Capítulo XXXIII

EL rey empezaba a impacientarse; había mandado llamar al señor de Nancey y acababa de ordenarle que fuese en busca de Enrique cuando este se presentó.

Al ver aparecer en la puerta a su cuñado, Carlos dio un grito de júbilo y Enrique se quedó tan asustado al verle como si se hallara en presencia de un cadáver.

Los dos médicos que estaban a ambos lados de la cabecera del enfermo se alejaron, lo mismo que el sacerdote que había ido a proporcionar al desdichado príncipe los auxilios de la fe cristiana.

Carlos IX, a pesar de no contar con muchas simpatías entre sus súbditos, era llorado en las antecámaras. A la muerte de los reyes, cualesquiera que sean, siempre hay gente que pierde algo y que teme no recuperarlo con sus sucesores. Aquel duelo, aquellos sollozos, las palabras de Catalina y todo el aparato siniestro y majestuoso que rodea los últimos momentos de un rey y, por último, el espectáculo de aquel rey atacado por una enfermedad de la que más adelante hubo otros casos, pero ignorada en aquel entonces por la ciencia, produjeron en el espíritu aún joven y por consiguiente impresionable de Enrique un efecto tan terrible, que a pesar de su deseo de no ocasionar nuevas inquietudes a Carlos acerca de su estado, no pudo, como ya hemos dicho, reprimir un gesto de espanto al ver al moribundo empapado en sangre.

Carlos sonrió con tristeza. Ningún detalle escapa a los enfermos de las impresiones que sienten quienes les rodean.

—Venid, Enriquito —dijo tendiendo la mano a su cuñado—, venid, que ya sufría, al no veros; mucho os he atormentado en mi vida, pobre amigo mío; ahora me lo reprocho y, a veces, creedme, hasta he ayudado a quienes os atormentaban, pero un rey no es dueño de los acontecimientos y, además de tener a mi madre, a mi hermano de Alençon y a mi hermano de Anjou, he tenido que sostener sobre mi cabeza, durante toda mi vida, algo muy incómodo que cesará con la muerte: la soberanía del Estado.

—Señor —balbució Enrique—, sólo recuerdo el amor que tuve siempre por mi hermano y el respeto que sentí siempre por mi rey.

—Sí, sí, tienes razón —dijo Carlos—, y lo agradezco que hables así; Enriquito, porque has sufrido realmente demasiado bajo mi reinado, sin contar con que perdiste a tu madre durante él. Pero tú debes haber notado que muchas veces yo obraba obligado. Algunas he resistido, otras he tenido que ceder por cansancio. Pero tú lo has dicho, no hablemos del pasado; ahora me apremia el presente y me espanta el porvenir.

Al decir estas palabras, el desdichado rey ocultó su pálida faz entre sus manos descarnadas.

Al cabo de unos instantes de silencio y sacudiendo por fin la cabeza como queriendo librarse de tan sombrías ideas, movimiento con el que salpicó de sangre todo a su alrededor, dijo en voz baja e inclinándose hacia Enrique:

—Es preciso salvar el Estado; es necesario impedir que caiga en manos de fanáticos o de mujeres.

Carlos, como hemos dicho, pronunció estas palabras en voz baja. No obstante, Enrique creyó oír detrás de las cortinas de la cama algo así como una sorda exclamación colérica. Tal vez algún agujero practicado en la pared permitía a Catalina, sin que se enterara el mismo Carlos, escuchar esta trascendental conversación.

—¿Mujeres? —preguntó el rey de Navarra, como pidiendo una explicación.

—Sí, Enrique —dijo Carlos—, mi madre quiere hacerse cargo de la regencia hasta que regrese de Polonia mi hermano. Pero oye bien lo que te digo: no volverá.

—¡Cómo! ¿Que no volverá? —exclamó Enrique con el corazón palpitante de gozo.

—No, no vendrá —aseguró Carlos—, sus súbditos no consentirán de ningún modo que venga.

—Pero —dijo Enrique— ¿no creéis que la reina madre le habría escrito con anticipación?

—Ya sé que lo ha hecho, pero de Nancey sorprendió al mensajero en Château-Thierry y me ha entregado la carta; en ella le decía que me quedaban pocos días de vida. Yo también he escrito a Varsovia; mi carta llegará, estoy seguro, y mi hermano será vigilado. De tal modo que, según todas las probabilidades, el trono de Francia quedará vacante.

Por segunda vez se oyó como un murmullo de protesta sin poderse precisar de dónde venía.

«Decididamente —pensó Enrique—, Catalina está allí: escucha y espera».

Carlos, que no había oído absolutamente nada, prosiguió:

—Además, muero sin heredero varón.

Se detuvo; un dulce recuerdo pareció iluminar su rostro, y apoyando una mano en el hombro de Enrique añadió:

—¡Ay de mí! ¿Te acuerdas, Enriquito, de aquel pobre niño que te enseñé una noche mientras dormía en su cuna de seda custodiado por un ángel? ¡Ay, Enriquito, me lo matarán!

—¡Oh, señor! —exclamó Enrique con los ojos empañados por las lágrimas—. Os juro ante Dios que durante todos los días y noches de mi existencia velaré por su seguridad.

—Gracias, Enriquito, muchas gracias —dijo el rey con una ternura nada propia de su carácter, pero que le imponía la situación—, acepto lo ofrecimiento. No le hagas rey, puesto que dichosamente no ha nacido para ocupar un trono. Trata únicamente de que sea feliz. Le dejo una fortuna independiente; nobleza, que tenga la de su madre: la del corazón. Quizá sería mejor para él que se le destinase a la Iglesia. ¡Inspiraría menos temores! ¡Oh! Creo que me moriría, si no del todo contento, por lo menos más tranquilo si tuviese aquí, para consolarme, las caricias del niño y el dulce semblante de la madre.

—Señor, ¿no podría hacer que vinieran?

—¡Insensato! No saldrían vivos de aquí. Tal es la condición de los reyes, Enriquito, no pueden vivir ni morir a su gusto. Pero, desde que me has hecho la promesa de ocuparte de ellos, me siento más tranquilo.

Enrique pareció reflexionar.

—Sí, sin duda, os lo he prometido; pero ¿podré cumplirlo?

—¿Qué quieres decir?

—¿Acaso yo mismo no puedo ser proscrito, amenazado como él o todavía más, ya que soy yo un hombre, mientras él no es más que un niño?

—Te equivocas —respondió Carlos—, cuando yo muera serás fuerte y poderoso; aquí tienes lo que te dará la fuerza y el poder.

El moribundo rey sacó al decir estas palabras un pergamino de debajo de la almohada.

—Toma —le dijo.

Enrique leyó el documento, que estaba avalado con el sello real.

—¿Yo regente? —dijo palideciendo de alegría.

—Sí, serás regente hasta que regrese el duque de Anjou, y como, según todas las probabilidades, el duque no regresará, no es la regencia lo que te confiere este papel, sino el trono.

—¡El trono! —murmuró Enrique.

—Tú eres —dijo Carlos— el único digno y, sobre todo, el único hombre capaz de gobernar a todos esos galanes libertinos y a todas esas jóvenes descarriadas que se alimentan de lágrimas y sangre. Mi hermano, el duque de Alençon, es un traidor y traicionará a todos; más vale que le dejes en la prisión donde le tengo encerrado. Mi madre querrá matarle; destiérrala. Mi hermano el duque de Anjou, quizá dentro de un año, saldrá de Varsovia y vendrá a disputarte el poder; respóndele con una bula papal. Yo he negociado este asunto por medio de mi embajador, el duque de Nevers, y dentro de poco tiempo recibirás la bula.

—¡Oh! ¡Rey mío!

—Sólo debes temer una cosa, Enrique: la guerra civil. Pero permaneciendo convertido la evitas, pues el partido hugonote no tiene consistencia si no estás tú a su cabeza, y el señor de Condé no tiene fuerzas para luchar contra ti. Francia es un país de llanuras y, por lo tanto, un país católico. El rey de Francia debe ser el rey de los católicos y no de los hugonotes, puesto que el rey de Francia debe ser el rey de la mayoría. Se dice que siento remordimientos por haber organizado la noche de San Bartolomé. Dudas, puede ser; remordimientos, ninguno. Se dice que derramo la sangre de los hugonotes por todos los poros. Yo sé muy bien lo que tiñe mi sudor; es arsénico y no sangre.

—¡Oh, señor! ¿Qué decís?

—Nada. Si mi muerte ha de ser vengada, sólo a Dios corresponde hacerlo. No hablemos de ella nada más que para prever los sucesos que traerá como consecuencia. Te lego un buen Parlamento y un ejército veterano. Apóyate en el Parlamento y en el ejército para resistir a tus dos únicos enemigos: mi madre y el duque de Alençon.

En aquel momento se oyó ruido de armas en el vestíbulo, acompañado de cambios de órdenes militares.

—Soy muerto —murmuró Enrique.

—¿Temes, vacilas? —dijo Carlos con inquietud.

—¿Yo, señor? —replicó Enrique—. De ninguna manera, ni temo ni vacilo: acepto.

Carlos le estrechó la mano. Y como en aquel instante se acercaba la nodriza con una poción que acababa de preparar en la pieza vecina, sin sospechar que la suerte de Francia se decidía a tres pasos de ella:

—Llama a mi madre, buena nodriza, por favor —dijo el rey—, y di que llamen también al duque de Alençon.