De la erudición a la historia perfecta

No todo fue esterilizado por esta devoción a lo pretérito. La historiografía humanista no fue únicamente «orquestación de la nada», «pueril, interminable y torpe copia de la antigüedad» (Philippe Monnier); fue también, de diversos modos y en determinado momento, «un primer acto deslumbrador» (George Huppert).

La búsqueda de las obras de arte dio nacimiento a la arqueología. Se excava en Italia, en Roma sobre todo, pero también en Grecia, en la Francia meridional y hasta en Asia Menor. Indudablemente las excavaciones tienen más de busca de tesoros que de exploración desinteresada; la colección Farnesio procede del saqueo de las Termas de Caracalla (1540-1550). ¡Qué importa! Coleccionistas ávidos y estetas apasionados abren el camino a los verdaderos arqueólogos. En 1471, el papa Sixto IV lega a la ciudad de Roma sus colecciones de estatuas; así se forma, en el Capitolio, el primer museo de Antigüedades. Medio siglo después, León X aprueba el proyecto que le presenta Rafael: establecer el corpus gráfico de los tesoros más antiguos de su capital.

La obra, acabada por Ligorio —Delle antichita di Roma (1553)— llevará a través de Europa el conocimiento y la afición al arte antiguo.

La filología —latina, después griega, después hebraica— se constituye en ciencia auxiliar de la historia. El filólogo, en su sentido prístino, es un «enamorado del verbo»; pero pronto el esteta se hace historiador de la lengua —¿cuál es el buen latín?, ¿el arcaico?, ¿el decadente?—, y el historiador, erudito: ¿cuál es el manuscrito más antiguo?, ¿el menos defectuoso? Entonces nace el método filológico cuyo uso se desliza audazmente del texto literario a las Escrituras, de una parte, a los documentos públicos, de otra. Así hizo Lorenzo Valla (1407-1457), autor de un tratado sobre la Elegancia de la lengua latina, editor de Herodoto, de Tucídides, de Tito Livio, redactor de Anotaciones al Nuevo Testamento y padre de la famosa Declamatio, en la cual se demuestra que Constantino no es el autor del acta en la que hace donación al papado de una parte de su imperio.

Entonces se forjan los útiles de la erudición y se organizan los laboratorios de la historia. La numismática sale de la edad estética y mercantil cuando Guillaume Budé publica, en 1514, con el título De asse —Sobre el as— un estudio sobre la moneda romana de este nombre. La archivística nace en 1571 con el tratado que le consagra Jakob von Rammingen. El De emendatione temporun de J.-J. Escalígero suministra, en 1583, el método de establecimiento de las cronologías. En 1608 el canónigo español Chacón, llamado Ciacconius, funda la metrología con su Du ponderis, mensuris el nunmis Graecorun et Romanorun. Cinco años antes se había publicado el primer corpus epigráfico, el que Jean Guter, profesor de Heidelberg y conservador de la biblioteca Palatina, consagra a las inscripciones latinas del mundo romano. Se trata de uno de esos numerosos tesoros de los manuscritos, de las leyes, de las costumbres, de los scriptores (es decir cronistas) que reúnen con ardor y competencia los juristas alemanes, gracias a los cuales una masa creciente de fuentes se vuelve accesible a un número creciente de historiadores. Paralelamente, se organizan los archivos de Estado —en la ciudad española de Simancas es donde se lleva a cabo, a partir de 1567, la primera centralización de los depósitos—, y las bibliotecas públicas se multiplican, universitarias, siguiendo el modelo inglés del siglo XIV, o «nacionales» (Biblioteca Vaticana hacia 1450, Biblioteca Imperial de Viena en 1526).

Había surgido ya en el Quattrocento italiano una historia crítica, documental y positiva de algunas obras precursoras, la Historia del pueblo florentino (1444) de Bruni, las Décadas sobre la decadencia del Imperio romano de Biondo, publicada de 1439 a 1453, a modo de continuación de la Historia de Florencia (1525) de Maquiavelo y, obra postuma de Guichardini, la Historia de Italia (1561). Bruni inaugura una historiografía política desligada de la teología, sin providencia ni milagros, interpretada a la única luz de los móviles humanos y de las causas naturales. Biondo, más erudito, pasa por el tamiz las fuentes relativas a la historia de la «Edad Media», no conserva de ellas sino un pequeño número y se niega a usar de los subterfugios tradicionales para paliar sus silencios, como son los trozos de elocuencia y las descripciones de batallas. Prefiriendo la compilación a la retórica, se esconde a costa de largas citas, tras de los textos reconocidos como válidos de Pablo Diácono, Procopio y Ptolomeo de Luca. Maquiavelo renuncia a la división por años y reagrupa lógicamente los hechos en «libros» cuya articulación no le debe nada al calendario. Guichardini innova poniendo ampliamente a contribución los archivos públicos de las ciudades italianas.

Sería, sin embargo, un error creer que los progresos del método han sido acumulados, que se han difundido rápidamente y lejos. Biondo fue durante mucho tiempo una excepción entre los medievalistas: Maquiavelo abusó de los hermosos discursos y de los detalles novelescos; Guichardini volvió a la estructura analítica. Cinco años después de la muerte de Bruni, el arzobispo de Florencia, Pierozzi, acaba una Crónica universal (1519) donde la historia continúa siendo divinamente motivada y periodizada en seis épocas y cuatro monarquías. Continuada por Foresti en 1483, la obra obtuvo gran éxito en Alemania donde el género se perpetuó. Corsi e ricorsi: así va Clío.

Es cierto que aparecen el Francia, en la segunda mitad del siglo XVI, los teóricos de la historia «perfecta», «cabal», cuya modernidad asombra. En su Methodus ad facilem historiarum cognitionem —Método para facilitar el conocimiento de la historia—, Jean Bodin define, en 1566, la historia como ciencia humana:

—Humana: distingue claramente la historia propiamente dicha, historia íntegra, «narración exacta de los hechos pasados», «estudios de las gestas del hombre a través de las sociedades», de la historia natural y de la historia sagrada cuyo propósito es el conocimiento «de la acción y de las manifestaciones del Dios soberano» y que, a tal título, es de la competencia de los teólogos.

—Ciencia: Bodin extrae las leyes de la historia. Comprueba el determinismo climático, percibe la deriva sur-este-nor-oeste de las civilizaciones circunmediterráneas y apela a una visión realmente universal ya no europeo-centrista de la historia.

Más atrevido todavía, Lancelot de La Popeliniere afirma en su Historia de las historias (1599) que los conocimientos históricos son relativos y reflejan la cultura en la que han sido elaborados. Rechaza, por lo tanto, los historiadores antiguos —de curiosidad limitada— y los cronistas cristianos —de perspectiva falseada— para desear la constitución de una «historia cabal» que fuese «representación de todo», historia global, y comprensión del todo, filosofía de la historia. En tanto que Bodin anuncia a Montesquieu y Voltaire, La Popeliniere anuncia, confusamente, a Hegel y Lucien Febvre. Uno y otro no pasan de las intenciones.

Si descendemos de las crestas donde se mueven, en los dos extremos del Renacimiento, los maestros florentinos y los precursores franceses, encontramos historiadores muy diferentes. ¿Humanistas? Quizá. Humanos, demasiado humanos, seguramente.