Capítulo XIV
NRIQUE, después de la negativa del duque de Alençon, que dejaba sin resolver nada y volvía a poner su vida en peligro, se había hecho, si cabe, más amigo del príncipe que nunca.
Catalina, al comprobar esta intimidad, sacó en conclusión que no sólo se entendían, sino que conspiraban juntos.
Con este motivo interrogó a Margarita, pero Margarita era una digna sucesora. Se defendió tan bien la reina de Navarra, cuyo principal talento consistía en soslayar una explicación tajante, de las preguntas de su madre, que, después de responder a todas, la dejó más confusa que antes.
La florentina no tuvo, pues, otros guías que aquel instinto intrigante que había traído de Toscana, el más intrigante de los pequeños estados de aquella época, y aquel sentimiento de odio adquirido en la corte de Francia, la más dividida de aquellos tiempos.
Comprendió, ante todo, que una parte de la fuerza del bearnés provenía de su alianza con el duque de Alençon y resolvió aislarlo.
Desde el día en que tomó semejante resolución, rodeó a su hijo con la paciencia y el talento del pescador, que cuando ha arrojado las redes lejos de la presa, las arrastra insensiblemente hasta que la envuelve por entero.
El duque Francisco advirtió aquel aumento de cariñosas atenciones y se aproximó a su madre. Enrique fingió no darse cuenta de nada, pero vigiló a su aliado aproximándose a él más que nunca.
Todo el mundo esperaba un acontecimiento.
Mientras cada cual lo esperaba a su manera, creyéndolo seguro unos y otros probable, una mañana en que el sol lucía, procurando ese tibio calor y ese dulce perfume que anuncian un buen día, un hombre pálido, apoyándose en un bastón y caminando con dificultad, salió de una casita situada detrás del Arsenal y se dirigió hacia la calle del Cabritillo.
Al llegar a la puerta de Saint-Antoine y después de bordear la húmeda pradera que crece junto al foso de La Bastilla, dejó a su izquierda el bulevar y entró en el jardín de la Ballesta, cuyo guardián le recibió con grandes muestras de amistad.
No había nadie en aquel jardín, que, como su nombre indica, pertenecía a una sociedad particular: la de los ballesteros. Si hubiera habido paseantes, el hombre pálido hubiese sido digno de atención, pues su poblado bigote y su paso, que conservaba cierto ritmo militar, debilitado por el sufrimiento, indicaban que se trataba de un oficial herido en ocasión reciente que recobraba sus fuerzas haciendo ejercicios moderados y tomando el sol.
Sin embargo, cosa extraña, cuando se entreabría la capa con que aquel hombre, inofensivo en apariencia, se envolvía a pesar de la agradable temperatura, dejaba ver dos grandes pistolas colgadas del cinto, que, además, sostenía un ancho puñal y una larga espada, espada tan descomedida que resultaba difícil creer que la pudiera manejar. La vaina golpeaba las dos piernas enflaquecidas de aquel arsenal viviente. Para colmo de precauciones, el individuo lanzaba a cada paso miradas escrutadoras como si quisiera interrogar a cada curva del sendero, a cada matorral, a cada foso.
En cuanto entró en el jardín, se aproximó a una especie de glorieta sólo separada de los bulevares por un espeso matorral y un pequeño foso, que formaban su doble protección. Allí se tendió sobre un banco revestido de musgo, donde el guardián, que unía a su título el de bodegonero, fue al cabo de un rato a llevarle un reconfortante licor.
El enfermo llevaba allí diez minutos y se había aproximado varias veces a los labios la taza de porcelana, cuyo contenido saboreaba a pequeños sorbos, cuando de pronto su rostro, pese a la intensa palidez que le adornaba, adquirió una expresión colérica. Acababa de ver, viniendo de la Croix-Faubin, por un sendero que hoy es la calle de Naples, a un caballero embozado en amplia capa que se detuvo al llegar al foso y esperó.
Hacía cinco minutos que esperaba y el hombre del semblante pálido, en quien el lector habrá reconocido ya a Maurevel, apenas había tenido tiempo de reponerse de la emoción que le causaba su presencia, cuando un joven vestido con un apretado justillo, como el que usan los pajes, se aproximó hasta el caballero por el camino que habría de ser luego la calle de Saint-Nicolás.
Oculto tras el follaje, Maurevel podía verlo y oírlo todo sin esfuerzo, y cuando se sepa que el caballero era De Mouy y el joven del justillo Orthon, podrá suponerse cuán atentos estaban los ojos y los oídos del convaleciente.
Los recién llegados miraron minuciosamente a su alrededor. Maurevel contenía su aliento.
—Podéis hablar, señor —dijo Orthon, que, como más joven, era más confiado—, nadie nos ve ni tampoco nos oye.
—Está bien —repuso De Mouy—. Irás al aposento de la señora de Sauve, le entregarás personalmente este mensaje y, si no está, lo colocarás detrás del espejo donde el rey acostumbra a dejar los suyos. Luego esperas en el Louvre. Si te dan una respuesta, la llevas donde tú sabes; si no, vendrás a buscarme esta noche al lugar que te he indicado.
—Muy bien —dijo Orthon.
—Ahora lo dejo; tengo mucho que hacer durante el día. No te apresures, porque sería inútil. No tienes necesidad de llegar al Louvre antes de que él esté y creo que él fue a entrenarse esta mañana en la caza de halcones. Ve y muéstrate desenvuelto, ¡te has restablecido y vas a agradecer a la señora de Sauve las bondades que tuvo contigo durante tu convalecencia!
Maurevel escuchaba con los ojos fijos, los cabellos erizados y sudorosa la frente. Su primer impulso fue el de sacar la pistola de su funda y encañonar a De Mouy, pero, al hacer este un movimiento, se entreabrió su capa dejando ver una coraza muy fuerte y sólida. La bala se hubiera aplastado contra ella o, todo lo más, hubiera penetrado en alguna parte del cuerpo donde la herida no fuese mortal. «Además —pensó Maurevel—, De Mouy, vigoroso y bien armado, dará buena cuenta de mí, herido como estoy». Y con un suspiro guardó la pistola, que ya apuntaba hacia el hugonote.
—¡Qué desgracia! —murmuró—: No poderle matar aquí, sin otro testigo que ese muchacho a quien tan bien sentaría otra bala.
En aquel momento, Maurevel pensó que el mensaje dado a Orthon, y que este debía entregar a la señora de Sauve, era tal vez más importante que la vida misma del jefe protestante.
—¡Ah! —se dijo—. Por hoy te escapas otra vez; está bien, aléjate sano y salvo; mañana me llegará a mí el turno y ya te encontraré, aunque deba seguirte hasta el infierno, de donde has salido para matarme, si es que yo no te mato a ti primero.
En aquel instante De Mouy se embozó en la capa tapándose por entero la cara y se alejó rápidamente en dirección al Temple. Orthon fue bordeando el foso hasta salir al río.
Levantóse entonces Maurevel con más vigor y agilidad de lo que esperaba, volvió a su casa de la calle de los Cerezos, hizo ensillar un caballo y, débil como estaba y exponiéndose a que se abrieran sus heridas, salió al galope por la calle de Saint-Antoine, llegó a la orilla del río y se metió en el Louvre.
Cinco minutos después de que hubiera desaparecido por la puerta del palacio, Catalina sabía todo lo sucedido y Maurevel recibía los mil escudos de oro que le habían sido prometidos como recompensa por la detención del rey de Navarra.
—¡Oh! —exclamó entonces Catalina—. O mucho me equivoco, o ese De Mouy es la mancha negra que Renato vio en el horóscopo del maldito Bearnés.
Un cuarto de hora más tarde, Orthon entraba en el Louvre dejándose ver tal y como le había recomendado De Mouy y se dirigía a las habitaciones de la señora de Sauve, después de haber hablado con muchos asiduos del palacio.
Sólo encontró a la camarera; Catalina acababa de llamar a su dueña para dictarle ciertas cartas de interés y se hallaba en los aposentos de la reina desde hacía cinco minutos.
—Está bien —dijo Orthon—; esperaré.
Aprovechándose de la familiaridad con que era tratado, el joven entró hasta el dormitorio de la baronesa y, después de cerciorarse de que estaba solo, colocó el mensaje detrás del espejo.
En el preciso instante en que retiraba la mano entró Catalina.
Orthon se puso pálido, pues le pareció que la mirada rápida y aguda de la reina madre se había dirigido inmediatamente hacia el espejo.
—¿Qué haces aquí, pequeño? —preguntó Catalina—. ¿Buscas acaso a la señora de Sauve?
—Sí, señora; hace mucho tiempo que no la veo y temía pasar por ingrato si retrasaba más esta visita de agradecimiento.
—¿Quieres mucho a la buena Carlota?
—Con toda mi alma, señora.
—Y eres fiel, según dicen.
—Vuestra Majestad comprenderá que es muy natural que así sea cuando sepa que la señora de Sauve me prodigó cuidados que no merecía, dado que soy un simple sirviente.
—¿Y en qué ocasión te prodigó tales cuidados? —preguntó Catalina fingiendo ignorar lo que le había pasado.
—Cuando fui herido, señora.
—¡Ah! ¡Pobre criatura! ¿Cuándo te hirieron?
—La noche del arresto del rey de Navarra. Me asusté tanto al ver a los soldados, que grité y pedí auxilio; uno de ellos me dio un golpe en la cabeza y me dejó desmayado.
—¡Pobre hombre! ¿Y estás ya bueno?
—Sí, señora.
—¿De manera que andas buscando al rey de Navarra para volver a su servicio?
—No, señora. Al saber el rey de Navarra que yo había osado resistir a las órdenes de Vuestra Majestad me despidió sin más contemplaciones.
—¿De veras? —dijo Catalina con sumo interés—. No lo importe, yo misma me encargaré de este asunto. Si esperas a la señora de Sauve perderás inútilmente el tiempo, pues está ocupada arriba en mi gabinete.
Catalina, pensando que quizás Orthon no había tenido tiempo de ocultar el mensaje detrás del espejo, entró en el gabinete de la señora de Sauve para dejar en entera libertad al joven.
En aquel momento, y cuando Orthon, por la inesperada presencia de la reina madre, se preguntaba si tal visita no tendría por objeto tramar algo que redundase en perjuicio de su amo, oyó dar tres golpecitos en el techo. Era la misma señal que él daba cuando estaba de guardia y su señor con la señora de Sauve, para advertirle en caso de peligro.
Aquellos tres golpes le hicieron estremecerse. Una misteriosa asociación de ideas vino a esclarecer su mente y comprendió que esta vez el aviso era para él. Corrió, pues, al espejo y retiró el billete que había dejado.
Catalina miraba por una rendija todos los movimientos del muchacho; le vio ir hacia el espejo, aunque no pudo distinguir si era para dejar el mensaje o para retirarlo.
—¿Por qué tardará tanto en irse? —murmuró impaciente la florentina.
Con el semblante risueño volvió a entrar en la alcoba.
—¿Aún estás aquí, chiquillo? ¿Qué esperas? ¿No te dije que corría por mi cuenta el arreglar tu asunto? ¿Acaso dudas cuando yo te digo una cosa?
—¡Dios me libre, señora! —respondió Orthon.
Y acercándose a la reina puso una rodilla en tierra, besó el borde de su vestido y salió rápidamente.
Al salir, vio en la antecámara al capitán de guardias, que esperaba a Catalina. Su presencia no sirvió para disipar sus sospechas, sino más bien para duplicarlas.
Catalina, en cuanto vio cerrarse la puerta detrás de Orthon, se lanzó hacia el espejo, pero fue inútil que rebuscara con mano trémula; no halló ningún papel.
No obstante, estaba segura de haber visto al muchacho acercarse al espejo. Sin duda no para colocar el billete codiciado, sino para llevárselo. La fatalidad daba iguales fuerzas a sus adversarios.
Un niño se convertía en un hombre desde el momento en que luchaba contra ella.
Registró, miró, sondeó: ¡nada!…
—¡Ah, desdichado! —exclamó—. No le deseaba ningún mal, pero he aquí que, al retirar el billete, se adelanta a su destino. ¡Hola, señor de Nancey!
La voz aguda de la reina madre atravesó la sala y llegó hasta la antecámara, donde estaba, como hemos dicho, el capitán de guardias.
El señor de Nancey acudió al llamamiento.
—Heme aquí, ¿qué desea Vuestra Majestad?
—¿Estabais en la antecámara?
—Sí, señora.
—¿Visteis salir a un joven, casi un niño?
—Hace un instante.
—¿Estará ya muy lejos?
—Apenas en la mitad de la escalera.
—Llamadle.
—¿Cuál es su nombre?
—Orthon. Si se niega a volver, traedlo a la fuerza. Sin embargo, si no opone resistencia no es preciso que le asustéis. Necesito hablar con él inmediatamente.
El capitán salió corriendo a toda prisa.
Como había previsto, Orthon apenas si había pasado de la mitad de la escalera, pues bajaba lentamente con la esperanza de hallar en el pasillo al rey de Navarra o a la señora de Sauve.
Oyó que le llamaban y se estremeció.
Su primer impulso fue huir, pero, reflexionando con mayor prudencia de la que correspondía a su edad, pensó que si huía estaba todo perdido.
Entonces se detuvo.
—¿Quién me llama?
—Yo, el señor de Nancey —respondió el capitán, precipitándose escaleras abajo.
—Me intriga la llamada —dijo Orthon.
—Es de parte de Su Majestad la reina madre —replicó el señor de Nancey al darle alcance.
El muchacho se limpió el sudor que corría por su frente y subió.
Le seguía el capitán.
La primera idea que tuvo Catalina fue la de mandarle detener, hacerle registrar y apoderarse del billete de que era portador, por consiguiente, creyó lo mejor acusarle de robo, y con este propósito ya había sacado del tocador un broche de diamantes cuya sustracción pretendía hacer recaer sobre él. No tardó en caer en la cuenta de que aquel era un medio peligroso, pues podía despertar las sospechas del joven, quien avisaría a su amo para ponerle en guardia.
Podía, sin duda, encerrar al mozo en alguna mazmorra, pero, por muy secretamente que se llevara a cabo la detención, la noticia correría por el Louvre y Enrique, al enterarse, comprendería el peligro que le amenazaba.
Catalina quería, sin embargo, apoderarse del mensaje en cuestión, puesto que un mensaje del señor De Mouy al rey de Navarra recomendado con tanto cuidado debía encerrar la clave de alguna conspiración.
Es el caso que volvió a poner el broche donde lo había cogido.
«No, no —se dijo—, es una mala idea. Por un billete… que tal vez no vale la pena —continuó frunciendo el ceño—. ¡Bah!, pero no es culpa mía, sino suya. ¿Por qué el muy bribón no puso el mensaje dónde debía? ¡Vaya! Yo quiero ver ese mensaje».
En aquel momento entró Orthon.
Sin duda, el rostro de Catalina tenía una expresión terrorífica, pues el joven se detuvo en el umbral palideciendo. Era todavía demasiado niño para tener un completo dominio sobre sí.
—Señora —dijo—, ¿me habéis hecho el honor de mandarme llamar? ¿En qué puedo servir a Vuestra Majestad?
—Te hice llamar por tu cara bonita. Habiéndote hecho una promesa, la de ocuparme de tu porvenir, quiero cumplirla sin tardanza. Nos acusan, a nosotras las reinas, de olvidadizas. No es nuestro corazón el que olvida, sino nuestra mente embargada por las preocupaciones del Gobierno. Recordé que los reyes tienen en sus manos la fortuna de los hombres y te hice llamar. Ven, hijo mío, sígueme.
El señor de Nancey, que tomaba en serio la escena, observó con gran asombro aquel gesto de ternura de Catalina.
—¿Sabes montar a caballo, pequeño? —preguntó la reina.
—Sí, señora.
—En ese caso, ven a mi gabinete, voy a darte un mensaje que llevarás a Saint-Germain.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad.
—Hacedle preparar un caballo, Nancey.
El capitán se alejó.
—Vamos, niño —dijo Catalina.
Y salió tras él.
La reina madre bajó un piso, penetró en el corredor donde estaban situados los departamentos del rey y del duque de Alençon, bajó otro piso por la escalera de caracol, abrió una puerta que comunicaba con una galería circular, cuya llave sólo poseían ella y el rey, hizo entrar a Orthon, entró tras él y volvió a cerrar la puerta. Aquella galería rodeaba y defendía parte de las habitaciones del rey y de la reina madre. Era algo así como la galería del castillo San Ángel, en Roma, o la del palacio Pitti, en Florencia; un refugio en caso de peligro.
Al cerrarse la puerta, Catalina quedó encerrada con el joven en aquel oscuro corredor. Avanzaron unos veinte pasos, la reina delante y Orthon tras ella.
De pronto, Catalina volvió la cabeza y Orthon vio en su semblante la misma expresión siniestra que viera diez minutos antes. De sus ojos redondos como los de un gato o los de una pantera parecían salir llamas en la oscuridad.
—¡Detente! —ordenó.
Orthon sintió que un escalofrío le corría por la espalda; un frío mortal semejante a una capa de hielo caía de la bóveda; el suelo estaba helado como la losa de un sepulcro. Las miradas de Catalina parecían penetrar a través del pecho del joven criado, que retrocedió apoyándose tembloroso contra la pared.
—¿Dónde está el mensaje que debías entregar al rey de Navarra?
—¿El mensaje? —balbuceó Orthon.
—Sí, el que en su ausencia debías esconder detrás del espejo.
—¿Yo, señora? Os aseguro que no sé lo que queréis decir.
—El mensaje que te dio De Mouy hace una hora en el jardín de la Ballesta.
—Vuestra Majestad se equivoca; yo no tengo ningún mensaje, señora.
—Mientes —dijo Catalina—, dámelo y cumpliré la promesa que te hice.
—¿Cuál, señora?
—La de enriquecerte.
—No tengo ningún mensaje, señora —repitió el muchacho.
Catalina comenzó haciendo rechinar sus dientes para concluir con una sonrisa.
—¿Me lo darás si te doy mil escudos de oro?
—No tengo el mensaje, señora.
—¡Dos mil escudos!
—Imposible, señora; como no lo tengo, difícilmente os lo puedo dar.
—¡Diez mil escudos, Orthon!
Orthon, viendo que la cólera subía como una marea desde el corazón a la frente de la reina, pensó que no tenía más que un medio de salvar a su amo, y era el de tragarse el papel. Se llevó la mano al bolsillo; pero Catalina, adivinando su intención, le sujetó el brazo.
—¡Vamos, niño —dijo riendo—, ya veo que eres fiel! Cuando los reyes quieren proteger a un servidor no está mal que se aseguren de que posee un corazón incorruptible. Por lo que a ti respecta, ya sé a qué atenerme. Toma, aquí tienes mi bolsa como primera recompensa. Devuelve ese billete a tu amo y dile que a partir de hoy entras a mi servicio. Ve, puedes salir solo por la puerta que entramos; se abre desde dentro.
Catalina, poniendo la bolsa en las manos del estupefacto muchacho, avanzó unos pasos y apoyó una mano contra la pared.
Orthon permanecía inmóvil y vacilante. No podía creer que se hubiera alejado el peligro que sintió cernirse sobre su cabeza.
—Vamos, no tiembles de ese modo. ¿No te he dicho que puedes retirarte y que, si vuelves, tu porvenir está asegurado?
—Gracias, señora —dijo Orthon—, ¿de modo que me concedéis la libertad?
—Más aún; lo recompenso. Eres un buen portador de tiernas misivas, un gentil mensajero de amor, pero olvidas que te aguarda tu amo.
—¡Ah! Es cierto —dijo el joven encaminándose hacia la puerta.
Habría andado tres o cuatro pasos cuando el suelo se abrió bajo sus pies. Tropezó, extendió los brazos, dio un horrible grito y desapareció en las profundidades del Louvre, donde Catalina acababa de enviarle con sólo tocar un resorte.
—Bueno —comentó Catalina—, ahora a causa de la obstinación de este joven, voy a tener que bajar ciento cincuenta escalones.
Fue a su cuarto, encendió una vela, volvió al corredor, abrió la puerta que daba a una escalera de caracol que parecía hundirse en las entrañas de la tierra y, presa de una curiosidad insaciable, que era mayor que su odio, llegó hasta una puerta de hierro que comunicaba con un calabozo.
Allí yacía el pobre Orthon, ensangrentado, deshecho, hundido por una caída desde cien pies de altura, pero aún con vida.
Detrás del espeso muro se oía el batir de las aguas del Sena, que por una filtración subterránea llegaban hasta el pie de la escalera.
Catalina entró en aquel calabozo húmedo y nauseabundo que debía de haber sido testigo de muchas caídas semejantes, registró los bolsillos de su víctima, cogió el papel, se cercioró de que era el que buscaba, apartó el cuerpo de Orthon con el pie y oprimió un resorte; el suelo se inclinó y el cuerpo, impulsado por su propio peso, desapareció en el río.
Luego cerró la puerta, subió las escaleras, se encerró en su gabinete y leyó el mensaje, que estaba concebido en los siguientes términos:
Esta noche, a las diez, en la calle de l’Arbre-Sec, posada A la Belle Etoile. Si venís, no respondáis; en caso contrario, decid «no» al portador.
Mouy de Saint-Phale.
Mientras lo leyó, pudo verse una sonrisa en los labios de Catalina, que sólo pensaba en la victoria recién obtenida, olvidando completamente cuál era el precio que había costado.
Después de todo, ¿qué era Orthon? Un corazón fiel, un alma abnegada, un niño bueno, nada más. Aquellas condiciones no podían inclinar, como puede suponerse; ni por un instante, el fiel de la balanza en que se pesan los destinos de los imperios.
Una vez leído el billete, Catalina fue inmediatamente a la alcoba de la señora de Sauve y lo dejó detrás del espejo.
Cuando bajaba encontró al capitán de guardias en el corredor.
—Señora —dijo el capitán Nancey—, de acuerdo con las órdenes de Vuestra Majestad, el caballo ya está dispuesto.
—Mi querido barón —dijo Catalina—, ya es inútil, hablé con el muchacho y es demasiado tonto para darle el empleo que había pensado. Le tomé por un lacayo y todo lo más es un palafrenero; le di algún dinero y se marchó por la puerta falsa.
—Pero ¿y el encargo que debía hacer? —preguntó el capitán.
—¿Qué encargo? —dijo Catalina.
—El que debía hacer en Saint-Germain; ¿quiere Vuestra Majestad que vaya yo o que envíe a uno de mis hombres?
—No, de ninguna manera —dijo Catalina—; vos y vuestros hombres tendréis que hacer otra cosa esta noche.
Catalina regresó a sus habitaciones, creyendo tener por fin en sus manos la suerte de aquel condenado rey de Navarra.