La historia a riesgo de la filosofía

Historiador, famoso, de la Decadencia y caída del Imperio romano (1776), E. Gibbon emite el deseo de que, «puesto que los filósofos no siempre eran historiadores, al menos los historiadores fuesen filósofos». Quizá respondía con un asomo de malicia al juicio arrogante de d’Alembert, un filósofo, para quien «la ciencia de la historia, cuando no está iluminada por la filosofía, es el último de los conocimientos humanos».

De hecho, las relaciones que mantienen la historia y la filosofía son el signo del Siglo de las Luces. Relaciones tan íntimas que a veces las dos palabras llegan a ser sinónimas; considerando el mismo tema, los «progresos del espíritu humano», Turgot en 1750 y Condorcet en 1794 titulan sus estudios, el primero: Cuadro filosófico de los progresos…, el segundo: Esbozo de un cuadro histórico de los progresos. Menos íntimas, las relaciones son entonces complejas y ambiguas.

Numerosos filósofos se hicieron historiadores, como el escocés David Hume, quien, después de haber tratado de ser «el Newton de la psicología» escribió una Historia de Inglaterra que le granjeó una fama europea. Inversamente, hubo historiadores que se hicieron filósofos; tal fue el caso de Montesquieu que, después de sus Consideraciones sobre las causas de la grandeza y de la decadencia de los romanos (1734), publicó el Espíritu de las Leyes (1748). Voltaire fue alternativamente filósofo e historiador —un historiador «en la onda»—, con una Historia de Carlos XII, compuesta como una novela de capa y espada, un historiador precursor, de nuevas curiosidades, en el Siglo de Luis XIV (1751) y el Ensayo sobre las costumbres (1756). Filósofo de la Historia —él fue quien forjó en 1765 el neologismo «filosofía de la Historia»—, Voltaire es también un filósofo sobre la historia. Sin duda, conviene precisar lo que significan este paso de la mayúscula a la minúscula y este cambio de preposición, y trazar las fronteras entre los modos diversos en que historia y filosofía se han encontrado y a veces confundido.

—La historia filosófica es la que practican, por ejemplo, Montesquieu y Gibbon. Enfrentados con un vasto asunto, tratan de explicarlo y de jerarquizar sus causas, extrayendo de las causas particulares la causa general. Para Montesquieu, «el aspecto principal que motiva todos los accidentes», es la inmensidad misma del Imperio que lo vuelve ingobernable; para Gibbon, es el cristianismo, que lo corroe y lo desnaturaliza. «Yo he descrito el triunfo de la barbarie y de la religión», proclama, provocativo, este agnóstico.

—La filosofía sobre la historia, es una reflexión sobre el objeto de la historiografía (tales las Nuevas consideraciones de Voltaire y la Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita de Kant), sobre su utilidad y sobre la manera de escribirla. El siglo XVIII está lleno de estos tratados desde el amanecer —Langlet-Dufresnoy, Método para estudiar la historia (1713) —hasta el crepúsculo— Volney, Lecciones de historia (1795).

—La historia de la filosofía deviene, desde la Historia critica philosophiae de Jacob Brücker, publicada en 1742, un género a la vez mixto y autónomo. Refleja el triunfo del historicismo, mirada de la mente que sitúa sistemáticamente su objeto en el pasado y no llega a su inteligencia sino por medio del estudio de su evolución.

—La filosofía de la Historia se interroga de manera global sobre la marcha de las sociedades humanas. ¿Dan vueltas en redondo como unas civilizaciones sucesivas que nacen, se desarrollan y mueren tras de haber recorrido las mismas etapas (Vico, Ciencia nueva, 1725)? ¿Siguen una vía rectilínea y ascendente como lo afirma Condorcet en su Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1794)? ¿Habrá que pensar con Hume que la Historia es el lugar en que la inmutable naturaleza de los hombres cruza el polvo de los hechos contingentes de tal manera que no es para quien le pide lecciones otra cosa que una recopilación de analogías? ¿O con Christian Wolff, el vulgarizador de Leibniz, que hay correspondencia entre teología e Historia, pero no interferencia? ¿O con Rousseau, que la Historia es un discurso sobre la degradación de un hombre desnaturalizado?

Se pasa así, insensiblemente, de una historia evocada —de un pasado conocido al que el filósofo se refiere con frecuencia de manera precisa a una Historia invocada— a un pasado vago, especie de «en-sí» desértico donde la acrobacia conceptual reemplaza las razones por la razón.

Más precisa es, aguas arriba, la frontera que separa la historia prefilosófica de la historiografía de las Luces; se sitúa en la década de 1680. En 1681 aparecieron simultáneamente la última gran crónica de la cristiandad, el Discurso sobre la historia universal de Bossuet, último y soberbio avatar de la Crónica de Eusebio, donde estaba probado que por encima de las consecuencias de sus gestos libres, los hombres servían el plan de Dios, y la De re diplomatica de Mabillon que fundaba el método en la historia. En 1667, Fontenelle publicaba su Historia de los oráculos como el primer capítulo de una historia de la razón; profeta de la inteligibilidad de la Historia, anunciaba a Voltaire, Turgot, D’Alembert, Adam Ferguson, Henry Home, Lessing, Kanl y Hegel. Hegel y su progenitura inmensa.

Teología, ciencia, filosofía: en el viraje de los años 1680, Clío repudia la primera; pero, renunciando a la laboriosa y dura autonomía que promete la segunda, sucumbe, por un tiempo, a los hechizos de la tercera.

No todo es, sin embargo, perverso en las tentaciones de las Luces. Al contacto de los filósofos, los historiadores aguzan su espíritu crítico; contra sus predecesores sobre todo «en todas las naciones la historia está desfigurada por la fábula hasta que al fin viene la filosofía a iluminar a los hombres», observa Voltaire, que pide no seguir admitiendo la historia sino revisada y corregida por los principios del sentido común razonable; porque, naturalmente, la crítica entre los filósofos no es cuestión de métodos sino de razón. Es verdadero lo que es verosímil.

Más positivos son el ahondamiento y la ampliación del campo histórico que Voltaire reclamaba con más talento que ninguno otro.

Después de haber leído 3 mil o 4 mil descripciones de batallas y el contenido de algunos centenares de tratados, me ha parecido que apenas si quedaba instruido en el fondo. No me enteraba sino de los hechos… ¿Ha sido España más rica antes de la conquista del Nuevo Mundo que hoy? ¿En cuánto más estaba poblada en tiempos de Carlos V que bajo Felipe IV? […] He aquí uno de los objetos de la curiosidad de cualquiera que desee leer la historia como ciudadano y como filósofo. Estará muy lejos de limitarse a este conocimiento; buscará por qué una nación ha sido poderosa o débil en el mar; cómo y hasta qué punto se ha enriquecido […] Los cambios en las costumbres y en las leyes constituirán en fin para él su interés principal. Se sabría así la historia de los hombres en lugar de saber una escasa parte de la historia de los reyes y de las cortes (Nuevas consideraciones sobre la historia, 1744).

Singular modernidad de un proyecto que sólo será desigualmente cumplido por su autor en el Siglo de Luis XIV, «el primer libro de historia moderna» (Fueter), y en el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones. Historia cultural e historia universal son conquistas del siglo XVIII. Como siempre, el discurso sobre el tiempo sigue la relación del hombre con el espacio: a la desaparición de compartimientos del mundo sucede la desaparición de los compartimientos de la historia. El exotismo histórico es inseparable del exotismo geográfico. China y las Américas están de moda; Voltaire se burla de «esos pobres diablos que entran en París a sueldo de un librero y entregan por encargo una historia del Japón, del Canadá, de las islas Canarias».

Por lo demás, las primeras historias universales nacen en los cuatro confines de la Europa de las Luces simultáneamente: de 1736 a 1775, los ingleses Guthrie y Gray componen su vasta Universal History en 38 volúmenes, a partir de 1774, los historiadores de la Universidad de Gotinga, Heyne, Scholezer y Gatterer, una Allgemeine Weltgeschichte, en 1741, Voltaire comienza la redacción del Essai.

A la ampliación de las curiosidades corresponde una mayor exigencia de inteligencia. A la historia narrativa se opone una historia explicativa, la historia filosófica de un Montesquieu o de un Gibbon escrutando los mecanismos de un determinismo que satisface su racionalismo e inquieta su amor a la libertad.

Porque la filosofía pervierte la historiografía que cree dilatar. El espíritu crítico es, ¡ay!, «de» crítica y el universalismo un abuso de confianza. Si la historia universal es la del progreso del espíritu humano, quiere decir que es la de los propios filósofos —elitismo, genealogismo, vanidad: he aquí que vuelven los demonios que decían exorcizados.

Si la verosimilitud es el método que separa lo verdadero de lo falso, entonces es la verosimilitud del siglo XVIII la que se erige en absoluto, y la comprensión del pasado se torna incomprensión. Si la Idea funda la Historia, entonces la historia no funda las ideas.

Conocida es la frase de Rousseau, filósofo de la Historia, preguntándose por el origen de la desigualdad y comenzando por estas palabras, soberbias pero inquietantes: «Dejemos de lado todos los hechos». Menos conocidas son las de Krause, filósofo alemán contemporáneo de Hegel: «Yo sé cómo debería ser el mundo; no vale, pues, la pena aprender a conocerlo tal como realmente es». Para Clío el riesgo de filosofar es el de morir.