Romanticismo e historia

La época del romanticismo, en Europa, es la de las restauraciones y de las revoluciones, entre dos fronteras muy precisas: 1815, cuando en Viena triunfan las primeras, y 1848, cuando surgen, en la primavera de los pueblos, las segundas. Es también la época de la poesía —hasta los prosistas son poetas, como Michelet—, del fervor, del exotismo. Es, pues, la época de una historiografía, y en primer lugar de un entusiasmo por el pasado. Moda inmensa de los relatos populares y de las leyendas: en 1812, mientras Ingres pinta en Ossian, los hermanos Grimm publican las Antiguas poesías alemanas; se redescubren las sagas escandinavas, el romancero español, los Nibelungos, las poesías de los trovadores, las canciones de gesta. Esta moda, totalmente literaria, ejerce su influencia sobre la historia erudita. Cuando Niebuhr (1776-1831) echa las bases de una historia a la vez erudita y creada, en su Historia romana (1811-1832), hace de los relatos de Tito Livio —a quien critica— el receptáculo de cantos populares indígenas y nacionales… Éxito enorme de las novelas y de los dramas históricos, de los Mártires de Chateaubriand (1810), de las novelas de Walter Scott —Ivanhoe, 1820; Quentin Durward, 1823—, de las obras de Hugo. «Todo adopta hoy la forma de la historia: polémica, teatro, novela, poesía», observa en 1831 Chateaubriand.

Moda de las imitaciones arquitectónicas, del gótico recobrado sobre todo. Aquí, una ventana ojival, allá un reloj estilo trovador, más lejos un chaleco «de piqué, de fondo blanco, adornado con dibujos góticos de capillitas y de matacanes».

Las pasiones políticas se alimentan con los recuerdos contradictorios surgidos de un pasado prefabricado. Vencedores, los tradicionalistas no piensan más que en restaurar. No sólo el trono y los privilegios, sino los monumentos y las «grandes horas» de la monarquía. A los gobiernos de la restauración y a Luis XVIII debe Francia la inscripción en el presupuesto del Estado de un crédito anual para la conservación de los monumentos antiguos (1819) y la Ecole des Chartes[6] fundada en 1821. En cuanto a la intelligentsia revolucionaria, si es nacional, se fija como fin devolver la memoria a las minorías sometidas cuyo sueño, despertado un momento por los principios del 89, se rompió en Viena. Así, el checo Palacky (1798-1876) escribe una dilatada Historia de la Bohemia, y el poeta polaco Adam Mickiewicz (1799-1855) una Historia popular de Polonia. Si es liberal, recoge del pasado advertencias y modelos. Thiers y Mignet, que publican uno y otro una Historia de la Revolución francesa con un año de intervalo (1823 y 1824), ponen en guardia a los ultra-realistas demostrándoles que las revoluciones nacen y se exageran por culpa de quienes se oponen a las libertades esenciales; Guizot, dos años antes de que las Tres Gloriosas lo convirtieran en hombre de Estado, decía a sus oyentes: «Los burgueses de aquellas época (se trata del siglo XIV) señores, llevaban siempre la cota de malla sobre el pecho y la pica en la mano» (Historia de la civilización en Europa).

Sin duda conviene no confundir la historiografía en la época romántica, muy diversa, y la historiografía romántica que ofrece cierta unidad de rasgos:

—Una curiosidad mayor por la Edad Media: los románticos recogen el viejo grito que lanzaba Lessing en la cuna del Sturm und Drang, ese prerromanticismo alemán de las postrimerías del siglo XVIII: «Noche de la Edad Media, ¡de acuerdo! ¡Pero noche resplandeciente de estrellas!». La vida caballeresca, las Cruzadas, la Inglaterra de los sajones y de los normandos, los Hohenstaufen, las comunas italianas, los árabes, lo cátaros, la Suiza de Guillermo Tell son objeto de una simpatía universal. Pero los románticos recobraron la Edad Media de la misma manera que los primeros humanistas habían vuelto a encontrar la Antigüedad: es cierto que volvieron a encontrarla, pero como definitivamente perdida.

—El sentido del exotismo, la búsqueda de los contrastes y de los efectos de arcaísmo y de alejamiento —por ejemplo, la germanización de los nombres merovingios en los Relatos de Augustin Thierry: Sigeberto, Hiperiko, Chlodowig…— caracterizan la visión romántica del pasado.

—Un método también, y en ocasiones más poético que erudito, se desprende, y deja su lugar a la intuición, a la imaginación, cuando no al trance alucinador: el que acomete a Michelet en las secciones reservadas de los archivos nacionales las cuales tienen el encargo de vigilar, pero a las que despierta:

En el silencio aparente de estas galerías, un movimiento, un murmullo que no era de muerte. Estos papeles no son papeles, sino vidas de hombres, de provincias, de pueblos… Todos vivían y hablaban, merodeaban cual un ejército de cien lenguas… Esta danza galvánica a que se entregaban en torno mío, he tratado de reproducirla en este libro.

Caso límite, indudablemente, del genio que sobrepasa su época por la exageración. El estilo de Michelet, sin embargo, nos revela lo que fueron algunos de los procedimientos de la retórica historiadora de los románticos: el empleo de la metáfora que trasmuta por el efecto mágico del verbo la analogía en demostración, la sustitución por la imagen de la idea, el antropomorfismo portador de una filosofía de la Historia evolucionista…

Sería, sin embargo, mutilar gravemente la historiografía de un periodo abundante limitarla a los escritores únicamente y a los estilos celebrados por la crítica únicamente también. En la primera mitad del siglo XIX se diversifican las prácticas, los géneros y los públicos de la historia. Hacia mediados del siglo coexisten en Francia las historiografías del Instituto —la de la Academia francesa, clásica y filosófica, la de la Academia de Inscripciones, erudita y documental—, la historiografía de las sociedades doctas, que oscila entre la monografía y el discurso, las historiografías universitarias —la cartista docta ya, la de la Sorbona todavía retórica—, la historiografía de los literatos, pintoresca y anecdótica, a las que se añaden, destinadas a hacer la fortuna de las editoriales, la historiografía didáctica y la vulgarización histórica (la palabra vulgarización aparece por primera vez en 1852 bajo la pluma de Théophile Gautier.) No habremos de estudiar aquí sino algunas de las características generales de esta actividad multiforme, las que atañen al estatuto científico de la historia: a las tentaciones originales, a las ilusiones finales, pero también, indiferente o casi a éstas o aquéllas, a la erudición infatigable.