Diversidad de un género menor (IV-II siglos)

Con excepción de Jenofonte y de Polibio, conocemos mal a los historiadores griegos que, hasta el momento en que Grecia pasa a ser romana, aseguran la perennidad del género creado por Herodoto. La mayor parte de sus obras ha desaparecido; lo que ha llegado hasta nosotros se encuentra disperso en forma de citas, en los historiadores compiladores de los siglos siguientes.[1] Podemos, sin embargo, darnos cuenta de que la historia hace un papel bastante pobre en una época en que la filosofía, la poesía y la mayor parte de las ciencias brillan con un fulgor sin igual. En la Alejandría de los Ptolomeos, no hay un solo historiador de fama al lado de los Euclides, Arquímedes, Aristarco, Calímaco, Teócrito…

Obsesionados por el recuerdo de quienes los precedieron, algunos historiadores del siglo IV pretendieron continuar su obra, sin conseguir otra cosa que la de ser pálidos y verbosos imitadores. Así Jenofonte (c. 426-355), cuyas Helénicas tratan de proseguir la historia de Tucídides hasta 362; así Teopompo (c. 378-315), quien tras de haber condensado la Averiguación de Herodoto, compuso con el mismo título de Helénicas, otra continuación a la Guerra del Peloponeso.

La aventura oriental sigue siendo la fuente de inspiración de los cronistas. Jenofonte cuenta la Anábasis de los Diez Mil, la prodigiosa repatriación desde las puertas de Babilonia a las de Bizancio, de un cuerpo de mercenarios griegos marchando bajo su mando. Un sobrino de Aristóteles, Calístenes (c. 370-327) acompañó a Alejandro en sus campañas y fue encargado por el conquistador macedonio de escribir una relación de la expedición, a la que dio los títulos de Helénica y de Pérsica. Se trata de testimonios que llaman «históricos» por arcaísmo o impropiedad del lenguaje. Indiscutiblemente históricas, en cambio, son las obras, que parecen haberse multiplicado, cuyo tema es el pasado de una región del vasto mundo helenizado. En Atenas primero donde, a imitación de Helánico, el primero de los «atidógrafos», Clidemo, Androcion y Fanademo escriben cada uno una Atis —Historia del Ática—; después en Sicilia donde, Antíoco de Siracusa, Filisto y Timeo se interesan por la historia de su isla o por la de la Gran Grecia; en los reinos helenísticos finalmente donde, en el paso de los siglos IV a III, el caldeo Beroso, compone en griego sus Babiloniaca, y un sacerdote de Heliópolis, Manetón, una historia de Egipto, aquel Egipto del que el primer rey macedonio, Ptolomeo I, redactaba, reuniendo sus recuerdos, una Historia de Alejandro. Así la helenización del mundo oriental llevó consigo la extensión del campo de la historia. ¿Era, con todo, un progreso?

De hecho, desde el amanecer del siglo IV, una triple tentación aparta a Clío del camino trazado por Tucídides.

Tentación retórica: bajo la influencia de Isócrates y después la de los sofistas, la historia tiende a confundirse con el arte oratorio, de una parte, porque los discursos y los trozos literarios efectistas ocupan en ella un lugar cada vez mayor, y de otra parte, porque el conocimiento del pasado no sirve a la inteligencia del presente sino a la argumentación cultural del orador. Las obras históricas más apreciadas son aquellas que contienen el mayor número de lugares comunes.

Tentación política: la historia comprometida sucede a la historia científica de la que la Guerra del Peloponeso sigue siendo el modelo inimitado. Los atidógrafos suministran en pruebas contradictorias los clanes que se enfrentan en el Ágora; Jenofonte idealiza al joven Ciro en su Ciropedia; Teopompo exalta a Filipo en su Historia filípica; Calístenes canta el genio de Alejandro…

Tentación ética: la historia deviene una recopilación de máximas deducidas de retratos y de anécdotas. Estamos lejos de las lecciones de ciencia política y de ciencia militar que creía dar, para siempre, Tucídides. En adelante las tínicas lecciones de la historia son lecciones de moral cotidiana. La historia vuelve a ser lo que Herodoto la había hecho, historias.

Compréndese mejor la actitud desdeñosa de Aristóteles que, en un texto de la Poética (se trata de hecho de la tragedia), opone poesía a historia: «La poesía es más filosófica y de un género más noble que la historia, porque la poesía se eleva hasta lo general, mientras que la historia no es sino la ciencia de lo particular». Y, a fin de que el empleo de la palabra «ciencia» no dé motivo a ilusión en cuanto a la naturaleza de la historia precisa: «Lo general es que tal o cual tipo de hombre hará o dirá esto o aquello según toda verosimilitud o de toda necesidad. Lo particular es lo que ha hecho Alcibíades o lo que le ha sucedido».

¿Habrá por ello, comparando la Guerra del Peloponeso con las obras que la han seguido, que hablar de una declinación de la historia a partir del siglo IV? Responder positivamente a la pregunta sería olvidar que la historia es un género complejo que puede retrasar sobre un plano y progresar sobre otro. Dos historiadores ilustran esta doble evolución contradictoria. Éforo y Polibio.

Discípulo de Isócrates, autor de una recopilación de Hechos maravillosos, Éforo de Cimea (c. 363-300) es de esos historiadores para quienes la preocupación de lo bello y de lo bien dicho prevalece sobre lo verdadero y lo bien comprendido. Es, sin embargo, a él a quien debemos la primera «historia universal», treinta libros de Historias que se extienden desde la conquista del Peloponeso por los dorios hasta 340.

Polibio (208?-122?) estudia la expansión romana de 221 a 146 dentro de un marco ampliado hasta las dimensiones «mundiales» de la conquista. Él mismo dice sus pretensiones apodícticas (mostrar el encadenamiento de las causas) y pragmáticas (dar las reglas de la acción política y militar). Como Tucídides, hace de la historia una ciencia objetiva, que se apoya en fuentes criticadas. Pero, moralista salpica su texto de juicios, distribuye el elogio y la censura; hombre comprometido —admira a Roma donde ha vivido largo tiempo—, limita sus curiosidades a la historia contemporánea, aquella sobre la que puede interrogar a los testigos. Su Historia es la última obra de la inteligencia histórica griega y la primera de la historiografía romana que se complace tanto en narrar las conquistas y las virtudes.