La historia gozada
Arrastrada hacia abajo o, más bien, mejor asegurada sobre sus bases, gracias a los eruditos, elevada al cielo de la inteligibilidad por los filósofos, Clío no ha abandonado por eso este intermedio en el que se complace en distraer al hombre de bien y en instruir a los príncipes.
Los siglos XVII y XVIII sienten la afición a la historia. Las obras históricas representan aproximadamente la sexta parte de la producción de la edición francesa: 16% en 1643-1645, 15% en vísperas de la Revolución. En Alemania su número se eleva a 20% en los años 1769-1771. Para P. Chaunu, «la necesidad de lectura de historia es una exigencia que ha explotado entre fines del siglo XVI y comienzos del XVII como un hecho de cultura totalmente autónomo de la institución escolar, un hecho de cultura poderoso como una ola de fondo, espontánea» (Le sursis) [El plazo]. Una afición intensa a la historia, por lo tanto; pero ¿a qué historia?
Cuatro esferas atraen la curiosidad: la historia inmediata —memorias y diarios, que hoy colocamos bajo la rúbrica de las fuentes, dan a las literaturas nacionales algunas de sus obras maestras (pero el cardenal de Retz y el duque de Saint-Simon practican con ello un género cultivado ardientemente desde el siglo XIV); la historia de los Estados por medio de la de sus príncipes; la historia de Roma, no obstante el rápido descenso de la redacción en lengua latina de las obras históricas (el porcentaje de éstas, escritas en latín pasa, en Francia, de 25% hacia 1600 a menos de 10% en 1680); la historia exótica, la de los pueblos lejanos del Extremo Oriente y de América como la de los orígenes de los Estados europeos.
El público reclama de esta historia que sea entretenida, novelesca, por lo tanto, y, ¿por qué no?, novelada. Es la historia «a la Pompadour» (Camille Jullian) donde, como en la Historia de Francia del abate Velly, «los reyes francos son transformados en soberbios señores, viviendo de amor y de batallas, contemporáneos del mariscal de Sajonia». Ni erudita, ni filosófica, una historia así es literaria. Combina la inspiración caballeresca de la Edad Media en sus postrimerías y del Renacimiento —proezas del héroe, choque de las pasiones— con las recetas de la retórica romana: dramatización del relato, arengas, reflexiones morales…
Porque la historia tiene otras funciones que la de entretener. Instruye sobre el hombre, y en ciertos casos instruye al hombre. La práctica vulgarizadora del anacronismo dimana de esta misión moralizadora de que está investida Clío: «Estudiar al hombre», escribe Langley Dufresnoy en su Método para estudiar la historia (1713) en el que únicamente el título evoca las exigencias científicas de un Bodin, «es estudiar los motivos, las opiniones, las pasiones de los hombres, para descubrir todos los motivos, las vueltas y los rodeos… En una palabra, es aprender a conocerse a sí mismo». La complejidad, las contradicciones se hallan en el hombre eterno, en su naturaleza invariable, y no en el tiempo portador de sociedades humanas cuyo plural remite al singular esencial: el hombre.
Si, como dice Bossuet, la historia es «la prudente consejera de los príncipes», es por razones diferentes que atañen no ya a la piscología sino a la ciencia política. Bossuet compone el Discurso sobre la historia universal para uso del delfín, su discípulo, un siglo más tarde, Mably dedicará el ensayo que ha titulado Del estudio de la historia al príncipe de Parma. El obispo teólogo y el abate filósofo aparecen a la vez como los últimos supervivientes de una larga tradición y los profetas de otra historia. El primero pide a San Agustín y a Orosio, el segundo a Cicerón, las claves del descifrado. Pero, al mismo tiempo, ambos afirman la necesidad de estudiar la historia por sí misma y de reservar su enseñanza a los mejores.
Anuncia así la revolución historiográfica de la que Inglaterra, tímidamente, y Alemania, intensa mente, son los teatros en el siglo XVIII, cuando el nacimiento de una historiografía universitaria introduce, al lado de una erudición metódica, de una filosofía sistemática y de una vulgarización retórica, una historia docta, la de los profesores.