, ligereza— se convierten en cualidades: amor a la libertad, valentía. Otro mito original queda malparado, como es el origen troyano de los francos que transmitían las Grandes crónicas de Francia. Cuando en 1531, con documentos en su apoyo, el humanista alemán Beatus Rhenanus germaniza a los francos, los historiadores y los poetas franceses —Ronsard con su Franciade— se indignan. No fue sino en 1573, a consecuencia de la publicación de la Franco-Gallia de F. Hotman, cuando Héctor deja de ser el antepasado de Clodoveo. Esta ruptura con los mitos fundadores no se debe únicamente a los progresos del método; tiene sus razones políticas. Al romper sus lazos greco-romanos y al dejar de hacer del periodo franco —decididamente germánico— su origen, Francia adquiría, desde tiempos remotos, una especificidad y una autonomía venerable que legitimaban las ambiciones de sus políticas italiana y alemana. Desarrollóse una corriente galófila a fines del siglo XVI, portadora de imágenes de paraíso perdido. Desconectada de sus mitologías, la historia de Francia cambiaba apresuradamente sus fuentes por las de un mito nuevo.

Como los historiadores franceses, los historiadores alemanes descubrieron sus antepasados gracias a un historiador romano —Tácito y su Germania—; pero, contrariamente a aquéllos, aceptaron las fábulas genealógicas; en este caso, por medio del pseudo-Beroso fabricado por Annius, la de Tuitschen, hijo mayor de Noé, antepasado de las tribus germanas. Juan Natuclerus (Crónica de todas las edades) y Aventinus (Crónica bávara) difundieron la idea de que los germanos eran los únicos aborígenes de Europa y que elegidos de Dios y de la Historia, estaban llamados al imperium mundi. El pangermanismo había encontrado, él también, sus mitos constitutivos.

Las pasiones nacionales se alimentan entonces de las pasiones religiosas con las que se confunden con frecuencia. La controversia religiosa tuvo igualmente efectos contradictorios sobre la evolución de la historiografía.